38
LA catedral de Canterbury se recortaba blanca en el negro cielo de la noche, como una muerta que recibía de la luna un beso de despedida. La araña que le había absorbido la vida acechaba en algún lugar de la oscuridad. Catherine lo presentía. Entre el palacio arzobispal y el jardín se tendían telarañas para atraparla. Un paso en falso, un ruido de más, y la bestia caería sobre ella para clavarle su aguijón venenoso.
Eran débiles, insignificantes. Pero la luz les ayudaría. Cegarían al monstruo y harían despertar horribles pesadillas en él. Si no se dejaban atrapar antes. Si conseguían escapar a los oídos atentos de ese fantasma de la noche.
Las ruedas chirriaron bajo el montón de heno que llegaba hasta las copas de los árboles. Cuando Catherine dirigió el carro hacia el muro del palacio arzobispal, un manojo de paja se escurrió y cayó sobre su cabeza como si fuera la mano de un espectro. Los ejes crujieron, no querían avanzar por el nuevo camino. La paja le rozaba la cara. Al respirar, le picaba la nariz. ¡No podía estornudar! ¡No!
Se tapó la nariz. No podía evitarlo, iba a estornudar. Apretó los labios. Esperó. Confió en que se le pasara el picor. Pero, de pronto, aumentó, un estallido salió de su boca, estornudando ruidosamente sin querer.
—¡Shhh! —siseó Latimer, que empujaba el carro Se detuvieron, escucharon con atención. En el jardín se oían los grillos. ¿Cómo podía hacer un animal tan pequeño un ruido que podía oírse a cientos de pasos? ¿Y por qué cantaban los grillos en plena noche? Parecían lanzar señales de aviso, gritos que denotaban miedo e inquietud.
—Bien, sigamos —susurró Latimer. Las ruedas chirriaron, una sacudida recorrió todo el carro.
Alan estaba muerto. El hermano con el que había buscado por los campos espigas abandonadas. Lo pudo ver ante ella, el muchacho que luchaba con sus amigos con espadas de madera. El joven que arrendó unas tierras y convirtió un pedregal en un fértil campo de cultivo. Alan. Muerto. De pronto, le pareció imposible. Su hermano siempre había estado ahí. No podía haberse ido. Sintió deseos de deslizarse por el jardín y echar un vistazo. ¿Seguiría todavía allí? ¿Qué habían hecho con él? ¿Le habían enterrado en algún sitio? Se sintió mal.
Movió el carro hacia atrás, apoyando el lado más ancho contra el muro de la casa.
—Así es suficiente —susurró. El dormitorio debía estar en el primer piso. Se echó hacia atrás hasta que pudo ver el cristal de la ventana brillar por encima del montón de heno, un espejo negro en la noche—. Sir Latimer —dijo en voz baja—. ¿Qué creéis que...? —¿Dónde estaba Latimer? Miró alrededor del carro, a lo largo del muro. Había desaparecido.
¿No había un resplandor en la pared? Se giró, y vio la antorcha que se acercaba por el jardín. Se tiró al suelo y rodó debajo del carro.
Cayó en los brazos de Latimer.
El caballero le puso un dedo en los labios.
—Nos vamos —susurró al cabo de un rato.
Sus rostros estaban más cerca de lo que habían estado nunca. Catherine podía sentir la respiración de él en sus mejillas. Sintió su olor, ácido, seco.
—No. Si vos queréis huir, marchaos. Yo no dejaré que Courtenay se salga con la suya.
—No temo por mí. Yo he mirado mil veces a la muerte a los ojos, me he despedido del mundo en cada batalla. Yo soy un simple peregrino en esta vida. ¡Pero tú tienes una hija!
No se preocupaba por Hawisia. ¡Cómo la sujetaba en sus brazos! Catherine sintió un agradable estremecimiento. Precisamente porque ahí fuera el malvado difundía su frío aliento, ella se sentía cálida y segura junto al pecho del caballero.
Él se apartó un poco, como si tuviera que reflexionar.
