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LA niebla envolvía el bosque de Rockingham. Se movía entre los robles como lo harían los espíritus, cubriéndolos de un brillo plateado de gotas diminutas. No se oía ni siquiera el rumor de las hojas, sólo el murmullo de la lluvia. Los pájaros se cobijaban en silencio entre las ramas. Ningún escondrijo los liberaba de la humedad, que les perseguía por todas partes. Aceptaban su destino, sacudiendo de vez en cuando las gotas del pico.
Dos mujeres caminaban entre los robles. No podían ser más diferentes: una de ellas, de gran estatura, recordaba a una campesina, envuelta en un tosco manto de lana del color de la tierra. Al andar se balanceaba como si tuviera que comprobar con los pies la firmeza del suelo. La otra mujer llevaba la cabeza y la barbilla bien altas. Su manto azul arrastraba por el suelo del bosque. Sus manos y su rostro eran de una palidez poco común, como si fuese una criatura del invierno. Los rizos le caían sobre los hombros, cubriendo casi por completo la capucha que colgaba a su espalda.
—Ésta es mi vida, Gonora —dijo Anne de Ashley—. Frío, oscuridad y cansancio. Yo formo parte de este bosque, igual que las hojas en descomposición.
—Señora, no debéis hablar así.
—¡Habrá tormenta! Un terrible temporal. Pero nosotros no vemos ni la luz del sol ni la tormenta.
—Ayer hizo sol, señora.
—¿Sabes?, ya no confío en nadie, sólo en ti.
La criada se detuvo y bajó la mirada.
—No es cierto, tampoco confiáis en mí.
—¿Tú crees? —Anne de Ashley apretó el manto contra su pecho, alzó los hombros y se estremeció—. Hace frío.
—Esos frecuentes viajes en los que no dejáis que nadie os acompañe... No creo que cabalguéis realmente hasta Ashley o Milnehope Manor.
—¡Ay, por favor, no empieces otra vez! Puedes preguntarle al administrador de Milnehope Manor. He ido siempre allí.
—¿Y por qué? Nunca amasteis a John Beysin.
—¿Acaso no puedo visitar la tumba de mi difunto marido?
—Vuestra mente y vuestro corazón pertenecen a Thomas Latimer. En ellos no hay sitio para John Beysin de Ashley, y vos sabéis que estoy en lo cierto.
Anne de Ashley se inclinó para agarrar una hoja seca.
—¿Ves estas finas nervaduras? En otro tiempo, ésta fue una hoja llena de vida que colgaba de un árbol y se dejó llevar por el viento. Bailó, luego llegó el invierno, y tuvo que morir. ¿Qué ha quedado de ella? No mucho. ¿Qué quedará de ella dentro de un año? Está sola. Sus compañeras ya han servido de alimento a los gusanos. Todo es efímero, Gonora.
—¿Habéis discutido con el caballero?
—En este momento sólo se preocupa por ese maestro que le hace los anteojos. Además, ¿acaso nos has oído discutir en alguna ocasión? ¡Ojalá lo hiciéramos! Me gustaría que me gritara, que me encerrara, incluso que me pegara.
—Compartís vuestro sufrimiento con muchas mujeres. Sir Latimer se ha casado con vuestras posesiones y no con vos. Pero he oído hablar de señores que tratan mal a sus esposas. Sir Latimer es bueno para vos.
—No es ni bueno ni malo para mí. Sencillamente, no es nada. —Con un movimiento de su mano impidió que Gonora siguiera hablando—. Se acabó. Dime, ¿has oído la historia de ese tal doctor Hereford? Al parecer, se ha escapado de la prisión de Roma y ahora hace de las suyas de nuevo en Inglaterra.
—No sé nada sobre eso.
—Es un demonio. Le excomulgan por sus herejías y, ¿qué hace? No se le ocurre mejor idea que ir a reclamar a Roma.
—Bueno, ya ha recibido su castigo.
—¡Qué va! ¿Acaso no me escuchas? ¡Está libre, se ha escapado!
—Señora, por favor, no os alteréis, vuestra salud se resentirá si os excitáis de ese modo. Tenéis razón en lo que respecta a ese demonio de doctor, claro que tenéis razón.
—Lo que me preocupa es que Thomas habla bien de él. Parece como si fueran buenos amigos, pero nunca lo ha visto. ¿Acaso no está enterado de las oscuras artimañas de ese hombre? —Ambas guardaron silencio—. ¿Gonora? —Anne de Ashley miró a su criada a los ojos. No sonreía, pero en su delicado y pálido rostro se reflejaba una extraña paz—. Voy a morir.
—Señora, sólo Dios determina lo que dura la vida de una persona. Todavía vendrán muchos días felices.
—No. Ha llegado el momento. Siento que mi tiempo se acaba aquí.
Un viento frío y húmedo se coló en la habitación de la torre. Catherine cerró la puerta a sus espaldas y se limpió las gotas de lluvia del rostro.
