13

LOS gallos cantaban en el pueblo. Las campanas tocaron a laudes, la oración de la mañana. La luz se colaba por una rendija bajo la puerta de la celda en que habían encerrado a Alan y Catherine.

—¿Qué harán con nosotros, Alan?

—Eso depende totalmente de Courtenay. O del abad. Yo creo que nos darán unos cuantos palos y luego nos dejarán marchar.

—¿Palos? Yo llevo un niño en mi vientre, Alan. Los gansos ya han sido bastante. Si además me dan de palos, entonces... No pueden hacerlo. —Lo que le hicieran a ella afectaría también a Laurence. Instintivamente, Catherine apoyó las manos en el vientre.

—Confío en que te crean. No se nota que estás embarazada.

—¡San Egidio, ayúdame! —susurró ella—. ¡Protector de las madres, guárdanos a mí y al niño, y no dejes... —Se calló de repente. Alguien intentaba abrir el cerrojo.

La luz del sol penetró en la celda. En la claridad se destacaba una figura alta, esbelta.

—Así que ésa era vuestra intención. Queríais robar gansos.

—¡No! —Alan se puso de pie de un salto—. Todo lo que queríamos era hablar con el arzobispo Courtenay. Pero no nos dejan llegar hasta él.

—Palabras valientes para alguien que no tiene nada que decir.

Catherine también se levantó.

—Señor, no debéis enfadaros con él. Lo ha perdido todo, y lo mismo me ocurre a mí. Han matado a mi esposo y me han quemado la casa. Buscamos ayuda en el arzobispo.

Entonces se dio cuenta de quién estaba ante ellos. Era el hombre enjuto de la puerta, el hombre de hocico de gato y barbilla huesuda, afilada.

—¿Cuánto tiempo creéis que necesitaría su excelencia si se ocupara de todo el que sufre una injusticia? Para ello están los tribunales de los Hundreds y de las ciudades, y los jueces del rey que recorren el condado. La misión del arzobispo consiste exclusivamente en dar ayuda espiritual a los creyentes.

—Precisamente por eso estamos aquí. Nosotros... —Catherine vaciló—. Sufrimos una maldición. Nevill nos persigue, y no sabemos por qué. Todo lo que emprendemos, fracasa. Dios nos ha vuelto la espalda. ¿No puede acabar el arzobispo con la maldición?

—¿Una maldición? ¿Qué es lo próximo que vais a contarme? ¿Que regaláis oro?

—Es la verdad. —Alan hablaba apretando la mandíbula, era evidente que le costaba contener su furia—. Si pudiéramos reunirnos con el arzobispo, él mismo podría comprobarlo. Yo hablé con él hace unos días y mostró su deseo de volver a vernos. ¡Llévanos ante él!

—¡Te mereces una patada en el culo por hablar con ese descaro! Tenéis suerte de que su excelencia haya ordenado hace tiempo un encuentro. Yo habría disuadido a Courtenay. —Abrió la puerta—. Pero primero tenéis que aprender a comportaros correctamente en su presencia.

La abadía parecía una ciudad amurallada. No faltaba nada. Pasaron por graneros y establos, batanes, una herrería, una panadería. Los carpinteros cortaban la madera, hombres con hábito cavaban bancales. Se hacía cerveza, se secaban ladrillos, se calentaban hornos. El corazón de la abadía era la catedral. El hombre enjuto los condujo directamente hacia allí. Los pilares de piedra apuntaban al cielo, las paredes formaban un puente hacia las nubes. Agujas, torrecillas, pináculos, crestas, todo señalaba hacia arriba. ¡Hasta el cielo!, parecía gritar toda la construcción, y se elevaba tanto que a Catherine le dolió el cuello cuando miró hacia arriba. Unos monstruos la miraban desde las alturas. En las nubes, donde terminaba la catedral, estaba María enmarcada en piedra, con el Niño Jesús en los brazos, inclinándose ligeramente hacia delante como si agradeciera la devoción de los que allí acudían.

Accedieron a un claustro. En las paredes destacaban unas pinturas de alegres colores. La bóveda del techo estaba apoyada en columnas en cuyos capiteles se habían tallado horribles criaturas. El hombre enjuto abrió una puerta de dos alas y empujó a Catherine y a Alan a través de ella.

Les esperaban dos largas mesas rodeadas de bancos. Estaba todo preparado para un comensal: un plato de madera vacío, una jarra. Sobre el banco había dos paños de lino.

