1
CADA uno de los cuatro estanques que había en la orilla del río era tan grande como un lago. Su superficie brillaba con la luz. El viento esparcía las semillas del diente de león sobre el agua y las empujaba como si fueran pequeños barcos. De vez en cuando, una carpa asomaba la boca intentando atrapar una de ellas.
Las cornejas volaban sobre los campos detrás de las granjas. Hurgaban con su grueso pico entre la paja en busca de los granos olvidados. Las ovejas balaban.
Braybrooke parecía un lugar idílico, el tipo de sitio que el caminante elegiría en los Midlands para comer algo y pasar la noche, una aldea con amables habitantes. Pero no era así. Braybrooke era el abismo de los infiernos, una puerta del cielo.
Aquí se inició una tormenta que seguirá azotando toda la región cuando el río se haya secado y los estanques donde se criaban las carpas sean cráteres inservibles cuyo origen nadie recuerde. Esa mañana del 16 de agosto de 1386 pocos imaginaban los cambios que produciría la fuerza que se iba a desencadenar en Braybrooke, y la que menos lo podía presentir era, sin duda, Catherine.
Aunque ella hubiese sido la que desencadenó la tempestad.
Catherine estaba apoyada en el último árbol del bosque de Rockingham y desde la colina observaba Braybrooke, que se extendía a sus pies. Sus labios temblaban.
Blancas nubes de algodón adornaban el cielo, el viento soplaba cálido sobre la hierba. Tras los estanques de las carpas, cinco torres se elevaban desde el valle como oscuros dedos de madera. La del centro estaba rodeada de un muro de piedra. Coronando las torres, ondeaban unas banderas rojas como la sangre, con una cruz dorada bordada en cada una de ellas.
Catherine se limpió las salpicaduras de barro de la cara y frotó con la manga el anillo que llevaba en un dedo. Sus pies estaban sucios a causa del polvo del camino. Tiró de una cinta de cuero y extrajo del escote de su vestido una cajita de madera. La giró con cuidado, levantó la tapa y retiró la tela a un lado. Sacó unos anteojos y separó los dos círculos que los formaban haciendo girar el remache que los unía. Con ternura pasó los dedos por las estrías del borde superior de la montura. Por fin, la sujetó delante de sus ojos. Sus dedos atravesaron los círculos. Donde debía haber cristales se abrían dos agujeros.
—Éstos no serán tuyos, Elias. Éstos, no.
Le pediría explicaciones, le diría que se sentía menospreciada.
Volvió a guardar la montura con sumo cuidado. Una vez hubo escondido la caja bajo la ropa, miró hacia el castillo de Braybrooke con los ojos entrecerrados. Luego bajó por la colina.
Algunos habitantes de la aldea recogían manzanas al borde del camino y las almacenaban en grandes cestas de mimbre. Cuando Catherine llegó al puente cesó el parloteo de los aldeanos y todos se volvieron a mirarla.
Delante de una de las primeras casas había un anciano sentado, cosiendo un zapato. En el taburete que tenía entre las rodillas había punzones, cuero y distintos cuchillos. El viejo ni siquiera levantó la mirada cuando Catherine le deseó buenos días. Esperó unos segundos.
—Me gustaría preguntaros una cosa —dijo, elevando la voz.
—¡No hace falta que gritéis! —Sus labios resecos dejaron ver los huecos entre sus dientes.
—Busco al maestro que hace anteojos.
—Sois forastera. ¿Quién os envía?
—No me envía nadie. ¿Podríais decirme dónde puedo encontrar a Elias Rowe?
El anciano recogió sus herramientas con cuidado y sujetó el zapato debajo del brazo.
—¡Aquí no hay ningún maestro que haga anteojos! ¡Marchaos, id a husmear a otra parte! —Diciendo esto desapareció dentro de la casa.
—¡Yo os he preguntado con toda amabilidad!
Miró hacia el castillo. Echó a andar de nuevo, lentamente, como si sus pies tuvieran que arrastrar una pesada carga. Pasó junto a los estanques de las carpas, aquellas grandes balsas llenas de peces prisioneros. Sobre los muros que los rodeaban había unos hombres esparciendo grano sobre el agua. Tres de ellos se dirigieron hacia el castillo cargando una red repleta de peces que habían recogido en las balsas y que iba goteando. Catherine bordeó los estanques.
