21

AL pie de la rampa de piedra que llevaba hasta la fortaleza, Catherine golpeó tres veces la cruz. No salgas de casa antes de que cante el gallo, le había enseñado su madre, por la noche los espíritus malignos tienen amplio poder para hacer daño a la gente. Era de noche. Pero Catherine no temía a los malos espíritus. Eran sus aliados. Catherine no golpeaba la cruz en señal de ayuda, sino como una amenaza.

La oscuridad se pegaba como alquitrán a las murallas del castillo de Nottingham. Aunque en alguna tronera, en alguna ventana, se veía luz, eso hacía que la construcción pareciera más grande y la oscuridad más impenetrable, porque ninguna ventana, ninguna tronera, conseguía iluminar más allá de las piedras que la rodeaban. Entre una luz y otra había grandes distancias, amplias superficies en las que reinaba la noche.

Catherine tenía las manos frías. Respiraba tranquila. Era otra desde que había cambiado el anillo de cristal por un trozo de pergamino, un cuchillo y la capa con capucha. El anillo lo asociaba a una vida ordenada. Le recordaba a Elias. Todos los días recogía unos rayos de sol y se los deslizaba a Catherine por el dedo. Ya no necesitaba el sol. La capa envolvía su cuerpo y su rostro en una sombra protectora.

La rampa era empinada, pero a Catherine no le costaba ningún esfuerzo subirla. Era ligera como la muerte, ¿por qué iba a quedarse sin aliento? Al final de la rampa, tras el puente levadizo, la esperaba una puerta abierta, vigilada por dos mozos de armas. Cuando Catherine se acercó, se apartaron de la pared, cortándole el paso.

—¿Adónde vais a horas tan tardías?

—Buenas noches —saludó Catherine, intentando deslizarse entre los dos hombres.

La agarraron del brazo, sujetándola con fuerza. Ella se sorprendió. ¿Cómo podían aferrar a un espíritu?

Estiró la mano y acarició al centinela en la barba incipiente.

—¿Me dejáis pasar? —Hizo una señal al segundo vigilante para que se acercara, y le susurró al oído—: Me esperan.

Los dos hombres se miraron desconcertados.

—¿Quién?

—La discreción no es vuestro fuerte, ¿verdad? No es de vuestra incumbencia quién me espera. Puede crearos muchos problemas, eso está claro, y lo hará si no me dejáis pasar ahora mismo —respondió con un tono más duro.

—Pero...

—¿Acaso no lo entendéis? ¿Quién os puede aplastar como si fuerais polillas?

Los centinelas se apresuraron a echarse a un lado.

—Perdón.

—Bueno, está bien.

A derecha e izquierda del camino que llevaba desde la primera muralla hasta el edificio central ardían antorchas. Era como si le dieran la bienvenida.

Oyó a animales invisibles pastando. Una abubilla soltó un chillido. Aquel pájaro considerado de mal agüero, portador de desgracias, no la asustó, sino que le dio fuerzas, pues le anunciaba al caballero su muerte. Tu castigo está cerca, Nevill, pensó. De día me has torturado. De noche pagarás por el asesinato de Elias.

Ante ella apareció otro puente levadizo.

—Buenas noches —saludó Catherine a los centinelas de la segunda puerta.

—Buenas noches —respondieron los vigilantes. Había una cierta duda en su tono, un interrogante, pero cuando Catherine pasó ante ellos con paso firme, no la hicieron detenerse.

El objetivo era más fácil de alcanzar de lo que había pensado. Su confianza iba en aumento: ¡los espíritus allanaban su camino! No dejarían que el asesino se librara de su castigo. Sólo la torre del homenaje le protegía en el interior del castillo. En algún sitio se escondía Nevill, en algún sitio estaría sentado bebiendo vino en una copa de plata.

