33

ALLÍ se había arrodillado él. Justo allí. El suelo de piedra era duro, se clavaba en los huesos. Con los ojos entrecerrados, Catherine miró hacia la lámpara del altar que colgaba de tres cadenas del techo. Vidrio rojo con aceite brillante dentro que parecía oro líquido.

—Dios mío —dijo—, ayúdame. No quiero pecar.

Desde que la noche anterior sir Latimer hablara de despedida, no podía dejar de pensar en él. ¿Cómo era su matrimonio con lady Anne? No parecía haber mucho amor entre ambos. ¡Si pudiera enseñarle a Thomas lo que significaba realmente el amor! Posiblemente no lo había conocido nunca. Se sorprendería, quedaría fascinado, sería completamente feliz.

Le remordía la conciencia, eso le daba a sus deseos un carácter peligroso que los hacía aún más atractivos. Recordó el sueño de la noche anterior. El calor se apoderó de sus mejillas. Estaba tumbada junto a Thomas en la cama de lady Anne, sobre sábanas frescas, perfumadas. Hablaban sobre la luz y sobre Aristóteles, luego ella le acariciaba. Él cerraba los ojos, ella se acercaba a él, le besaba.

Catherine sacudió la cabeza.

—¡Todopoderoso, no deseo esto! Sé que es pecado, que rompo un matrimonio. Quiero cumplir tus mandamientos. ¡Por favor, aparta esos pensamientos de mi cabeza!

¿Era posible que amarle fuera incluso una buena acción? Si lady Anne moría, él necesitaría consuelo. ¿De dónde iba a sacar las fuerzas que necesitaba para defenderse de los ataques de la Iglesia? ¿Acaso no servía a Dios si le ayudaba?

Catherine Rowe, la mujer que rompía un matrimonio.

¿Y bien?

—¡Oh, Cath, no lo hagas! —murmuró. Dios la castigaría duramente—. ¿No recuerdas lo mal que te sentiste en la cocina en Nottingham, cuando pensaste que Elias tenía otra mujer? Así se sentirá lady Anne cuando se dé cuenta de que rondas alrededor de Thomas Latimer.

Lady Anne ya le había tenido suficiente tiempo. Podía haber cuidado mejor de él. Quizá ni siquiera se sintiera tan herida. ¿Acaso no se siente uno realmente herido cuando ama? Lo que existía entre lady Anne y Thomas no se podía considerar amor. ¡Ella le había traicionado, le había delatado a Courtenay!

¿Y ella misma? ¿Acaso ella no le había traicionado también?

Catherine se estremeció. Alguien entró en la capilla. ¿Estaba hablando en voz alta o sólo pensaba?

—Sal, quiero rezar.

Latimer. ¡Con que frialdad la miraba! ¿Por qué no podían rezar juntos, como lo habían hecho con anterioridad?

—¿No me has entendido? Desaparece.

Catherine bajó la cabeza ante su despectiva mirada y salió a toda prisa. ¿Qué le había ocurrido? ¿Por qué la miraba con tanto odio? ¿Era ésa la respuesta de Dios a sus súplicas?

En el exterior brillaba con fuerza el sol, los ojos se le llenaron de lágrimas. Se los protegió de la luz. En el patio de armas estaban colocando una piedra para afilar las armas, que se puso en movimiento girando a toda velocidad. Los hombres sujetaban las hojas de sus espadas contra ella. El hierro hacía saltar chispas al rozar la piedra.

El capitán daba indicaciones sobre el ángulo en que había que sujetar la espada. Cuando vio a Catherine, se apartó del grupo y se acercó a ella.

—Hay buenas noticias.

—¿Cuáles?

—Creo que lady Anne se restablecerá. Su rostro tiene ya algo de color, y apenas pierde sangre, la herida se está cerrando bien.

Lady Anne. Por eso estaba Thomas de tan mal humor. Ya no necesitaba a Catherine.

—Me alegro —mintió—. Podéis competir con un médico.

—Yo creo que han surtido efecto vuestras oraciones.

