34

SE colocara como se colocara, le dolían los arañazos, le molestaban los moratones. Tenía a la pequeña en brazos. Posiblemente, fueran las últimas horas que pasaba con su hija. La respiración de Hawisia era constante, una respiración infantil regular, rápida. Se sentía segura con su madre. ¿Había notado que ella estaba cubierta de manchas azuladas?

Sir Latimer había tirado a Catherine por las escaleras, la había empujado con patadas y puñetazos escaleras abajo. Al final, en la puerta de la torre, había sujetado sus manos en alto y le había gritado:

—No vuelvas a engañarme nunca más, Catherine. —Sus rostros habían estado tan cerca que por un momento ella pensó que la iba a besar.

Nadie dormía, aunque todos estaban tumbados en sus jergones de paja. Había que descansar, se durmiera o no. Sería una tontería pasarse la noche dando vueltas de un lado para otro o mirando por la ventana. En un rincón de la cocina se oían murmullos. En el patio de armas del castillo hacía horas que se escuchaban hachazos y algunos gritos. Los hombres daban martillazos, pegaban las plumas en las flechas a la luz de las antorchas, acarreaban cestas llenas de piedras hasta el adarve de la muralla.

Catherine frunció el entrecejo Se oía un ruido bajo su colchón de paja.

¿Se lo estaba imaginando? ¿Sería que se había movido Hawisia? Contuvo la respiración, se quedó quieta, escuchó atentamente. El ruido se convirtió en un traqueteo. El suelo temblaba.

—¿Estáis oyendo eso? —preguntó Catherine.

—¿Qué? —susurró Ruth a su lado.

—¡En el suelo! Sólo se oye en el suelo.

Levantó la cabeza.

—El castillo tiembla.

—Quizás estén cavando un túnel. Tengo que decírselo a sir Latimer.

Catherine se puso de pie, apoyó la cabecita de Hawisia en su hombro y salió al exterior. No había ningún túnel. El traqueteo se oía claramente, pero no procedía de la tierra. Los hombres habían interrumpido su trabajo y escuchaban con atención el espantoso sonido.

—¡Se acercan las torres! —gritó alguien desde lo alto de la muralla. Y aunque todos sabían lo que significaba ese horrible traqueteo, siguieron inmóviles, en silencio, incapaces de moverse a causa del miedo, y escucharon atentamente.

Sólo se movió el capitán, que se situó en el centro del patio de armas.

—¡A mí mis hombres! —ordenó.

Unos bajaron corriendo por las escaleras de madera de las murallas, en lo alto de las torres desaparecieron algunas cabezas, otros abandonaron los grupos de hombres trabajando. El capitán esperó. Como si hubiera recibido una orden, un hombre se situó a su lado con una antorcha en la mano, para que se le viera bien. La luz hacía que las cicatrices de su rostro parecieran gusanos rojos; proyectaba sombras alargadas, transformando al pequeño hombre en un gigante.

Su mirada vagó por los congregados hasta que llegó el último de ellos. Luego introdujo su mano en el jubón de cuero y sacó un pergamino que elevó en el aire.

—¿Veis este contrato? Es habitual firmar acuerdos de este tipo con los jefes de los mercenarios. Se escriben dos veces las condiciones y se divide el pergamino en dos partes con un corte en zigzag. Uno puede demostrar su autenticidad con su parte, pues cuando se unen ambos trozos forman una unidad.

Acercó el pergamino a la antorcha. Asustado, el hombre que la sujetaba dio un paso atrás, pero ya era demasiado tarde, el contrato estaba ardiendo. El capitán miró con satisfacción el escrito que ardía en su mano. Luego lo arrojó al suelo.

