7
ANNE de Ashley se cubrió el rostro con la capucha. ¿La delatarían su olor y sus hombros estrechos? El monje pensaría que el arzobispo tenía relaciones con mujeres. Pero, por otro lado, seguro que Courtenay no había elegido a ese hombre sin motivo. Suponía que confiaba en él.
El monje llamó a una puerta.
—Padre, ¿podéis traerme un poco de agua? —susurró Anne—. Tengo la garganta seca a causa del polvo del camino.
—Con mucho gusto, milady. —Abrió y se apartó a un lado para que ella pudiera entrar.
¿De dónde deducía que era una noble? Su vida dependía de que nadie supiera quién se ocultaba tras la capucha. Thomas Latimer no dudaría en matarla.
El monje se alejó.
—Entrad, sin miedo. —Oyó decir a Courtenay en el interior.
Ella cerró la puerta a sus espaldas y miró a su alrededor. Era una estancia modesta para un arzobispo. Junto a la pared se alineaban tres arcones. Estaban en todos los sitios en los que Anne le visitaba, al igual que la jaula de barrotes de madera, el hogar de la ardilla domesticada de Courtenay. Había una cama, una mesa, una ventana. El arzobispo estaba en cuclillas junto a la mesa y tenía las manos metidas en una palangana. Delante de él había un sapo. Sacó los dedos del agua y dejó caer unas gotas sobre la cabeza del sapo.
—Lo he encontrado en el patio. Estaba totalmente seco. ¡Miradlo! Ha doblado su tamaño. Ahora parece otra vez un sapo vivo, hasta le brillan los ojos. —Se puso de pie.
Anne asintió amablemente. El hombre con los ornamentos episcopales era algo más joven que Thomas, pero mostraba un aspecto infantil. Ella le sacaba una cabeza. El cabello de Courtenay presentaba rizos de un tono rubio claro que recordaban a la lana de oveja. Las mejillas rollizas, sin barba. Los ojos llenos de inocencia. Sobre la ceja derecha, una verruga; era el único defecto en aquel rostro y, a pesar de todo, parecía integrarse perfectamente en él. Courtenay sólo era él mismo con esa verruga, sus rasgos proporcionados, infantiles, debían resultar anodinos e insignificantes sin ella.
—Sois muy bondadoso —dijo Anne—. El animal os debe la vida.
Él sonrió.
Había sido investido obispo con veintiocho años. Seis años más tarde, se había hecho cargo de Londres; cinco años después, con Canterbury, era responsable de media Inglaterra. Su cuerpo de niño encerraba una mente prodigiosa. ¡Cómo sabía ocultarlo!
—¿Qué tal os va? —preguntó.
—Un viaje corto. En otras ocasiones, he tenido que aguantar más tiempo a lomos del caballo para llegar hasta vos. ¿Qué os trae a la abadía de Newstaed?
Courtenay acarició al sapo, que se dejó tocar sin inmutarse.
—Los Caballeros Cubiertos. En el punto culminante de una batalla se reúnen los bannerets, ¿no lo sabíais? Ha llegado el momento de derribar a los conspiradores.
—Una parte de la alianza se ha reunido en nuestra casa. No he podido escuchar lo que decían. Thomas me hizo salir.
—¿Cuántos eran?
—Cuatro. Nevill, Cheyne, Montagu y Thomas.
—Lamento que vuestro esposo haya tomado el camino equivocado y no quiera abandonarlo. Vos sufrís, ¿no es cierto?
—Ya no. —Anne dejó caer su capucha. Él debía mirarla a los ojos cuando respondiera a su pregunta—: ¿Cuándo destruiréis la alianza?
—En breve. Preparo un arma que les cortará el cuello. Latimer tendrá que buscar de nuevo apoyo en vos.
—¿Qué arma es esa?
La ardilla emitió un chillido en la jaula. Los labios de Courtenay se encogieron.
—Una sorpresa. Vide mirabilia Domini. Ved los milagros del Señor.