¡Sus oraciones! ¿Había rezado realmente por Anne?

—Sir Latimer debe haber rezado por su mujer.

—Escuchad, quería preguntaros una cosa. Me han dicho que el arquero que disparó a la ventana es vuestro hermano. ¿Es cierto eso?

Ella vaciló.

—Al parecer, es el mismo que disparó el lunes contra el mensajero.

—¿Por qué me lo preguntáis?

—Disparar desde ciento cincuenta yardas sobre un objetivo en movimiento... Es un disparo magistral. Tampoco era fácil el disparo de la ventana. Vuestro hermano es un arquero excepcional. Lo malo es que hasta ahora ha apuntado al blanco equivocado. Catherine, el asunto que quiero plantearos es el siguiente: las torres de Courtenay ya casi están terminadas. Atacará mañana con las primeras luces del alba. Sé cómo funcionan estas cosas. Si soy sincero, las perspectivas no son halagüeñas, no podremos rechazar su ataque. Necesito a vuestro hermano en las murallas.

—¿Queréis decir que debo intentar convencer a mi hermano de que luche al lado de sir Latimer?

—No debería ser difícil. Recibe un salario igual que yo, ¿no? Me da igual que el arzobispo considere que Latimer es un hereje. El caballero me paga, por eso estoy a su lado. ¿Por qué no iba a cambiar vuestro hermano de bando?

—Alan considera que el arzobispo tiene razón. Creedme, ya he intentado hablar con él. No sirve de nada.

El capitán sacudió la cabeza.

—No me habéis entendido, me temo. Debo ser más claro. Es evidente que vamos a sufrir una derrota. Latimer no ha podido enviar a nadie a buscar refuerzos. Y si le he entendido bien, el arzobispo no va a hacer prisioneros. Quiere hacer desparecer el castillo de Braybrooke de la faz de la tierra junto con sus habitantes. Por eso lo importante no es de qué lado está uno. Decídselo a vuestro hermano. Se trata de si mañana a esta misma hora estaremos vivos o no. Os afecta a vos, a vuestra hija, a vuestro hermano, a mí, a todos los que estamos aquí. Creo que es motivo suficiente para cambiar de bando.

Se dirigió hacia la piedra de afilar las armas sin esperar una respuesta.

Catherine se quedó como si le hubiera alcanzado un rayo. No podía ni moverse. ¿En qué había estado pensando? ¿En el amor? ¿En adulterios? ¿En Alan? ¿En el sentimiento de culpabilidad? ¿No había deseado que todos murieran? ¿Qué ocurría con Hawisia? Al día siguiente, a esa misma hora, ya no estaría viva. ¿Por qué no podían el capitán y los hombres de Latimer defenderse de las torres? ¿Qué debía hacer ella? ¿Hablar con Alan?

Entonces el capitán le gritó desde la piedra de afilar:

—¡Venga, maldita sea! —Le hizo una señal indicando la puerta de los sótanos—. ¡Hablad con él! ¡Quiero su arco en lo alto de la muralla!

Se puso en movimiento mecánicamente. ¿Qué debía decirle a Alan? Repton y Sligh estaban ahí abajo con él. Repton, que estaba furioso con Latimer; Sligh, que trabajaba para Courtenay y había asesinado a Elias. Sus conversaciones no debían haber contribuido a que Alan hubiera cambiado de opinión con respecto a sir Latimer. ¿Debía acercarse a él y hablarle delante de los otros de la verdad, de la fe auténtica? Alan ni siquiera se molestaría en escucharla. Y aunque lo hiciera, ya sabía de antemano su decisión: no dispararía sobre los hombres de Courtenay sólo por salvar su pellejo. Ni una sola flecha.

Había que salvar a Hawisia. ¿Acaso no la quería Alan también? Quizás así consiguiera convencerle.