—Decidme vuestros nombres —ordenó el hombre.

Ellos respondieron.

—Sentaos. Uno junto al otro, allí, en el banco.

Tomaron sitio obedientemente.

—Alan, tú empezarás. Ensayaremos primero la bebida.

—Yo...

—Imagina que es la hora de comer, y te han llenado la jarra de vino. Tienes sed.

El hermano tomó la jarra y se la llevó a la boca.

—¡Qué horror! ¿No conoces los buenos modales, puerco de granja? Antes de beber debes limpiarte la boca con el paño. ¿Quieres que haya gotas de grasa flotando en el vino porque te gotea el jugo del asado por los labios? No querrás que los demás detesten beber contigo, ¿verdad? No pienses que una conducta inadecuada te garantizará la jarra para ti solo. La compartes con otros, y tienen derecho a la limpieza.

Alan se limpió los labios.

—Inténtalo otra vez. ¡Alto! No metas el dedo gordo en el vino. —El hombre enjuto dio dos grandes pasos hasta la mesa y le arrebató la jarra a Alan—. La sujetarás así, con dos dedos. Mira, hazlo como yo.

Catherine se giró, prefiriendo no mirar a la cara a su hermano. Le daba miedo. Faltaba poco para que saltara al cuello del hombre.

La sala tenía un hueco en la pared. Una escalera de caracol de piedra llevaba hasta un espacio diáfano que se asomaba sobre la sala sin otro adorno que un atril y una estrecha barandilla. ¿Se colocaba allí durante las comidas un vigilante que cuidaba de que se cumplieran las normas de conducta y gritaba con voz aguda al que se las saltaba? Quizá fuera el hombre enjuto ese vigilante. No paraba de censurar a Alan.

—Tienes una bonita barba. No quiero volver a ver que la metes en el vino.

—¡Ya está bien! —Alan tiró la jarra al suelo. El recipiente hizo ruido al caer y rebotó, luego rodó bajo la mesa, como si quisiera ponerse a resguardo—. ¿Nos enseñáis buenos modales? ¿No son vuestros gruñidos también una agresión contra las buenas maneras que predicáis?

El hombre enjuto miró a Alan con desprecio.

—No te obligo a nada. Quédate con tus modales de campesino, si quieres. Pero entonces no sigas intentado hablar con los más altos príncipes de la Iglesia de Inglaterra.

La mirada de Alan buscó los ojos de Catherine. Ella sacudió levemente la cabeza. Casi lo habían conseguido. ¡No debía enfadarse!

Alan murmuró:

—Podéis continuar, pero con una condición: tratadme como una persona.

—¡Oh, un espíritu sensible! Ya aprenderás, Alan, que Dios no mima a sus hijos.

Un hombre con hábito negro entró en la sala y se quedó parado. Se pasó la mano por la barbilla.

—Repton, sois vos.

La espalda del hombre enjuto se enderezó, sus dedos tamborileaban a derecha e izquierda sobre su pierna.

—Sir Philip Repton, por favor. ¿Qué deseáis honorable padre?

—Si queréis recibir las órdenes sacerdotales deberéis sacrificar algunas cosas. Entre ellas vuestro título.

En el rostro huesudo la piel pareció petrificarse.

—Cierto. En cualquier caso, yo no os llamo a vos simplemente Everard. Mientras no sea eclesiástico os agradecería, señor abad, que me sigáis tratando como a un caballero.

—Tengo que admitir que me sorprende que su excelencia el arzobispo Courtenay se deje aconsejar por un lego.

—Eso es únicamente asunto suyo.

—Naturalmente. Todo el mundo comete errores.

—¿Como vos?

Los hombres midieron sus fuerzas con la mirada.

—Daos prisa con estos dos. El carpintero espera —dijo, por fin, Everard.

—¿Debe reparar esa mesa de ahí, que se tambalea desde que el arzobispo y yo llegamos aquí? Si fuera Dios tan descuidado en lo que a las estaciones del año se refiere...

—Sed precavido, Repton —siseó el abad—. El favor del arzobispo se os podría escapar entre los dedos más deprisa de lo que quisierais.

Dicho esto, dio media vuelta y abandonó la sala.

Repton se quedó mirando fijamente la puerta, como si pudiera ver a través del claustro y del abad que se alejaba.

Catherine se identificó, de pronto, con la condición del hombre enjuto. Incluso él, un caballero, tenía que ganarse el favor del arzobispo y podía perderlo cualquier día. ¿Era su lucha tan diferente de la de ellos?

