30
ALAN se apoyó en un árbol, echó el cuerpo hacia delante y respiró con dificultad. Se abrió un poco la casaca. Le picaba por todas partes. ¿Eran eso manchas de sudor? Había empapado su magnífica casaca azul. Sentía un pinchazo en la garganta cada vez que respiraba, y la saliva se había vuelto espesa en su boca, espesa y dulce. Alan escupió. ¡Los zapatos! ¡Qué mal se andaba con aquellas punteras tan largas! Durante unas horas le habría gustado cambiarlos por sus viejos zapatones agujereados.
Podía sentirse orgulloso de que el arzobispo le hubiera confiado semejante misión. Podría haber enviado a David o a uno de los arqueros más expertos. No lo había hecho. Le había elegido a él, a Alan. ¿Disparaba tan bien? Haberle acertado al jinete que trataba de huir de la fortaleza había sido algo propio de un maestro. Incluso David le había dado unos golpecitos en la espalda en señal de reconocimiento.
¿Sería mejor que tensara ya el arco? No debían verle desde el castillo, tenía que acercarse cautelosamente, esconderse y esperar entre los arbustos, sin moverse, hasta que el enemigo apareciera en la ventana. Y luego, levantarse, disparar y escapar. Se trataba de un asunto peligroso, pero que prometía convertirle en un héroe. Courtenay confiaba en que lo conseguiría. Y David también.
Eran buenos hombres. ¡Todo lo que había dicho Catherine eran tonterías! Nunca les había ido tan bien como al servicio de Courtenay. Lo único que le faltaba era conseguir a May. Entonces, su felicidad sería completa. ¿Y no se divulgaría enseguida la noticia de que había matado a sir Latimer? Quizás oyeran hablar de ello en el pueblo, y el corregidor tendría que admitir a regañadientes que Alan era el mejor hombre, pero no porque de pronto le gustara, sino porque le temía. Ni siquiera un Spanneby con todos sus bienes podía hacer nada frente a un arquero famoso.
La respiración de Alan se normalizó. Debería seguir, pensó. Pero, de pronto, pareció como si sus piernas se volvieran de plomo. Había algo que le inquietaba, una idea, una sensación que le hacía sentirse mal. ¿Estaba demasiado orgulloso de sí mismo? Tenía todos los motivos para sentirse orgulloso y feliz. ¡Vamos!, se ordenó. Pero se quedó quieto.
Algo no cuadraba en la suma.
¿Era demasiado sencilla? ¿Era demasiado bueno todo lo que le ocurría? El mundo había cambiado desde que vivían con Courtenay. Antes era hostil y adverso, hoy se mostraba agradable y feliz. A Catherine eso le hacía desconfiar. ¿Debía desconfiar él también?
Ése era el problema: Catherine. Su hermana llevaría a sir Latimer hasta la ventana, eso le habían dicho. Pero, ¿por qué? Resultaba impensable que durante la noche hubiera recapacitado y, de repente, odiara al hereje y no al arzobispo. Cath no. Cuando estaba convencida de algo se aferraba a ello como una sanguijuela a una pantorrilla. Y pocas veces la había visto tan decidida como la noche anterior. ¿Por qué entregaba al caballero?
No se podía sobornar a Catherine cuando un asunto le interesaba tanto como ése. ¿Quizás estaba amenazada? Le había rogado que no la delatara. Por tanto, tenía miedo. ¿A la tortura, a la muerte? Podía ser. Mediante amenazas, el arzobispo obligaba a Catherine a entregar a sir Latimer. No era de extrañar que su hermana considerara a Courtenay un maldito impostor. Eso le pasaba por negarse obstinadamente a ayudar al arzobispo.
¡Mira que pensar que conocía el buen camino mejor que el arzobispo! ¡Mira que pensar que podía distinguir la herejía de la fe verdadera y abrirle los ojos a uno de los hombres más influyentes de la Iglesia! Era normal que la amenazaran. No había otro modo de conseguir que esa rebelde mujer obedeciera.
Alan desenrolló la cuerda del arco. Sería un disparo realmente magistral.
La vestimenta de cuero de Repton crujía con cada paso que daba. Mordisqueaba un tallo de hierba, rascándose nervioso la cara huesuda.
