37

NO sospecha nada —susurró Sligh, mordiéndose el puño de alegría. Catherine paseaba por el jardín, lejos de la catedral, directa hacia sus garras. ¡Qué ingenua tenía que ser para abandonar en Canterbury la protección de los caballeros! ¿O ellos no habían querido llevarla consigo a ver al arzobispo porque confiaban en que las negociaciones marcharían mejor sin ella? ¡Aquellos caballeros parecían niños de buena fe! No conocían a Courtenay. ¿Acaso pensaban que le iba a asustar un asesinato a plena luz del día o porque la sagrada catedral cubriera con su sombra el acto criminal?

Se dio la vuelta en la oscuridad del granero.

—Esperaréis, ¿habéis entendido? La audiencia con el arzobispo se reducirá a una breve conversación. Los caballeros abandonarán la casa en cualquier momento. Entonces asesinaré a Catherine, de forma que ellos puedan ver desde lejos como muere. Me perseguirán. No os enfrentaréis a ellos hasta que lleguen al granero. Lo mejor será que no os vean hasta que los fríos filos de las espadas atraviesen sus cuerpos —susurró.

—¿Y qué ocurre con el niño? —preguntó uno de los mercenarios.

Todavía no había pensado en ese detalle. ¿Qué ocurría con el bebé? Catherine llevaba a su hija en brazos, caería al suelo en cuanto le atravesara el pecho.

—La pequeña llorará. Mejor. Pondrá furiosos a los caballeros.

La catedral de Canterbury parecía difundir paz por sus ventanas. Pero Catherine sintió claramente que la construcción, con sus piedras claras, sus torres y sus arcos apuntados, era una fortaleza como el castillo de Windsor o el de Nottingham. Era la fortaleza de Courtenay. Se alzaba por encima de los tejados de Canterbury como si quisiera dejar claro que el arzobispo estaba muy por encima de la gente corriente. Catherine volvió la espalda a la catedral. Intentó olvidar que en el palacio arzobispal los caballeros discutían con Courtenay, y que paseaba por los jardines de aquel malvado. Avanzó bajo los cerezos y se propuso pensar en algo alegre.

¿Qué idea le proporcionaba siempre gran alegría? Observó la carita de su hija. Hawisia miraba a su alrededor con sus grandes ojos bien abiertos y jugueteaba con la boca. Reaccionaba ante cualquier estímulo frunciendo los labios, moviendo la mandíbula o estirando la comisura de su pequeña boquita. Notó que Catherine la miraba y volvió la cabeza hacia ella. Sus miradas se encontraron. Los bracitos subían y bajaban, Hawisia sonreía y arrugaba la nariz. Catherine meció a la pequeña, bailó unos pasos con ella. La niña cloqueaba feliz. ¡Era un auténtico regalo!

El jardín tenía un aspecto realmente agradable. ¿No era maravilloso cómo la luz transformaba los colores a lo largo del día? Por la mañana tenía una fuerza dulce, amarilla; al mediodía resplandecía en una blanca claridad; por la tarde se iba haciendo más cálida a medida que fluía hacia el rojo. Los tonos vespertinos eran los que más le gustaban a Catherine. Pronto atardecería; la luz ya se estaba suavizando, el sol estaba ya bajo y hacía brillar levemente las cerezas.

Se acordó de los pequeños soles que adornaban el suelo de su taller en la abadía de Newstead. Luego pensó en el agujero en la cortina, en las llamas de las velas, en el reflejo inverso de los objetos al otro lado de la tela. La imagen había resultado muy débil porque por el agujero de la cortina podía pasar muy poca luz. Pero si se hacía más grande no se produciría ninguna imagen, sería muy poco nítida, por eso no había reparado nadie en ese fenómeno: las ventanas eran demasiado grandes, incluso las cerraduras. ¿Cómo se podía hacer pasar más luz a través del pequeño agujero?

Entre los árboles apareció un granero con el tejado cubierto de musgo. Debía ser muy antiguo. Las paredes de madera estaban agujereadas, las golondrinas entraban y salían. ¿Cómo pasaba la luz a través de los agujeros de las paredes?

Al oír voces a su espalda, se dio la vuelta. Se acercaban los caballeros.

