3
HABÍA hablado de las Escrituras, recordó Catherine mientras subían las escaleras hacia el segundo piso de la torre del homenaje. ¡Porque podía leer de nuevo! No era ingratitud, sino felicidad lo que le había impulsado a salir corriendo con los anteojos sin decirle a ella una sola palabra. Ahora sir Latimer les iba a recibir en sus aposentos. Seguro que su conciencia le había avisado de que se le había olvidado darle las gracias. Cuando Elias abrió la puerta y se presentaron ante el caballero, a ella le temblaban las rodillas.
Sir Latimer llevaba una gastada guerrera roja, en cuyo pecho había una cruz amarilla bordada. Remiendos de tela roja evidenciaban que aquella prenda le había acompañado en los campos de batalla.
—Buenos días —dijo con una solemnidad que parecía como si les fuera a comunicar la muerte del rey.
—¿Malas noticias, señor?
—Para vosotros, no. Las lentes son magníficas. —La mirada del caballero se perdió en la lejanía. En su entrecejo se dibujaron unas arrugas. Continuó en un susurro—: A veces estoy cansado de tanto luchar.
—¿Los franceses? —preguntó Elias—. ¿Han desembarcado ya?
—¡Bah, los franceses? Qué significa eso, dos miserables países combatiendo. Fuerzas superiores nos amenazan.
—¡Entiendo! —asintió Elias, mirando de reojo a Catherine.
¿De qué hablaban? En el patio le había prometido a Elias que no diría una sola palabra delante del caballero. Pero ahora se agolpaban las preguntas en su boca, rondaban por su lengua, rozando sus labios.
De pronto, la clara mirada del caballero se clavó en su rostro.
—¿Cómo te llamas?
—Catherine.
—No te enfades, Catherine. Anne, mi esposa, tampoco sabe nada. Y en mis horas bajas yo también querría poder disfrutar de esa tranquilidad. —Cerró los ojos—. ¿Tienes algún amigo, algún compañero, Elias? Dime.
—No, señor. Tengo a mi esposa.
—Entonces imagina que tu esposa te ataca por la espalda. —Guardó silencio un instante—. ¡Qué deshonra! ¡Qué confianza traicionada! ¡Esa daga entre mis omóplatos!
—Uno de vuestros camaradas...
—¡Merece que le torturen en el potro, que le descuarticen, que le quemen!
—Nadie se merece eso —dijo Catherine.
El caballero la miró como si hubiera oído hablar a un animal.
—Te equivocas. Pertenecer al sexo débil te hace bondadosa, y eso te sienta bien. Pero la verdad es que incluso el Dios lleno de gracia es un juez severo. El traidor merece un duro castigo.
Los labios de Catherine temblaron. No pudo contener las palabras un segundo más.
—Bien, si Dios juzga...
—¡Cállate! —Su voz sonó como un látigo. Luego añadió siseando—: Tú no sabes de lo que es capaz un corazón herido.
—Perdonad a mi atrevida esposa.
Elias se arrodilló al tiempo que agarraba con fuerza el brazo de Catherine, obligándola a arrodillarse a ella también con un fuerte tirón.
Cuando se incorporaron de nuevo, habían desaparecido las arrugas del rostro del caballero. Su frente se relajó, el gesto amargado se suavizó.
—¡Naturalmente! —Asintió, pasándose la mano por la cara—. He mandado llamaros para recompensaros. Obtendréis un caballo, un valioso palafrén. Pienso que con eso estáis bien pagados.
—Sois muy generoso, caballero —murmuró Elias.
—¿Vas a venderlo, o piensas conservarlo?
—Todavía no lo sé, señor.
—Si lo vendes, exige un buen precio. No quiero ver a mi valioso Warin infravalorado. ¿Sabes qué caracteriza a un palafrén?
Elias dudó, luego sacudió la cabeza.
—Los palafrenes dominan el paso de ambladura. El caballo mantiene una actitud altanera y camina sin esfuerzo, sin tirar al jinete. Es una cualidad poco habitual. Al trote uno se mueve mucho. Al paso de ambladura, no. Por eso los nobles valoran los palafrenes, los que se los pueden permitir.
—Entiendo.
—Es tu retribución, y la de tu esposa Catherine. Warin no es muy joven, pero lo disfrutaréis todavía unos años. Os deseo un buen viaje de regreso a casa.
Los centinelas observaban desde las torres del castillo como si quisieran asegurarse de que el maestro de las lentes se alejaba. Elias llevaba de las riendas al palafrén. De la silla de montar colgaban los estuches de herramientas, la caja de las lentes bien atada y dos hatillos con pan, queso y pescado seco. Los blancos cabellos del maestro brillaban a la luz del sol. Guardaba silencio, lo mismo que Catherine, como si hubieran acordado que él no la reprendería por haber contradicho a sir Latimer y, a cambio, ella no haría preguntas sobre las extrañas fuerzas de que había hablado el caballero.