Las estrellas centelleaban en el cielo como si quisieran infundirle ánimo. No se atemorizó ante el coloso de enormes sillares. ¿Dónde estaba la entrada? ¿Por dónde podía introducirse en el interior? Siempre hay un resquicio para una serpiente. Esa noche mordería a alguien. Había llegado el momento.

No se veía ninguna puerta. Los constructores de la torre habían escatimado incluso con las troneras. Nevill estaba bien escondido allí. La torre del homenaje estaba enclavada entre cuatro torres, una torre grande, cuadrada, rodeada por cuatro esbeltas hermanas. En uno de sus laterales aparecía adosado un muro de dos pisos de altura, y una escalera exterior llevaba hasta lo alto.

Catherine subió por ella. Una anilla de hierro colgaba de una puerta, incitante y amenazante a la vez, ningún extraño debía atreverse a tocarla. La levantó vacilante. Pesaba mucho. Por mucho que tiraba de ella, no se movía nada. Era evidente que la puerta estaba cerrada con cerrojo por dentro.

Dejó caer la anilla contra la madera, que emitió un golpe seco. Enseguida oyó acercarse el sonido metálico de unas cadenas. La puerta tembló con un chirrido y se abrió.

—¿Quién sois, qué deseáis? —A Catherine le irritó la mirada inteligente del joven mozo; también le dio inseguridad la espada que colgaba de su cinturón; no era tosca, como las espadas de los centinelas, sino que estaba finamente trabajada: la cazoleta se abría como hojas que salen del tallo; no parecía que hubiera sido forjada en el hierro, sino que había crecido por sí misma. Era evidente que el joven estaba dispuesto a defender la entrada a la torre del homenaje. Observó cuidadosamente el rostro de Catherine.

—Busco a sir William Nevill.

Las cejas del joven descendieron de forma casi imperceptible, y entre ellas se marcó una pequeña arruga en la piel. Se oyeron voces en la habitación de al lado:

—Sin duda, las mejores espadas proceden de Burdeos. Son ligeras y muy fuertes.

—¡También las mejores puntas de lanza proceden de Burdeos!

—Pero si se trata de cotas de malla y armaduras, yo las compraría en Milán. Las espadas y las puntas de lanza, no; los milaneses no las hacen tan bien, en ese caso sólo tendría Burdeos en consideración. Pero no se encuentran cotas de malla y armaduras mejores que las milanesas.

—¡Qué manía tenéis con Burdeos! Los alemanes obtienen el mejor acero, podéis creerme. Una espada de Colonia, ¡es insuperable!

—Colonia o Burdeos, lo que está claro es que nos podemos olvidar de las espadas inglesas. Londres ofrece una calidad pasable, pero si puedo elegir...

—Con eso no dices nada sobre los maestros de armas ingleses. Son imbatibles.

Risas.

—¿Dónde le hacen los yelmos a Nevill? ¿En París? ¿O en Bruselas? Tiene buena mano para eso, nadie puede enseñarle nada.

El joven mozo se humedeció los labios. El hecho de que permaneciera inmóvil, dejara a los hombres del interior seguir conversando y mirara a Catherine sin decir nada, no presagiaba nada bueno. Desconfiaba de ella.

—Queréis hablar con Nevill, ¿no?

Sonó como una advertencia. Debía pensarse bien si realmente quería mantener lo dicho. La mirada del joven recorrió su cuerpo, desde los pies hasta la punta de la capucha.

Catherine tragó saliva.

—Dejadme entrar —No —dijo él.

Era una palabra simple, de las que se escuchan todos los días. Catherine sintió que no podía encogerse de hombros, dar media vuelta y marcharse. O bien le convencía y la dejaba entrar, o bien se metería en problemas.

—¿Sir William Nevill echa a un mensajero?

—Si sois un mensajero, mostrad vuestro rostro abiertamente.

Allí estaban los problemas. ¿Darse la vuelta en aquel instante? Impensable.

—Prefiero mantenerme en el anonimato.