El castillo se fue haciendo cada vez más grande. En la madera oscura se abrían algunas barbacanas. Donde el camino llegaba hasta la muralla había una caseta de entrada. Catherine observó las puertas cubiertas de remaches. Cuando llamó, no se oyó nada. La madera rechazó su mano como si fuera un molesto mosquito.
Se giró y miró el camino a su espalda. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Catherine levantó un pie y dio una patada en la puerta.
Se abrió una pequeña portezuela.
—¿Qué quieres? —El cancerbero olía a sudor.
—Busco a Elias Rowe.
—No le conozco.
—Hace lentes. ¿Acaso no trabaja para sir Latimer?
—¡Oh, el maestro de las lentes!
—Le traigo material.
—Yo no sé nada de eso. ¿Cómo te llamas?
—Catherine.
—Espera aquí.
El guardián cerró la puerta. El silencio cubrió los muros y las torres. Sólo se oían las banderas atrapando el viento. Olía a madera vieja y a despojos de pescado.
Por fin apareció de nuevo el portero.
—Está muy sorprendido, pero dice que te conoce. —Le sujetó la puerta para que pasara.
Cruzaron el patio de armas del castillo en silencio. Dos mozos limpiaban un caballo negro. Los cepillos dejaban en el pelo del animal marcas alargadas en las que brillaba el sol. El gallo que rebuscaba en el montón de estiércol que había a una esquina no prestaba ninguna atención al caballo; estiró el cuello y miró a Catherine como si estuviera pensando si debía admitirla en su reino o no.
El guardián se detuvo delante de una torre.
—No le entretengas mucho tiempo. El señor no quiere que nadie moleste al maestro cuando trabaja.
—¿Acaso no ha dicho el maestro quién soy yo?
—¿Qué quieres decir?
—Soy su esposa.
Empujó la puerta. Velas de sebo chisporroteaban en la oscuridad. Lo primero que Catherine pudo ver fue la amplia escalera que conducía al piso superior. Luego su mirada se detuvo en las herramientas que había sobre las mesas: tenazas, limas, cuencos, martillos, compases, taladros, cuchillos, sierras, cepillos, además de piezas de cristal sin pulir, esmeril, saquitos con cenizas de estaño y arena de reloj, tablillas de madera de tilo.
Elias estaba inclinado sobre una mesa. Los cabellos blancos le caían de nuevo más abajo de la nuca. No se preocupaba mucho por esas cosas. Su espalda parecía fuerte, pero estaba encorvada de tanto trabajar. Catherine no necesitó mirar sus manos para saber enseguida lo que estaba haciendo: pasaba la lima por el borde de una lente. Sus movimientos regulares provocaban un sonido tenue. De vez en cuando, elevaba un poco la lente y pasaba el pulgar por su borde.
—Elias, sé que esto no te va a gustar.
Fue como si se desgarrara un velo. El maestro se incorporó lentamente, dejó la lente y la lima sobre la mesa y se giró, enarcando sus blancas cejas.
—Así que el guardián decía la verdad. Me has seguido. ¿Qué ha ocurrido?
—Hace semanas que espero tu regreso. Quería verte.
—¡Ah! —Sonrió con dulzura. Luego se volvió y continuó con su trabajo, concentrándose en él como si Catherine no estuviera allí.
—¡Elias!
Él dejó la lima y tomó un paño de ante, limpiando cuidadosamente el borde de la lente, comprobando la arista con el pulgar de cada poco.
—Me gustaría hablar contigo, Elias.
—¿Ves esa montura de ahí detrás? ¿Me la puedes traer, por favor?
Catherine cogió la montura de madera y la dejó al lado de su marido.
—¿Por qué no te deja marchar sir Latimer?
—Todavía no he terminado mi trabajo.
—Para San Egidio me gustaría estar de vuelta en casa. Contigo. ¿Podremos?
—Sabes que no abandonaré este lugar hasta que haya conseguido las lentes apropiadas para sir Latimer.
