6
LAS nubes adornaban el cielo como mechones peinados en el firmamento, rizados en las puntas. El aire fresco penetró en los pulmones de Alan. Sujetaba las riendas sin fuerza, el caballo seguía el camino hasta Nottingham sin su ayuda. Las ruedas saltaban sobre las piedras, el carro estaba vacío, y avanzaba ligero.
La luz bañaba los pastos. El sol calentaba la lana de las ovejas. Flores amarillas salpicaban el borde del camino. Sonó un pequeño cencerro: el pastor lo había atado entre los cuernos de un carnero para no perder su rebaño en las colinas.
—¡Qué diferencia hay entre ricos y pobres! —suspiró Alan—. ¿Tú qué opinas, Jok? —Estiró los hombros, curvó la espalda hasta notar un crujido y luego se incorporó otra vez—. Creo que es una estupidez no pensar en ello.
Jok movió la cabeza.
—Para las personas como yo la semana tiene sólo cinco días de trabajo, para los ricos tiene seis. Cuatro días más al mes. ¡Fíjate todo lo que se puede hacer en cuatro días! Voy a ver lo que cuesta liberarse del servicio de los lunes. Es posible que los ricos hayan alcanzado ese bienestar porque los lunes pueden trabajar también para sí mismos, en lugar de servir al señor, ¿no crees?
Jok movió de nuevo la cabeza.
—Hay que decidir a quién se quiere pertenecer. Yo decido no ser más un pobre diablo. ¡Vas a ver!
Jok asintió.
—Vamos a hacer cuentas. La mitad del campo está en barbecho para recuperarse. En la otra mitad, cultivo trigo, centeno o cebada, y en un año recojo, digamos, cuatro veces lo que he sembrado. En un año malo, tres veces. Eso da doce chelines, si todo va bien trece. Pago cinco chelines de arriendo, un chelín y diez peniques de impuestos. Además, estoy obligado a utilizar el molino del señor y pagar por ello. No queda mucho. Pero nosotros no somos tontos, ¿no, Jok? Los viajes a la ciudad para los granjeros más ricos nos proporcionan un dinero adicional. ¡Adivina cuánto he ahorrado ya!
Jok resopló.
—Lo siento, te has equivocado. Prueba otra vez.
Jok no se inmutó.
—¡Venga, inténtalo!
Jok resopló de nuevo.
—¿Tan poco confías en mí? No, querido. ¡He ahorrado ocho chelines! Cuando se tienen ganas, no hay ningún trabajo duro. Voy a comprar ovejas. Hay que ser un poco listo, luego salen las cosas por sí solas. ¿Qué tienen los campesinos ricos que no tienen los pobres? Ovejas. Ganan grandes sumas con la lana y la leche, créeme. ¡Y la carne, la piel para pergaminos, la grasa para las velas de sebo! ¡Mira! —Se agarró al asiento y estiró las piernas subiendo los pies. Los zapatos alzaron sus puntas de cuero hacia el cielo—. Hoy me los he puesto, aunque no vaya a la iglesia. ¡Ríete, Jok! Yo sé lo que hago. Si quieres tener a una mujer, antes tienes que impresionar a su padre. Me gustaría que el padre de May no fuera el corregidor y, además, el agricultor más rico en veinte millas a la redonda.
Jok movió la cabeza.
—En cualquier caso, yo tengo mi propio arado, un carro y a ti. Y he pagado cuarenta chelines de derechos antes del arrendamiento. ¡Dos libras! ¿No es algo?
Jok no se inmutó.
—Lo sé. A pesar de todo, para el corregidor soy un don nadie. Y no va a entregar a May como esposa a un don nadie, me apuesto lo que sea. Pero, Jok, te digo que todo va a cambiar. Empezaremos hoy mismo. El corregidor se sorprenderá.
En el horizonte apareció Nottingham con sus pináculos y banderas.
—Al fin y al cabo, el padre de May es uno de los nuestros. Está en el castillo y recauda para el conde contribuciones e impuestos, pero no debemos temerle por eso, Jok. Tiene las uñas manchadas de tierra igual que yo. Quizás incluso se alegre de tener un yerno tan trabajador como yo. ¡Seguro! Estará contento de escuchar mis propuestas. —Alan tiró de las riendas—. ¡So! ¡Para, viejo amigo!
Antes de que el carro se detuviera, Alan saltó del asiento. Se agachó al borde del camino para recoger unas piedras. Las angulosas las desechó, pero agarró todas las redondeadas que pudo hasta que apenas pudo cerrar los dedos. Se incorporó. Las dejó caer en el asiento del carro y volvió a agacharse.
