15

EN algunas de las dos tabernas podría encontrar un comerciante que por tres chelines llevara rápida y discretamente un mensaje a la abadía de Newstead. Courtenay debía saber que Thomas contrataba mercenarios. ¿Pensaba utilizarlos para un ataque? ¿También buscaban hombres Nevill, Cheyne y Montagu? Si se estaba preparando una revuelta nacional, la noticia era urgente.

Era totalmente imposible que ella fuera cabalgando a ver al arzobispo. Thomas concebía sospechas desde que la había descubierto escuchando. Por algún motivo desconocido, él no se atrevía a decírselo. Y ella no debía provocarle para que lo hiciera.

¿Primero en El Cisne? ¿O mejor primero en El Sol? Anne se agarró el cuello del manto. Hacía demasiado calor para llevar los botones abrochados, pero demasiado frío para exponerse al viento de otoño. Le gustaba aquel manto, era el más adecuado para los meses de transición entre el verano y el invierno. Pesaba menos que las pieles del invierno y abrigaba más que la capa de lana que usaba en verano. Su pálido rostro adquiría un aspecto fresco con el gris de la piel de ardillas rusas. Sus rizos resultaban también más suaves cuando caían sobre ella.

En cierta ocasión en que llevaba aquel manto puesto, Thomas la miró con sorpresa, y algo parecido a la admiración había brillado en sus ojos. Desde entonces, él siempre perdía toda su fuerza cuando ella llevaba aquella prenda.

Empujó la puerta de El Cisne. Un pesado cerrojo resonó en el interior de la casa. ¿Estaba cerrado el local una tarde nubosa de otoño como aquélla? El tabernero debía tener unos buenos ahorros para podérselo permitir.

Por tanto, rumbo a El Sol.

En Braybrooke reinaba una tranquilidad poco habitual. No se veía a nadie. Incluso el río se deslizaba en silencio bajo el puente junto a la colina de la iglesia, no gorgoteaba, no murmuraba, era un río muerto. El aire humedeció el rostro de Anne. Era un aire blanquecino, que escondía el final del pueblo tras un velo traslúcido.

Las contraventanas de El Sol estaban cerradas. No se veía luz por las rendijas de la puerta. Anne miró a su alrededor desconcertada. Su mirada se quedó fija en la iglesia. Las ventanas alargadas, estrechas, estaban empañadas. ¿Cómo era posible? La iglesia no se calentaba nunca, y las ventanas sólo se empañaban durante la misa del domingo. Era lunes.

Cruzó el puente lentamente, como si en vez de aproximarse a la iglesia lo hiciera a un monstruo. Desde el tejado de madera la observaban las cornejas. Extendieron las alas, inclinaron la cabeza y dieron unos saltos.

Los altos árboles del cementerio crujieron de un modo misterioso. Luego quedaron quietos, no se movía ni una hoja. Escuchaban pensativos, como lo hacen los viejos.

Anne subió la colina. Se detuvo ante la puerta de la iglesia. De pronto, tuvo la sensación de encontrarse en un momento crucial de su vida. Sólo se había sentido de ese mismo modo la mañana del día de su boda y en el viaje a Canterbury dos años antes, cuando fue a visitar a Courtenay para delatar a su esposo. Era lunes, y en el pueblo reinaba la calma, y una voz interior le decía que volviera, que regresara a sus aposentos y se sentara a coser un dobladillo, pero que no entrara en la iglesia.

Abrió la puerta. La asaltó el olor a piedras vetustas, húmedas. Los habitantes de Braybrooke abarrotaban el templo desde los muros pintados hasta el último rincón. Sólo quedaba espacio libre delante, en torno a la tumba del abuelo de Thomas. Nadie hablaba, nadie dormitaba. Todos escuchaban con ojos brillantes a un hombre de pelo cano que había tenido la osadía de presentarse ante los creyentes en lugar del sacerdote.

—La razón de un hombre no debe ser blanda como la cera en la que se puede estampar un sello —dijo—, sino dura como las piedras de los muros de esta iglesia. ¡Un hombre debe ser capaz de tomar decisiones! Puede entender la palabra de Dios. ¡Vosotros podéis, vosotros mismos podéis rezar y conocer la voluntad de Dios!