Sonó ridículo. ¿Un mensajero que se ocultaba bajo una capucha? Tendría que recurrir al último medio. Realmente había confiado en no tener que utilizar el pergamino hasta más tarde. No debía caer en sus manos en ningún caso.

—Tengo noticias de Hereford que vuestro señor debe conocer de inmediato.

El joven mozo dio un paso atrás.

—¿Del doctor Hereford?

El misterioso nombre causaba efecto. Un sentimiento de poderío invadió a Catherine, creció, se hizo más fuerte.

El joven abrió la puerta.

—Os llevaré arriba.

Una escalera los condujo hasta el segundo piso. Allí los escalones terminaban ante una maciza puerta de roble, sobre la que se abrían unos agujeros en el techo que hicieron que Catherine se sintiera amenazada. ¿Eran agujeros que habían hecho las ratas o se echaba por ellos plomo líquido y ardiente sobre los visitantes no deseados? El joven llamó a la puerta y habló con un centinela. Podían pasar. Al pie de una pared se apoyaba una ballesta, las saetas se alineaban bajo una tronera. ¿No había dormido el centinela? ¿Ni siquiera se había adormecido? Les miró atentamente mientras seguían subiendo una vez pasada la puerta. Las numerosas medidas de seguridad inquietaron a Catherine.

Los escalones no tenían fin. Llevaban muy arriba.

Por fin, el joven se detuvo y golpeó una puerta con la empuñadura de su espada.

—¡Adelante! —se oyó desde el interior.

Entraron en una sala. Tapices delicadamente tejidos cubrían las paredes. El aire caldeado por el fuego de la chimenea calentó el rostro y las manos de Catherine. Sobre la chimenea había espadas colgadas y escudos y cotas de armas con el blasón de Nevill: líneas rojas cruzadas sobre fondo blanco. Pieles de oso cubrían escasamente las ventanas; por los huecos que dejaban se veían el cielo oscuro y las estrellas. Había una cama, tan grande que en ella cabrían tres familias, y armarios guarnecidos con adornos.

Nevill estaba sentado junto a una mesa, frente a él había un caballero mayor. Entre ellos estaba colocado un tablero de juego con cuadrados marrones y blancos. Sobre él, se repartían extrañas figuras. Nevill movió una de ellas de un cuadrado a otro y retiró una figura del tablero sin decir nada.

—¿Qué ocurre? —dijo sin levantar la mirada.

El mozo dio un paso hacia la mesa.

—¿Señor?

—Es tu turno —dijo Nevill al caballero mayor. Su mirada estaba clavada en el tablero de juego—. Ten cuidado con ese caballo. ¿O lo sacrificarás para obtener ventaja?

—No te preocupes —murmuró el anciano—. Tengo un plan.

—¿Señor? Un mensaje del doctor Hereford.

El anciano y Nevill levantaron la cabeza.

¿Le ocultaba la capucha suficientemente el rostro? El sudor cubrió todo el cuerpo de Catherine, sentía pinchazos y cosquilleos.

—¡Por fin! —Nevill se puso de pie—. ¿Está bien? ¿Cuándo regresará?

—Me encargó hablar sólo con vos, sir Nevill —dijo Catherine en voz baja.

—Estos hombres están al corriente de todo. Podéis hablar sin miedo.

—Debo cumplir la promesa que le hice al doctor Hereford.

—¿Qué nos quiere ocultar? —El joven mozo extendió los brazos—. ¡No lo entiendo! Si tiene noticias, ¿por qué no podemos escucharlas todos? Nosotros también estamos preocupados.

—Nunca ha hecho diferencias. —El anciano arrugó la frente.

—Sólo hay una explicación. Se encuentra en peligro. Y es evidente que no sabe en quién puede confiar —señaló Nevill.

—Quieres decir...

—Claro que no quiero decir eso. Pero debéis abandonar la estancia.

No se movió nadie.

—¿No me habéis entendido? ¡He dicho que os marchéis!

Hicieron lo que les decía.

Catherine buscó el cuchillo bajo la ropa.

