5
NOTTINGHAM destacaba entre los campos de cultivo y los pastos del norte y del sur, los árboles cubiertos de brotes del bosque de Sherwood, la franja de agua del Leen. La ciudad tomaba aire. Apoyaba el castillo en su espalda, entrelazaba las calles, las grandes, empedradas, en las que los carros pasaban rozando las mesas de los artesanos, y las pequeñas callejuelas de tierra, en las que jugaban los niños. Un temblor sacudió los puestos del mercado, las agujas de las tres iglesias oscilaron, las gallinas y las cabras gritaron en los patios traseros. Y Nottingham tosió: por sus ocho puertas la ciudad escupió vacas, cerdos, ovejas, respiró con dificultad el olor de las pieles de Barker Gate, los quesos, los huevos, las cebollas, los sombreros de Great Market. Sacudió domesticadores de animales y prestidigitadores, carniceros y curtidores, hilanderas y concejales. Sólo lo extraño, lo que provocaba la tos, no quería ceder. Desde hacía días, deambulaba de casa en casa, mendigando un nombre que nadie quería darle. Sin interrupción, pedía consuelo.
Catherine se apoyó en la pared de la casa para tomar aire. Su mirada perdida iba intranquila de un lado para otro. Tenía la garganta inflamada, los pies llenos de heridas y cansados. Bottle Lane. Demasiado pequeña para que hubiera un canal de desagüe en el centro de la calle, demasiado estrecha para los carros y los boyeros. Las casas sobresalían y retrocedían sin orden. La calle formaba un recodo, cruzaba la vieja muralla que separaba el barrio inglés del normando de otros tiempos y llevaba colina arriba las casas y los niños que jugaban. Bottle Lane. Ése había sido su hogar. Allí estaba la construcción de tres plantas que mostraba en su fachada unos anteojos que sólo le servirían a un gigante.
Las ventanas estaban cerradas debido al hedor de la ciudad. Sólo estaban abiertas en la buhardilla. ¡Cuántas veces le había advertido la gente a la vieja Burgwhenna que las cerrara para evitar las enfermedades que pululaban por el aire, y ella sólo se había reído de ellos! A veces, Catherine no podía evitar pensar que la anciana era el espíritu de Nottingham. ¡Qué curioso que viviera precisamente con ellos como inquilina!
Las fachadas encorvadas se inclinaban hacia Catherine: la casa de la mujer de los gansos, la casa del sastre, la casa de la familia de York.
En Melton Mowbray, Catherine había pasado la noche encogida en las escaleras de la iglesia, temblando de miedo bajo la luna de verano. Al amanecer, había salido hacia Nottingham, veinte millas en un solo día, andando sin parar hasta bien entrada la noche. Pero Elias no estaba allí. Había guardado las herramientas y la caja de las lentes en el taller y había salido a buscarle. Tenía que estar en la ciudad, Elias formaba parte de Nottingham, vivía en Bottle Lane, entre Bridlesmith Gate y Fletcher Gate, entre la calle de los herreros y la de los carniceros, allí había estado siempre, allí estaba su casa, su taller, su hogar.
Era como si no hubieran transcurrido los cuatro años que había vivido en Nottingham como esposa del maestro de las lentes. Todo lo que le había resultado familiar, el muro de escasa altura que dividía la plaza del mercado en establos para los animales y puestos para los comerciantes; la silla suspendida sobre el cadalso, balanceándose sobre la cuba de agua, llamada la silla de la zambullida y considerada una amenaza para los negociantes poco escrupulosos; el matadero con la zanja sobre la que corría la sangre; el encargado de vaciar las letrinas con sus ayudantes; los gatos y perros vagabundos que rondaban desde hacía años por el patio interior... Todo eso, que antes le parecía familiar, le resultaba de pronto extraño y amargo.
Catherine entró en el patio. ¡Cuántas veces había sacado agua del pozo, cuántas veces se había lavado en esa caseta hecha de tablones! La cabra del vecino la miró. Entre sus patas, las gallinas picoteaban en la tierra. Subió por la escalera exterior de madera, pasó por delante de la ventana del dormitorio, hasta llegar al piso de Burgwhenna. Llamó a la puerta; siempre lo hacía, a pesar de que Burgwhenna no oía. Cuando abrió la puerta, casi choca con la anciana.
Burgwhenna sonrió. Sin duda había reconocido a Catherine. La anciana sorda, sabía quién era Catherine.