Jok giró la cabeza para mirarle.
—Sí, amigo, nos detenemos aquí, en medio del camino. Hoy estoy feliz, ¿entiendes? Tengo ganas de jugar un poco. —Con las manos llenas de nuevo, Alan ocupó otra vez su sitio y gritó—: ¡Arre! ¡Seguimos!
Una sacudida recorrió todo el carro. Las ruedas de madera crujieron.
Alan sujetó el montón de piedras con las manos.
—¿Ves el saúco de ahí detrás? ¿Y el brote que sale hacia arriba como una lanza?
Sujetó una piedra entre los dedos pulgar y corazón. Pasó el dedo índice por encima de ella, como si quisiera tranquilizarla. Luego la lanzó, y la piedra salió disparada en dirección al saúco. Erró por mucho.
—¡Mira eso! —Alan se rió—. ¡La próxima vez acertaré!
Tomó otra piedra y apuntó. El proyectil silbó por el aire. Al darle a la rama, el arbusto tembló.
—¡En el blanco!
Jok resopló.
—¿Ves la flor amarilla de la izquierda, al borde del camino? No te preocupes por tu cabeza, lanzaré en arco, está demasiado lejos para un tiro directo. —La piedra silbó por el aire y cayó. Destrozó el botón amarillo contra la hierba. Alan se rascó la nuca—. ¡Es sorprendente! No creí que acertaría a la primera.
Las murallas de la ciudad estaban cada vez más cerca. Por la puerta salía un muchacho que guiaba a sus gansos con una vara de avellano. Alan quitó el resto de las piedras del asiento y tomó las riendas. Delante del arco de entrada detuvo el carro. Un aduanero lo rodeó, mirando la superficie de carga vacía. Sin decir nada, hizo una señal a Alan para que siguiera avanzando.
La sombra del arco de piedra se tragó a Jok. Luego le siguió Alan con el carro. Al salir de nuevo a la luz se sumergieron en el mundo de Nottingham. Los cascos del caballo golpeaban contra el empedrado de las calles. Olía a grasa quemada y a humanidad. Se oían voces por todas partes: niños gritando, comerciantes que ofrecían sus mercancías, viejos conversando, mujeres riendo. Un perro ladraba. Hasta el más mínimo rincón estaba ocupado. Las casas estaban apiñadas unas a otras, llenando las estrechas calles. Buscaban la luz como los árboles, estirándose hacia arriba, con un piso por encima del otro.
Un grupo de niños cortaba el camino. En el canal de desagüe que corría por el centro de la calle habían hecho una presa con basura cuyos agujeros trataban de tapar con desperdicios de las cocinas.
—¿Queréis que os lleve un poco? —gritó Alan.
El grupo se subió precipitadamente al carro entre grandes gritos de alegría.
En cada esquina se sumaban nuevos niños: criaturas desarrapadas, muertas de hambre, que al pasar golpeaban los sombreros y gorros de la gente. Alan reía con ellos. No quiso dejarles las riendas, por mucho que se lo pidieron. Era muy difícil mantener a Jok junto al canal y no rozar ninguna de las mesas en las que se amontonaban las mercancías.
Detuvo el carro delante del convento de los carmelitas en Friar Lane.
—¡Bien, ya está! Yo tengo que subir al castillo, no creo que debáis dejaros ver por allí.
Los niños se bajaron obedientes y se abalanzaron sobre un monje que se encontraba en la puerta del convento. Le gastaron bromas, le empujaron, le tiraron del escapulario blanco que le colgaba por el pecho y la espalda. Podía verse la túnica negra. Alan le hizo una seña con la cabeza sin prestar atención a su mirada solicitando ayuda, y puso a Jok en movimiento.
Mientras subía la amplia rampa hacia el castillo y cruzaba el puente levadizo con sus gruesas cadenas, pensó que habría sido mejor ir al barbero en lugar de pasear a los niños. Bueno, así se había ahorrado un farthing, un cuarto de penique, se dijo a sí mismo. El corregidor sabría apreciar el ahorro. ¿No podría cortarle el pelo Catherine esa tarde, cuando fuera a visitarla?
En el patio de armas del castillo, unos hombres habían colocado una diana y lanzaban sobre ellas flechas con el arco. A Alan le habría gustado hacer un intento. Después de hablar con el corregidor, les preguntaría si le dejaban probar a realizar un tiro.
Dejó a Jok atado, le dio dos golpecitos en el cuello y se agachó para entrar en la estancia donde le esperaba el corregidor.
Una especie de fuego recorrió sus extremidades.