—¿Quién sois vos? —El caballero se acercó a ella—. Retiraos la capucha.

Tenía que distraerle. Rápidamente sacó el pergamino. Su mano temblaba. ¡Cielo Santo, que no lo notara!

Él agarró el pergamino.

—¿Está ya de regreso? ¿Dónde lo habéis encontrado?

El caballero no llevaba ni cota de malla ni armadura. Bastaría con hundirle la hoja del cuchillo en el costado. ¡Debía darse la vuelta, apartar sus ojos de ella!

Por fin, el caballero se inclinó sobre la chimenea, desplegando despacio el pergamino. Catherine sacó el cuchillo y se aproximó a él lentamente. Más cerca. Más cerca. Levantó el cuchillo y lo dejó caer.

El caballero se volvió. Un puño de hierro agarró la muñeca de Catherine y lanzó el cuchillo hacia arriba. Otro sujetó su mandíbula. Nevill apretó los dientes, sus ojos lanzaban fuego.

—¿Olvidáis con quién os tenéis que enfrentar? ¿Queríais deshaceros de mí de un modo tan burdo?

Sí, él era el asesino. Ése era el aspecto de alguien que comete un asesinato: el rostro desfigurado por profundos surcos, una mirada de lobo sanguinario. Pero había llegado el momento en que debía pagar. Una ola de rabia la invadió. Abrió la boca, mordió la mano que sujetaba su cara. Con todas sus fuerzas, bajó el cuchillo, lo acercó al cuello del caballero. ¡Tenía que clavárselo!

Nevill gritó. Soltó la cara de Catherine. Sujetó con ambas manos el brazo en el que ella portaba el cuchillo y alejó la hoja de sí. El rostro del caballero enrojeció.

—¡No he salido vivo de innumerables campos de batalla para dejarme matar con un cuchillo para el pan! —rugió—. ¡Necesitaréis algo más!

Nevill se retorció jadeando. Dejaba la espalda desprotegida. La fuerza de sus manos fue cediendo. Catherine levantó el brazo en alto, se soltó de los puños que la sujetaban y lanzó el cuchillo hacia abajo.

Pero donde antes había una espalda, de pronto no había nada. El caballero estaba detrás de ella y la apretaba el cuello con el antebrazo. La nuca crujía peligrosamente.

—¡Dejad caer el cuchillo —ordenó—, o habréis respirado por última vez!

Catherine soltó el cuchillo, que cayó al suelo.

—Y ahora decidme quién os envía. ¿Es Courtenay? —Nevill palpó el cuerpo que tenía entre sus brazos—. ¿Una mujer? —Se volvió y le retiró la capucha de la cabeza—. ¡Eres tú!

Las arrugas desaparecieron de su rostro, de nuevo parecía una persona. Un asesino camuflado de hombre amable, con el cabello rubio oscuro largo, ondulado. Empujó el cuchillo con el pie, enviándolo al otro extremo de la sala.

—Una aldeana entra en el castillo de Nottingham e intenta matarme. ¡Cuando se lo cuente a los demás!

Ella guardó silencio.

—Eres buena. Casi alcanzas tu objetivo. —Se agachó junto a la mesa y levantó una espada—. La rabia te ha hecho fuerte. ¿Me odias porque ordené a los guardias del mercado que te sometieran a la tortura de la silla de la zambullida?

No podía haber fracasado. Tenía que surgir otra oportunidad, una ocasión de terminar la faena.

—Queríais ahogarme.

—Sabes que eso no es cierto. Pero ahora sí te mereces la muerte. Has intentado asesinar a un caballero de confianza del rey. —Desenvainó con cuidado la espada, sin retirar la mirada de ella.

—Ese caballero de confianza del rey es también un asesino.

—¿Qué estás diciendo?

—Sois un asesino y un saqueador, un miserable ladrón, aunque os denominéis caballero de confianza del rey.