Se agachó y recogió la jarra de debajo de la mesa.

—Así que no hay que meter la barba en el vino —señaló mientras se incorporaba.

Repton asintió.

—Pero eso no debe preocuparte a ti como mujer. —En su hocico de gato se reflejó una sonrisa.

¡El caballero sonreía! Había recibido una advertencia, un golpe en el pecho, y sonreía. Repton debía ser un hombre fuerte. O se guardaba en la manga algo que el abad desconocía.

—Dale la jarra a tu hermano —ordenó—. Toma un trago, Alan. Bien. ¿Qué haces ahora?

—Comer.

—Incorrecto. Le pasas la jarra al que está a tu lado, es decir, a Catherine. ¡Un momento! Gírala de forma que sus labios no apoyen en el punto donde has puesto los tuyos.

—¿Por qué no puede girar la jarra ella misma si lo desea?

Repton se situó frente a Alan y Catherine y apoyó la barbilla en las manos.

—Porque el gesto debe indicarle a ella algo especial. Un banquete no es un simple convite de boda como los que celebráis en los pueblos. Es una ceremonia en la que cada movimiento y cada palabra tienen un significado. Cuando se ha realizado durante años, entonces ya se domina, y se puede empezar a disfrutar de la comida y la bebida. Pero, para principiantes como vosotros, se trata de un desafío que requiere toda vuestra atención.

—¡Una ceremonia! —Catherine entornó los ojos—. Yo he oído en el castillo de Nottingham a los caballeros dar voces hasta bien entrada la noche. Y mucho me temo que celebraban algo diferente a una serie de movimientos ceremoniosos.

—¿Qué debe decirle a Catherine el gesto de que yo le pase el vino? —preguntó Alan.

—Que la estimas. La cuestión fundamental en un banquete es el rango de cada comensal. Sólo una parte de los invitados recibe vino, por ejemplo, y eso deja ver a quién favorece el rey.

—¿Qué reciben los demás?

—Cerveza. En el extremo final de la mesa. Es muy importante el sitio que uno ocupa en la mesa. En el extremo final de la mesa no hay carne. Entre los privilegiados que se sientan cerca del señor, en cambio, se colocan los mejores productos de los bosques y los ríos. El rango se aprecia también en el orden en que se sirve la comida. Y en el número de comensales con que hay que compartir la jarra y la fuente de las viandas.

Alan se encogió de hombros.

—En cualquier caso, nosotros estaremos en el extremo más alejado. ¿Por qué habríamos de esforzarnos por comer de forma delicada?

—Hay que dar una buena imagen a los comensales. De su amistad pueden depender muchas cosas para vosotros.

—Una buena imagen... —Alan repitió las palabras frunciendo los labios y estirando los dedos en el aire como si fuera a tocar las cuerdas de un instrumento que colgara en medio de la estancia.

—¡Oh, no debéis tomarme en serio si no queréis!

—¡Por favor! —Catherine le dio a Alan una patada por debajo de la mesa—. ¿Cómo se evita ofender a los comensales?

—No comáis deprisa. Parecerá avidez. No agarréis la pieza más grande de la fuente. Y no rebusquéis para seleccionar lo que os parece más apetitoso. Así provocaríais el rechazo de los demás comensales. En cuanto a la cantidad de vino que beberéis, os guiaréis por el arzobispo. Si él bebe mucho, vosotros también le haréis los honores al vino. Si bebe poco, vosotros también seréis comedidos.

—¿Queréis decir con eso que en esta mesa tan larga —Alan se volvió como si fuera a contemplar un extenso paisaje— todos los comensales miran al arzobispo Courtenay para observar cuánto bebe y a quién deja que sirvan carne?

—Así es. Su excelencia da comienzo a la comida y su excelencia la da por terminada. Imagina que no te has dado cuenta de que Courtenay se ha puesto de pie. Los invitados te mirarían fijamente y verían cómo buscas con glotonería una pieza jugosa en la fuente, y considerarían que careces de modales y que eres como un animal, aparte de la desobediencia que demostrarías frente al arzobispo.

—Sir Repton —Catherine intentó mirarle desde abajo, como había visto hacerlo a la mujer de York. Era una mirada que su vecina utilizaba cuando pedía algo a su esposo, que a él le hacía sonrojar y que siempre surtía efecto—. ¿Nos podríais aconsejar sobre cómo podemos obtener el favor del arzobispo Courtenay? ¿Podríais pedirle que atendiera nuestra solicitud?