Desde que habían tenido éxito con el rey, aquellos hombres le parecían un grupo de alegres jovenzuelos. Le gastaban bromas, se reían de absurdas promesas, alborotaban a su alrededor como si tuvieran un exceso de energía que debían dejar salir a toda costa. Sturry, Clanvow, Clifford y Montagu se habían despedido entre risas, y ella había marchado a Canterbury con sir Latimer, sir Nevill y sir Cheyne.

—¡Sir Latimer! —Hizo una señal—. ¿Unas cerezas verdes?

Pero los caballeros no se rieron. Los tres tenían una mirada maligna. ¿No había transcurrido a su satisfacción la audiencia con el arzobispo?

De pronto oyó un grito.

—¡Catherine!

Se giró de golpe.

Alan salió corriendo de entre los árboles. Llevaba las manos juntas delante del pecho. ¿Estaban atadas? Tropezó, cayó, se levantó.

—¡Catherine! ¡Ten cuidado! ¡Te están esperando!

—¿Quién me espera?

Un hombre grueso y sin barbilla salió del granero y avanzó hacia ella con la espada preparada. ¿Era Sligh? Ella abrió los ojos de par en par.

—¡Corre, Catherine! —gritó Alan, alcanzando a Sligh y abalanzándose sobre él.

Sligh atravesó a Alan con su espada. Catherine pudo ver cómo salía por la espalda, una lengua de acero que le lamía. La sangre salpicó el suelo. Sligh extrajo el arma del cuerpo del arquero con un horrible sonido.

—¡Estúpido! —exclamó Sligh.

Se aproximó más. Cinco pasos. Cuatro.

—¿Quién lo habría pensado, Catherine? Primero tu esposo, luego tu hermano, y por último, tú.

Sonrió.

Las piernas no querían obedecerle. ¡Corre!, se ordenó a sí misma. Por fin, se dio la vuelta y salió corriendo.

—¡Es inútil! —rugió Sligh a sus espaldas—. ¡Detente!

Detrás, entre los árboles, estaban los caballeros. Desenvainaron sus espadas. Allí estaba la salvación. Agarró a Hawisia con fuerza y corrió para salvar su vida. Los jadeos de Sligh la perseguían. Los sentía en sus oídos, notó que aquel bellaco estiraba sus brazos hacia su cuello, que el filo de su espada casi rozaba su nuca.

Y, de pronto, enmudeció. Ella no se atrevió a volverse, siguió corriendo hacia los caballeros, que avanzaban hacia ella.

—¡Huye! —gritó sir Latimer—. ¡Allí, en el granero! Los caballeros pasaron corriendo junto a ella.

—No has atrapado a la mujer.

—No importa —gimió Sligh—. Cuando hayamos acabado con los caballeros será una presa fácil. —El sol le había cegado. El granero estaba muy oscuro. No veía nada, sólo los polvorientos rayos de luz que entraban por las rendijas. Estaba bien así. A los caballeros les pasaría lo mismo.

—¿Quiénes son esos hombres?

—No te preocupes. Nosotros somos doce, ellos son tres. Será un juego de niños.

¿Dónde estaban, maldita sea?

Llegó una voz desde el exterior.

—Está muerto.

¡Ah, habían encontrado a Alan!

—Sligh no ha abandonado el granero. Debe estar dentro todavía.

¡Por supuesto, por supuesto! ¡Bienvenidos, amigos!

—Cheyne, ve a por los caballos. Nosotros nos ocuparemos de él. Cuando lo tengamos debemos desaparecer de aquí lo más deprisa posible. Courtenay no responde, así que Sligh tendrá que responder por él antes de que expire su vida. Para la tortura necesitamos tiempo, acabaremos con él aquí.

¿Qué? ¿Todavía se deshacían de uno? ¿No eran doce contra tres, sino doce contra dos? Iba a resultar aburridamente sencillo. Sligh sonrió. Aunque la palabra tortura le provocó un desagradable escalofrío por la espalda.

Una silueta grande, negra, apareció en la luz de la puerta del granero, aureolada como si la hubiera engendrado el sol, una sombra que desprendía claridad. Tenía que ser Latimer. La figura llevaba el pelo corto, como un campesino. ¿Por qué no se acercaba?

—Tened compasión —lloriqueó Sligh—. Yo actuaba por orden de su excelencia el arzobispo. ¿Verdad que no le ha pasado nada? Realmente, no quería hacerle nada.