May estaba sentada a una mesa junto a su padre, y escribía. Sus cabellos pelirrojos estaban recogidos en una trenza, su delicada mano sujetaba la pluma de ganso. May y su padre levantaron la mirada. La muchacha sonrió. El corregidor, no.
—No sabía que estabas aquí, May.
—Padre me enseña a escribir. Lo hago bien, ¿no es cierto, padre?
El rostro del corregidor permaneció impasible.
—¿Alan?
—He venido a hacer una pregunta.
—Habla.
—Me gustaría trabajar también el lunes en mis campos. ¿Puedo ser dispensado de mis obligaciones de ese día a cambio de dinero?
—No vas a poder pagarlo.
—Hago viajes para los campesinos más ricos, tengo algunos ahorros.
—Alan, ésa es otra vida, es un nivel que tú nunca alcanzarás.
—¿Cuánto costaría?
El corregidor suspiró. Abrió un libro, deslizó el dedo por las líneas.
Alan no se atrevió a mirar a May, que había dejado de escribir. Tuvo la sensación de estar ridículamente tieso. Pero lucharía, lo haría por May.
El corregidor movió algunas cuentas del ábaco.
—Doce chelines, diez peniques y medio penique.
—¡Eso es toda mi cosecha!
—Ya te he dicho que no podrías pagarlo.
—¿Cómo puede valer más el trabajo del lunes que todo lo que yo hago los cinco días restantes?
—Alan, la obligación del trabajo forma parte de tu posición como arrendatario lo mismo que el pago anual del arrendamiento. No hay nada que hacer. ¿Has ganado doce chelines con lo que transportas para otros?
—¿Qué ocurre con los demás campesinos? ¿Cómo se les dispensa de sus servicios?
—Es otra vida, como ya te he dicho. Tú estás solo. Ellos tienen familia, hijos que trabajan con ellos. Y emplean a mozos y criadas. La tierra que tú has arrendado es diminuta en comparación con sus campos. Pero quizá quieras contratar a un mozo que haga el trabajo obligatorio por ti. Nadie te obliga a hacerlo personalmente.
—¿Sería eso más barato?
—Sin duda. Pero en cualquier caso, él debería aparecer con tu carro, tu arado y tu caballo.
—Sabes que eso no es posible. ¿Con qué trabajaría yo?
El corregidor alzó las manos.
—Son mi carro y mi caballo.
—¿Era eso todo lo que querías saber?
—No. —Alan se irguió—. Estoy defraudado, pero eso no era todo. Tienes razón en lo de que estoy solo. En mi casa no hay ninguna mujer que hile la lana. A pesar de eso, todos los años pago dos peniques de impuesto de hilado. No los pagaré nunca más.
En la amplia frente del corregidor se marcaron arrugas.
—¡No seas absurdo!
—Lo mismo haré con el impuesto de pesca. Yo no voy nunca a pescar.
—No lo entiendes. No se trata de si tú lo haces o no. Con el impuesto tienes la posibilidad de hacerlo. Lo mismo ocurre con el hilado.
—Entonces no quiero tener esa posibilidad. Yo quiero comprar ovejas, no me interesa pescar ni hilar.
El corregidor se puso de pie y agarró a Alan por el brazo.
—Quizá pienses que soy duro contigo. Sé que me guardas rencor. Hace cuatro años tu vecino denunció que tu hermana se había casado y nosotros te exigimos el pago de un merchet como impuesto por la boda, a pesar de que tú eres el hermano, no el padre. Pero no había ningún padre, te has dado cuenta, supongo. Yo no soy quien obliga a sus vecinos a pagar impuestos. ¿Acaso no vivo en el mismo pueblo que tú? Te diré quién es responsable.
—No descargues tu culpa en el conde. Estas cosas están sólo en tu mano.
—No es el conde. —El corregidor le llevó consigo hasta la ventana—. ¿Ves el estandarte con el león plateado?
—La bandera de Mowbray. ¿Y?
—Ondea en las torres. Pero ahora mira la puerta que da acceso al edificio principal. ¿Qué estandarte cuelga a ambos lados de los matacanes?
—Uno blanco cruzado por líneas rojas.
—Es el escudo de William Nevill. Nevill: ¿no te dice nada el nombre? Ralph Nevill, el padre de nuestro señor, dirigió en nombre del rey Eduardo la campaña contra los escoceses. Salvó Durham e hizo prisionero a David Bruce, el rey de los escoceses. William Nevill, su hijo, está muy unido al rey Ricardo, es un caballero de su confianza, ¿sabes lo que significa eso?
Alan guardó silencio.