Thomas estaba allí. Se había puesto su cota de mallas como si pensara entrar en combate, y estaba en la primera fila entre los campesinos. ¡No se avergonzaba! Lo admiraban, naturalmente. A las gentes sencillas les gustaba que se igualaran a ellas. Pero esto siempre conducía a la rebelión, pues los campesinos y artesanos no entendían que rechazara sus peticiones quien vivía en la opulencia. Únicamente lo comprendían mientras se mantuvieran las distancias y se les dejara claro que había una diferencia entre los que mandan y los que reciben órdenes. ¡Sólo habían transcurrido cinco años desde la gran revuelta campesina, y ahora Thomas se sentaba entre ellos!

—Los sacerdotes y los frailes os cuentan fábulas para enseñaros moral —explicó el anciano—, pero dejan la Biblia a un lado. Narran milagros ocurridos en relación con María, pero callan lo que sobre Jesús se dice en la palabra de Dios. Saben citar la historia clásica, pero sus conocimientos no se basan en la sabiduría de Dios, pues la palabra que Él nos entregó no les importa.

—¿Qué hay de falso en los milagros? ¿Quieres decir, por ejemplo, que Jesús no nació de una mujer virgen? —gritó un campesino.

—En absoluto. —El anciano sujetó un libro en alto—. Lo dice la Biblia, y yo lo creo. Él es el Hijo de Dios. Un hombre normal no habría podido hacer lo que Él hizo. María lo alumbró a pesar de que no había compartido el lecho con ningún hombre.

—Si ese milagro ocurrió, ¿por qué debemos pensar que los demás son falsos?

—¿No lo entendéis? Que era virgen lo pone en la Biblia. Pero los sacerdotes y los frailes os cuentan otras historias, inventadas, para darle a María un carácter divino. Dicen que una partera dudó de que María estuviera encinta y, a pesar de todo, estuviera intacta, y que cuando esa misma mujer ayudó a María en el parto y la tocó, su mano se abrasó. Sólo se curó cuando tomó al recién nacido en sus brazos y lo acarició. ¿Queréis saber por qué ese milagro no pudo producirse nunca? Porque no había ninguna partera en el establo en Belén. La Biblia no menciona ninguna, y tampoco era necesaria, pues el niño no dio problemas a María al nacer. ¡Ese niño era Dios! Vino al mundo sin provocar dolor a María. ¡No os creáis sus cuentos!

—Yo he oído —dijo otro campesino—, que en Lutherworth habéis predicado en contra del sacramento de la Eucaristía.

—Sí, es cierto. El sacramento que los sacerdotes denominan el cuerpo de Cristo no tiene ojos para ver, ni oídos para oír, ni lengua para hablar, ni manos para tocar, ni pies para andar. No es más que pan de harina de trigo.

Los aldeanos se sobrecogieron. Cuchicheaban, se santiguaban. El horror estaba escrito en sus rostros. Anne buscó la puerta a tientas. ¿Qué hacía ella allí? Estaba asistiendo a una misa diabólica. El anciano era un falso apóstol, sembraba la duda en torno a los milagros, atacaba a frailes y sacerdotes. E incluso se atrevía con Santa María.

—Pero el pan se transforma en el cuerpo de Cristo a través de las palabras del sacerdote —dijo una mujer.

—Los sacerdotes lo hacen en todo el país, miles de sacerdotes hacen miles de dioses, y luego todos esos dioses son comidos, digeridos y evacuados en apestosas cloacas. ¿Es ésta la verdad? ¡La Biblia no lo enseña!

Todos murmuraban, elevaban las cejas. Nadie sabía decir nada en contra.

—¡Miradme! —exclamó el anciano—. Yo era profesor de Sagrada Escritura en Oxford, un hombre reconocido al que los más influyentes pedían consejo, que era admirado por los estudiantes, disponía de una destacada biblioteca y gozaba de la complacencia de la Iglesia. ¿Pensáis que me ha resultado fácil renunciar a todo eso? Lo he hecho. —Bajó la voz—. Por la verdad. Sólo por la verdad.