—Ya no necesitamos este contrato. Si hoy luchamos, no lo haremos por el dinero. Lo haremos por nuestras vidas. He combatido con algunos de vosotros en Francia y en Italia. Sabéis que no conozco la cobardía. Y quiero que sepáis que hoy está en juego nuestro cuello. Espero no ver a ninguno de vosotros vacilar, o que vuestras flechas y saetas no acierten en su objetivo por no estar atentos. Quiero vivir, maldita sea, y vosotros también. ¿Queréis vivir?

Los hombres rugieron una respuesta.

—¡Está bien, id a vuestros puestos y proporcionarle al perverso arzobispo la mejor batalla que haya visto jamás! Debe sorprenderse de lo difícil que puede resultar asaltar un pequeño castillo como éste.

—Os equivocáis —dijo una voz profunda entre el júbilo de los hombres. Los arqueros y mozos de armas del capitán enmudecieron. Los hombres de Latimer se inclinaron para observar desde la muralla, el grupo de oyentes se hizo más numeroso. Sir Thomas Latimer salió por la puerta de la capilla. El traqueteo de las torres de asalto se aproximaba, pero él avanzó lentamente hacia los hombres.

—Os equivocáis —repitió. En su cota de armas roja destacaba la cruz que también se podía ver en las banderas del castillo. En sus brazos y piernas brillaban las protecciones metálicas, llenas de golpes y abolladuras. Era evidente que el caballero no se quedaba atrás en experiencia en el campo de batalla con respecto al capitán. Bajo su cota de armas se notaba la loriga, que le hacía parecer poderoso, invulnerable—. Si hoy lucháis, no estaréis defendiendo vuestras vidas. Se trata de mucho más. Estaréis defendiendo Inglaterra.

El asombro se dibujó en los rostros de los presentes.

—¿Creéis que el arzobispo de Canterbury necesitaría asaltar este diminuto castillo de Braybrooke si se tratara sólo de mí? ¿Creéis que rodarían torres de asalto ahí fuera? ¿Creéis que William Courtenay habría reunido a un ejército de caballeros para capturar al insignificante Thomas Latimer? Esta batalla que tenemos que librar hoy aquí no tiene nada que ver conmigo, con Braybrooke ni con ninguno de los caballeros aquí presentes. Tiene que ver con Inglaterra.

Los hombres se dirigieron miradas interrogantes entre sí.

—Hoy se decide si la idea de Courtenay es el futuro, un futuro en el que el clero de Inglaterra ejerce el poder, en el que el clero de Inglaterra decide lo que el pueblo puede saber acerca de Dios, para que así nadie le pueda demostrar cuánto se equivoca en su labor, o si nos sentimos libres para tener una relación personal con el Todopoderoso, cada uno de nosotros, una relación entre hombre y Creador. Ése es el motivo por el que el arzobispo teme a Braybrooke: aquí está el arma que puede vencerle, la única arma que puede liberar a Inglaterra de la tiranía de la Iglesia. Allí —señaló hacia la cancillería—, hay fragmentos de una traducción de la Biblia. Otros los he repartido por todo el país. Recuperaremos la palabra de Dios, el pueblo, los laicos, podremos leer los Testamentos y ver dónde se ha apartado la Iglesia del camino. Courtenay tiene en sus manos al hombre que puede terminar esta obra, el doctor Nicholas Hereford. Si hoy vencemos, él vivirá, podrá concluir la Biblia en inglés, y vosotros veréis la fuerza que tiene la palabra, muy superior a la de cualquier máquina de asalto, muy superior a la de cualquier espada o cualquier ballesta.

Extendió los brazos.

—¿Me veis sonreír? Sé que hoy sólo existen dos posibilidades: la muerte o la victoria de la reforma. La decisión sobre estas opciones la toma el ser más sorprendente, fuerte y real de este universo, y por eso no siento miedo. Dios luchará en nuestro bando. O nos hará perder. Pero, ¿qué podemos hacer si el Todopoderoso nos abandona? Entonces dará igual que estemos en el campo de batalla o tumbados en la cama, él decide nuestra muerte y la ejecuta. Estamos en sus manos. ¡Eso es bueno, hombres, es una buena noticia! Luchad con el corazón alegre. Estoy convencido de que Dios quiere esta reforma y que disipará la superioridad del enemigo, igual que el viento arrastra el polvo seco, si confiamos sólo en él.

