22
SE había marchado como un pobre diablo y ahora regresaba como un arquero bien remunerado. Tenía un oficio que se valoraba. Pertenecía a un grupo de hombres que estaban bien considerados en todas partes, en Inglaterra, en Francia, en Flandes. Habían decidido las batallas de Falkirk y Crécy, de Poitier. En toda Europa se intentaba reclutar arqueros ingleses. Algunos de los que había formado David servían ya en las tropas de la Orden alemana. Alan le admiraba.
Nadie podía enseñarle nada al anciano. Con su burdo arco tenía mejor puntería que todos los demás. Un arco con nudos en la madera, pero las flechas del viejo maestro volaban más lejos que las del más fuerte de sus alumnos.
Desde que dio en el blanco con la primera flecha cuando nadie contaba con ello, Alan había recibido un trato especial por parte de David. Los demás arqueros eran perezosos dormilones, bebían cerveza hasta altas horas de la noche y, por la mañana, no había quien los despertara. Pero Alan sabía trabajar duro. Se levantaba antes de que cantara el gallo, tomaba el arco y las flechas, caminaba hasta el campo y empezaba a disparar. Antes de que los demás arqueros se despertaran, ya había lanzado cien flechas contra las dianas. No pasó desapercibido. El maestro adquirió enseguida la costumbre de acompañar a Alan al amanecer. Tiraban juntos. El viejo aconsejaba a Alan, corregía su postura, le explicaba cómo desviaba el viento la trayectoria de la flecha.
A veces le llamaba chico prodigio. No podía creer que hasta entonces Alan no hubiera tenido jamás un arco en sus manos. Chico prodigio, murmuraba Alan, y se reía. Había encontrado su camino.
Cuando se presentara ante el corregidor no le estaría pidiendo nada, sino que le ofrecería algo. El corregidor podía estar contento de que Alan le hubiera perdonado su dureza de corazón y estuviera todavía dispuesto a pedir la mano de May.
Era todavía muy temprano. El cielo parecía leche sobre la tierra. Los árboles al borde del camino eran negras sombras sobre el horizonte. Alan era el primer caminante del día. Sus pasos asustaban a las lagartijas, las culebras, los erizos. En un campo de nabos, los cerdos hozaban entre las plantas.
Alan caminaba con decisión. ¡Cómo temblaba cuando le pidió al corregidor una desgravación en sus impuestos! Ahora era otra persona, era un hombre libre, no un aparcero. Estaba al mismo nivel que el corregidor.
Pasó de largo junto a su viejo campo de cultivo en las afueras de la aldea. Formaba parte de una vida pasada que ya no le interesaba. Pero le sorprendió que no se hubiera reconstruido la casa. Allí seguían los escombros, tal y como él los había dejado el otoño anterior. En el campo, la maleza crecía entre los rastrojos. Nadie había trabajado en él. ¿Por qué no se había arrendado todavía?
Se encontró a las primeras personas. Dos campesinos cuyos campos eran colindantes discutían por una franja de tierra. Uno afirmaba que el otro había desplazado los mojones, ampliando así su campo al arar tres pasos más allá del límite, y ahora parecía que eran suyos. Para que no se notara, había cavado para sacar los mojones de la tierra y los había colocado en la nueva linde del campo. Se apreciaba claramente. Aquel arbusto y el árbol habían estado siempre en su lado, y ahora pertenecían al vecino.
Alan los saludó amablemente.
Los campesinos interrumpieron su discusión y se quedaron mirándole fijamente. No cabía duda: le habían reconocido.
Alan sonrió. Pero no se detuvo. Que le vieran cómo entraba en el pueblo con su casaca azul claro, sus medias rojas y los zapatos nuevos. Iba bien vestido: la casaca tenía cierres de latón, y los había limpiado con un paño hasta que brillaron. Los zapatos se alargaban en punta más allá de los dedos del pie. Su vestimenta dejaba ver que tenía dinero. Se había gastado todo el salario, y ahora se veía que podía mantener a una esposa; era un yerno del que uno se podía sentir orgulloso.