La prominente barbilla subía y bajaba, mientras ambas mandíbulas trituraban la planta. Cuando estuvo bien mordisqueada, la escupió.
—Será mejor que hagas lo que el arzobispo te ha encargado —dijo.
—Ha hablado suficientemente claro, no te preocupes. —¿Hasta dónde iba a acompañarla? Era evidente que no se fiaban de que fuera realmente al castillo de Braybrooke.
—Yo no tengo nada que ver con esto.
—Un apestoso cómplice, eso es lo que sois, nada más.
—¡No! —Había una nota de desesperación en su voz—. No tenía elección. Espera, Catherine. Déjame que te explique. —Sus largos dedos intentaron agarrar el brazo de la mujer.
Ella se dio la vuelta.
—Si sir Latimer sigue vivo esta tarde, Hawisia morirá. Eso es todo lo que me interesa, todo en lo que puedo pensar. Si me sobrara una pizca de fuerza para darme cuenta de que sois vos quien va a mi lado..., hace tiempo que os habría escupido y empujado. Estoy harta de ironías, ¿entendido?
—A mí también me ha obligado Courtenay —balbuceó Repton—. Tengo que hacer lo que él quiera para librarme de la sospecha de que soy un hereje. Hace unos meses yo pertenecía a los Caballeros Cubiertos, y Courtenay sólo me perdonará si le demuestro la máxima fidelidad. Soy un juguete en sus manos, igual que tú, ¿no lo entiendes?
¡El traidor de quien había hablado Thomas Latimer! Catherine exclamó:
—¿Sois vos? ¿Vos delatasteis a los Caballeros Cubiertos ante Courtenay? —Thomas se había mostrado tan enfurecido que había dicho que merecía que le torturaran en el potro, que lo descuartizaran, que le quemaran en la hoguera.
Repton hizo una mueca.
—No los delaté. Hacía tiempo que Courtenay estaba al corriente. Yo sólo le...
—¿Qué? ¿Le disteis nombres?
—¿Nombres? Yo... —Philip Repton se tapó la cara con las manos—. ¡Oh, sé que he cometido un pecado! Ahora hay personas que mueren porque yo quise salvar el pellejo. ¡Si pudiera volver atrás, si pudiera volver a tomar una decisión! —Dejó caer las manos—. Soy culpable. Yo tengo la culpa, sólo yo. —Su rostro mostraba consternación.
Pasaron junto a los estanques de las carpas, dirigiéndose hacia el castillo. Si conseguía que siguiera acompañándola, ¿le dispararían desde las murallas? Los hombres del castillo de Braybrooke tenían que conocer al traidor, seguro que había estado allí muchas veces.
El pálido hocico de gato de Repton tembló.
—¡Y ahora quiere deshacerse de mí! Me ha enviado contigo sin motivo aparente. Evidentemente, sabe que a los Caballeros Cubiertos les gustaría verme muerto. Ve con ella hasta el castillo, me ha dicho, para que no se vuelva antes de tiempo. ¿Por qué ha pensado eso? Seguro que quiere que me maten. Estoy tan solo, Catherine, no puedes ni imaginar lo solo que estoy. Inglaterra se divide en dos bandos, los partidarios de Wycliffe y los partidarios de Courtenay, todos pertenecen a alguna de las dos facciones, sólo yo estoy en medio, rechazado por ambos, odiado por todos, detestado, despreciado.
—Tú te lo has buscado.
Él asintió.
—Sí, yo me lo he buscado. —Tocó la empuñadura de la espada, extrayendo el arma un palmo de la vaina—. No puedo. No puedo poner fin a esto. Soy demasiado débil, demasiado cobarde. ¿Por qué me ha hecho Dios así? Un miserable que habría preferido trabajar en el campo a ser un caballero.
—Ven al castillo, y otros lo harán por ti. Así de fácil.