—Hay muy pocos que puedan considerarse como tales. Aconsejan al rey. Él confía en ellos más que en su propia familia. Quieren ver las banderas de Mowbray ondeando sobre el castillo de Nottingham. Es el estandarte blanco con unas líneas rojas que domina el castillo. ¿Entiendes por qué tengo que ser duro? Tú eres un buen chico, me gustaría ayudarte, pero la mano de William Nevill se cierne sobre mí. Yo soy para él como un piojo que puede estrujar con sus dedos cuando le plazca. —El corregidor le dio unos golpecitos a Alan en la espalda—. Lo siento. No puedo hacer nada por ti.
—¡Un momento! Quizá te interese más ayudarme cuando te diga que... —Alan se calló de repente. May había bajado la mirada. Sus mejillas se encendieron. ¿Se enfadaba con él porque estaba dispuesto a revelar los sentimientos ocultos que les unían? ¿Existían realmente esos sentimientos? ¿Quién le decía que May no era igual de amable con otros jóvenes? Y si ella le tenía un afecto especial, ¿no se destruía el misterio si lo sacaba a la luz?
—No, Alan. La respuesta es no. —El corregidor le empujó hacia la puerta—. Y no quiero que vayas tras ella, ¿me has entendido? Tienes tendencia a sobrevalorarte.
—¡Bastardo! —soltó Alan mientras subía al carro. ¡Tendencia a sobrevalorarse! ¡Eso lo tendría el corregidor! Era un campesino como los demás, ¿o acaso lo había olvidado? El conde concedía los arrendamientos; así era fácil hacerse rico. La mejor tierra que podía ofrecer el pueblo la tenía el corregidor. Nadie obtenía con sus cultivos tantos beneficios como él. Pero eso se debía al suelo, no a su capacidad.
Alan volvería a casa directamente. No iría a visitar a su hermana. No era ni medio penique mejor que el corregidor. Casarse con un maestro que hacía anteojos, ¿era eso un mérito? Ése tal Elias era viejo. Cuando muriera, ella heredaría el taller. Quien se casara con ella, una mujer que hacía lentes, podría sentirse afortunado. Por todos lados lo mismo: personas ufanas, que se adornaban con éxitos que les habían caído por casualidad, y que oprimían a aquéllos que dependían realmente del trabajo de sus manos.
En un campo recién cosechado a las afueras de la ciudad, los gansos buscaban granos. De pronto se asustaron, sólo uno se quedó, graznando y batiendo las alas. Intentaba proteger a sus crías de un azor que había pasado volando sobre ellos. El muchacho que cuidaba a las aves gritó. Se quitó la capucha que llevaba sobre la cabeza y la sacudió para espantar a la rapaz, al tiempo que daba golpes con la vara de avellano. El azor emitió agudos chillidos de desagrado. Pero cuando se alejó volando, llevaba un polluelo de ganso entre las garras.
Fue un viaje tranquilo pero triste. Menos mal que la cosecha ya estaba recogida. Alan iría a la era para trillar la mies hasta que anocheciera.
Ante su casa había unos jinetes. Serían siete u ocho. ¿Qué querrían? Arreó a Jok. ¿Por qué no se movían? Estaban sentados en sus caballos, mirándole como si hubieran estado todo el día esperando su llegada. Con sus cotas de armas blancas resplandecían como ángeles delante del oscuro campo de rastrojos.
Alan se asustó. Las cotas de armas estaban cruzadas por líneas rojas, indicando que los jinetes pertenecían a William Nevill.
Siguieron en silencio cuando él detuvo el carro ante la casa.
—Disculpadme por haberme ausentado. ¿Puedo ayudar a los señores?
—¿Tienes todavía brasas en el hogar?
—Creo que sí.
Uno de los jinetes lanzó al suelo una rama untada de resina.
—Enciende esto.
Alan no se atrevió a preguntar el motivo. Se bajó del carro y se agachó. Ya en la casa, introdujo la rama en las brasas hasta que la resina prendió. ¡Con lo contento que estaba por la mañana mientras preparaba sus gachas de cebada! Ahora se sentía sin fuerzas, y el miedo ante los jinetes le hacía sudar.
Salió de la casa. Los jinetes habían desmontado. Uno de ellos sujetaba las riendas de los caballos, el resto quitaba los aparejos a Jok.
—Disculpad, ése es mi caballo.
Los hombres de Nevill se juntaron a un lado del carro, lo levantaron y lo volcaron de forma que crujió al golpear contra los muros de la casa.
—¿Qué significa esto?
Los hombres se acercaron a él.
—No, disculpad, yo...
Le arrebataron la rama ardiendo de las manos.