En la mano llevaba su arco decorado. Sin la cuerda parecía un bastón excesivamente largo. Muchos de los campesinos ni siquiera sabrían de qué se trataba. Alan estaba por encima de ellos. Era arquero. Trabajaba para el arzobispo de Canterbury.
Ante la casa de May se alisó la casaca, ajustó los cierres superiores, se pasó la mano por el pelo, llamó a la puerta y entró.
—¿Qué deseáis? —preguntó la criada. De pronto, abrió los ojos sorprendida—: ¿Alan?
—Efectivamente.
—¿Qué ha ocurrido?
—Estoy al servicio del arzobispo de Canterbury. Me han contratado como arquero.
Ella se acercó para tocar su casaca.
—¡Qué azul celeste tan bonito!
—¿Dónde está May?
La mano se apartó de golpe y se quedó petrificada.
—¿Quieres esperarla aquí?
—No, iré donde ella esté. ¿Dónde puedo encontrarla?
—Será mejor que... —Se mordió el labio inferior—. Será mucho mejor que esperes aquí.
—¿Qué ocurre?
—¡Hace tanto tiempo que desapareciste! Se va a casar. No pudo oponerse más al corregidor.
—¿Con quién se va a casar?
—Con un Spanneby.
Los Spanneby. Para el corregidor y su gente de confianza, los Spanneby eran la familia más influyente de la zona. Poseían buenas tierras, ovejas, vacas y cerdos.
—¿El mayor?
—El mayor.
El heredero, por tanto. El mayor de los Spanneby era un idiota, de complexión fuerte, con las orejas pequeñas. Le gustaban las peleas, y las ganaba todas. No le gustaba hablar, era un pendenciero que había aprendido que era mejor no abrir la boca, sino actuar. ¿May amaba a aquel imbécil?
—¿Cuándo es la boda?
—Este verano.
Alan se irguió.
—No puede ser. —Agarró con fuerza el arco—. Se celebrará una boda, pero no con Spanneby.
—Ya está todo preparado, Alan.
—¡No me importa! ¿Está May con él?
—Están sembrando cebada, arriba, junto al bosquecillo de abedules.
—¿Y el corregidor?
—Lo sabe.
—No me refiero a eso. ¿Dónde está? ¿Cuándo vuelve?
—Está detrás, en el prado. Está pariendo una vaca.
—No le digas que estoy aquí. Quiero hablar antes con May.
—Alan, no hagas locuras, ya sabes lo testarudo que es el corregidor. May es su hija, y él ha cerrado el acuerdo.
—Yo estaba antes que Spanneby —dijo Alan, y abandonó la casa. Recorrió con grandes y fuertes zancadas el camino hasta el bosquecillo de abedules. En cuanto May viera que estaba vivo, dejaría a su rival para abrazarle a él.
Los endrinos estaban floreciendo. Todavía no tenían hojas, sólo motas blancas en sus espinosas ramas. En el horizonte se mecían las blanquecinas ramas de los abedules.
En el campo, el mayor de los Spanneby recorría los surcos del arado, sacaba las semillas de un saco que llevaba atado a la cintura y las esparcía sobre la tierra. Tras él iba May. Sujetaba una rama de abedul llena de brotes que parecían gusanos amarillos. Le hacía cosquillas en el cuello. Él se reía y apartaba la rama. May también reía.
¡May reía! Él, Alan, había desaparecido, y May bromeaba con Spanneby y parecía feliz de casarse pronto con él. ¿Habían sido sus lágrimas fingidas? ¿Fueron sus besos una rebelión contra el padre y nada más? Alan sintió un nudo en la garganta.
Spanneby saltaba y le echaba semillas a May a la cara. Ella escapó corriendo por el campo, él la siguió. Gritaban de felicidad.
—¡May! —susurró Alan. Había pensado en ella todos los días, la había echado de menos. ¿Así pagaba ella su fidelidad?
Se dio la vuelta, retrocediendo lentamente por el camino junto a los endrinos. Su rostro era inexpresivo. Sus pies avanzaban como si pertenecieran a un cuerpo extraño.