—¿Te has ocupado ya de ese bribón que persigue a los perros? —gritó—. No quisiera que creyera que mi pequeñín es un vagabundo. Ahora vive en Stoney Street.
—Tu perro murió hace veinte años.
—¿Qué has dicho?
Catherine le señaló la trompetilla que la anciana tenía en la mano.
Burgwhenna asintió y se la sujetó en el oído derecho, por el que todavía oía un poco. Entrecerró los ojos haciendo un esfuerzo por oír.
—Tu perro murió hace veinte años.
—¿Sí? ¿Y le has llevado los despojos, como te pedí?
—¡Tu perro está muerto! ¡Desde hace veinte años!
Burgwhenna se retiró la trompetilla de la oreja. Levantó la cabeza para mirar a Catherine, haciendo una mueca con los labios.
—¿Muerto?
Catherine asintió.
—Burgwhenna, tengo que preguntarte una cosa.
—¿Qué dices?
La anciana intentó oír por la trompetilla.
—¿Has visto a Elias?
—¿Y por qué me cuentas eso?
—No, te hago una pregunta. ¿Ha estado Elias aquí recientemente?
—¿Elias?
—Sí, que si ha estado aquí.
Burgwhenna sacudió la cabeza. Se pasó los dedos deformados por el vientre. Parecía poseer la mirada de un niño.
—No, Elias no ha estado aquí. ¿Estás preocupada?
Catherine se sobresaltó. Le dio la sensación de que la anciana la miraba directamente al corazón.
Luego la cordura desapareció de nuevo de sus ojos, como un pájaro que se pierde en la lejanía.
—Tengo que marcharme. Mis padres necesitan ayuda en la cosecha. Ya no son tan jóvenes.
Catherine agarró la mano de la anciana y la acarició.
—No debes preocuparte por ellos, Burgwhenna.
Bajó la escalera murmurando un padrenuestro. En el taller las partículas de polvo jugueteaban entre los pilares de madera a la luz amarillenta de las ventanas cubiertas con cuero de vaca. El dolor se hizo presente al llegar al centro de la estancia cuando miró una caja llena de lentes y algunos estuches de herramientas. Catherine sintió la necesidad de tocar, de calentar, de dar nueva vida a los tesoros de su esposo, que, de pronto, le parecieron insignificantes. Se arrodilló y desató la caja.
Pergaminos. Hojas gruesas, largas, dobladas a lo largo, cubrían las lentes. Estaban repartidos en los compartimentos. Catherine los sacó y los desdobló. Los gorriones habían andado por encima de ellos con las patas manchadas de hollín, formando líneas. De vez en cuando había una huella de pájaro de un tono rojizo. ¿Desde cuándo se interesaba Elias por los escritos? Sabía leer, y ayudaba a los que por su edad ya no podían hacerlo y lo añoraban tanto como una patria perdida. Pero nunca le habían interesado los libros de estas personas. Su trabajo lo era todo para él. ¿Qué había ocurrido en Braybrooke? ¿De quién eran aquellas hojas?
Su mirada se dirigió al cajón donde guardaba los estuches de madera para los anteojos. En cada uno de ellos, Elias tallaba con esmero su signo. Le había explicado que se componía de dos letras, aquéllas que correspondían a su nombre, Elias Rowe. Pero la talla no incluía el nombre completo, sino una especie de acertijo con cuya ayuda había que adivinar una parte del nombre. ¿Encontraría su nombre en los pergaminos?
De repente, Catherine se sobresaltó. Oyó pasos, un ruido en la puerta, y la luz del día entró en la habitación.
Era el día 1 de septiembre: San Egidio. Elias volvía a casa.
Se incorporó de un salto, dejó caer los pergaminos al suelo y, sin poder evitar un grito, saltó al cuello de Elias y lo apretó con fuerza.
Él apoyó cansado sus brazos sobre ella.
—¿Dónde has estado?
Él le acarició la espalda sin decir nada.
—Tenía miedo —susurró ella.
—No quería dejarte sola.
—En el mercado, ¿qué ocurrió? ¿Por qué desapareciste de repente? —Las caricias cesaron—. ¿Tiene que ver con esos pergaminos? ¿A quién pertenecen?
—Pertenecen a sir Latimer.
—¿No los...? —Catherine hizo una pausa—. ¿No los habrás robado?
—No, no es eso.