—¿Intervendrás en mi favor? ¡Yo te he ayudado! ¿Acaso no estuve a vuestro lado cuando saltasteis el muro de la abadía de Newstead? Siempre me has gustado, desde el principio pensé que seguías el camino acertado. Te admiro, Catherine. Me gustaría ser como tú. Si no fuera por ti, no me habría dado cuenta de lo malvado que es Courtenay. ¿No quieres interceder por mí ante sir Latimer? Estoy dispuesto a hacer lo que sea para que me dejen volver a la alianza secreta. Dios nos perdona los pecados, y nosotros debemos perdonar a los demás, dile a Thomas que recuerdo muy bien lo que hablamos hace tiempo al respecto.
Catherine reflexionó brevemente. ¿Se le abría una posibilidad de escapar a la muerte?
—Escucha bien, Repton. Puedo ayudarte, pero tienes que hacer algo a cambio. Debes demostrar valor al menos una vez.
—¿Qué quieres que haga? Estoy dispuesto a todo.
—Vuelve al pueblo. Da un amplio rodeo para llegar al castillo. Cruza el bosque de Rockingham hasta llegar al lado de la fortaleza. Allí está esperando Alan, mi hermano. Corta la cuerda de su arco, haz lo que sea necesario para evitar que dispare contra sir Latimer. —Latimer la ayudaría a recuperar a Hawisia.
—¿Y a cambio tú te encargarás de que yo pueda volver a formar parte de los Caballeros Cubiertos?
—Con tu acción salvarás la vida a Thomas Latimer. Yo se lo explicaré. Seguro que perdonará a quien le ha salvado la vida.
Sir Philip Repton se estiró. El jubón de cuero crujió. Miró a Catherine con gravedad.
—Te lo agradezco. Gracias a tu ayuda quizá pueda volver a ser el hombre que una vez fui. —Se dio la vuelta y se marchó.
Un suave viento empujaba a saltamontes, moscas y otros insectos. Las ovejas balaban. Las abejas iban de flor en flor al borde del camino. Catherine se aproximaba al castillo. Las banderas ondeaban en las torres. Detrás de cada barbacana tenía que haber un arquero. Por encima de la puerta guarnecida con herrajes asomaban puntas de lanza, los arqueros la observaron desde arriba.
—¿Vienes sola? —gritó uno de ellos.
—Ya lo veis.
Sonaron los pesados cerrojos. La puerta se abrió chirriando, y Catherine entró en el castillo. El patio de armas olía a madera vieja y a tripas de pescado. El castillo de Braybrooke. Para unos la entrada al infierno, para otros las puertas del cielo.
Thomas Latimer la esperaba en el centro del patio. Bajo su cota de armas se marcaba la loriga, sobre el pecho destacaba la cruz dorada. Un mango de espada de gran tamaño sobresalía por encima de su hombro izquierdo. Les observaban. Desde las torres y las murallas, los centinelas seguían cada movimiento como si así pudieran averiguar si Catherine venía con buenas o malas noticias. Latimer mostraba un semblante serio, pero sus ojos brillaban. Hasta que, de pronto, se sobresaltó.
—¿Dónde está tu hija?
Catherine dio los últimos pasos hacia él.
—Courtenay la retiene como rehén.
—¿Se ha dado cuenta de todo?
—Y ha rechazado la oferta de entregar a Sligh a cambio de Hereford.
—Subamos arriba, a mis habitaciones. —Se dio la vuelta.
—Sir Latimer —dijo ella precipitadamente—, manteneos alejado de las ventanas.
—Sé lo que es un estado de sitio. Todas las ventanas están tapadas con pieles.
Por las escaleras, sus pensamientos fueron en otra dirección, sondearon los abismos, exploraron todos los resquicios. ¿Y si él no sabía cómo rescatar a Hawisia? ¿Y si Repton cortaba la cuerda del arco de Alan y firmaba con ello la sentencia de muerte de su hija? ¡No podía ser! ¿No estaba poniendo en juego la vida de Hawisia con ese inseguro plan? ¿No era su responsabilidad?
Tendría que mentir para que sir Latimer se creyera seguro. De lo contrario, el asunto estaba ya decidido, él viviría, Hawisia moriría. ¡No podía ser! ¡Su hija! ¿Podría alguien reprocharle que tratara de salvar a Hawisia? ¿No haría eso cualquier madre? Estaban en guerra. Braybrooke estaba sitiado. En tales circunstancias moría gente. No era culpa suya si Thomas Latimer moría.