La confusión despareció enseguida del rostro de Repton.

—Veré lo que puedo hacer —asintió.

Su mirada se deslizó por Catherine hacia abajo y luego subió de nuevo a su rostro. Una nueva sonrisa se dibujó en su hocico de gato.

Octubre llevó el frío a Braybrooke. Los estanques de las carpas se cubrieron de niebla y el sol se escondía detrás de grises velos. El viento arrastró colina abajo las hojas otoñales del bosque de Rockingham. Cada sonido estaba envuelto en hielo, todo sonaba más fuerte: los graznidos de las cornejas, los resoplidos de los caballos, las ovejas cortando la hierba al pastar.

Ante la torre del homenaje del castillo de Braybrooke, tres figuras medio muertas de hambre tiritaban ateridas de frío. Se esforzaban, admitió Latimer, por sacar pecho y mantener firmes las piernas.

—¿Quién os ha dicho que busco mercenarios? —preguntó furioso.

Los hombres se miraron unos a otros.

—Nadie, caballero —respondió uno de ellos.

Naturalmente, mentían. Tenía que haber sido alguien del pueblo. Un aldeano que había decidido poner en peligro el asunto.

—¿Habéis hablado con alguien acerca de ello?

Recelosas miradas entre ellos.

—¿Acerca de qué?

En Braybrooke se buscaban mercenarios. ¡Si el conde se enteraba! O peor aún, ¡si Courtenay exageraba el rumor delante del conde!

—Acerca de que supuestamente se contratan mercenarios en Braybrooke.

—No, señor. —Luego, uno añadió en voz más baja—: Sabemos guardar silencio.

La tosca ingenuidad de los hombres inspiraba confianza. No eran espías. Bien dirigidos serían fieles seguidores. Fuera quien fuera el que se había ido de la lengua en el pueblo, había escogido bien a sus amigos.

—No lleváis armas.

—Confiamos en que vos nos las proporcionéis. A cambio, no pedimos más que comida y bebida. Podemos dormir en los establos, si lo deseáis. Mi hermano es un buen arquero, le da a un gorrión a setenta yardas. Y si podéis darnos espadas o lanzas, somos fuertes, podemos... —Una severa mirada de Latimer hizo enmudecer al hombre—. Podemos estar enseguida en buenas condiciones —rectificó.

—Eso ya lo veremos. Comida y bebida, de acuerdo. Que mi administrador os dé unas mantas. En unos días, cuando os hayáis recuperado, os entregaré las armas.

Ellos corrieron hacia la cancillería.

—¡Alto! Por allí. —Señaló hacia la cocina, y ellos cambiaron de dirección como las hojas secas cambian de rumbo con una ráfaga de viento.

Latimer miró hacia lo alto de la torre. En el primer piso estaba abierta la ventana. Anne estaba ventilando.

Y había oído aquella conversación.

Él respiró profundamente y miró hacia la cancillería, la puerta, las banderas. ¿Qué sabía ella? ¿No habían hecho los años que Anne le conociera perfectamente? Tenía que notar cómo había cambiado. Tenía que ver que él escondía algo, que se preocupaba y que, al mismo tiempo, en su interior ardía una llama que necesitaba estar viva, crecer y alimentarse, una llama que quería contagiarse a los demás y que estaba dispuesta a convertirse en un gran incendio. Y si ella no le conocía lo suficiente, entonces tenía que haber visto los cambios producidos en el castillo: la cancillería custodiada, los frecuentes mensajeros, las visitas.

¿Sufría porque él no le contaba su secreto? ¿Se resignaba a que no hubiera afecto entre ellos, o le dolía que él apenas le prestara atención? En algún momento, él había decidido que no podía amarla y, a partir de entonces, perdió todo interés. Incluso le resultaba difícil pronunciar frases de pura cortesía. ¿Te ha gustado la comida? ¿Has dormido bien? No podía soportar decir cosas así, pues eran palabras vacías, palabras muertas.

Vio su rostro. Montagu tenía razón, Anne era una mujer hermosa. Piel de alabastro. Así lo expresaba un poeta. Pero su delicada barbilla y su fría mirada eran, precisamente, lo que más desagradaba a Thomas. Había visto llorar a Anne en múltiples ocasiones. Nada le había impulsado a consolarla. Lloraba con dignidad, sin desesperación. Ni siquiera en el fracaso, ni cuando pedía ayuda, su esposa desprendía el calor que él anhelaba y que habría podido hacer germinar en él una cierta pasión hacia ella.