Ella se alejó un poco de él y le miró a la cara. Elias esquivó su mirada. En su rostro aparecieron arrugas que ella no conocía: en los ojos, alrededor de la boca. Él se acercó a la mesa de trabajo, despacio, como si le costara caminar.
—¡Elias, dime algo! ¡Ha ocurrido algo malo, por favor, dime qué ha pasado!
Él guardó silencio.
—¿Elias?
—Me gustaría no haberme casado contigo.
Ella se quedó sin respiración.
—¿Qué? —dijo con voz apagada.
Él alzó la mano por encima de la mesa para agarrar uno de los cuchillos de tallar. Luego tomó una tablilla de madera de tilo. Se dejó caer en un taburete y empezó a tallar la madera.
A Catherine le ardía la boca. Al mismo tiempo sentía frío en la nuca. Ése no era su esposo. ¡Imposible! ¿A quién acababa de abrazar? ¿Quién estaba allí sentado, tallando la madera, con la espalda encorvada como el maestro de las lentes, su esposo? Quería hacerle preguntas o apartarlo de un empujón, pero no se atrevía a hacer ni lo uno ni lo otro.
En la cocina encontraría oscuridad. Allí no había ventanas, y si cerraba la puerta que daba al comedor estaría lo suficientemente lejos de él para poder respirar de nuevo. En el comedor estaba la estufa nueva. Elias había reunido todo el dinero que tenían para pagar los ladrillos y a los hombres que debían hacer la chimenea. ¿Por qué? Porque a ella no le gustaba que a causa del fuego el dormitorio oliera a humo. ¿Acaso no lo había hecho por amor?
Entró en la pequeña cocina y cerró la puerta.
Temblando, cayó de rodillas. De sus labios apretados se escapó un sollozo.
¿Otra mujer? ¿Eran los pergaminos cartas, y todo lo que había dicho acerca de sir Latimer una mentira? Pero entonces, ¿por qué estaba tan contento durante el viaje?
La oscuridad de la cocina envolvió a Catherine. Sintió la dureza del suelo de tablones. No quería volver nunca a la luz. Lo mejor sería morirse allí mismo. ¿O debía volver junto a Elias y decirle que ella había sido muy feliz con él y que no entendía cómo podía poner fin a su matrimonio? Amaba a ese hombre, a él, que ahora tiraba al canal de desagüe sus años en común. San Egidio. Patrón de las madres que amamantan a sus hijos. Catherine sacudió la cabeza. Hoy tiraba él su amor a las letrinas.
Se limpió las lágrimas de las mejillas. ¿Y si eran otras las preocupaciones que él tenía? Había dicho que con la estufa se había ido el último dinero que les quedaba y que a partir de entonces deberían reducir sus gastos. Burgwhenna les pagaba un alquiler muy bajo. ¿Le habían robado el dinero que habían obtenido en Melton Mowbray por la venta del caballo? ¿Temía ahora no poder mantenerla y, por ello, deseaba no haberse casado con ella?
—Te engañas a ti misma —se dijo—. ¿No lo has visto? Sólo está aquí su parte externa. Él está lejos, hace tiempo que te abandonó.
¡Ya bastaba de lloros y lamentos! Si existía un modo de recuperar a Elias, seguro que no era ése. Él debía darse cuenta de que su joven esposa no se desmoralizaba. Podía aguantar mucho más que eso. Sus palabras podían haberla herido. Pero ella era fuerte. Pasara lo que pasara durante las siguientes semanas, lo soportaría. Ella pertenecía a la luz, no a una oscura habitación sin ventanas. Se puso de pie, se secó la cara con un paño, respiró profundamente y salió.
No se molestó en hacer poco ruido en las escaleras. Si Elias se giraba podría ver que su rostro estaba enrojecido a causa del llanto. No lo ocultaría.
Él simuló no oírla.
Tras unos momentos de duda, ella tomó un taburete y se sentó a su lado.
—Me has hecho daño.
Elias pasó el cuchillo por una curva. Una fina viruta se desprendió de la madera.
—Te amo. Los cuatro años a tu lado me han hecho muy feliz.
Él se quedó quieto. Tomó aire.
—Catherine, yo...
—No tienes que decir nada.
—No sabes lo mucho que significas para mí.
—Una vez pensé que lo sabía.
—Por favor... —Él levantó la cabeza y la miró un instante a los ojos, luego retiró su mirada—. Sería mejor que te marcharas durante algún tiempo.