—¿Por qué tardas tanto?
—No tardo tanto.
—Llevas aquí nueve semanas. Te echo de menos. Él se sentó en un taburete y abrió con cuidado la montura por un corte que había en la madera. Presionó una de las lentes, que crujió levemente cuando se encajó en la muesca prevista para ello. La montura se cerró.
—Disculpa, Catherine. He pensado en ti muchas veces. Sabes que sin perseverancia no se puede corregir el mal de la vista.
—¿Cuántas lentes has tallado ya para sir Latimer?
—Todas las que hay ahí detrás, en la caja.
Era una caja de madera alargada, dividida por tablillas transversales en pequeños compartimentos. En cada uno había dos lentes. En total sumaban cuarenta, o cincuenta.
—¿Estás seguro de que puedes ayudarle?
—¡Naturalmente! Tiene los problemas habituales. Cuando va de caza ve perfectamente, pero no puede leer. Últimamente podía reconocer las letras si mantenía el libro alejado de los ojos, pero ahora tiene que pedirle a un escribano que le lea lo que le interesa. Al que no ve de lejos, sí que no podemos ayudarlo.
—Le has probado tantas lentes... ¿Qué te hace pensar que vas a tener éxito?
—Las lentes han conseguido algo, aunque con ninguna ve con claridad. Al principio estuve muy cerca, pero luego la cosa fue a peor, y ahora me estoy acercando de nuevo a la lente adecuada, aunque utilizo un cristal mucho más grueso.
—¡Qué curioso!
—Thomas Latimer es un hombre influyente, el año pasado se le eximió de la campaña contra los escoceses para que protegiera a la madre del rey. Voy a hacerle unas lentes que le devuelvan la visión que tenía en su juventud.
—¿Y qué pasa con tu esposa?
El maestro se puso de pie. Tosiendo ligeramente, pasó por delante de Catherine, sacó algunas piezas de cristal sin pulir de su envoltura y las colocó delante de una vela de sebo. En el cristal amarillo verdoso brillaban algunas burbujas de aire y pequeñas imperfecciones.
—Quizá debería probar de nuevo con este grueso vidrio de barrilla —murmuró Elias.
Catherine se acercó a la mesa de trabajo. Agarró una punta de hierro y la giró entre sus manos.
—¿Puedes hacer fuego aquí para calentar el hierro?
—¡Por favor! —Su voz retumbó con fuerza en las paredes—. ¡Deja eso!
—Pero lo necesitas ahora.
—Cierto, yo lo necesito. Pero lo utilizaré cuando llegue el momento. —Dejó el trozo de vidrio. Espolvoreó un poco de yeso en un platillo, añadió agua de una jarra y lo removió.
—¿No quieres volver a casa?
—Claro que quiero.
—Yo podría ayudarte para que acabaras antes.
—Bien.
—Podríamos... —Catherine hizo una pausa. Se miró las manos, luego tragó saliva—. Si cada uno de nosotros trabajara en un par de lentes, el señor tendría antes los anteojos adecuados.
Elias dejó la pieza de vidrio en su regazo. La luz la atravesó dejando reflejos de colores sobre sus rodillas.
—Catherine, sabes que no puedo ni quiero aceptar eso. —Introdujo el buril en el agua con yeso, frunció los labios y trazó un círculo sobre el cristal. El comienzo y el final del círculo se unieron—. ¿No me ocupo bien de ti?
—Sí. Pero yo también podría hacer lentes.
—Me resultas de gran ayuda cuando cortas las monturas. Es un trabajo muy importante y delicado.
—Trabajaríamos más deprisa y podríamos volver antes a casa.
—Catherine. —Un gesto paternal cubrió su rostro—. Cuando abandoné Londres tenía dieciséis años. Estuve ocho años en Brabante aprendiendo con un maestro que hacía lentes y luego trabajé allí otros diez años antes de regresar a Inglaterra. Tú lo sabes. Este oficio no es sencillo. Es un trabajo difícil que requiere cierta maestría. ¿Cuántos maestros que hagan lentes puede haber en Inglaterra? ¿Cinco? ¿Diez? ¿Te imaginas cuál es la causa? En Venecia, el centro más importante en el arte de hacer lentes, existen normas, ¿entiendes?, normas que establecen que un artesano se convierte en maestro después de ocho años de aprendizaje. Ocho años de aprendizaje, piénsalo, según las normas, y ni siquiera en Brabante se puede aprender más deprisa.