Se hizo el silencio en la iglesia. Fuera, sobre el tejado, graznaban las cornejas.

—He comprobado que la Iglesia se ha apartado de Dios. Se esfuerza por tener influencia en el gobierno de la nación, ocupa puestos en la administración del rey, de los duques, de los condes. Mientras tanto, la cristiandad duerme un sueño profundo. ¡Es hora de despertar! Hemos aguantado mil años que se nos predicara la palabra de Dios en latín, que fuera un misterio porque el pueblo no sabe latín. Escuchad lo que Dios dice, dejadme revelaros el misterio y hablaros en inglés: «Si buscas al Señor, tu Dios», dice en el quinto libro de Moisés, «lo encontrarás si lo buscas sinceramente y de todo corazón». No es el Dios de los sacerdotes, es el Dios de todos los hombres.

Anne sintió despertar en su interior un anhelo como amor fresco. Su respiración se aceleró, haciéndola sentirse triste, terriblemente triste. ¡Dios la buscaba! Había llegado hasta esa iglesia porque debía escuchar lo que el anciano decía. Dios hablaba a través de él, y él hablaba con ella, con Anne.

—«Recurrid al Señor y a su poder», se dice en el Salmo ciento cinco, «buscad su rostro sin descanso». Dios no tiene amigos en una Iglesia dormida. ¡Quiere tenernos cerca! Por eso predico en contra de las mentiras de la Iglesia, por eso combato sus historias de milagros y las doctrinas falsas de los sacerdotes, pues nos apartan del Todopoderoso.

Los rostros de los aldeanos estaban enrojecidos, sus ojos brillaban de alegría. Anne oyó que decían un nombre: doctor Hereford. Le sonó de un modo nuevo, ése no era el Hereford al que había odiado y temido. Sus palabras tenían una fuerza indomable, pues Dios vivía en ellas.

Thomas se volvió y lanzó una mirada sobre la multitud con el rostro bañado en sudor. Cuando descubrió a Anne, desapareció la leve sonrisa que mostraban sus labios. Miró con más atención. Y lentamente, vacilante, volvió a sonreír. Había calor en sus ojos. ¿Se alegraba de verla? ¿No se asustaba? ¿No temía que ella pudiera delatar a Hereford?

Anne sintió la mirada de Thomas sobre ella. Su corazón comenzó a latir con fuerza. Le devolvió la sonrisa. Le sudaban las palmas de las manos, estiró la espalda. Thomas la miraba, ¡y cómo la miraba!

¿Qué pasaría si él descubría que lo había traicionado? La odiaría con cada fibra de su cuerpo.

El maligno entra como miel dulce, pero en el estómago es amargo como el ajenjo, había dicho Courtenay.

¡Oh, era dulce! ¡Era lo que ella había estado anhelando todos esos años!

Amargo como el ajenjo. Courtenay la había prevenido.

¿Por qué, de pronto, ella se daba la vuelta? ¿Qué había ocurrido de repente en su rostro? Thomas vio miedo en ella, una lucha tras la frente de Anne, que se mantenía lisa e inalterada incluso cuando lloraba. La sonrisa había desaparecido, y entonces se deslizó por la puerta de la iglesia hacia fuera. El caballero pudo sentir claramente que la perdía, que desaparecía la proximidad que acababan de sentir.

Se abrió paso entre los aldeanos. Cuando llegó al exterior de la iglesia, Anne ya había llegado al final del puente. Estaba a punto de desvanecerse entre la blanca neblina. Corrió tras ella. La cota de malla hacía un ruido áspero.

Anne había escuchado al doctor Hereford. Y se había sentido conmovida por lo que él había dicho. Había ido allí para compartir con su esposo lo que a él le impulsaba. ¡Quería gustarle! Por eso llevaba puesta su mejor vestimenta, el manto de piel de ardillas rusas con adornos de suave piel blanca. Thomas debía haberle confesado su secreto mucho antes. No esperaba que ella estuviera dispuesta a apartarse de las doctrinas falsas de la Iglesia. Tenía que haber confiado en ella. Su prudencia la había molestado y, posiblemente, él fuera culpable de que su matrimonio fuera un invierno tras el cual no quería despertar una nueva primavera. Jamás había pensado que la mirada de Anne podría hacerle tan feliz.