—¡Sir —gritó un centinela desde lo alto de la torre del homenaje—, las torres de asalto están ya al alcance de nuestros disparos!

Latimer tendió la mano al capitán. Éste la apretó, haciendo una ligera inclinación en señal de asentimiento.

—Preparaos —dijo Latimer. Se acercó a los cuatro caballeros que estaban junto al pozo, cuyos escuderos les ayudaban a ponerse las armaduras.

Catherine tenía que ver las torres. Sería menos horrible si veía la realidad en lugar de escuchar el traqueteo. Subió a la muralla sorteando a los hombres. Jóvenes arqueros tensaban las cuerdas en sus arcos pintados de rojo y amarillo. Otros dejaban las ballestas listas para disparar. Catherine se apoyó en la madera entre dos almenas y miró en dirección al pueblo. Se quedó sin respiración. Las torres eran enormes. De lejos le habían parecido pequeñas. Eran tan altas como la muralla del castillo. Avanzaban amenazantes por el camino que llevaba a la fortaleza, llevando tras de sí una larga fila de hombres. Detrás de cada una iban más personas que las que había en el castillo en ese momento. Eran monstruosas. De sus laterales colgaban pieles, como si hubieran atropellado a los animales y hubieran recogido sus pellejos llenos de sangre como adorno. Las torres de asalto observaban al castillo con menosprecio, con perfidia. Amanecía, el cielo se coloreaba, y en el aire atronaba el crujir de las ruedas.

Latimer subió la escalera.

—¡Flechas de fuego! —ordenó.

Los arqueros extrajeron flechas de sus cinturones, las acercaron a las antorchas, tensaron los arcos, apuntaron y dispararon. Pequeñas llamas volaron hacia la primera torre. Acertaron en su cuerpo, clavándose en él. Sus llamitas temblaban desvalidas. Una segunda tanda de flechas chisporroteó hacia ella con el mismo acierto.

—¡Alto! —Latimer se frotó la barbilla—. Las pieles están empapadas en agua. No tiene sentido. —Miró hacia el patio de armas—. ¡Coged las lanzas!

Las torres dejaron atrás los estanques de las carpas. Entonces Catherine vio desde su atalaya una luz blanca. Azufre, sal gema, resina, cal viva: el fuego bizantino. Repton había dicho la verdad.

Detrás de los estanques, las torres se separaron. Siguieron rodando hacia el castillo. Sobre ellas aparecieron arqueros que tensaron sus arcos. Catherine se agachó en el último instante. Una oleada de flechas silbó por encima de ella y luego cayó sobre el castillo. Un joven arquero se derrumbó a su lado; un poco más atrás, un hombre cayó de espaldas al patio de armas. La batalla había comenzado.

Hawisia lloraba. Junto a Catherine, los arqueros se incorporaron, tensaron los arcos, dispararon. ¡Tenía que irse de allí! ¡Tenía que ponerse a cubierto! ¿Ponerse de pie en ese momento? Volvieron a llover flechas del cielo. Una gran sombra oscureció el adarve.

—¡Las pértigas! —rugió Latimer.

Los hombres trajeron de dos en dos largas y afiladas pértigas, y se refugiaron tras las almenas. Catherine levantó con cuidado la cabeza para mirar. La torre de asalto estaba a escasa distancia de la muralla. Una de sus paredes se desprendió, cayendo sobre las almenas. ¡Un puente! Catherine vio escudos con el borde de hierro, toda una pared de escudos, y detrás un caldero con fuego. Los escudos avanzaron.