—¡Entonces déjame ser tu aprendiz! ¿Acaso no puede un aprendiz tallar lentes?
Él dibujó un segundo círculo.
—Eres una mujer joven.
—¿Y bien?
—No eres mi aprendiz. Porque te amo, no debes hacer ningún trabajo que no corresponda a una mujer. —Levantó la pieza de cristal y aferró la punta de hierro de la mesa de trabajo.
—¿Adónde vas?
—Voy a cortar el cristal en las cocinas. Espera aquí. No les gusta que entren extraños.
En el momento en que Elias alcanzó la puerta, dos fuertes golpes hicieron temblar a Catherine. El maestro se quedó helado.
—Adelante —balbuceó.
La puerta se abrió de golpe, dejando entrar la fuerte luz del día en la habitación de la torre. Una gran figura oscura apareció en el hueco, resplandeciendo como si hubiera creado el sol, una sombra que desprendía claridad.
—¡Señor! —Elias dejó el cristal y la herramienta a un lado y se arrodilló. Catherine se apresuró a seguir su ejemplo.
—Levántate, mi buen Elias. Veo que tienes visita.
¿Debía levantarse ella también? Catherine elevó un poco la cabeza. Unos zapatos apuntados dieron un paso hacia ella asomando bajo unas calzas rojas de lana. Las puntas de los zapatos dejaban ver que se trataba de un señor de alto rango: eran un pie más largas que el zapato. Sólo los más nobles podían llevar ese tipo de calzado de cuero. Catherine apoyó rápidamente la frente en el suelo.
—Levantaos. ¿Cuál es vuestro nombre? ¿Con qué motivo visitáis al maestro?
—Es mi esposa —dijo Elias.
Catherine se incorporó sin atreverse a mirar al noble.
—Nunca has hablado de ella. ¡Es muy hermosa! ¿Es una buena ayudante? Puede quedarse todo el tiempo que desee. —Sobre las ajustadas calzas el señor llevaba una túnica azul de manga corta—. Pero no es muda, ¿verdad?
Catherine levantó la mirada.
—No, señor.
Él se pasó la mano por la barbilla. ¿Sonreía? ¿Estaba serio? Su rostro parecía una máscara tras la que se ocultaba una sonrisa burlona, que se marcaba en la comisura de los labios y brillaba en sus ojos claros.
—Debéis disculparme si os privo de vuestro marido durante el día. —Se volvió—. Elias, me gustaría que me acompañaras a Lutterworth. ¿Estás preparado para partir?
—Señor, es para mí un honor acompañaros.
—Lleva algunas lentes contigo. Quiero regalarle unos anteojos a un hombre a quien aprecio.
Elias no se movió de su sitio hasta que el caballero hubo abandonado la estancia. Entonces se puso en movimiento. Se dirigió al cajón de las lentes y colocó trapos en los compartimentos.
—¿Crees que irán bien protegidas? ¿Lloverá? ¿Necesitaré algo de abrigo?
—¿Ése era Thomas Latimer?
—Catherine, es maravilloso que estés aquí. Así no tendré que preocuparme por las herramientas. —Se aproximó a ella y la agarró por los codos—. Cuida del taller, ¿lo harás por mí?
—¿Cuándo estaréis de vuelta?
—Seguro que al anochecer. No te preocupes, ¿me oyes? Luego hablaremos.
Salió a toda prisa con la caja de las lentes en las manos.
Catherine apretó el puño contra la frente. Su respiración se hizo entrecortada. ¡Con qué alegría aceptaba Elias la invitación del caballero! Ella, en cambio, sólo era suficientemente buena para cuidar del taller. Hacía nueve semanas que no se veían, y él hablaba un rato con ella para luego desaparecer durante el resto del día. Ni una muestra de arrepentimiento, ningún pesar por haber hecho esperar tanto a su joven esposa. Ninguna promesa de que se apresuraría con el trabajo y podrían volver pronto a Nottingham.