A su lado, uno de los mercenarios cayó al suelo agonizando. ¿Qué diablos...? Luego un grito, un sonido gutural. Otro cuerpo que se desmoronaba.

—¡Alejaos de la pared! —gritó Sligh—. ¡Nevill introduce la espada por las rendijas!

Con tres grandes zancadas, Latimer llegó hasta él. Su espada silbó por el aire y pasó con tal fuerza sobre la cabeza de Sligh que se le erizó el cabello. Pero se rió.

—No es tan fácil usar el mandoble cuando no se ve, ¿verdad? —Se agachó y rodó hacia un lado.

Un puño topó con algo resistente, sonó el ruido de huesos. Una espada silbó, penetrando con un ruido sordo en un cuerpo, alguien resopló. En la puerta del granero apareció Nevill. Sligh vio su espada brillar. Algo voló por los aires y aterrizó en el suelo a su lado. Asqueado, apartó su mano enseguida. ¡Una cabeza, una cabeza!

Los caballeros habían matado a sus hombres. Los había infravalorado. Se retiró a cuatro patas hacia la pared del granero. Metió la espada entre las maderas podridas y la movió hasta que se rompieron. Luego se deslizó por el agujero que había hecho.

—¡A las armas! —gritó—. ¡Canterbury es atacado! —Corrió alejándose del granero, cruzando el jardín—. ¡A las armas!

Catherine sintió que la levantaban. Como en un sueño, notó que iba sentada en el caballo detrás de Latimer, vio también al caballo de Cheyne arrancar la hierba con las pezuñas y lanzarlas por el aire al duro galope. Oyó a Hawisia gritar, lejos, aunque tenía a su hija en brazos. Los caballeros avanzaron a toda prisa por el jardín y, abriéndose paso con sus armas por una puerta vigilada por centinelas, se alejaron de Canterbury cabalgando. Pero a Catherine le parecía que seguía todavía agachada junto a su hermano. Junto a Alan, que se había sacrificado por ella. Le había salvado la vida. Había sido asesinado, como Elias.

—Quiero venganza —dijo casi sin voz—, hoy mismo.

Tras mucho cabalgar, refrenaron los caballos al llegar a un bosque. La piel de los animales se contraía, el sudor la hacía brillar. De sus bocas chorreaba espuma.

Cheyne apretó los puños.

—Ese maldito Courtenay va a tener un final horrible, yo me ocuparé de ello.

—Sabía que vendríamos —dijo Nevill—. ¡Nos esperaba a luz del día en Canterbury! El rey se pondrá furioso cuando se entere.

—¿Y entonces? ¿Hará un nuevo escrito? —En sus enfurecidos movimientos, Latimer golpeó a Hawisia con el codo. Ni siquiera pareció darse cuenta—. Mientras Courtenay asegure no saber dónde se encuentra el doctor Hereford no nos servirán de nada las cartas del rey. Y volvería a pasar lo mismo otra vez. Courtenay castigaría a Sligh y diría que no sabía nada.

—Se retuerce en su mano como una serpiente. —Nevill apretó un puño—. Es intocable. Sólo nos dirá dónde tiene escondido al doctor Hereford cuando se lo pregunte el mismo demonio.

—Entonces se lo preguntará el demonio —dijo Catherine.

Cheyne la miró asustado.

—¿Qué te ocurre?

Todo su cuerpo temblaba. No podía evitarlo por mucho que intentaba dominar sus miembros.

Llevaron los caballos hacia el bosque. En un claro recogieron leña y encendieron un fuego. Acercaron a Catherine tanto a las llamas que el calor le impedía respirar. Enseguida se le calentaron las mejillas y las manos. El temblor desaparecía, volvía a empezar, volvía a desaparecer. Los dientes rechinaban unos contra otros, incluso la lengua se negaba a obedecerla. Catherine se giró. Thomas Latimer sujetaba a Hawisia en el regazo y la dejaba jugar con sus lentes. Una lente dibujaba un punto luminoso en el árbol que había tras ellos.

¡Naturalmente! ¡Había que poner una lente delante del agujero! De ese modo pasaba más luz a través de él. La lente capturaba la luz en un rayo y así podía hacerla pasar a través del agujero.

Catherine intentó sonreír. Lo consiguió. Pero, curiosamente, se le saltaron las lágrimas. Se estremeció. ¡No debes llorar! Si empezaba no podría parar.