Tenía que conseguir que se acercara a la ventana.
¿No actuaba Courtenay a través de ella? El asesinato era obra del arzobispo, ella era sólo el instrumento, involuntario, pues tenía que elegir entre una y otra muerte. Thomas tenía más edad, había vivido ya unos cuarenta años, quizá más. Hawisia, en cambio, tenía toda una vida por delante. Una decisión, nada más. Una corta vida frente a una vida larga. Un cambio razonable.
Y, además, era posible que Thomas Latimer muriera en el campo de batalla si hoy salvaba la vida. Entonces la muerte de Hawisia habría sido inútil. ¿Cómo podría perdonarse tal cosa? No, no había otra solución, el caballero debía morir.
Entraron en su habitación. Estaba totalmente cambiada. La luminosa estancia del caballero se había convertido en una cueva. Gruesas pieles tapaban las ventanas e impedían que pasara la luz. Las antorchas llameaban. Entre los perros de caza y el ciervo de la pintura de la pared vagaban espíritus negros, siluetas retorcidas y arqueadas que saltaban por las paredes.
El aire enrarecido y caliente, dificultaba la respiración. Sobre el banco que había junto a la chimenea se veía una bandeja con pan, huevos y unas empanadas. Los espíritus habían ignorado la comida, no faltaba un solo mordisco.
Thomas cerró la puerta. Se quitó la pesada espada de la espalda y la apoyó contra la pared. En su rostro se marcaban dos surcos desde la nariz hasta la barbilla, dándole un aspecto de tremendo cansancio.
—¿Por qué te envía Courtenay de vuelta?
—No le he creído. Quiere que hable con vos y me convenza de que sois un hereje.
—Soy un hereje.
—¿Pero la oración...? —Catherine sacudió la cabeza—. Sois un hombre de Dios.
—Lo uno no excluye a lo otro: hereje y hombre de Dios.
Catherine lo miró. Tenía que asesinar a aquel caballero. En sus ojos claros brillaba la luz de las antorchas.
—¿Qué más tienes que hacer? ¿Matarme?
Ella se llevó la mano al cuello y tragó saliva. ¿Leía sus pensamientos? Si alguien podía hacerlo, era sir Thomas Latimer.
Él apretó los labios y asintió.
—Suerte que te ha juzgado mal. Eso te ha salvado la vida.
¿Con eso estaba todo arreglado? ¿Pensaba que ella no sería capaz de asesinarle? ¿Pensaba que estaría dispuesta a sacrificar a Hawisia por él? ¡Pues se había equivocado! Te considera mejor de lo que eres, pensó. Ve lo bueno que hay en ti, a sus ojos eres íntegra y fuerte. ¿No la honraba con ello? Confiaba en ella.
—¿Irá alguien del pueblo en busca de ayuda?
—Están sitiados. Lo han intentado, pero es imposible romper el cerco.
Se golpeó la frente con el puño y dio vueltas por la habitación.
—No podemos resistir eternamente. Si Nevill no viene pronto en nuestra ayuda, Braybrooke caerá.
¡Braybrooke! ¿A quién le importaba Braybrooke? Su hija iba a morir. ¡Su hija!
—Mi hija va a morir. ¿Qué me importa un castillo, un ridículo castillo, un par de estanques para carpas, unas torres? Hawisia apenas tiene dos meses. Courtenay la...
Empezó a temblar, todo su cuerpo se estremeció. ¡Deja de temblar!, se ordenó a sí misma. ¡Sé fuerte! Pero no podía parar de temblar. Un mechón de cabellos cayó sobre la frente. Torció la boca, haciendo rechinar los dientes, y apretó los puños, sujetándose los brazos delante del pecho.
Una mano rozó su frente. Thomas. Estaba cerca, muy cerca. Le retiró el pelo de la cara y acarició su mejilla.
—Lo siento —dijo—. Lo siento mucho.
—¿De qué me sirve eso? —balbuceó—. ¡Va a morir!