Entonces los hombres del castillo apuntaron con sus largas pértigas hacia los atacantes y las movieron entre la multitud. Algunos cayeron al suelo desde lo alto de la torre.

—¡El caldero, volcad el caldero! —gritó alguien. Los hombres lo intentaron con sus pértigas.

—¡Atrás, atrás! —se oyó entre los enemigos.

A ambos lados de Catherine morían hombres atravesados por las lanzas y las flechas. Pero las pértigas consiguieron dar al caldero, éste se volcó y una masa incandescente se derramó por el interior de la torre de asalto. Los enemigos soltaron alaridos, golpeándose entre ellos con sus cuerpos quemados. En un instante, las llamas se extendieron por toda la torre.

—¡Aquí, aquí! —gritó Latimer. Se había bajado otro puente, pero los hombres de las pértigas ya yacían muertos en el adarve. De todas partes llegaron defensores, golpeaban con las espadas sobre los escudos de los atacantes, se dejaban apuñalar. El propio Latimer aferró una pértiga y la empujó contra el enemigo. De nuevo se volcó el contenido del caldero en el interior de la torre. Los hombres se quemaron, la estructura de madera ardió.

Una voz conocida dio una orden delante del castillo. Catherine miró hacia abajo. Courtenay extendía los brazos hacia la torre en llamas. Iba a caballo y llevaba una cota de armas al igual que Latimer, sólo que era amarilla con círculos rojos. Por orden suya los enemigos acercaron la torre en llamas a las murallas.

—¡Cuidado! —gritó Catherine. Nadie la oyó. Corrió agachada para advertir a Latimer—. ¡Están acercando la torre, va a arder la muralla!

—¿Qué haces aquí con la niña? —Thomas le ordenó que abandonara la muralla. Como ella no le hizo caso, la aferró del brazo y la arrastró escaleras abajo. Antes de que hubieran llegado a la parte inferior, la muralla ya estaba ardiendo a la altura de la segunda torre, y la tercera torre derramaba la masa de fuego sobre el adarve sin que nadie se lo impidiera. Allí no quedaba ningún defensor con vida.

Thomas soltó a Catherine y corrió hacia los caballos. Montó, se puso el yelmo que le alcanzó un escudero y cerró la visera, que acababa en punta y estaba provista de orificios. Al caballo también le pusieron una testera, transformándose en una langosta de acero. Sobre su cuerpo ondeaba la tela roja con la cruz dorada. Thomas miró a ambos lados e hizo un gesto de asentimiento a sus hombres, que también se habían transformado en monstruos amenazantes. Picos plateados sobresalían de sus rostros, cuernos se elevaban al cielo, de los hombros y codos salían aguijones.

El escudero entregó a Thomas un martillo afilado, él lo sujetó a su cintura. Luego le dio una gigantesca espada, y el caballero la guardó en una vaina que llevaba a la espalda. Por último, agarró la lanza.

Catherine miró a lo alto de la muralla. Allí el capitán rugía y, rodeado de un pequeño grupo de supervivientes, lanzaba golpes de espada contra los atacantes. Por todas partes, trepaban hombres entre las almenas, abarrotando el adarve. El capitán acometía, golpeaba y avanzaba. Junto a él, sus hombres morían uno tras otro, y con sus miembros amputados caían al patio de armas. Al final quedó el capitán solo frente a una multitud. Blandía la espada en el aire, arremetiendo contra el enemigo, hasta que fue acorralado contra una almena. Con un grito de furia, se lanzó contra sus atacantes y desapareció entre ellos.

—¡Adelante! —gritó Latimer—. ¡Abrid la puerta!

Su voz sonó amortiguada a través del yelmo. La puerta se abrió, y los cuatro caballeros espolearon a sus caballos.

El castillo de Braybrooke ardía. Ruth, que corría con un cubo de agua a lo alto de la muralla, fue abatida por los enemigos. El ejército de Courtenay irrumpió en la pequeña fortaleza.