El cepillo se deslizó sobre las piedras. Enseguida el agua se tiñó de rojo. De las superficies lisas se desprendía bien la sangre, pero en las rendijas que había entre las piedras se quedaba incrustada. Catherine frotaba con el cepillo como si se jugara la vida. ¡Fuera! ¡No quería ver ni rastro de sangre!
Elias yacía a su lado, lavado y vestido con ropa limpia. Parecía dormir. Un hombre pálido, cansado. No era suficientemente viejo. El juez investigaría el caso.
No se debía saber. ¡Elias asesinado! Todo Bottle Lane murmuraría. En el mercado de aves, la noticia de que el maestro de las lentes había sido apuñalado aquella noche se vendería con las gallinas, con cada ave. Las mujeres se lo dirían a sus maridos, en las tabernas se hablaría de ello, y los viajeros llevarían la noticia a otros lugares. ¡El maestro que hacía las lentes en Nottingham había sido apuñalado!
Elias dejaría de ser enseguida el mejor tallador de lentes para transformarse en el acuchillado, el asesinado. Y ella, la mujer sobre la que recaerían todas las sospechas.
Sintió que tenía algo que ver con Latimer. ¿No había hablado el caballero de una daga y había amenazado a los traidores? Quizás Elias le hubiese robado realmente los pergaminos de la cancillería tan bien vigilada. Pero, ¿por qué? Su esposo había muerto como un hombre honrado, abrumado por el miedo, no por la culpa. ¡Era un maestro que hacía lentes! Y su asesino debería pagar por ello.
En primer lugar, ella tendría que librarse de la horca.
El juez era un bebedor, fácil de sobornar, toda la ciudad lo sabía. Aun cuando la absolviera de toda culpa, se daría más credibilidad a los rumores que a él. El puñal con adornos dorados. Dirían que ella tenía un amante entre los ricos de la ciudad, y éste le había entregado el arma para que lo matara, así serían libres, y ella, impasible, lo habría hecho.
Debía parecer una muerte muy normal. Cuando todos pensaran eso, buscaría al asesino. Ella se encargaría de que se hiciera justicia, algo que el juez sólo conseguía en casos excepcionales. Haría que Elias...
Miró hacia la puerta. Dos sombras se movieron en la luz que entraba por la rendija junto al suelo. Fuera había alguien. Se oyeron unos golpes.
El cepillo se le cayó de las manos, y el hueso chocó contra la piedra del suelo. Catherine tragó saliva.
Llamaron de nuevo.
Se puso de pie. Las sombras de la rendija se movieron.
—¡Ya voy! —gritó, secándose las manos con un paño. El tono rojizo se resistía a desaparecer. Corrió hasta la puerta y la entreabrió.
—En nombre de la ciudad de Nottingham. —El rostro con barba que había pronunciado las palabras se relajó—. ¿Dónde está vuestro esposo, el maestro de las lentes?
—De viaje. ¿Qué deseáis?
—Estoy aquí en nombre de la ciudad de Nottingham. Por decisión del alguacil, hay que subir piedras de la orilla del Trent. Bottle Lane tendrá empedrado.
—Estamos de acuerdo.
—Cada propietario deberá pagar el trozo de delante de su casa.
—Bien.
El hombre enarcó las cejas.
—¿Qué esperabais? ¿Qué os dijera que por aquí no pueden pasar los carros porque es muy estrecho? ¿Que no entiendo por qué hay que empedrar Bottle Lane a nuestra costa?
—Algo así.
—Hablaré con mi esposo. Por favor, volved más tarde.
—Dentro de tres días tendréis que hacer el pago, seis chelines.
Catherine cerró la puerta sin decir nada. Se arrodilló junto a Elias para acariciar su frente, y se estremeció. Estaba frío.
—Quieren empedrar la calle —susurró—. ¿Podemos pagarlo?
Plata. Tenía que llevar plata cuando el juez la detuviera. No mucha, para que no pareciera que quería comprar su silencio; pero tampoco una cantidad pequeña, para que no se enfadara. ¿Llevaba Elias los doscientos treinta chelines consigo cuando volvió a casa? Una bolsa repleta, ¿no habría tenido que notarla al abrazarlo?