Por fin, el maestro rompió el silencio.
—¿No quieres montar nuestro caballo digno de un rey?
—No, puedes subirte tú. Quién sabe, a lo mejor se desboca si lo monta alguien tan indigno como yo.
Se echaron a reír, y la risa hizo desaparecer la ansiedad. Liberados y casi felices, siguieron su camino. El sol calentaba sus espaldas.
Cuando alcanzaron a ver los tejados de pizarra de Market Harborough, Elias dijo:
—Puedes estar contenta de haberte casado con un hombre tan listo. Un estúpido vendería el caballo aquí, o en Leicester. Pero nosotros haremos una visita al mercado de ganado de Melton Mowbray. En ningún sitio se venden los caballos más caros que allí. Y debemos cumplir los deseos de nuestro buen señor, ¿no es cierto?
Catherine observó a su esposo. Ese viaje era un regalo. Elias no estaba encorvado sobre su mesa de trabajo dando respuestas breves. Ahora bromeaba. Parecía que había bebido de la fuente de la juventud. El cabello seguía siendo blanco, pero tenía la espalda derecha y de su rostro había desaparecido la preocupación.
Frunció los labios para silbar una canción.
—¡Ésta es una melodía de mis tiempos de Brabante, escucha!
Alegre, lanzó las notas al viento. El palafrén espantó algunas moscas moviendo las orejas. De pronto, Elias se detuvo, se inclinó y le dio un beso a Catherine.
En Tur Langton, una localidad con extensos pastos, ató el palafrén ante una posada. Se trataba de una curiosa construcción: el tejado de paja llegaba casi hasta el suelo, de forma que apenas había ventanas. Además, la hiedra cubría las paredes y el musgo crecía en el tejado, dando a la casa el aspecto de una pequeña loma con chimenea en plena calle.
—La Herradura Real —leyó Elias—. ¿No es un nombre muy apropiado?
—Se podría pensar que aquí sólo puede hospedarse alguien que tenga un caballo tan noble como el nuestro.
—En tal caso la posada tendría un establo.
—¿No lo tiene?
—Conozco este lugar. Créeme, el nombre engaña.
Entraron. Unas llamitas brillaban perezosas bajo las vigas del techo, media docena de lámparas de aceite sobre una rueda de carro colgada con cadenas. El posadero se puso de pie; le rodeaban los borrachos de Tur Langton.
—¿Os quedaréis esta noche?
—Así es.
—¡Magnífico! Os...
—No os molestéis —le interrumpió Elias—. No queremos alojarnos en uno de vuestros cuartos. Yo ya he sido una vez víctima de vuestras pulgas, y he tenido suficiente.
—Puedo amontonar paja fresca en la taberna, si preferís dormir aquí.
—Hazlo. Y tráenos una jarra de vino y dos vasos.
Catherine miró a Elias sorprendida.
—¿Vino?
—Lo rebaja con agua. Le daré dos peniques por la jarra, no más. Aquí el agua del pozo no es muy buena.
El posadero apareció con la jarra y dos vasos.
—Dos peniques —dijo Elias con serenidad—, y medio penique por el alojamiento de una noche.
Las protestas del posadero se apagaron entre las voces de los borrachos, que miraban ansiosos la jarra de vino. Pero Elias ni se inmutó. Le puso las monedas al hombre en la mano mientras las contaba. El propietario de la posada descargó su enfado sobre los borrachos, volviéndose hacia ellos para gritarles:
—¡Ya os he dicho que basta por hoy! ¡Marchaos a casa!
—Si voy, recibiré una paliza —reconoció uno, tras lo cual sus camaradas le dieron golpes de compasión en la espalda.
—Pagaré el triple por una jarra de cerveza —dijo otro.
El posadero sacudió la cabeza.
—¿Puedes anotármelo en la cuenta?
—Ya está apuntado.
El posadero agarró a uno tras otro del brazo y los fue poniendo de pie. En la puerta despidió a los que se marchaban tambaleándose.
—¡Nos vemos mañana!
Enseguida se hizo el silencio. Mientras Catherine y Elias se bebían el vino aguado, el posadero amontonó paja en un rincón de la estancia. Cuando terminaron, se levantaron.
—¿Puedo? —preguntó el hombre, señalando a las lámparas de aceite de la rueda de carro.
—Naturalmente.
Como si estuviera en su casa, Elias se dirigió hacia la puerta y echó el cerrojo.
El posadero se subió a una silla y fue soplando las lámparas una tras otra. La estancia quedó tan oscura que Catherine ni siquiera veía su mano.