Él tomó su rostro entre sus manos y lo sujetó con suavidad. Catherine sintió que el calor de sus manos bajaba por su cuello, inundaba su pecho, su vientre. El temblor cesó, y ella se tranquilizó un poco. Sus rodillas temblequearon todavía un poco, luego respiró con más profundidad, con más libertad.
Al oír un ruido en la puerta, Thomas se giró, bajando rápidamente las manos.
—¡Anne! —exclamó.
La boca de lady Anne se movía, pero no decía nada, en una lucha muda por las palabras.
—Quería preguntarte qué habías conseguido —logró, por fin, emitir algún sonido.
—Courtenay ha rechazado mi oferta —respondió Thomas.
—No te pregunto a ti, sino a la joven. ¿Qué has conseguido?
—Nada, milady.
—¿Has entregado la carta?
¿Qué significaba aquello? ¿Acaso no era un secreto, no habían acordado que guardaría silencio?
—Sí, lo he hecho.
—Y el arzobispo Courtenay te ha enviado de vuelta.
—Anne, yo...
—Calla, Thomas. —Lady Anne le cortó con un movimiento de la mano. Se fue tranquilizando. Señaló a Catherine con su dedo largo, pálido—. ¿Qué buscas aquí? ¿Puedes decírmelo? ¿Qué haces en la habitación de mi esposo, el caballero sir Thomas Latimer?
—Yo... Él me ha...
—¡Él no, tú! Ya tiene unas lentes. ¿Qué haces aquí? —Dio un paso hacia Catherine—. Lo veo en tu mirada —susurró—, quieres devorarlo como un azor acaba con una cría de águila. Ha caído en tus garras porque tiene un corazón bueno e indefenso, y ahora tú quieres destruirlo.
Lady Anne lo entendía todo, pudo ver que Thomas estaba sentenciado a muerte, era una mujer, sabía que el amor de una madre no se paraba a valorar lo que estaba bien o mal. ¡Había que acabar cuanto antes! Repton podía llegar hasta Alan en cualquier momento, entonces sería demasiado tarde. Latimer viviría, Hawisia moriría a manos de Courtenay.
—Sir Latimer —gritó Catherine—, perdonadme.
Se acercó a la ventana, retiró la piel que la tapaba y pasó la pierna por el alféizar.
Él corrió hacia ella, la agarró, apartándola de la repisa. Se sacrificaba por salvarlas a ella y a Hawisia. Catherine vio brillar algo entre los arbustos. Él debía permanecer ante la ventana, sólo un instante más.
—Catherine —dijo él—, Anne se equivoca, y tú lo sabes.
—A pesar de todo quiero morir.
—¿Ayudas con eso a Hawisia?
—Ella morirá de todas maneras.
—Haremos una salida, yo mismo avanzaré y abriré una brecha en el frente de Courtenay. Rescataremos a Hawisia.
La miró, sus ojos se volvieron de pronto tiernos, suplicantes.
¿Debía asesinar a ese hombre tan bueno? ¿Cómo podría olvidar su mirada, su bondad? Nadie merecía la muerte menos que él. ¡Y quería liberar a Hawisia! ¡Todavía había esperanza!
Algo silbó por el aire.
Catherine se abalanzó sobre Latimer, chocando contra la armadura y cayendo con él. El caballero braceó en el aire, volcando una cesta mientras ambos rodaban por el suelo.
Un disparo magistral. Aunque no había tenido mucho tiempo para apuntar. Alan soltó un grito de triunfo. ¿Para qué tanto asedio? ¿Para qué sufrir pérdidas avanzando contra las murallas? Bastaba con un buen arquero, y el señor del castillo caía entre sus propios muros.
Ahora tenía que huir. Se dio la vuelta...
...y vio el brillante filo de una espada.
—¡Repton! ¡Qué susto me habéis dado!
—¿De verdad?
—¿Cuánto hace que estáis aquí?
—Un rato.
—¿Entonces habéis visto mi disparo?
—Por supuesto.
—Muy bien. —Ahora tenía un testigo que podía informar de su hazaña.
—Vamos. —Repton le hizo una señal con la punta de la espada.
¿Qué significaba esa espada?
—Apartad el arma. ¿Qué significa esto?
—Sólo quiero asegurarme de que sigues el camino correcto.