Siempre guardaban algunas monedas en la jarra que estaba junto a los platillos que utilizaban para pulir las lentes. Catherine se acercó a ella y la agitó. Una solitaria moneda rodó por la jarra. Le dio la vuelta. Un farthing, un cuarto de penique. Imposible. Sería una ofensa.
Elias tenía que haber subido al piso de arriba por la noche. El arcén de la cocina sería un buen escondite. Catherine subió la escalera corriendo, cruzó el comedor, llegó a la cocina. Dejó la puerta abierta para que entrara la luz y alzó la tapa del arcón. El cesto de las cebollas. El cajón de la harina. Pan duro. Nada más.
Podía haber escondido el dinero en la estufa. Dejó caer la tapa del arcón y se dirigió al comedor. Se arrodilló delante de la estufa y abrió el cerrojo de hierro. Las cenizas salieron volando. Sólo la habían encendido una vez para ver si tiraba bien y el fuego tenía suficiente aire. Con cuidado, introdujo la mano en el montón de cenizas y palpó. No había ninguna bolsa.
Entonces una idea se apoderó de su corazón. ¿Y si Elias había entregado el dinero a su asesino? ¿No había dicho que alguien había cumplido su palabra? Era posible que aquel villano le hubiera prometido que no la mataría a ella si él le desvelaba dónde escondía el dinero.
Bajó al taller, buscó entre las piezas de cristal, entre los cuencos, junto a las maderas preparadas para tallar las monturas. La caja de las lentes no era un escondrijo especialmente bueno, pero era una posibilidad. Intentó levantar la tapa. No se movió. Estaba mal encajada en la caja, por eso se resistía.
No la había cerrado Elias.
Habían sido las manos del asesino.
Un escalofrío recorrió a Catherine desde las rodillas hasta la nuca. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para tocar la caja. La muerte estaba pegada a ella, y la suciedad de los dedos del asesino. Por fin, la abrió con manos temblorosas. Las lentes tintinearon. No había ninguna bolsa con dinero.
Ni ningún pergamino.
En el patio crujió la escalera exterior. Burgwhenna. Los zuecos de la anciana resonaron por la casa. En cualquier momento entraría. Ella no llamaba nunca a la puerta.
Catherine agarró los trapos y los puso en el suelo. Frotó, escurrió los paños, limpiando las manchas rojas. Cuando la puerta se abrió, Catherine tiró el cepillo y los trapos en el cubo. Sobre el cuerpo de Elias quedaba un poco de agua.
—Querida —se oyó graznar desde la puerta—, sólo quería preguntarte si podrías traerme queso cuando vayas al mercado.
—¿Puedes cerrar la puerta, por favor?
—¿Qué has dicho?
Catherine se puso de pie de un salto.
—Si tienen buen queso traes cinco peniques, si no sólo tres, ¿de acuerdo?
Catherine cerró la puerta. Luego señaló a Elias sin decir nada.
La anciana dejó caer la trompetilla y se llevó las manos a la boca. Sus ojos acuosos se movieron de forma involuntaria.
—¿No se encuentra bien?
Catherine recogió la trompetilla y se la colocó a Burgwhenna en la oreja.
—Está muerto —dijo—. Voy a buscar al juez.
Necesitaría una buena explicación para la sangre, pero delante de Burgwhenna no podía seguir limpiando ni dudar en ir a buscar al juez sin levantar sospechas. La sangre aumentaba el precio.
—Dime, ¿puedes prestarme un chelín? ¿O dos? ¿Los puedes bajar para que el juez los reciba cuando yo vuelva con él?
Catherine sintió que la agarraba del brazo con una fuerza inusitada. La anciana la miró a los ojos.
—Naturalmente que te ayudaré —dijo Burgwhenna. Se estiró hasta llegar a los hombros de Catherine y la abrazó tirando de ella hacia abajo—. Lo siento. Lo siento mucho.