—¡Anne! —gritó—. ¡Espera!

Ella aceleró el paso.

Tuvo que correr para alcanzarla. Jadeando, se colocó delante de ella.

—¿Por qué te vas?

Ella guardó silencio. Su rostro se desfiguró como si sufriera un dolor insoportable.

—¿Qué te causa tristeza? ¡Habla! ¡Habla conmigo!

Ella sacudió la cabeza e intentó seguir caminando.

Thomas le cortó el paso.

—Anne, ésta es nuestra oportunidad. No volverá a surgir tan fácilmente. ¡Por favor! Dime qué te ocurre. Y si no lo sabes, entonces di cualquier cosa, se empieza con una palabra y luego resulta más fácil de lo que se pensaba. ¡Habla conmigo!

Ella dejó de apretar los labios.

—No puedo —soltó.

—¿Te asustan las palabras de Hereford?

En ese instante se relajó su frente. La respiración de Anne se hizo más pausada. Se pasó la mano por la cara y le miró.

—Eso es herejía, y tú lo sabes, Thomas.

El tragó saliva. Lo que había escuchado la había conmovido, él lo había percibido en la iglesia. ¿Volvía a prevalecer la frialdad en ella? ¿Sería porque él creía a Hereford y ella no quería seguir a su esposo?

—Es la verdad —dijo—. Como tú lo llames no cambia nada las cosas.

—No me dejaré tentar por el maligno.

—¿Cómo puedes saber que Hereford habla del maligno si no reflexionas sobre sus palabras?

—No es mi reflexión la que determina lo que es bueno o malo. Sólo Dios lo sabe, y habla a través de la Iglesia.

—¡No, eso no es cierto! ¿Qué es la Iglesia? Son hombres que se pueden equivocar. No hacen otra cosa que lo que tú rechazas hacer: reflexionan y nos transmiten sus ideas. Pero sus pensamientos no son necesariamente los pensamientos de Dios.

—¿Y cómo conoces la voluntad de Dios? ¿Cómo sabes que las ideas de Hereford son buenas?

—Las compara con las narraciones de la Biblia. La Biblia es un patrón seguro. Esas personas han hablado con Jesús y han puesto sus respuestas por escrito. Algunas han hablado con Dios, a otras se les ha presentado en sueños. Dios quería ese libro porque sabía que necesitamos una torre desde la que poder mirar lejos. —Se quedó callado—. Y yo... Yo le pregunto a Dios.

—¿Tú?

—Le pido ayuda. Para tener la mente despierta. A veces le pregunto algo.

—Thomas, ¿eres un religioso? ¿Has recibido las órdenes sacerdotales? ¿Cómo te atreves a confiar en que el Todopoderoso hablaría contigo?

—Dios me ama como un padre ama a su propio hijo. Así lo dice la Escritura. Y Él quiere que yo le pregunte.

—No vuelvas a hablar de eso nunca más.

—¿No quieres creerlo?

—No lo creo. Y me aterra que te atrevas a contradecir a la Santa Iglesia. Como sigas así te van a excomulgar. ¿Cómo quieres alcanzar la vida eterna si te expulsan de la comunidad cristiana? Entonces estarás perdido.

—No es la Iglesia la que me da la inmortalidad. Es el propio Cristo. Y no dejo que nadie me prohíba preguntarle, buscarle, averiguar cosas acerca de él.

—¡Cállate! ¡No quiero oírlo!

—Anne, yo...

—Tengo frío. Déjame marchar.

—¿Puedes aceptar que soy uno de esos a los que llaman herejes y lolardos? ¿Te guardarás para ti todo lo que has oído en la iglesia?

—Braybrooke es tu lugar —dijo en voz baja—. Es tu iglesia.

Se cerró el manto con las manos y se marchó pasando por delante de él. Junto a las balsas de las carpas desapareció en la niebla.