¿Qué había dicho el caballero? ¡Elias no le había hablado nunca de ella! Fue como si se le clavara una lanza en el corazón. Para él sólo existían el vidrio, las limas, las lentes y el famoso caballero Latimer, al que quería complacer, o los monjes carmelitas o ese bailiff Trussebut, o cualquiera que quisiera comprar unas lentes. Ella, Catherine, era la última de la lista. Elias sólo se acordaba de ella cuando se trataba de cortar nuevas monturas o de cuidar del taller mientras él estaba fuera.
¡Pero lo amaba tanto! ¿No habría algún modo de ser indiferente? Sus penas se acabarían si no se muriera por unas palabras amables, por un elogio, por un abrazo de él.
A él le gustaba acariciarle las cejas, y decía que eran como hilos de oro. Alababa su boca, sus mejillas y su cuerpo. Pero, a pesar de todo, incluso tras cuatro años de matrimonio, no sabía, no podía imaginar de lo que ella era capaz, qué fuerza se escondía en su interior. Para él, era simplemente una muchacha, una mujer débil. Estaba ciego para todo lo que ella conseguía, aunque buscaba siempre incansable su aprobación. Cocinaba, lavaba, barría el taller y ponía flores. Cortaba monturas para los anteojos. Era muy hábil, pero, al parecer, eso no era suficiente para que él la admirara.
Cuando era casi una niña ya merodeaba por su taller para contemplar asombrada las herramientas y las brillantes lentes. Soñaba con hacer ella misma algún día uno de aquellos instrumentos que se apoderaban de la luz. ¡Podía hacerlo! ¡Ya era hora de que él se diera cuenta! Estaría orgulloso de ella. Apreciaría sus capacidades.
Catherine escuchó atentamente. El ruido de los cascos de un caballo se alejó. Esperó un momento, luego se movió de puntillas de una mesa a otra, y pasó la mano por las herramientas.
—Hoy seréis mías —susurró, con el corazón latiendo con fuerza.
¿Cómo serían los anteojos adecuados para el caballero? Cuando Elias recibía un nuevo encargo empezaba tallando unas lentes finas. Las hacía de vidrio de bosque, que era más barato que el vidrio de barrilla. Si no encontraba una lente adecuada, pasaba a un grosor mayor. Sólo al final probaba con el grueso vidrio de barrilla, para cuya elaboración los vidrieros tenían que comprar en Alicante cenizas de plantas marinas que se pagaban a un precio considerable. Era de suponer que había tallado ya unas lentes finas para Latimer. Elias había dicho que, al principio, había estado cerca de conseguir el éxito. Las lentes finas no eran del todo adecuadas, pero servían de algo. Las medias no le habían ayudado nada en absoluto y, a medida que Elias se acercaba a las gruesas, mejoraba la visión de Latimer. ¿Qué significaba eso? ¿Cómo era posible que fueran adecuadas tanto las lentes finas como las gruesas?
Lentes finas. Y lentes gruesas. Ambas valían.
Catherine desenvolvió una pieza de cristal de bosque de un tono verdoso. Lo sujetó delante de sus ojos. Algo la impulsó a tocar el vidrio con la lengua. Al principio vaciló, pero luego pasó la lengua por el cristal. Aunque era duro, le dio la sensación de que su lengua estaba tocando algo blando. Burbujas y pequeñas partículas estaban atrapadas en el cristal, inalcanzables en el interior de la pieza.
Sujetó el vidrio de bosque con fuerza y con la otra mano liberó una costosa pieza de cristal de barrilla de su envoltura de cuero. La pieza amarilla era tres veces más gruesa que el vidrio de bosque. Tenía muy pocas imperfecciones, y no fue capaz de apreciar ninguna burbuja.
¿Era posible ser dos personas a la vez? ¿Una que veía bien y otra que no? Alzó una pieza de cristal con cada mano y miró a través de ellas: el ojo izquierdo en el vidrio verde de bosque, el ojo derecho en el cristal de barrilla. La habitación se desvaneció. Llamas verdes bailaban en el aire. Mesas amarillas se abombaban.