Su piel apergaminada rozó suavemente el cuello de Catherine. Quiso apartarse, defenderse. Entonces salió un sonido de su boca, extraño, procedía de algún sitio, no sabría decir de dónde. Sintió una cálida humedad en sus mejillas. Cerró los ojos. En su estómago se formó una bola de fuego que iba subiendo lentamente. Elias, su compañero, se había ido y no regresaría nunca. En las viejas manos que la sujetaban, Catherine se sintió de pronto desvalida.
Se soltó del abrazo de la anciana.
—Gracias, Burgwhenna.
No podía apoderarse ahora de ella, ahora no. La tristeza debería esperar.
También las mejillas de la anciana estaban húmedas.
—No te lo mereces, muchacha.
Catherine asintió. Luego abrió la puerta y salió a la calle. Empezaba a oscurecer. Si no se daba prisa, el juez no creería que acababa de regresar de visitar a su hermano. Nadie viajaba en la oscuridad.
En Fletcher Gate alguien tiró agua sucia a la calle desde el tercer piso. A Catherine le salpicó hasta la altura del pecho. Un horrible olor le penetró en la nariz.
—¡Disculpad! —se oyó gritar desde arriba—. ¡No os había visto!
Hacía años que estaba prohibido tirar los desechos por la ventana. El que era sorprendido haciéndolo debía pagar una multa elevada.
Catherine respiró profundamente el fétido aire. De una forma extraña, le sentó bien.
De pronto, resonaron unos ladridos de perro contra las paredes de las casas. De una calle lateral salió corriendo una cerda perseguida por una jauría de perros callejeros. Tras ellos corrían unos hombres. La cerda debía haberse escapado de su corral. Pero, ¿le iba mejor así? ¿Había soñado con ese tipo de libertad?
Gooser Gate. Los centinelas estaban cerrando la puerta de la ciudad en ese momento. De El Ganso Gris salían unas risas atronadoras. Seguro que allí estaba el juez, inclinado sobre una jarra de cerveza, esperando a que alguien muriera para que él pudiera pagar todo lo que había bebido durante el día. Elias no había muerto para eso. Catherine posó su mano sobre la madera brillante, gastada, de la puerta, y respiró profundamente. A través de la puerta entreabierta le llegó el aire caliente, lleno de humo, de la taberna.
Entró y paseó su mirada sobre los distintos grupos de bebedores que allí se encontraban. ¿Dónde estaba? Inclinando la cabeza, miró bajo las mesas. Tampoco allí pudo descubrir al juez.
—Ya voy —dijo una voz a su lado.
Se asustó. El juez no estaba entre los clientes, sino junto a la puerta. Se puso de pie, con toda naturalidad, como si hubiera estado esperándola. Dejó en la mesa la jarra llena hasta el borde.
¿No era más normal que alguien como él se bebiera primero la jarra entera? ¿Y cómo es que su turbia mirada era ahora clara? ¿Dónde estaban las ojeras del borracho que a duras penas podía mantenerse despierto y no podía pensar en otra cosa que en el próximo trago espumoso?
El hombre pasó a su lado.
—Elias, a mi regreso lo he...
Él ni la escuchó. Salió a grandes zancadas, aplastando el barro con sus botas, y lanzando fugaces miradas a los lados, a todas las entradas que encontraba a su paso. Era posible que recordara casos de muertes y viera ante sí los rostros de los fallecidos. ¡Cómo clavaba los talones, cómo estiraba el cuello! Catherine no podía librarse de la sensación de que estaba furioso. ¿Y si los alguaciles le habían denunciado y hoy quería probar que era un hombre que buscaba la verdad de forma inflexible, insobornable, con extrema dureza?
Torcieron por Fletcher Gate. El juez no preguntaba nada y tampoco la miraba. Caminaba mudo a su lado. Fletcher Gate, la calle de los carniceros. Ningún otro sitio de Nottingham apestaba como aquél. Los intestinos se arrojaban como alimento a los perros. Sobre un carro había pieles de animales, húmedas, llenas de sangre. Un hombre calvo estaba sentado ante la entrada de una casa, afilando su hacha. Catherine no lo conocía, pero él sí pareció reconocerla: su mirada alternaba del juez a ella una y otra vez. Su rostro reflejaba tranquilidad, como si hubiera esperado la muerte de Elias y ahora estuviera satisfecho de que se confirmara.