—Había sopa de carpa —dijo—. Otra vez. Pero me han dado también pan recién hecho.
Sacó una hogaza de pan de debajo de la camisa y lo dejó sobre la mesa observando con cautela la expresión del rostro de Elias.
Él ni siquiera se dignó a levantar la vista. Ante él había tres velas de sebo y compases, cuchillos, cepillos, pequeñas limas y taladros esparcidos por la mesa. Elias estaba cortando una montura. Catherine no le había visto nunca trabajando varios días en la talla de una misma montura.
El resalte lateral del marco de las lentes, que permitía que las dos piezas del armazón encajaran cuando se plegaba, se había convertido en una pequeña escalera de tres peldaños. Unas cejas de madera adornaban la parte superior de la montura. Las partes que iban desde el remache hasta las lentes se curvaban como los arcos de un puente y estaban reforzadas con medias lunas.
—Elias, sé que eres un gran maestro haciendo anteojos. Sé también que jamás volveré a tocar una sola herramienta si tú no quieres. Lo siento. No pretendía enfadarte.
—¿Acaso parezco enfadado?
—Sí.
El maestro levantó la vista. Luego bajó la mirada y continuó con su trabajo.
—Me has puesto en ridículo delante del señor.
—Lo lamento, de verdad.
—Déjame hablar, no he terminado todavía. Eso te lo he perdonado hace tiempo. Lo que me cuesta aceptar es que te opusieras a mi deseo de que no trabajaras con las lentes. Estamos casados. No escuchar al marido en un matrimonio, ¿no es eso...? —Hizo una pausa—. ¿No es eso infidelidad? Ya lo tenías pensado cuando viniste a Braybrooke, ¿no es cierto?
Ella sintió que se acaloraba. Quería hablar. Pero sus labios no se abrieron.
—Tengo que poder confiar en ti. ¿Lo entiendes?
Ella asintió.
—Soy viejo, y tú eres una mujer joven. Algún día las herramientas serán tuyas. Si quieres hacer entonces el trabajo de un hombre, serás libre de llevarlo a cabo.
No podía asegurar de dónde salía ese miedo a perder a Elias. Pero sentía la imperiosa necesidad de mantenerlo a su lado. Sin decir nada, se acercó a él y le tocó la espalda.
—Lo siento de verdad —dijo susurrando.
Él dejó de trabajar, agarró su mano y la apretó contra su hombro.
—Eres una gran felicidad para mí, lo sabes. Dime, ¿cómo lo has hecho? ¿Cómo has conseguido las lentes adecuadas?
La soltó.
—Pensé que sus ojos podían ser diferentes entre sí. Como si pertenecieran a personas distintas. Un ojo débil y otro fuerte. Tú habías dicho que las lentes finas ayudaban un poco y que las gruesas también. Necesitaba las dos: una lente fina y otra gruesa.
—¡Ojos diferentes! Yo... —Elias vaciló unos segundos.
—Seguro que tú ya habías pensado algo así alguna vez.
—No, Catherine, jamás se me habría ocurrido una idea semejante. Ni siquiera mi maestro de Brabante sabía que eso podía suceder.
—También es extraño, quizá se trate de una enfermedad que padece sir Latimer.
—A partir de ahora, tendré en cuenta la posibilidad de que un hombre puede tener ojos diferentes. Te lo agradezco. Esa idea debe ser un regalo de Dios. Te ha hecho sabia. Te admiro, Catherine.
—Gracias.
Alcanzó la puerta en un par de pasos, la abrió y salió. En el exterior, lloviznaba. Inspiró con fuerza el aire frío y húmedo. ¡La admiraba! ¡Elias, el maestro de las lentes, admiraba a su pequeña y joven esposa! Catherine quiso extender las manos y abrazar todo el castillo con sus mozos de armas, sus criadas, animales y torres. No puedo ser más feliz, pensó.
Se quedó un rato parada, sonriendo a las grises masas de nubes. El agua que se deslizaba sobre su rostro no tenía fuerza suficiente para borrar aquella sonrisa.
¿Cómo le podía haber parecido el castillo de Braybrooke un lugar inhóspito? El patio estaba vacío, como si hubieran hecho sitio para la lluvia. Todo estaba en paz. En las torres las banderas colgaban sin fuerza. El resplandor de las antorchas brillaba en las ventanas de la torre del homenaje. Sólo dos centinelas desafiaban a la lluvia delante del amplio edificio que había frente a los establos. Se dio cuenta, de repente, de que desde que había llegado al castillo siempre había dos soldados armados en ese lugar. ¿Qué custodiaban? En la planta baja se veía luz por unos estrechos tragaluces. El piso superior sobresalía como si se tratara de una casa más grande colocada sobre una pequeña. Amplias ventanas de arco se abrían en los muros. Debía tratarse de un gran salón, para banquetes quizá. Allí, en el segundo piso, todo estaba a oscuras. ¿Escondería el caballero tesoros en su gran salón de banquetes? Era difícil de imaginar.