—Vamos a interrumpir esta locura. Créeme, tengo experiencia, y el instinto me dice que no vamos a salir vivos de Canterbury si seguimos adelante con tu maravilloso plan.
Era posible que tuviera razón.
—No necesito mucho tiempo. Y si tapo bien la vela apenas se me verá ahí arriba, encima del carro.
—¡Es demasiado peligroso! No deberíamos haber regresado aquí. ¿Qué crees que hará Courtenay cuando te descubra? Bastará un grito, y sus hombres acudirán en tropel.
—El arzobispo no creerá que lucha con un ser de carne y hueso. ¿Qué pueden hacer sus soldados frente a un animal con cola?
—¿De qué animal hablas? ¿Va a atacar el caballo?
—Vuestro caballo, no. Una ardilla.
—¿Una qué...? Has perdido el juicio.
¡Qué preocupaciones tenía tan sólo unos meses antes! Que si adoquinaban la calle delante de su casa o no, que si había que hacer una estufa para que el humo no se colara en el dormitorio. Había pasado el tiempo. Ahora era madre. Había perdido a su esposo y a su hermano. Estaba con los hombres más poderosos de Inglaterra..., y esa noche iba a matar al príncipe de la Iglesia, al hombre que, junto al rey, estaba por encima de todos los ingleses. Ya había sido un instrumento en sus manos durante bastante tiempo. Había llegado el momento de que la maestra de la luz asumiera su responsabilidad. Pondría su vida en juego. Esa noche se acercaría a los abismos más de lo conveniente para un mortal.
—¿Me esperaréis aquí?
—La sed de venganza te ha cegado completamente. —Latimer guardó silencio durante unos instantes. Catherine oía claramente su respiración—. Pero está bien. Rezaré para que te guíe la mano de Dios.
Catherine salió rodando de debajo del carro, agarró una olla, una vela y un cuenco y se encaramó al montón de heno. La paja desprendía nubes de un olor putrefacto allí donde pisaba. Se le clavaba en la piel. Se escurrió varias veces, y una parte del agua del cuenco se derramó. Por fin llegó arriba, y se quedó agachada, hundida en el heno. Miró a través del cristal de la ventana.
Allí estaba Courtenay, el endiablado arzobispo, arrodillado junto a su cama. ¿Vagaba su espíritu por el jardín para encontrarla? ¿Presentía el peligro que le amenazaba? ¿O se estaba justificando ante Dios por el asesinato de Alan? Despídete, serpiente, pensó Catherine.
Sacó el cuchillo de la olla y lo dejó en el heno, junto a ella. Luego tomó acero y pedernal, y los frotó uno contra otro. ¡Que no saltaran chispas a la paja! Las chispas prendieron la yesca de la olla. Acercó el pábilo de la vela, y cuando se encendió, echó dentro de la olla el agua que quedaba en el cuenco, para apagar el fuego. Borboteó. El humo se le metió en la nariz.
El catalejo, el espejo y la lente amarilla de Latimer esperaban sujetos en su cintura, por encima del cinturón. Los sacó, puso la vela detrás del catalejo y ajustó el espejo, que estaba en su regazo. El arzobispo todavía rezaba con los ojos cerrados, tenía tiempo de disponer adecuadamente todos los objetos.
William Courtenay ocultaba el rostro entre las manos. Sentía que la oración no le daba fuerzas suficientes. Hablaba a las paredes, sus palabras rebotaban en ellas y caían al suelo. ¿Cuánto tiempo hacía que le sucedía eso? Debes ocuparte más de tus asuntos espirituales, pensó. Aquellos últimos meses tan agitados apenas le habían dejado un momento para pensar en Dios y en lo que el Padre celestial esperaba de él. ¡Antes sí! Cuando estudiaba derecho en Oxford, en Stapledon Hall, cuando era un joven inocente y alegre, ¡qué llenas de vida estaban sus oraciones! ¡Con qué alegría se presentaba ante Dios! Todo, absolutamente todo lo compartía con él.