¡Ésa era la solución!
Puso las piezas de cristal sobre la mesa, sacó la cajita de madera de debajo de su camisa y la abrió. Dejó la montura cerrada como estaba, de forma que las dos aberturas coincidían una encima de la otra y había un único círculo: unos anteojos para una persona con un solo ojo. Junto a las piezas de cristal estaba el platillo con el agua con yeso que Elias había utilizado. Colocó la montura sobre la pieza de cristal verde, la movió hasta que por el círculo se vio una parte de cristal sin burbujas y con pocas imperfecciones. Mojó el buril en el agua y lo deslizó por el borde circular de la montura. Donde el remache sobresalía del círculo no pintó nada; la lente no necesitaba tener esa forma. Continuó la marca al otro lado hasta que el comienzo y el final del círculo se encontraron. La primera lente.
Con cuidado, colocó la plantilla sobre el vidrio de barrilla amarillo y dibujó también en él un círculo. La segunda lente.
La luz de las velas de sebo brillaba sobre los cristales. Catherine pasó la punta del dedo meñique por el cristal. Se puso de pie lentamente, como en un sueño, hasta alcanzar la punta de hierro.
En el patio del castillo miró a su alrededor. Mozos, criadas y soldados realizaban sus tareas cotidianas. ¿En qué edificio se encontraban las cocinas? Contó las chimeneas. Cuatro. Y dos de ellas en el mismo edificio, las únicas por las que salía humo. Aquella construcción de piedra de una sola planta tenía que ser la cocina.
No les gustaban los extraños. Lo mejor sería no parecer una extraña. Catherine se dirigió hacia la puerta y entró sin llamar. Un olor fétido la asaltó. Dos mujeres y un hombre estaban limpiando unos enormes pescados. Catherine no les prestó atención. Se dirigió hacia el fuego. Sin decir una palabra, se agachó y colocó la punta de hierro sobre las llamas.
En el caldero que colgaba de unas cadenas sobre el fuego hervía agua. El cacharro de bronce emitía un sonido quejumbroso.
—¿Quién es ésa? —murmuró una voz de mujer a sus espaldas.
—No la había visto nunca.
—Dime —dijo la voz en un tono algo más elevado—, ¿qué haces con el atizador de la chimenea?
Catherine guardó silencio.
—¿Es que no oyes? Te he preguntado algo.
—No es el atizador de la chimenea.
—¿Me has tomado por tonta?
Silencio. La punta de hierro humeaba.
—¿Qué buscas aquí?
El extremo de la punta de hierro estaba ya incandescente.
—Creo que se está riendo de mí. Eh, ¿estás sorda?
Catherine se incorporó y se dirigió con la mirada baja hacia la puerta.
—¡Detente!
Ella echó a correr. En el patio tropezó, se levantó, abrió de golpe la puerta de la torre y la cerró a sus espaldas. Respirando con fuerza se apoyó en ella. ¿Qué querían de ella? ¿Por qué eran todos tan bruscos?
Apoyó la gruesa pieza de cristal como un puente entre dos taburetes y con la punta de hierro siguió el dibujo de yeso. Había visto hacer aquella operación a su marido mil veces, ansiosa de aprender, deseando poder ejercer algún día ella el mismo oficio. Una pequeña columna de humo se elevó sobre el cristal, y con él, el olor tan conocido que llenaba en su casa cada rincón y cada grieta del taller. El cristal fue cediendo ante la presión de la punta de hierro. Su superficie se derritió y se desgarró. Cuando la pieza circular sólo colgaba del trozo de cristal, Catherine la desprendió con una tenaza.
La punta de hierro ya no estaba al rojo vivo. Catherine repitió rápidamente la operación con la segunda pieza de vidrio. Afortunadamente, el cristal de bosque era más fino. El calor del hierro bastó para extraer allí también la pieza deseada.
Con otras tenazas, retiró trozos de los bordes de los cristales hasta que las lentes parecían adaptarse a la montura. Luego pulió bien los bordes irregulares con la lima que había encima de la mesa de trabajo. El mango de la herramienta estaba caliente. La mano de Elias la había sujetado. ¿Qué hacía ella allí?