—No tenemos nada —dijo Nevill—. Incluso Sligh se nos ha escapado.

Cheyne apoyó su mano en el hombro de Catherine.

—Lo lamento por Alan. Tu hermano era valiente. ¡Ponerse en el camino de Sligh! Si no fuera por él, ese miserable te habría matado. Nosotros no habríamos llegado a tiempo.

—Quería criar ovejas —balbuceó ella—. Quería llegar a ser algo, y casarse. —En los oídos de los caballeros las palabras sonaron como si ella las pronunciara dos veces. Su respiración era entrecortada, hablaba a trompicones, unas palabras altas, otras bajas, sin que ella pudiera hacer nada para evitarlo. ¿Qué le pasaba?— Yo le quería. Y amaba a mi esposo. Courtenay pagará por ello, yo me encargaré de que sea así.

—No puedes matar al arzobispo. Aunque llegaras hasta él... ¡Te descuartizarían! ¡La asesina de un arzobispo! ¿Quién se ocuparía entonces de Hawisia?

—Y antes me encargaré de que se acuerde del Juicio Final. Se asustará como nunca en su vida.

—Cheyne, dale tu manto —dijo Latimer—. Sigue tiritando.

—Esta noche deseará haber conservado la vida a Elias y a Alan, y a toda la gente de Braybrooke que ahora pesa en su conciencia.

Cheyne le puso el manto sobre los hombros, con cuidado.

Nevill sacudió la cabeza.

—Ninguno de nosotros va a regresar a Canterbury. Somos tres. Courtenay tiene cien hombres, como mínimo.

—Me voy —dijo ella.

—¡Mírate! ¿Qué piensas hacer?

—¿Queréis saber dónde esconde Courtenay a Hereford? —Miró a los demás uno a uno.

—¡Claro que queremos saberlo! —Cheyne suspiró—. ¿Pero cómo piensas sonsacarle ese secreto? No hay nada que pueda hacer que lo entregue.

—Necesito vuestras lentes, sir Latimer. Además de un espejo.

—Yo os daré el mío —se ofreció Cheyne—. Lo odio desde que me di cuenta de lo endiabladamente mala que es Margaret.

—No lo es, sir Cheyne, más tarde os lo explicaré. Pero si me lo prestáis, os estaré muy agradecida. Un tubo... Tengo que conseguir un tubo.

—Está perdiendo el juicio —dijo Nevill.

Latimer sacudió la cabeza.

—Dadle el catalejo.

—¿Mi catalejo? ¿De qué servirá?

—Tenéis un catalejo —murmuró ella—, eso está bien. En Canterbury podré robar una vela. —Se puso de pie. El temblor disminuyó. También hablaba ya con mayor claridad—. Sir Latimer, sed tan amable y entregad a Hawisia a los caballeros Cheyne y Nevill. Ellos cuidarán de la pequeña. ¿Ha descansado bastante vuestro caballo? —Se limpió las últimas lágrimas—. Llevadme a Canterbury.

Nevill se puso de pie.

—Nadie va a ir a Canterbury.

Se midieron con las miradas.

—Tenéis razón, estimado caballero Nevill. Courtenay no revelará dónde esconde a Hereford, a menos que se lo pregunte el demonio personalmente. ¿Veis esos árboles? Podéis distinguir sus troncos porque los ilumina la luz del fuego. ¿Veis aquéllos de allí atrás? Para vos son sombras grises. Y detrás de ellos sólo apreciáis la noche. Lo que vuestros ojos perciben es lo que la luz les entrega. Soy la esposa del maestro Elias Rowe, que hace lentes. He aprendido a controlar la luz. Puedo hacer aparecer objetos que antes no estaban ahí, y hacer desaparecer cosas de las que nadie habría dudado. Lo creáis o no, me encargaré de que esta noche se le aparezca el demonio a Courtenay. Vos confiáis en vuestro brazo porque sois un maestro con la espada. ¡Confiad también en mí! Soy una maestra de la luz.

No sabría decir de dónde procedía esa fuerza que irradiaba. Hacía unos instantes, apenas podía pensar claramente, temblando como un conejo en un nido de serpientes. Pero ahora tenía muy claro lo que tenía que hacer. Nada podía hacerla desistir.