De pronto sus pensamientos se paralizaron. Una luz brillaba entre sus dedos. Tragó saliva. Fue apartando dedo a dedo las manos de la cara, parpadeó. Allí, junto a la puerta. Una figura grande y majestuosa, brillante. ¿Recibía la visita de un ángel?
¡Era un ángel! Courtenay se quedó petrificado.
Era un demonio.
El ser flameaba en un color amarillo como el azufre, llegaba desde el suelo hasta el techo. El arzobispo se echó hacia atrás sin poder apartar la mirada de él, cayendo de espaldas sobre la cama.
—¡Por favor —gimió—, perdóname!
La figura amarilla se agitó de un modo amenazante.
—¡No! ¡No te lleves mi alma! ¡Estoy arrepentido!
Se encontraba en una situación muy delicada. Le pertenecía al diablo. El silencioso demonio se deleitaba con su temor. ¿Iba a atraparle y a llevarle consigo directamente al infierno? ¡Pero él era el arzobispo de Canterbury! ¡Era el legado papal, un hombre de Dios!
—¡No te pertenezco! —lloriqueó—. Te equivocas ¡Vete! —Hizo un movimiento con la mano como si de ese modo pudiera espantar a la infernal criatura—. ¡Vete de aquí!
Entonces observó la cola entre las piernas llenas de pústulas. El demonio tenía una cola de ardilla, tupida, roja como el fuego. Los pensamientos de Courtenay vagaban de un lado a otro. Yo no quería, se lamentó en silencio, y sintió de nuevo el cuerpo sin vida de su pequeño animal en sus manos. Se había muerto de sed, había dejado que se secara en el arcón, y ahora aparecía un demonio con cola de ardilla para llevárselo consigo al infierno.
El engendro del diablo abrió la boca y rió. Entre sus dientes afilados salieron vapores venenosos.
—¿De qué? —dijo silbando—. ¿De qué te arrepientes?
—El animal, debí cuidarlo, conservarlo —gimoteó—. ¡Se me ha muerto! —De pronto era un niño, un muchacho al que se le saltaban las lágrimas—. Y he mentido. No debí mentir a los caballeros.
Un convulsivo aliento amarillo se desprendía de su boca espumeante.
—¿De qué más te arrepientes?
—Tengo vidas humanas en la conciencia.
El demonio creció, se oscureció.
—¡Vidas humanas! —silbó.
Parecía algo grave. Curiosamente, él nunca se había sentido culpable.
—¡Fue por una buena causa! El maestro de las lentes entraba y salía de casa de mi mayor enemigo, yo le pedí que me sirviera como espía, que ayudara a la Iglesia. —Courtenay se estremeció. Para su propia sorpresa, se oyó a sí mismo diciendo—: ¡Se negó! Se unió a los herejes. Un hereje, ¿entiendes? ¡Se lo merecía! ¡Se merecía la muerte! —Tenía más fuerza de lo que había pensado. ¡Estaba hablando con el demonio! ¿Acaso no era un hombre importante, eminente?
El demonio se aproximó.
—Bien. Sigue.
Se derrumbó.
—¡Entiéndelo! ¡Tenía que hacerlo! —exclamó Courtenay tartamudeando.
—Sigue.
¿Debía enumerar todos los hombres a los que había matado en el campo de batalla?
—No los conozco a todos.
—¡Alan! —silbó el demonio.
—¿Cómo que Alan? Estaba a mi servicio, tenía su vida en mis manos y poder sobre él, no fue una injusticia.
—¡Hombre perverso!
Courtenay no paraba de temblar. Colgaba inclinado entre la cama y el suelo, incapaz de variar su postura.
—¿Dónde? ¿Dónde está Hereford? —aulló el engendro del diablo.
—Pater noster, qui es in caelis, sanctificetur nomen tuum —rezó Courtenay, golpeándose repetidamente el pecho con la cruz.
—¿Dónde está Hereford?
Courtenay vio un rayo de esperanza.