Agarró una lámpara de la cocina, acarició a la pequeña, que dormía, cruzó el patio y bajó a los sótanos. Sintió el aire húmedo en las piernas y en el cuello. Olía a polvo. Dos ratones se perseguían, soltaron unos chillidos y desaparecieron entre unos cántaros. Silencio. Las corrientes de aire movían los blancos velos de telarañas y polvo que colgaban de las tinajas de vino y los cajones de manzanas.

Sligh, Repton y Alan la miraron sorprendidos.

—¿Qué nos traes? —preguntó Sligh.

Ella no le prestó atención. El asesino de Elias debía pudrirse ahí abajo. Ni siquiera merecía la muerte. Sería demasiado rápido. Que pasara el resto de sus días encadenado.

Se agachó delante de Alan, dejó la lámpara en el suelo y le miró.

—Hermano, tengo que hablar contigo.

Alan miró a Repton, luego a Sligh y, por último, su mirada volvió de nuevo a Catherine.

—¿Qué quieres?

—En realidad, estoy furiosa porque me has delatado ante Courtenay a pesar de que me prometiste que guardarías silencio.

—¿Qué dices, delatarte a Courtenay? ¡He guardado silencio! Aunque creo que sería mejor que su excelencia te hiciera entrar en razón.

—¿Has guardado silencio? Entonces, ¿cómo ha podido saber Courtenay que estoy del lado de Latimer?

—Tú sabrás. Probablemente te hayas ido de la lengua en algún momento. Es mejor así, que lo sepa. Sólo quiere ayudarte, Catherine. ¿Qué ha salido mal ahí arriba? Debías llevar al caballero hasta la ventana, no a su mujer.

—Le he empujado.

—¿Cómo?

—No quería que muriera. Es un buen hombre.

Alan se revolvió, haciendo tintinear las cadenas que lo sujetaban con fuerza.

—¡Hermana, estás loca! ¿No te has dado cuenta de lo que ocurre? ¡Mira a Repton! Confió en sir Latimer, ¿y dónde ha acabado? Latimer es el que miente, no Courtenay. Ha roto su palabra. ¿Qué caballero haría eso si todavía tiene algo de fe en Dios?

—Alan, mañana debes luchar al lado de sir Latimer.

—Ni lo sueñes.

—¿Quieres que muera Hawisia? ¿Que yo muera?

—¿Qué tonterías estás diciendo?

—He hablado con el capitán. No van bien las cosas en el castillo de Braybrooke. El arzobispo atacará mañana, y vencerá.

—¡Magnífico! Entonces no falta mucho para que Latimer arda en la hoguera y para que nosotros salgamos de aquí.

—Courtenay no va a dejar que nadie se libre. Va a destruir el castillo. Habrá una gran matanza. ¿Crees realmente que el arzobispo se tomará la molestia de decirles a todos sus caballeros, arqueros y mozos de armas quién sois para que no os maten?

—Claro que lo hará. Somos importantes para él.

—Alan —dijo Repton, metiéndose en la conversación—, no me gusta decirlo, pero Catherine tiene razón. Conozco a Courtenay. Cuando destruya el castillo, quemará todo lo que haya en su interior. Será mejor que no cuentes con que mande que apaguen el fuego para que no nos pase nada o con que vaya a pensar por un momento en liberarnos.

—¿Qué propones entonces, traidor sabihondo? ¿Debo hacer como tú y cambiar de bando según la situación? No soy un maldito traidor, ¿entiendes?

Repton miró a Alan con rostro impávido.

—Pero tampoco quieres morir, ¿verdad?

—Claro que no.

—Entonces, déjame que te proponga una cosa. Catherine, conozco un secreto que podría salvar al castillo de Braybrooke mejor que la maestría de Alan con el arco. Courtenay no planea un ataque normal. Si quieres saber lo que tiene previsto, debo recibir algo a cambio.

—¿Qué sería?

—Tienes que ayudarnos a escapar.

—Imposible. —¿Debía traicionar de nuevo a Thomas? Nunca más volvería a confiar en ella, o mucho peor, la castigaría sin piedad si liberaba a Repton, Sligh y Alan. ¡Soltar a Sligh! ¡Dejar que el asesino de Elias saliera a la clara luz del sol! ¡Jamás!