¿Cómo podía sentirse bien alguien que miraba el mundo desde esa altivez? ¿Sufría Anne porque no podía entender las cosas, porque no se atrevía a tocarle y era incapaz de permitir el acercamiento? Al principio, él la había abrazado, había acariciado y besado su piel. Ella sonreía, pero su risa era débil, remota y ajena. Y su piel permanecía fría.

Era una mujer inteligente, de eso no cabía la menor duda. La sabiduría estaba encerrada en su interior como en una jaula de oro. De vez en cuando, decía en la mesa cosas que asombraban a todos y eran tema de conversación entre el séquito durante días. Luego volvía a guardar silencio durante semanas.

¿Quién era ella? ¿Quién era Anne de Ashley? Quería hacer un nuevo intento de conocerla. Con cuarenta y cinco años —¡cuarenta y cinco!— quería conocer a su esposa. Había llegado el momento, lo sentía claramente. Quizá se había equivocado cuando decidió que no podía amarla.

Entró en la torre y subió las escaleras con paso firme. Le revelaría a Anne su secreto. Se lo contaría absolutamente todo. Thomas sonrió. Notó que sus hombros se liberaban de una gran carga, como si hubiera llevado día y noche la pesada cota de mallas y por fin se librara de ella. ¡No callaría nada! Quería encontrar una aliada, una confidente.

Llamó a la puerta con cortesía. Dentro se oyó una voz. No entendió lo que decía, pero decidió entrar sin volver a llamar.

Gonora estaba agachada delante de la chimenea, avivando el fuego. Levantó la vista sorprendida, como si Thomas no estuviera en su castillo, en la estancia de su esposa, como si hubiera irrumpido en los aposentos de una mujer desconocida para cometer un adulterio. Hacía mucho tiempo que no había visitado aquella alcoba, fue consciente de ello cuando vio la expresión del rostro de Gonora.

—Por favor, déjanos a Anne y a mí un momento a solas.

Su esposa estaba junto a la ventana. Ni siquiera se dio la vuelta. Se quedó inmóvil, de espaldas a él, como si estuviera esperándole y planeara escuchar en silencio lo que él tuviera que decir. Nadie se atrevía a tratarle así.

—¿Gonora? —Hizo un gesto señalando hacia la puerta.

La mujer se puso de pie y abandonó la estancia acompañada por el crujido de su vestido.

Y allí estaba él. ¡Era un estúpido! Quería reconocer sus errores ante aquella mujer como un crío pequeño. Él era propietario de tierras en Northamptonshire, Rutland, Somerset, Nottinghamshire y Leicestershire, había sido juez de paz. ¿Tenía que disculparse?

—Anne —dijo, y no supo cómo continuar.

—No he oído nada. La ventana estaba abierta para que la chimenea tirara mejor.

Él se acercó a ella, quería tocarla. Pero no podía. Habría sido un ultraje.

—Hay algo que quisiera decirte.

—Te escucho. —Su voz temblaba.

Ella lloraba. Seguro que estaba llorando. Había oído sus pasos en la escalera y sabía que él iría a verla. Y por eso lloraba.

No podía quedarse. No podía hablar. Estaba temblando. ¡Ella estaba allí y lloraba sin mover ni siquiera los hombros! ¡Ni un sollozo! Mantenía el rostro hacia la ventana para que él no viera las lágrimas. ¡Una extraña!

¿Qué quería contarle? ¿Qué Inglaterra no sería el mismo país cuando se desencadenara el fuego que él propagaba en todas direcciones como chispas de un leño ardiendo? ¿Qué sería odiado y amado? ¿Qué Braybrooke era el lugar de un nacimiento, de un nacimiento horrible porque significaba la muerte de la Iglesia?

Ella no debía saber nada de eso. No podía abrirse a esa mujer.

—Disculpa, por favor.

Sonó frío. Rutinario. Dio media vuelta y se marchó. Por la escalera apretó los puños. Ella tendría que haberle recibido de otro modo después de tantos años. ¿Acaso creía que la culpa era sólo de él? ¿Esperaba que se humillara ante ella? Primero debía ver sus propios errores, su extraña actitud. ¿Se entregaba así una esposa? Quien quiera ser digno de confianza debe mostrar antes humanidad.