¡Maldición! ¡Qué poco significaba para ella! Si la hubiera amado menos, habría sido más fácil soportarlo. ¿Y si su afecto había sido sólo compasión? Alan, el solitario perdedor al que el corregidor despreciaba. Al menos una vez tenía derecho a ser feliz, debió pensar ella, así que le besó y le dijo algunas mentiras en torno a su preocupación por el futuro. ¡Sólo compasión!
Pero las cosas habían cambiado. ¿No debía saber ella lo decepcionado que él se sentía? ¿No debía sentirse también decepcionada de sí misma? ¿Arrepentirse de lo que había hecho? Tenía que ver en lo que él se había convertido. Si entonces deseaba casarse con él en lugar de con Spanneby, la rechazaría y así podría experimentar lo que uno siente cuando no es querido.
Alan se detuvo. Sacó de una bolsita de cuero las cuerdas del arco. El olor de la cera de abeja le dio fuerzas, el hilo de lino entre sus dedos le recordó lo que podía hacer, en lo que era superior a Spanneby, sin importarle todo lo que poseyera.
Preparó el arco, acariciando suavemente la rojiza madera del núcleo, más dura, en el interior, y la albura, en el exterior del arco. No se debía colocar nunca al revés, pues el arco se quebraría al tensarlo. Ajustó un extremo de la cuerda en la pieza de cuerno de una punta del arco, luego colgó todo el peso de su cuerpo de la madera para curvarla. Ató con destreza el otro extremo de la cuerda a la otra punta del arco.
Alan desató la protección para el brazo y el guante que llevaba sujetos al cinturón, se colocó la protección en el antebrazo izquierdo, el guante en la mano. La abrió y la cerró. El cuero crujió levemente. Hizo una prueba tirando un poco de la cuerda. Estaba bien tensada.
Con la mano derecha soltó el carcaj de piel que llevaba en el cinturón. En él había, como correspondía a todo arquero de Inglaterra, veinticuatro flechas. Cada uno de nosotros, decía siempre David, lleva veinticuatro escoceses en su cinturón. Cuatro flechas sobresalían por encima de las demás. Tras la punta de hierro presentaban nudos en la madera, por eso eran más largas, debido a aquellos gruesos nudos no se podía tensar tanto la cuerda, por lo que había que compensarlo con un astil más largo. Sacó una de esas cuatro flechas y encajó la cuerda en la muesca del final de la flecha. Agarró el astil con los dedos pulgar e índice por detrás de las tres plumas blancas. Tensó el arco, llevó la flecha hasta su oreja y disparó.
La flecha trazó un arco por encima del campo, aullando como un lobo. Aquellos proyectiles espantaban a los caballos en el campo de batalla, ésa era su misión. Allí, junto al bosquecillo de abedules, el sonido asustó a May y a Spanneby.
Alan apareció tras los endrinos y se dirigió hacia ellos. Sus pasos debían evidenciar decisión y valor, y, durante un instante, se sintió decidido y valiente. Ya no era el amado de May, él era arquero, y había disparado una flecha a modo de prueba. Ahora iba a recogerla y a saludar cortésmente, ni más ni menos.
May se agarró temerosa al fuerte brazo de Spanneby. Cuando Alan se acercó, dejó caer las manos y se alejó un paso del que estaba destinado a ser su esposo. Intentó mantener la cabeza erguida y no bajar la mirada. Pero se avergonzaba, se... Lloró. May lloró.
Poco antes de que Alan llegara hasta ella, se tapó el rostro con las manos y se dio la vuelta. ¿Qué era eso? El valor y la decisión amenazaban con abandonarle. Con gran esfuerzo, siguió avanzando con paso firme, intentando no mirar a la llorosa May, sino a Spanneby, para saludarle.
—Sembrando cebada, ¿no?
Spanneby guardó silencio. Su mirada pasaba alterada de May a Alan.
—Quería echar un vistazo.
—Podías habértelo ahorrado —dijo Spanneby.
Ambos miraron a la muchacha. Tenía que decir algo. Tenía que decidir si Alan era bienvenido o no.
May se secó las lágrimas de las mejillas. Era evidente que quería hablar. Pero antes de hacerlo miró a Alan, y los sollozos la ahogaron de nuevo. Volvió a taparse el rostro con las manos.