—Si el secreto vale realmente tanto, sir Latimer lo cambiará gustoso por vuestra libertad. Le diré que venga, así podréis hablar con él.

Se puso de pie.

—¡Espera! —Repton alzó su mano huesuda, con el grillete de hierro—. ¿Crees que voy a confiar en Thomas cuando ha roto su palabra ya una vez? O cierras tú el trato o este castillo se vendrá abajo, y nosotros con él.

—Estará agradecido. Si mañana vence gracias a tu ayuda, estará mil veces más feliz por eso que por tener tres prisioneros —intervino Sligh.

—No estoy hablando contigo, traidor. Repton, dime, ¿ese secreto es tan importante que nos aseguraría la victoria?

—Muy posiblemente —asintió él.

—¿Por qué ibais a perjudicar a Courtenay de ese modo? ¿Creéis que soy tan tonta?

—Queremos vivir —dijo Repton.

—En cualquier caso, yo no os puedo sacar de aquí.

—¡Oh, sí, claro que puedes! —Las palabras sonaron lúgubres en la boca de Sligh—. Necesitamos tres cosas: unas tenazas para quitar los cierres de los grilletes, la cuerda con la que Repton fue izado ayer por la muralla y tú. Debes entretener a los centinelas mientras nosotros descendemos por la cuerda.

—Nadie está hablando de ti. Si queda alguien en libertad serían Philip Repton y Alan. Tú te quedas aquí. ¿Crees que voy a ayudar al asesino de Elias a escapar?

—No tienes elección —dijo Sligh—. Si no me llevas contigo, llamaré a los centinelas. Y entonces tampoco quedarán libres Repton y Alan, lo que significa que tú no tendrás conocimiento del secreto que nos puede salvar.

Catherine miró a su hermano, y sintió lástima. Sligh y Repton eran una mala compañía para él, le perjudicaban igual que Courtenay. Era un hombre de buen corazón. ¿Por qué no se alejaba de todo eso?

—Hazlo, Cath —dijo Alan.

No debía caer en la trampa. Probablemente, se tratara de una artimaña para quedar en libertad.

—Primero el secreto.

—¡Ja! —A Sligh casi se le salen los ojos de las órbitas de tan enfurecido como estaba—. ¡Y luego nos dejas aquí encadenados! ¡Muy propio de ti!

—Te propongo una cosa —dijo Repton, sonriendo—. Esta noche vienes con las tenazas y nos quitas los grilletes. Entonces yo te contaré el secreto. Y luego, nos ayudas a bajar por la muralla. Así estaremos ambas partes seguras. Si te sientes engañada sólo tienes que llamar a los centinelas. Dentro del castillo, estamos en tus manos. Si intentas engañarnos, podemos vengarnos de ti porque ya no estaremos encadenados. Nadie podrá romper el acuerdo.

A Catherine le zumbaba la cabeza, sentía un cosquilleo en las palmas de las manos. ¿Estaba otra vez a punto de convertirse en un instrumento del malvado? ¿Realmente era posible que Sligh y Repton propusieran algo en lo que se pudiera confiar? Pero también ellos estaban en un aprieto. Le ofrecían un buen trato acuciados por la necesidad. ¿No se actuaba así en los interrogatorios? Cuando el bellaco se veía acorralado, revelaba todos sus secretos.

¿Debía cambiar la vida de muchas buenas personas por la del asesino de Elias?

—De acuerdo —asintió Catherine.

La luna estaba próxima a la tierra. Un ojo malvado, una hoz gigantesca que, con su ansia de matar, quería observar el campo en el que, en breve, comenzaría la batalla. Aquel ojo no dejaría ninguna hierba, ninguna piedra que pronto mancharía la sangre, no se le escaparía ningún tallo aplastado por un cuerpo al caer.

—¡Venga! —susurró Sligh.