Dios había decidido que fueran destruidos. No había escuchado las oraciones de Latimer. Catherine retrocedió. Se acordó de la torre del homenaje. Corrió hacia la puerta, entró y la cerró a sus espaldas. Subiendo los escalones de dos en dos, llegó hasta arriba, a la plataforma superior. Aquél sería el último sitio a donde llegarían los enemigos. Miró hacia el patio de armas, cubrió la cabeza de Hawisia con la mano, protegiéndola.

¿Dónde estaban?

El patio de armas estaba cubierto de cadáveres, pero los hombres que antes estaban allí habían desaparecido. En ese momento, los últimos salían por la puerta.

Se oyó un toque de corneta. Catherine miró hacia los campos. Latimer embistió con su enorme espada contra un grupo de atacantes, se liberó del cerco a golpes, embistiendo con furia. Luego corrió en su caballo rojo por la llanura hacia un ejército de caballeros que avanzaba hacia Braybrooke atronando, como un artefacto metálico, luminoso. ¿Se iba a enfrentar él solo a ese ejército? En medio de los caballeros, se alzaba un estandarte en una lanza, tenía que ser el jefe del ejército, el banneret. ¿Había conseguido Courtenay atraer a un banneret a su causa? En toda batalla de los ingleses, los caballeros tenían que someterse a los escasos bannerets que existían, eran los caballeros más experimentados en la lucha que el país podía ofrecer, un pequeño número de hombres excepcionales.

Catherine acariciaba sin parar la cara de Hawisia, aunque era imposible consolar a la pequeña, que no paraba de gritar. Y, de pronto, comprendió. La bandera del banneret era blanca, cruzada por líneas rojas. Era William Nevill.

Courtenay estaba inmóvil, su caballo también estaba quieto. Agarraba las riendas con fuerza, clavando las uñas en el cuero. Había conseguido incendiar el castillo de Braybrooke. ¡Lo había asaltado, había vencido! Y ahora Thomas Latimer corría hacia su amigo, y Nevill aparecía con un gran ejército. Los Caballeros Cubiertos. Así pues, estaban dispuestos a defender su herejía públicamente con espada firme. Y él, el arzobispo de Canterbury, debía darse prisa para salvar la vida.

Se agachó hacia Sligh.

—Quiero que lleves al doctor Hereford a Londres, a la casa que ya sabes.

—¿Entonces puedo salvar el pellejo? Muy bien. Aquí se va a poner la cosa fea.

—Que te proporcionen dos caballos. ¡Y no toques al viejo!

Era curioso. Siempre que había querido torturar al hereje en los días anteriores, algo se había interpuesto, al menos eso había pensado durante un tiempo, hasta que se dio cuenta de que la causa estaba en sí mismo, que no podía torturar al doctor. Quería conseguir la admiración, la simpatía de ese hombre. De un modo extraño no podía soportar su desprecio. Deseaba conquistarle. Lo conseguiría. En Londres tendría mucho tiempo para trabajar en su dura corteza. No había sufrido una derrota completa. Había causado un daño considerable a Latimer, y tenía al doctor en su poder.

Courtenay giró el caballo.

—Alan —dijo—, coge tu arco, monta en un caballo y sígueme.

Sligh preguntó:

—¿Vamos los tres a Londres?

¡Ese gusano no había entendido nada!

—Tu viaje es secreto, estúpido. No te dejes ver en ningún sitio. Si los herejes se enteran de dónde estás, estarás muerto. Por tanto, defiende tu propia vida manteniéndote en lugares escondidos. Alan y yo cabalgaremos hasta Canterbury.

—Cabalgaréis. Suena bonito. Pero yo lo llamaría de otra forma, yo diría que huís. —Y Sligh se subió al caballo detrás de él, se agarró a la barriga de Courtenay y gritó—: Bueno, puedes llevarme hasta el campamento. ¡Arre, arre!