—¿Esto es lo que querías? —gruñó Spanneby.
—Tú tienes más culpa que yo.
—¡Idiota!
Guardaron silencio. May continuaba llorando.
—Parece que no la hace muy feliz que estés aquí. Es mejor que desaparezcas de nuevo. Vete, hazte una cabaña y cava un jardín alrededor.
¡Soy arquero!, pensó Alan.
—Ahora vivo en la abadía de Newstead, por lo que la casa me importa un comino. Será mejor que sigas sembrando y me dejes hablar con May.
—Mi prometida no quiere hablar contigo.
Ahí estaba. La había llamado prometida, y la verdad es que no había dicho ninguna mentira.
—¿Es eso cierto, May? —preguntó en voz baja—. ¿No quieres hablar conmigo?
Ella se limpió las lágrimas con la manga, luego miró a Spanneby y dijo:
—Déjanos solos, por favor.
—¡Piénsatelo bien! Este tipo es un delincuente. Yo en tu lugar...
—¡Por favor! Es importante.
—¡Importante! —Soltó la palabra como si fuera una maldición—. Sí, sí, importante.
Luego se dio la vuelta y se dirigió al punto donde había dejado de sembrar debido a sus jugueteos. Volvió a esparcir las semillas sin dejar de soltar maldiciones.
Las miradas de Alan y May se encontraron. Alan sintió que se le encogía el corazón en el pecho.
—Aquí estoy otra vez —dijo.
—Has estado fuera mucho tiempo.
—¿Te vas a casar con él?
—En el verano, sí.
—Ahora soy arquero. No tengo un mal salario.
—Padre quiere que me case con él.
—¿Y qué quieres tú?
—Tú lo sabes.
Él no lo sabía.
¿Cómo podía admitirlo sin destruir la frágil belleza de algo que no estaba seguro de que existiera todavía, pero que no quería destrozar en caso de que, efectivamente, fuese real? Temía que sus dudas llegaran a arruinarlo si las expresaba.
—May, parecíais... muy felices cuando llegué.
—Hay que intentar ser feliz con lo que se tiene.
—No parecía que... —Dejó de hablar.
—¿Que pensara en ti? ¿Me consideras tan voluble? ¿Crees que la más mínima brisa me hace cambiar?
—Entonces, ¿cómo podías reír tan alegremente con él?
May arrugó la frente. Ya no le miraba a la cara, sino que su mirada se fijó en los cierres de latón, y calló.
¡Había ocurrido! Sus dudas habían pulverizado la seguridad de May. ¡No era eso lo que él quería! ¡No quería dudar!
—Por favor, perdóname. Es tan... Me ha... Ha sido tan inesperado para mí.
Ella hizo un gesto con la mano, sin mirarle.
—Déjalo, tienes razón, soy feliz con él, me río, y nos gastamos bromas, y todo va muy bien.
No iba todo bien.
—May, no va todo bien.
—Sí, mentiría si dijera que no le amo. Es una persona simple, pero muy alegre, me trae flores, y mi padre me dice todas las noches que tengo una gran suerte por que se haya interesado por mí.
—Naturalmente. Tiene una gran herencia.
Ella le miró por fin a los ojos.
—Alan, no tengo elección.
¿Debía hablarle de huidas? ¿De desobediencia?
—Si vinieras conmigo a Newstead...
—¿Crees que allí no me encontraría mi padre?
—¿Me amas?
Ella apretó los labios. Lenta, casi imperceptiblemente, asintió.
—¿Así que todo depende de tu padre? Bien, iré a verle. Le diré lo que gano a la semana, y le pediré tu mano.
—Te echará —dijo ella.
La agarró de la mano, y juntos bajaron hasta el pueblo. Quien los veía, se quedaba parado y les seguía con la mirada. Los campesinos sacudían la cabeza, las campesinas suspiraban.
En el prado que había detrás de la casa de May el corregidor estaba agachado junto a un ternero recién nacido y la vaca que acababa de parir. Se discutía si debían ayudarle a ponerse de pie o debían dejar que lo consiguiera él solo. Estaba débil. El corregidor estaba preocupado, se le notaba en la cara.