—Valiente, valiente —murmuró él, llevando la punta de la espada hacia la garganta de Catherine—. Contadme más.

Ella retrocedió a pequeños pasos. La punta de la espada la siguió.

—Habéis matado a mi esposo.

—Es muy posible. ¿Era francés?

—Era el maestro que hacía las lentes en Nottingham. Al amanecer del día de San Egidio, lo apuñalasteis.

—¿Un asesinato en Nottingham? Se habría hablado de ello. No sé nada al respecto.

—¿Sí? Pues sois el único. De pronto, nadie conocía a Elias Rowe, mercaderes, monjes carmelitas, bailiffs. Se sujetan delante de los ojos las lentes que él ha hecho, y afirman no conocerlo.

—¿Por qué habría de matar yo a un maestro que hace lentes? Está claro que no doy mucha importancia a esos aparatos para los ojos. Pero no por eso voy a matar al que los hace.

Ella se detuvo. La punta de la espada rozó su cuello, pero Catherine no se movió. Enarcó una ceja.

—Quizá le matasteis para conseguir ciertos pergaminos. El caballero se quedó perplejo. Bajó la espada.

—¿Pergaminos? —preguntó con voz apagada.

—Hojas gruesas, claras, plegadas a lo largo. Estaban sobre las lentes que Elias trajo de Braybrooke. Había letras negras y rojas en ellos.

—Braybrooke... ¿Por eso conocías el nombre de Hereford? —Guardó silencio unos instantes. Luego añadió—: Tu esposo murió porque escondía la espada más afilada de toda Inglaterra.

—¿Qué significa eso?

—Los pergaminos. ¿No te contó el secreto? Wycliffe tradujo el famoso versículo de la Carta a los Hebreos así: Forsope pe wrd of god is quik and spedi in wirking and more able to persen pan alle twei eggid swerd. Pues la palabra de Dios es rápida y fuerte y más afilada que cualquier espada de dos filos. ¡Se tiene miedo a esa arma! Se tiene miedo a la palabra de Dios. Por eso han matado a tu esposo. ¿Dónde están los pergaminos?

Estaba con el asesino, y le hacía la misma pregunta que le había hecho Courtenay. ¿Qué significaba aquello?

—Esos pergaminos, ¿son la Biblia?

—No toda la Biblia. Una parte de ella.

—¿Por qué querrían matar a alguien que esconde una parte de la Biblia?

—¿No habló tu esposo de ello contigo?

¿En qué asunto se había dejado enredar Elias?

—Creo que sabía que querían matarle.

—Eso es que le persiguieron antes del día de su muerte. ¿Dónde escondió los pergaminos? ¿Puedes traérmelos?

—¿Quién es el doctor Hereford?

—¡Así que no sabes nada! —El caballero hizo un gesto difícil de interpretar. Señaló el taburete donde antes había estado sentado el anciano—. Toma asiento.

Ella obedeció. Si el arzobispo tenía razón, Hereford era un adorador del diablo, y Nevill estaba aliado con él. Satanás hacía que el caballero tuviera una doble lengua. ¡Ten cuidado!, se dijo a sí misma. Te enredará, te dará una falsa seguridad. Te arrastrará al infierno.

—El doctor Hereford era profesor de Sagrada Escritura en Oxford. Ahora se encuentra precisamente allí para aclarar algunas partes difíciles del texto. Consultará a Aston, Parker, Swynderby, también al canciller de la universidad, Robert Rigg. No es una empresa fácil la que le ocupa. El doctor está traduciendo la Biblia al inglés. Wycliffe comenzó esa tarea, Hereford intenta terminarla. En cuatro o cinco días estará de vuelta en Braybrooke. Quizá pueda presentártelo.

—¿Por qué asesinaron a mi esposo?