—Despiértanos al amanecer —ordenó Elias.
—Como deseéis. ¡Buenas noches!
Elias rodeó con sus brazos a su esposa por la cintura, frotó su nariz contra ella y la besó. Se echaron sobre la paja. Ella sintió los dedos de él en su rostro, en su cuello, en su nuca. La oscuridad incrementaba el tacto, haciéndolo más peligroso y mágico a la vez.
El palafrén aceptó con indiferencia que le retiraran el saco de avena de la cabeza. La rojiza luz del amanecer ya se extendía por la calle cuando Warin se dirigió hacia las colinas. A mediodía avistaron la torre de la iglesia de Milton on the Hill. Nubes de polvo cubrían las canteras, y en la lejanía se escuchaba el martilleo de los picos.
Pasaron la noche en Twyford, con un pastor de ovejas. En torno a la aldea, las luciérnagas tapizaban de luz los arbustos. Las ovejas se acercaban a ellos. Cuando Elias y Catherine partieron con la niebla del alba, una de ellas estaba en el centro del prado como una reina, y las demás se agrupaban alrededor como si fueran su séquito.
El camino se hizo más ancho cuando pasaron Thorpe Satchville. En Great Dalby adelantaron a unos ganaderos que conducían un rebaño de vacas por las colinas. Empezaron a aparecer las primeras granjas junto al camino. Elias le explicó a Catherine que Melton Mowbray tenía la forma de una flor. El centro sería el mercado y los pétalos las numerosas granjas que rodeaban a la aldea.
En una elevación a las afueras del pueblo, vieron una casa señorial que presentaba el aspecto de una fortaleza. Las ventanas de la planta baja no eran más que estrechas aberturas, pero en el segundo piso aparecían ya arcos y, por último, el tercer piso se apoyaba en vigas de madera sobre el muro, y entre el tejado de pizarra y la pared con entramado de madera mostraba unas amplias arcadas. Sobre el tejado del edificio ondeaba el león plateado.
Catherine se mostró sorprendida.
—¡Conozco ese escudo! ¿No es el que se ve en las banderas que ondean en el castillo de Nottingham?
—¡Cierto! Dime por qué.
Sintió una ligera irritación porque él había detenido el caballo y esperaba como si quisiera darle una clase.
—Tampoco era tan importante como para pararnos.
—¡Es importante! ¿Qué relación hay entre Melton Mowbray y Nottingham?
—¡Ay, Elias! Sigamos. Estoy cansada. ¿No íbamos a vender hoy el caballo?
—Melton Mowbray. ¿No se te ocurre nada? ¿El nombre de Mowbray quizá?
—Thomas Mowbray es el conde de Nottingham.
—¡Eso es! Procede de aquí.
El caballo se soltó de las manos de Elias y empezó a comer hierba del borde del camino. Catherine aferró impaciente las riendas y tiró del animal.
Elias suspiró.
—¿No quieres oírlo? Son los grandes señores para los que yo trabajo. ¡Vivimos de su dinero! No debería resultarte indiferente.
En la puerta de la ciudad se agolpaban rebaños de ovejas. Un alguacil discutía con sus propietarios el portazgo que debían pagar. Catherine supo enseguida que aquella ciudad no le gustaba. Los cuervos se posaban sobre los tejados de las casas de adobe e inspeccionaban ansiosos las calles en busca de desperdicios. Las callejuelas estaban inundadas del ruido de los animales y los gritos de la gente. El olor de los guisos de tripas se mezclaba con el hedor de los excrementos. Puentes de madera podrida cruzaban el Eye, un río fangoso que recorría toda la ciudad, la dividía, trazaba curvas. Algunos molinos se movían perezosos con sus aguas.
—¿No nos quedaremos aquí mucho tiempo, verdad?
—Hoy venderemos el caballo, y mañana partiremos cuando salga el sol.
Aunque en las calles las casas parecían en ruinas, la plaza del mercado estaba rodeada de vistosos edificios. A la sombra de los soportales, los comerciantes compraban la lana a los pastores. Una marea humana se desplazaba de un lado a otro de la plaza. Los puestos parecían flotar en ella.
—¿Dónde están los animales?
Elias se rió.
—Por ahí en medio.
—¿Lo venden todo junto? ¿Hierbas, grano, madera, animales?
—Melton Mowbray no es Nottingham, Catherine.
De hecho, la mantequilla se vendía junto a las ovejas, el trigo junto a las hierbas medicinales, la madera a lado de las vacas. Los zapateros vendían botas para el invierno, un sastre sujetaba un vestido en alto, acariciándolo para atraer compradores. Canasteros, cuchilleros y comerciantes de ganado gritaban a la vez. Catherine, ensordecida, había seguido avanzando cuando Elias se detuvo para negociar con un tratante de caballos. Con el jaleo no se había dado cuenta. El comerciante examinaba los cascos y la boca de Warin. Catherine oyó a Elias pronunciar el nombre de «Latimer». Al rato los hombres se dieron la mano y se retiraron a una mesa, donde el mercader entregó a Elias unas monedas después de contarlas.