Estoy trabajando, se dijo, nadie puede impedírmelo. Fabrico una lente. ¿Y qué?
Enseguida notó que le dolía el brazo a causa del movimiento regular de pulir el cristal. De pronto, se descubrió a sí misma pasando el pulgar para comprobar dónde estaban las irregularidades de la pieza. ¿De dónde sacaba el viejo maestro las fuerzas para utilizar la lima sin interrupción? Parecía fácil cuando él lo hacía.
Le había observado durante años, soñando hacer lo mismo que él. Era dueño de la luz, podía llevarla a donde él quisiera, y allí brillaba. Ella había aprendido bien.
Por fin, el borde de la lente alcanzó la tersura deseada. Catherine puso harina en el platillo de agua con yeso e hizo una masa de cola para fijar un mango a la lente. ¿Qué recipiente utilizaría para pulir? Agarró los cuencos de bronce para pesarlos en sus manos. Sería una lente gruesa, que tendría un gran efecto. Se decidió por un cuenco profundo y echó un poco de arena en el interior.
Para dejar que el mango se fijara bien a la lente, la dejó reposar y, mientras tanto, limó los bordes de la segunda lente. En principio, ésta era más sencilla; el cristal más fino se dejaba limar con mayor facilidad. Pero a Catherine le dolió el brazo ya con los primeros movimientos. Se obligó a si misma a no interrumpir el trabajo.
Cuando el borde de la lente ya no mostraba irregularidades, probó si el mango ya estaba bien sujeto. Estaba firme. Con frecuencia, Elias tenía que tirar alguna lente porque la curvatura del cristal no era regular desde el centro. Según le había explicado, el motivo era que al pulirla no había mantenido la lente justo en el centro del recipiente. Tal error le había hecho perder horas de trabajo y piezas de cristal muy valiosas. Para poner correctamente la lente en el recipiente, Catherine la miró justo desde encima. Su mano temblaba a causa del esfuerzo realizado con la lima, lo que no hacía las cosas muy fáciles.
Giró la lente durante un tiempo en la arena. A ésta le siguió polvo de esmeril, y luego añadió arena roja de reloj. Por fin empezó a brillar. Catherine escuchó el suave crujido que se producía en el recipiente. Cada vez hacía menos presión con la mano. La pieza de cristal brillaba como agua de cobre.
Una vez que hubo vaciado el cuenco, lo cubrió de cola en su interior y pegó tiras de cuero hasta que el recipiente quedó totalmente forrado. Luego esparció ceniza de estaño sobre el cuero. Repartió con cuidado la fina capa de color blanco grisáceo y depositó la lente en el cuenco almohadillado con el mismo cuidado con el que una madre deja a su bebé en la cuna. La movió una y otra vez, la sacó para mirarla y la volvió a frotar contra el cuero. Su brillo era cada vez más intenso.
Se sintió tentada de encajar ya la lente amarilla en la montura, pero decidió dejar esa reconfortante tarea para el final. Para pulir la lente verde de vidrio de bosque eligió un recipiente más plano.
Dos velas de sebo se agotaron. Catherine lleno un cuenco de pulir vacío con agua de un cubo y bebió. Una acción de la que Elias no debía enterarse nunca. No sentía hambre. El brillo de las lentes la saciaba, su luz le servía de alimento.
Esperaba con placer la ocasión de encajar las lentes en la montura. Había imaginado cómo las colocaría con delicadeza, cómo se alegraría de cerrar el pequeño armazón y cubrir la abertura con hilo de lino. Cuando llegó el esperado momento, resonaron unas voces en el patio. Se oyeron los cascos de los caballos. Reconoció claramente la voz de Elias.
Catherine observó los dos agujeros en las planchas de cristal. Vio las esquirlas de cristal en el suelo, el polvo de esmeril, la arena de reloj, la ceniza de estaño.
Era imposible que Elias no lo descubriera.
Encajó las lentes en la montura a toda prisa. Se abrió la puerta, y Catherine se puso de pie de un salto.
—Perdona, Catherine, que te haya hecho esperar tanto tiempo.
Ella se acercó a Elias ocultando los anteojos en su espalda, y le miró fijamente a los ojos.