—La Iglesia teme esa traducción de la Biblia. Debe ser reformada, debe ser apartada de los asuntos terrenales y dejar de acumular bienes. Sabe que la obligarían a ello si cualquiera puede leer la palabra de Dios, pues nos previene de servir a dos amos. Nosotros decimos que cualquiera debe poder hablar con Dios y conocerlo personalmente, y cualquiera debe poder leer en la Biblia lo que Dios dispone. La Iglesia dice que sólo los clérigos deben hacerlo.

—¿A quiénes os referís con 'nosotros'?

—Los seguidores de Wycliffe.

—¿Y quiénes son los seguidores de Wycliffe?

Nevill vaciló.

Courtenay tenía razón, esos hombres se habían apartado de la Iglesia, seguían una fe extraña, peligrosa. ¡Eran herejes! Posiblemente adoraran al diablo. ¿Había sido Elias uno de ellos? ¿Quizá le habían obligado? Dio un golpe en la mesa.

—¡Yo sé lo que hacéis! Obligáis a la gente a que adore al demonio con vos. A quien no hace lo que queréis, le quemáis la casa. Le dais una paliza hasta dejarlo medio muerto y robáis sus pertenencias. ¡Dios os castigará!

—¿Qué estás diciendo?

—No intentéis engañarme. No dejaré que me atrapéis con palabras bonitas. Elias tuvo que morir, y a mi hermano casi le ocurre lo mismo. Vuestros hombres lo apalearon, quemaron su casa, robaron su caballo.

—¿Cómo lo sabes?

—Llevaban ese blasón. —Señaló las cotas de armas que había sobre la chimenea.

—¡Imposible!

—Os digo la verdad.

El caballero se puso de pie.

—Yo te prometo, mujer, que a todo el que participó en ello se le cortará la mano derecha.

Catherine se rió con amargura. También ella se levantó, mirando al caballero fijamente a los ojos.

—Entonces empezad por vos mismo. ¿Queréis castigar a los autores del crimen y quien dio la orden quede impune?

Nevill estiró los hombros.

—Soy caballero del rey —rugió—. ¡Jamás he dado una orden como ésa, Dios me ampare! ¡Tus acusaciones son una vergüenza!

—¿Cómo os mirarán los hombres cuando se arrodillen ante el cadalso? ¿Arrepentidos? ¿Os mirarán furiosos porque actuaron siguiendo vuestras órdenes? Alan era vuestro aparcero. Nadie que está al margen de la ley realiza un asalto a la luz del día.

—¿Era aparcero mío? ¿Qué interés podría tener yo en perseguir a mis propios aparceros? A causa de la peste hay muchas tierras sin cultivar, los graneros se caen, los apriscos de las ovejas se pudren, en los campos crece la maleza. Me alegro por cada trozo de tierra en el que crece la cosecha. Además, la casa de un aparcero es una propiedad mía. ¿Por qué habría de quemarla en lugar de perseguir sólo al aparcero si no me gusta? Tu acusación no tiene sentido. Te lo advierto, quien me llama mentiroso debe entenderse con mi espada.

Hablaba franca y claramente. En la voz de Nevill no había nada que indicara que mentía. ¿Y si decía la verdad?

Por fin sabía dónde estaba Hereford. Podría volver a la abadía de Newstead y cambiar esa información por Hawisia. Pero... ¿no estaría delatando a los que actuaban correctamente? ¿Elias había apoyado al profesor, y ahora ella le ponía el cuchillo en el cuello?

Llamaron a la puerta.

El rostro de Nevill reflejaba rabia y compasión.

—¡Ponte la capucha! —le ordenó a Catherine—. Es mejor que no te vean aquí. Tu esposo sirvió a una buena causa, por eso serás perdonada. Prefiero olvidar lo que ha ocurrido aquí. ¡Vete!

Catherine se echó la capucha sobre la cabeza. El propio Nevill abrió la puerta para que ella saliera. En el umbral se cruzó con un hombre del que sólo vio sus zapatos.

—Disculpad —dijo.

La puerta se cerró a sus espaldas.

Catherine se quedó petrificada. Era la voz del asesino.