—¿Ha ido todo bien? —preguntó Catherine cuando él se acercó a la silla para soltar las cuerdas que sujetaban la caja de las lentes.
—¡Doscientos treinta chelines! ¡Somos ricos! —murmuró Elias.
Fue dejando los estuches con las herramientas y las bolsas con las provisiones a los pies de ella. Luego, después de dar al caballo unos golpecitos en el cuello a modo de despedida, miró a su mujer y titubeó unos instantes.
—Mi buena Catherine, ¿qué sacas tú de todo esto? Espera un momento, voy a comprarte una sorpresa.
Diciendo esto, desapareció entre la gente.
Catherine palpó el anillo que llevaba en el dedo. Sería el segundo regalo que él le hacía desde que se habían casado. ¡Todo un acontecimiento, una gran alegría! Por muy horrible que fuera esa ciudad, se trataba de un viaje al lado de Elias que siempre le agradaría recordar. ¡Cómo la había acariciado en Tur Langton, la había besado y había bromeado con ella al salir de Braybrooke, cuando se desprendieron de la lobreguez de aquel lugar como de una costra seca! Él lo negaría, pero era evidente que le sentaba bien no estar encerrado en el taller durante unos días.
Su mirada se posó en un cisne blanco pintado en uno de los soportales. ¿Qué tenía que ver la lana con un cisne? ¿Quería expresar el comerciante que su mercancía era tan perfecta como el plumaje de un ave?
Frente a ella, la torre de la iglesia se elevaba hacia el cielo. Su sombra caía sobre la plaza del mercado, una franja de noche en la que la gente se sumergía al pasar y de la que se liberaba al aparecer por el otro lado. ¿Cómo cabía todo el pueblo en la iglesia? Por supuesto que era muy grande, pero la plaza estaba tan abarrotada que se necesitarían tres iglesias como aquélla para que todos pudieran asistir a misa.
¿Qué le compraría Elias? Se propuso a sí misma alegrarse con cualquier cosa que le trajese, y no sentirse decepcionada aunque sólo se tratase de un pastel de miel. En cualquier caso, sería una prueba de su amor. Eran compañeros, se necesitaban mutuamente, y ambos lo sabían.
Pero, ¿por qué no volvía? Aun cuando hubiera ido hasta el otro extremo de la plaza, hubiera negociado un rato y luego se hubiera abierto paso de vuelta entre la multitud, hacía tiempo que debía haber regresado. Empezó a preocuparse. No seas infantil, se dijo a sí misma. En cualquier momento se acercaría a ella con una picara sonrisa y le entregaría algo que a ella le haría mucha ilusión.
La sombra de la iglesia fue avanzando.
Vio llegar a un mozo joven para llevarse a Warin.
¿Se equivocaba o empezaban a apagarse los gritos de los mercaderes? ¿Estaba empezando a oscurecer? ¿Había menos gente? La sombra de la torre de la iglesia rozaba ya las casas que rodeaban la plaza del mercado.
Algo le tenía que haber ocurrido a Elias. Él no la haría esperar tanto tiempo. ¿Quizá se había encontrado con alguien a quien se le habían roto los anteojos y estaba negociando con él el precio de la reparación? Pero eso no duraba horas.
Agarró los estuches de las herramientas y la caja de las lentes. Casi sin fuerzas, cargó también con las bolsas de provisiones, y fue tambaleándose de un puesto a otro. Por fin encontró a un platero.
—Disculpa —le dijo—. ¿Te ha comprado algo un hombre de pelo blanco en las últimas horas?
—Lo siento, pero no.
—Tiene los labios finos y rostro inteligente. Habla con acento de Londres, ya sabes. ¿Estás seguro de que no lo has visto?
El orfebre sacudió la cabeza.
—No ha estado aquí.
El cielo se tornó rojizo sobre los tejados. Los comerciantes desmontaron sus puestos, mientras llegaban los carros tirados por asnos para retirar las mercancías no vendidas y las mesas.
Sintió como si una mano fría oprimiese su corazón. Dejó caer las bolsas de provisiones. Fue preguntando uno a uno. Nadie recordaba haber visto a Elias.
El cielo se volvió azul oscuro. Se levantó viento. Catherine se estremeció al oír el toque vespertino. Las campanas resonaron en toda la plaza con un agudo silbido y un sordo tronar. Una y otra vez. Catherine comprendió entonces que su vida estaba a punto de derrumbarse.