Cuando el juez y Catherine subieron la colina de Bottle Lane, la esposa del sastre salió de su casa.
—¿Elias? —gritó—. ¡Oh, no, Elias, el buen hombre!
En las ventanas de la familia de York aparecieron los rostros de las jóvenes hijas. Cuchicheaban. La más joven señaló a Catherine con el dedo, su hermana le dio un golpe en el brazo y la reprendió.
El juez se detuvo ante la puerta del taller.
—¿Aquí dentro?
Catherine se quedó petrificada. El asesino tenía que haber sobornado al juez. Por eso estaba esperándola en El Ganso Gris, por eso no estaba borracho. La iba a declarar culpable.
—¿Y bien?
Catherine asintió.
Al entrar el juez, Burgwhenna se apartó como si fuera un apestado.
Su mirada escudriñó brevemente al muerto, luego se deslizó por las herramientas, el estante de los cuencos, las vigas del techo, los pilares de madera. Dio unos pasos, se detuvo y observó.
Catherine cerró la puerta tras de sí.
—¡No, por favor! —El juez movió la mano con desgana—. Necesito luz.
Ella volvió a abrir la puerta. En la calle se había formado un grupo de personas que miraban el taller con curiosidad.
El cubo había desaparecido. Y tampoco quedaba ni rastro del agua. ¿Burgwhenna? Catherine observó que escondía las manos en la espalda. ¿Estarían teñidas de rojo, como las suyas?
El juez se agachó junto al cuerpo de Elias.
—¿Cuándo lo habéis descubierto?
—Esta tarde.
—Lleva al menos diez horas muerto. —Parecía como si el juez quisiera estrecharle la mano al muerto.
—Yo estaba visitando a mi hermano Alan, que vive al oeste de Nottingham.
—¿Quién puede dar fe de ello?
—Alan.
—¿Y quién es esta mujer?
—Es Burgwhenna, nuestra inquilina, vive en el piso de arriba.
—Burgwhenna, ¿habéis oído algo por la mañana?
La anciana le miró con indiferencia.
—No puede entenderos. Es sorda.
—Así pues, ella no ha oído nada, y vos estabais con vuestro hermano en el campo. —Dejó caer aquellas palabras como si no tuvieran ninguna importancia. Luego introdujo la mano bajo la camisa de Elias.
Catherine dejó escapar un sollozo.
—¡Por favor! Dejadlo descansar. ¿Por qué tenéis que tocar su cuerpo? ¿Es que no es suficiente?
El juez palpó el pecho y el vientre.
—Tengo que ver si se trata de un asesinato —dijo con toda tranquilidad, y sacó de nuevo la mano.
¿Cómo podía haber pasado por alto la herida?
El juez tomó la cabeza del maestro en sus manos y pasó los dedos entre sus blancos cabellos. Le separó los labios, intentando echar un vistazo entre sus dientes. Después dejó caer la cabeza sin ninguna delicadeza, puso el cadáver de lado y palpó la espalda.
—¿Estaba enfermo últimamente?
—No. Pero siempre trabajaba demasiado.
—Bien, su vida había llegado a su fin. Muerte natural. —El juez se puso de pie—. ¿Será enterrado en Saint Mary? Entonces ocupaos hoy mismo de los sepultureros, sabéis que están trabajando en la torre y en la nave de la iglesia, sólo pueden cavar una tumba por encargo.
Hizo una leve inclinación de cabeza y se abrió paso entre los mirones, sin esperar una respuesta.
Catherine fue tambaleándose hasta la puerta, la cerró y apoyó la espalda contra ella. Aturdida, miró a Elias.
Tras la espalda de Burgwhenna sonaron unas monedas.
—Burgwhenna, él lo sabía. Sabía que Elias ha sido asesinado.