—¿Puedes explicarme por qué? —Él guardó silencio—. Bien, no puedes. Entonces me marcharé. A lo mejor me dedico a los tintes, como mi madre, y dentro de poco tengo los brazos rojos, o azules, hasta los codos.
—Catherine.
—También podría vender gallinas en el mercado, entre cientos de mujeres y aves revoloteando. Puedo ayudar a mi hermano Alan en su granja. Si no se ha casado en el último medio año, debe vivir todavía solo y se alegrará de tener un poco de ayuda.
—Sí, seguro que sí.
—O puedo ir de puerta en puerta con una cesta a la espalda. Cuando sea invierno la gente necesitará más velas y lámparas de aceite.
—Lamento hacerte tanto daño.
—¿Puedo dormir aquí hasta que haya encontrado algo?
—Preferiría que te... —respondió, sin terminar la frase.
—Está bien. Sólo esta noche.
Sabía que él no subiría al dormitorio. Y, a pesar de todo, escuchó cada ruido. La leña crepitaba en el fuego. El fuelle se llenaba de aire, luego chisporroteaban las llamas. El cristal se separaba crujiendo. La lima rozaba el borde de una lente.
Catherine se mantuvo en su lado de la cama. Aunque en ella apenas había espacio para dos personas, nunca se habían peleado por ello. Pensó en cómo una vez se despertó porque Elias la acariciaba. Cuando abrió los ojos, él se disculpó como un niño pequeño.
Abajo en el taller se oía el chasquido de la cola en el platillo. El cristal rozaba contra la arena, luego un susurro cuando giraba en el polvo de esmeril.
Por la ventana del dormitorio entró la primera luz azulada de la mañana. Burgwhenna se había levantado tan temprano como siempre. Se oían sus zuecos de madera sobre el suelo de tablas, moviendo el cubo de un lado a otro. Pero, ¿por qué el ruido no venía de arriba, como siempre?
Catherine se incorporó en la cama. Contuvo la respiración. Todo estaba en silencio. ¿Había estado soñando? Sintió frío en los brazos. La manta de lana parecía llamarla. No obstante, se puso de pie y bajó las escaleras descalza.
—¿Elias?
Se oyó algo. Un chasquido. Alguien gemía sin hacer apenas ruido.
Recorrió de un salto los últimos escalones. Sobre la mesa reinaba el desorden. Y había herramientas por el suelo: martillos, limas, tenazas, y Elias estaba tirado en medio de ellas. Se lanzó sobre él.
De su pecho sobresalía el mango de un puñal.
Tomó su cabeza entre sus manos.
—¿Por qué? ¿Por qué?
Él abrió los ojos. Estaba muy sorprendido de verla.
—¿Estás viva?
La sangre brotó entre sus dientes.
—¿Qué ha ocurrido?
Un elegante mango de puñal adornado con hilos de oro. Ella no lo había visto nunca. Elias no se había suicidado.
—¿Quién lo ha hecho?
—Él —dijo agonizando— ha cumplido su palabra.
Elias sonreía.
¡Por eso había dicho esas cosas la noche anterior! Sabía que le querían matar. Pensaba que ella no estaba segura a su lado.
—¡Elias, por favor, no te vayas! Iré a buscar al boticario de Castle Gate, él sabrá qué hacer. ¿Aguantarás?
La sonrisa de su rostro se desvaneció. Las mejillas y la boca se aflojaron.
Catherine se inclinó, apoyando su rostro en el de su esposo.
—¡Amado mío, no te vayas!
Buscó su mano, la envolvió con las suyas, la sujetó con fuerza.
La cabeza de Elias cayó hacia un lado. Ella la levantó mientras le acariciaba.
—¿Lo has conseguido, mi buen hombre? No necesitas responder. Sé que hablar no fue nunca tu punto fuerte. —Sin preocuparse de la sangre que corría entre las piedras, Catherine se sentó y apoyó la cabeza de su esposo en su regazo, acariciando su rostro con cariño—. Te amo. ¿Lo sabes? ¿Por qué me dejas sola? Tu deseo se hará realidad. Quería habértelo dicho ayer, ¿sabes?, el día de San Egidio, que era el día adecuado. Estoy embarazada. Será el hijo que siempre deseaste tener. ¿Le llamaremos Laurence? ¡Oh, Elias, por favor, te necesito! No abandones a tu joven esposa.