Thomas se sintió enfermo. La cota de malla oprimía sus hombros con su peso. Tiritaba de frío. Regresó a la iglesia, un trecho corto que se le hizo interminable.

Hereford se había marchado, aunque la mayoría de los aldeanos seguían allí. Estaban reunidos en grupos, discutiendo acaloradamente, dando gritos de alegría y planteando sus dudas.

—Abandonad la iglesia —ordenó Thomas. Se puso de espaldas al altar y esperó hasta que el último de los aldeanos hubo cerrado la puerta tras de sí. Luego se acercó a la tumba. Sobre ella se encontraba una imagen de madera de su abuelo a tamaño natural. Todo coincidía: los rasgos de su rostro, las manos. Geoffrey se había tumbado a los pies de la figura con su hocico, sus orejas y su cuerpo de perro de madera, y alzaba la cabeza para mirar a su amo y ver si se quería levantar. Pero el abuelo ya no se había vuelto a levantar.

Le había dejado en herencia el castillo; el puente hasta la iglesia lo había mandado construir para sustituir al viejo paso de madera podrida, y había paseado con él cuando Thomas todavía soñaba con una vida llena de aventuras. Los dos llevaban el mismo nombre, Thomas Latimer. Pero sus vidas no podían ser más diferentes.

—Abuelo, ¿qué piensas acerca de todo lo que se ha dicho hoy aquí? ¿No serías despedido ignominiosamente de Braybrooke si siguieras aún con vida? —La idea le causó dolor—. Es mi responsabilidad, ¿no es cierto? Tengo que decirles a los hombres que yo he visto la verdad. En tus tiempos, podías salir a cazar con Geoffrey y luchar contra los escoceses. Hoy, en el momento en que yo vivo, hay que hacer que los hombres recuerden a Dios. ¡Trata de entenderme! Es mi obligación. «Si los discípulos callan», dijo el Señor Jesús, «las piedras gritarán». Los sacerdotes han enmudecido. Ahora debemos hablar nosotros, los caballeros, los legos.

Cayó de rodillas ante la tumba y apoyó la frente en el duro pecho del abuelo.

—Después de todos estos años, hoy he amado a Anne por primera vez. La he mirado, y nos hemos comprendido sin pronunciar una sola palabra. Me he alegrado de que nos pertenezcamos el uno al otro. Y he sentido la necesidad de hablar y reír con ella, de comer con ella, de compartir el lecho con ella. ¡Podría ser así todos los días! —La fe los separaba. Thomas lo podía percibir claramente. Quizás ahora encontrara valor para visitarla en su habitación y quedarse aunque ella tratara de rechazarlo fríamente. Pero sabía que era imposible mientras no superaran el abismo que se abría entre los dos—. ¡El precio es muy alto, abuelo! No puedo vender la inmortalidad para conseguir a Anne, no puedo mentirle a Dios. A él le debo todo.

De pronto sintió que le invadía la ira. Anne le había hecho daño, sí, así era. Primero le sonrió en la iglesia, y luego lo rechazó. ¿Cuántas veces iba a repetir ese frío rechazo, esa despectiva altanería? No se comportaba como una esposa que merece ser amada, honrada y atendida. En algún momento había llegado al extremo en el que el vaso se había desbordado. A cualquier otro lo habría considerado hacía tiempo un enemigo. Se trataba de ofensas por las que en otros sitios corría la sangre. ¡Estaba en juego su honor! ¿Cómo podía ser tan débil de soportarlo?

—¿Quieres ser mi enemiga, Anne? —susurró—. Bien, como desees.

Había sido paciente y amable durante muchos años, un esposo que muchas mujeres desearían. Como contrapartida, ella lo despreciaba. ¡Desde aquel instante, ella recibiría el mismo trato! Le enseñaría lo fácil que resultaba.

Lo primero que haría sería prohibir sus salidas. A partir de ese día, estaría siempre en el castillo, sin excepciones. Y se le encomendaría una tarea igual que al resto de sus sirvientes. ¡Debería hilar el algodón y tejer telas! Tendría que bordar hasta tener heridas en los dedos. Lamentaría haber perdido el amor que él le había ofrecido esa tarde. Maldeciría su propio orgullo.