—¿Quieres apoderarte de él? ¿Te alejarás de mí? Está en Londres, en casa de un viejo amigo que regenta un comercio de paños en el puente que cruza el Támesis. Escucha, a partir de ahora viviré sin pecado, si me perdonas por esta vez. Intentaré servir al Señor. No te pertenezco a ti, ángel del maligno, sino a Cristo Jesús, aunque me haya apartado de la verdad. Volveré a ella. Pregúntale a Cristo, no te entregará mi alma sin luchar por ella.
El demonio desapareció. La estancia quedó vacía, fría, oscura. Ni siquiera quedaron restos del olor a azufre. Courtenay se relajó.
De pronto, el cristal de la ventana estalló. Una mujer se abalanzó dentro de la habitación, con la cara y los brazos llenos de cortes a causa de las esquirlas del cristal. Catherine Rowe. Saltó sobre él como una fiera.
—¿Tú? —se le escapó a Courtenay.
En la mano de la mujer brillaba un cuchillo.
Lanzó una cuchillada. El arma se clavó en el costado, entrando con suavidad. El hombre gimió, agarró la muñeca de la mujer antes de que pudiera clavarle de nuevo el cuchillo. Lucharon. La mano del arzobispo aferraba el brazo de Catherine como una anilla de acero. Ella gimió de dolor, pero no soltó el arma, intentando clavársela, en la cara, en la espalda, donde fuera.
Pero no se movía como quería. Aunque ella sujetaba el arma, Courtenay guiaba su brazo. Se aproximó a ella, apuntó hacia su pecho, su filo atravesó su vestido, arañando la piel. Es más fuerte que yo, pensó ella. Me va a matar. Levantó la rodilla y le golpeó en el costado, justo en el punto donde una mancha oscura empapaba su camisa. Courtenay se retorció, pero no soltó la muñeca de Catherine.
De nuevo dirigió el cuchillo hacia ella. Catherine sintió como si le fuera a estallar el cuello. Allí se le acumulaba toda la sangre. Iba a matarla. No podía vencer. Hawisia tendría que crecer siendo una huérfana. La mataría igual que había hecho con Elias y Alan.
—¡Catherine! —gritó Latimer desde el exterior. Un caballo relinchó.
Si quería vivir no le quedaba otra solución que rendirse. Soltó el cuchillo, que cayó al suelo. El arzobispo se agachó a cogerlo con la velocidad del rayo. Ella aprovechó ese instante en el que él la liberó de su puño de acero. Con dos zancadas llegó a la ventana.
Un roce frío en la garganta la detuvo. Courtenay apretaba el filo del cuchillo contra su cuello.
—Mi niña —dijo—, quédate. —Lentamente, casi con cariño, la apartó de la ventana. La obligó a sentarse en la cama junto a él. Allí alejó el cuchillo de su piel—. Hablemos un rato.
Catherine apretó los labios. La mano de Courtenay en su hombro quemaba como el fuego.
—Me gustaría disculparme —dijo él—. Comprendo que te alejaras del buen camino. Te he infravalorado, debí contarte todo desde el principio. Eres una mujer inteligente.
—¡Matadme de una vez!
—Pero si no es eso lo que quiero. Quiero ganarte para mi causa, quiero que de forma voluntaria te cuentes entre mis seguidores.
—Demostradlo. Dejad caer el cuchillo.
Él dirigió la mirada al cuchillo, y luego volvió a mirarla a ella. Por fin, lo dejó caer al suelo.
La mujer lo alejó con el pie.
—Y ahora quitad vuestra mano de mi hombro.
Él obedeció.
—¿Ves? Eres totalmente libre. Sólo quiero que me escuches. —Su voz era suave—. Déjame que te explique algunas cosas.
No iba a escucharle. No iba a dejar que emponzoñara sus palabras con veneno.
—¿Courtenay?
—Sí, mi niña.
—¡Sois escoria!
Se levantó de golpe y en tres zancadas alcanzó la ventana por donde saltó.
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