Y luego estaba la puerta. Catherine también se detuvo a pensar en un hecho curioso. ¿Había visto alguna vez la puerta del castillo de Nottingham cerrada? No, la fortaleza estaba siempre abierta. Y eso que era mucho más grande que el castillo de sir Latimer.
Reflexionando, volvió a la habitación de la torre.
—Elias, dime, ¿por qué la puerta del castillo está siempre cerrada?
—No lo sé.
—En Nottingham siempre está abierta.
—Los franceses preparan un ejército en Sluys. Quieren invadir Inglaterra. Seguro que sir Latimer toma precauciones.
—Eso también se sabe en Nottingham. Nos enteraríamos de cuando desembarcaran en la costa. ¿Por qué hay que cerrar las puertas en los Midlands, que son lo último que alcanzarían?
—No lo sé, Catherine.
—Y los hombres armados delante del pabellón, ¿para qué están ahí? ¿Qué hay en el edificio que no quieren que les roben?
—En la planta baja está la cancillería. El caballero la vigila de forma especial, no hay nada extraño en ello. ¡Mira! —Alzó la montura—. Ya he terminado. Mañana podremos regresar a casa.
Catherine estaba radiante.
—¡Es maravilloso! Quizá consigamos llegar para San Egidio. ¿Recuperaremos mi montura?
—¿Qué quieres decir?
—Cuando hayas colocado las lentes en esta montura de madera de boj, la otra no le servirá de nada al caballero.
—No he tallado esta montura para él.
—¿Para quién si no?
—No preguntes, te lo ruego. Es mejor que no sepas nada de esto. ¿Podrás hacerme caso esta vez?
Ella tragó saliva.
A medianoche, Catherine se despertó con unos golpes en la puerta del castillo. Pudo oír el chirrido al abrirse, el relincho de un caballo y el susurro de voces apagadas.
Se incorporó de golpe. De pronto, sintió la mano de Elias sobre su brazo.
—No, Catherine.
—Sólo voy a mirar.
—Quédate quieta.
Quería soltarse, hacer preguntas. Elias la sujetaba como si su mano fuese una cadena de hierro.
El doctor Hereford percibió el olor de la vela de sebo al apagarse, como una punzada en la boca y la nariz. Aunque estaba a oscuras, cerró los ojos para poder escuchar con mayor atención. El viejo zapatero roncaba. No había oído el ruido de los cascos de los caballos sobre el empedrado del puente, ni su suave trote por el camino que subía hasta el castillo. El zapatero no tenía nada que temer. No le perseguían a él.
El doctor Hereford buscó a tientas el pie de la lámpara. ¿Había soplado la vela a tiempo? Una casa en la colina con luz a medianoche levantaría sospechas. ¡Si le atrapaban! Ya conocía torturas y prisiones. La carne bajo hierros candentes, intentando escapar pero sometida al fuego a la fuerza; hambre, frío; y la oscuridad que hacía perder la noción del tiempo, sin saber si era de día o de noche, si habían pasado semanas, meses o años; aquella densa oscuridad que le impedía a uno despertar y luego no le permitía dormir, haciéndole oscilar entre la vida y la muerte... Por nada del mundo quería volver a sufrir ese tormento.
Puso la mano derecha con los dedos separados sobre la cubierta del Glossa Ordinaria, mientras dejaba caer la izquierda sobre el Postillae litteralis super totam Bibliam. Los comentarios sobre la Biblia le ayudaban, día a día, a trabajar en los textos más difíciles. ¿Por qué no le servían ahora de consuelo? Los libros carecían de vida. En la oscuridad eran como un mueble.
De pronto, lo invadió un estremecimiento. Un relincho de caballos llegó desde el castillo.
Se pasó los dedos temblorosos por los labios. Lo habían absorbido tanto los libros que su piel era como pergamino. No te persiguen a ti, Nicholas. Buscan al profesor de la universidad de Oxford, especializado en la Sagrada Escritura, que sigue las huellas de Wycliffe. Le pisaban los talones tan cerca que su saliva le goteaba en la nuca.
¡Oh, Dios, protégeme! Le había asegurado a John que continuaría con el trabajo, aunque le costara la vida. John Wycliffe había contado cada día con la hoguera. También él, Nicholas, aprendería a menospreciar el miedo. En ese agujero se había mantenido bien escondido hasta entonces. Si supieran donde estaba... Haría tiempo que habrían mandado sobre él todas las fuerzas del Papa, de la Iglesia, del rey y de los nobles y caballeros para aniquilarle. Había sacado un cadáver de la tumba, y eso les había molestado, les había causado miedo porque eran responsables de que estuviera podrido. Había dado una nueva vida al cadáver de la Sagrada Escritura. Su venganza sería terrible.
—Sí —dijo—, se vengará.