Alan se acercó a él, con May a su lado.
—Tengo que hablar contigo —dijo.
El corregidor se incorporó.
—¡Alan!
—Ahora soy arquero. Éste es mi arco de madera de tejo. La madera ha venido desde España en un barco que ha surcado los mares. Con este arco disparo una flecha de guerra a una distancia de ciento ochenta yardas y una normal a doscientas sesenta yardas.
—Encomiable. ¡Has llegado lejos, muchacho!
—Gano un chelín y ocho peniques a la semana. Ya no cabe duda de que puedo alimentar a tu hija May. ¡Entrégamela como esposa!
El corregidor estiró la espalda.
—May ya está comprometida con otro.
—May tiene hermanas.
—Naturalmente. ¿Quieres a alguna de ellas?
—Quiero tener a May como esposa. Spanneby puede elegir entre las hermanas.
—La norma es que la mayor sea la primera en casarse. Y está comprometida con él.
—Yo me casaré con ella este verano. Hasta entonces puedo ahorrar lo suficiente. Spanneby puede esperar hasta el otoño.
—May será la esposa de Spanneby.
—¿Qué tienes contra mí?
—No es contra ti, Alan. El asunto ya está acordado y cerrado, no romperé la promesa que he hecho.
—¿Y qué ocurre con tu hija? ¿No te importa si va a ser feliz o no, no te importa lo que desea su corazón?
—El corazón de una mujer es variable. Aprenderá a amarle. Dispondrá de muchos años para ello.
—¡Qué suerte que los campos de los Spanneby estén junto a los tuyos! ¡Qué bien que tengan tantas ovejas, cerdos y vacas, quizá podríais llevar juntos el ganado al prado! ¡Qué grandes rebaños resultarían! La codicia es un pecado, ¿lo has olvidado?
El corregidor señaló hacia la puerta.
—¡Lárgate!
Los dedos de Alan se soltaron de la mano de May.
—Está bien. No me casaré con May. —Asintió lentamente—. ¿Te sientes muy fuerte, verdad?
—No empieces de nuevo con tus aires de superioridad, muchacho. Eso ya te ha causado problemas en una ocasión. Desaparece o te entregaré a Nevill.
La mirada de Alan se posó en el arco. Sus dedos notaron la madera, en su cadera colgaban las flechas.
—Si quieres medirte conmigo, estupendo, entonces nos mediremos. ¿Se han arrendado de nuevo mis tierras?
—¿Qué tiene eso que ver con May?
—Nada. ¡Contesta a mi pregunta, corregidor!
—Todavía no se han arrendado.
—¿Cómo es eso? Nevill podría exigir de nuevo el pago de dos libras como fianza. ¿Por qué iba a dejarlo pasar?
—No lo sé.
—No lo sabes. Eres corregidor y no sabes nada de los arrendamientos de las tierras de tu pueblo.
—Sir Nevill sabrá por qué no ha arrendado las tierras todavía. A lo mejor no encuentra quien las quiera.
—¿Has hablado con él acerca del incidente?
El corregidor vaciló. Sacudió la cabeza.
—¿No habría sido ésa tu misión?
—No me he atrevido a hablarle de eso. Sir Nevill está furioso conmigo por tu causa, me has causado un buen trastorno que ahora yo tengo que solucionar. El señor de Nottingham no malgasta una sola palabra en ese asunto. Lo evita.
En cualquier caso, resultaba extraño. Un incidente de ese tipo, y el señor no hablaba de él ni siquiera con el corregidor con competencias en todo el territorio. ¿Y si no sabía nada del ataque? ¿Y si no había sido un castigo a causa de sus protestas por los impuestos?
¿Y el rumor de que querían ahorcarle? Quizás esa amenaza no era la respuesta de Nevill a su queja ante el arzobispo, sino parte de una intriga, un intento de deshacerse de él. No aparecieron nunca jinetes, ni perros, ni esbirros. Él había permanecido en su escondrijo sin ser molestado. ¿Quién le había contado ese rumor? May.
La hija del corregidor.
—¡No te preocupes, corregidor —dijo Alan fríamente—. Ya me ocuparé yo de eso. Le preguntaré a Nevill.