—Me gustaría decirte una cosa.
—¿Y bien?
—Elias Rowe, ¿sabes que te respeto y que te amo profundamente? —Él sonrió—. Te admiraba incluso antes de que tú me regalaras una primera mirada. Que me eligieras como tu esposa me convirtió en la persona más feliz del mundo.
—¿Qué te ocurre? ¿Por qué dices eso?
Ella pasó por delante de él y abrió la puerta.
Encontró al caballero Latimer ante la entrada a la torre amurallada. De su cintura colgaba una vaina de espada de cuero oscuro con adornos plateados. Su mano estaba apoyada en la empuñadura del arma y la apartó un poco a un lado cuando entró por la puerta.
—¡Caballero, sir! —gritó Catherine. Él se volvió—. ¡Por favor, esperad! —Corrió hacia él.
El gesto burlón de su rostro desapareció para dejar paso a la sorpresa. Cuando Catherine llegó hasta él, los ojos claros del caballero se clavaron en ella.
—¿Qué deseáis?
—Quizá no sea el mejor momento, pero me gustaría que vos... —Estiró el brazo para darle los anteojos. El cielo del atardecer brilló a través de los cristales y dibujó una mancha verde y otra amarilla en la mano de Catherine.
—¿Cuándo ha hecho Elias estos anteojos? No me ha dicho nada. —El caballero los tomó—. Un cristal verde y otro amarillo, ¡qué extraño!
—¡Catherine! —atronó la voz de Elias.
No deberías haberlo hecho, pensó ella. ¿Cómo podía haber pensado que Elias se alegraría de que ella demostrara que podía pulir cristales para los anteojos? ¿Acaso no había dicho él claramente que no quería que lo hiciera?
El caballero sujetó la montura de madera con las puntas de los dedos y se la colocó delante de los ojos.
—No... no ha sido su culpa —tartamudeó Catherine—, yo le desobedecí. Yo he hecho estos anteojos.
El caballero se los acercó a la cara, luego los alejó lentamente y parpadeó.
—Bien, esto explica la falta de habilidad. Ninguno de los anteojos de Elias me ha hecho ver tan mal. Todo está borroso. No me sirven.
La boca del caballero mostró un gesto severo mientras le devolvía los anteojos a Catherine.
—¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho? —siseó Elias a su espalda.
—¡Esperad! —Catherine rozó el brazo del caballero, que se había girado, luego apartó la mano—. ¡Disculpad!
Él miró el punto donde ella lo había rozado.
—Por favor, intentadlo sólo una vez más. —Giró los cristales en torno al remache, hasta que las lentes estuvieron cambiadas de lado—. Quizá funcione así.
El caballero frunció el entrecejo, pero agarró los anteojos y los sujetó delante de su cara. Sus ojos se abrieron de golpe, las arrugas de su frente desaparecieron.
—¡No puede ser, no puede ser! —Thomas Latimer dio unos pasos, y volvió a mirar a través de los anteojos. Cruzó el patio corriendo. La espada le colgaba a un lado del cuerpo, golpeándole en la pierna. En el pozo se detuvo y se inclinó sobre el brocal hasta casi tocar las piedras con la nariz—. ¡Increíble! ¡Veo perfectamente! ¡Veo cada grano de arena! Por aquí corre un escarabajo, un precioso escarabajo rojo, puedo verlo, sus patas, sus antenas. —Alzó la cabeza—. ¡Las escrituras!
Pasó por delante de Catherine, pero sin notar su presencia. El pelo corto y revuelto, la mirada febril; ella se apartó. Sin decir una palabra, el caballero desapareció en el interior de la torre.
Catherine se volvió para mirar a Elias. En el rostro de éste se reflejaban el enfado y el horror. Sus ojos brillaban, pero su boca estaba abierta como la de un niño.
Catherine no tenía sensación de triunfo; en lugar de eso, su corazón palpitaba cansado, su pecho estaba vacío. El caballero se había marchado sin mostrar su agradecimiento, ni siquiera había preguntado cómo había conseguido remediar su mal de la vista.
Había defraudado a Elias a cambio de nada.