Alan volvió la vista hacia el castillo. La cuerda colgaba por la muralla, los centinelas parecían pequeños muñecos que pronto serían derribados por una tempestad. Las murallas, las torres... le parecieron irreales, como una visión. ¿Seguía el castillo en pie? ¿O sólo se lo imaginaba? Flotaba en el aire sobre un paisaje de ruinas como si fuera un recuerdo. ¿Qué era una noche? El castillo de Braybrooke no existiría dentro de mil años, ¿qué más daba si todavía estaba en pie? Se había convertido en niebla, un soplo de ruinas.

Catherine se elevaría con esa niebla y volaría hasta las nubes. Se llevaría consigo a Hawisia y desaparecerían de su vida. ¿Pero estaba bien así? ¿No era ese castillo un refugio del maligno, un nido de serpientes que había que limpiar? ¿Y no había decidido Catherine por sí misma formar parte de todo ello? Sí, así era. No debía sentirse triste. Se impuso una sensación de victoria.

¡Habían escapado! Habían salido del nido de serpientes, respiraban aire libre. En un gesto mudo, alzó la mano derecha y estiró los dedos corazón e índice hacia el cielo.

—¿Qué haces? —Repton le miraba a la mano y a la cara repetidamente—. ¡Vamos, tenemos que llegar al bosque antes de que vean la cuerda!

Alan alzó la mano un poco más. Señalaba hacia el castillo.

—Es el signo de los arqueros. Me lo han enseñado los hombres de David.

—Bonito gesto —dijo Sligh, burlándose.

—Si nos capturan en Francia, nos cortan los dedos corazón e índice para que no podamos disparar. Nos temen, ¿entiendes? Y si nos hemos salvado, si hemos ganado una batalla, si nos queremos burlar de ellos, les mostramos estos dos dedos como si dijéramos: ¡Mirad, estamos aquí, esperad, nuestras flechas hablarán! Hemos escapado de Braybrooke, de ese infierno, por eso muestro los dos dedos, la señal de los arqueros victoriosos.

—No te alegres todavía tanto por la victoria. Aún no está claro quién ha vencido a quién.

—Y eso es por tu culpa, Repton —Sligh se golpeó con el puño en la frente—. ¿No podías mentir? ¿No podías haberle dicho que Courtenay planea hacer un túnel bajo la muralla? ¿Tenías que decirle la verdad?

—Ella ha cumplido su parte del trato.

—Cierto. Pero nuestra parte nos servirá de poco cuando Courtenay fracase mañana porque hemos desvelado su secreto. El arzobispo no se limitará a encadenarnos, créeme. Conozco a William Courtenay desde hace diez años. Cuando mañana sufra una derrota por nuestra causa podremos intercambiarnos las cabezas, tú con Alan, yo contigo.

Repton se volvió hacia el bosque y echó a andar.

—Para eso tendría que emplearse Latimer muy a fondo. Es casi imposible resistir el fuego bizantino.

—Sí —dijo Sligh regocijándose. Echó a andar detrás de él—. Será una ordalía contra esos herejes, se sentirán como los habitantes de Sodoma y Gomorra.

—Y aunque Latimer salga victorioso, Courtenay no me castigará.

Había algo en la voz de Repton que le hizo a Alan escuchar con atención.

—¿Qué queréis decir?

Llegaron a la linde del bosque. Los árboles parecían arder a la luz roja de la luna. Un murmullo recorría las hojas.

Repton se detuvo.

—¡Que os vaya bien!

—¿Qué es esto? —Sligh hizo un gesto de extrañeza—. ¿No vienes con nosotros a ver a Courtenay?

—Se acabaron los tiempos en los que yo era una herramienta en sus manos. No debí abandonar nunca la alianza de los Caballeros Cubiertos.

—¿Qué estáis diciendo? —Alan sintió un escalofrío por toda su piel. ¿Qué estaba diciendo? ¿Cómo podía hablar así después de todo lo que había pasado?—. ¿Creéis que el arzobispo está equivocado? ¿Estáis de acuerdo con los herejes de Braybrooke?

—Así es. Y si eres listo, tú harás lo mismo.