16
CATHERINE cortó en la cortina un pequeño agujero con las tijeras y miró a través de él. Podía ver toda la habitación. Ahora podría enterarse de lo que ocurría en el calefactorio sin que los agustinos descubrieran su curiosidad. ¡Había tanto que aprender allí! Los monjes elaboraban tinta y trabajaban las pieles de animales con piedra pómez para poder escribir sobre ellas. Untaban grasa a sus zapatos y comentaban los acontecimientos que ocurrían en el país. Los mensajeros que llegaban de largos viajes ponían sus vestimentas a secar sobre las estufas. Incluso el abad se dejaba caer de vez en cuando por el calefactorio. ¿Había pensado en ello Courtenay cuando le había adjudicado el sitio donde debía instalar su taller? ¿Esperaría que ella escuchara las conversaciones y luego le informara de todo?
Casi todos los días le hacía algún regalo. Comenzó con esa estancia. Por indicación del arzobispo, los agustinos separaron el final del calefactorio con una cortina y le proporcionaron mesas, un taburete para sentarse, paja para la noche y velas de sebo. En otra parte del castillo, Alan compartía con dos mozos de las caballerizas una estancia que no se calentaba. Pasaba mucho frío por las noches. En cambio, el calefactorio se mantenía caliente mediante estufas cuyo calor se repartía por espacios huecos detrás de sus paredes. Las piedras estaban calientes en cualquier sitio donde uno se apoyara o se sentara.
Courtenay le proporcionó herramientas, platillos para pulir las lentes, vidrio, vestidos y una criada que barría y recogía las virutas y los restos de cristal. Encargó a Londres un banco de pulir. ¡El penoso pulir el cristal en los platillos y el dolor de muñecas se habían acabado! Sólo tenía que girar la manivela que había a un lado de la máquina para poner en movimiento una rueda que tiraba de una cuerda que corría por varios rodillos y movía un huso. Parecía un milagro las veces que el huso giraba cuando ella daba una sola vuelta a la manivela sobre su propio eje. También su vida, en aquel momento, le parecía un auténtico milagro.
Se deslizó al otro lado de la cortina. En el calefactorio el aire era más denso. ¿Dónde estaba el agujero? ¿Lo verían los agustinos cuando acudieran a trabajar por la mañana? Costaba cierto trabajo encontrarlo. Cuando lo descubrió, miró su taller a través de él.
—Ahí vivimos nosotros, Laurence.
Vislumbró su vida como si estuviera mirando a través de una ventana, y en ella reinaba un magnífico orden. Las herramientas estaban alineadas sobre las mesas. Un fino paño de lino cubría el banco de pulir. Tres velas de sebo bañaban la estancia con una cálida luz amarilla.
En pocas semanas, había encontrado un nuevo hogar. Y su trabajo se veía reconocido. Courtenay atraería a nuevos compradores, conocía a toda Inglaterra. Hombres famosos y damas nobles y ricas viajarían hasta allí para probar las lentes de Catherine, y a los que no pudieran ir, el arzobispo les enviaría las lentes con mango, los denominados monóculos, y las piedras de lectura, llamadas oculares, que Catherine fabricaba.
No se atrevía a decirle que llevaba un niño en su vientre. Se lo impedía un cierto temor que ni ella misma entendía. Laurence constituía un vínculo con su vida anterior. ¿Le atemorizaba que Courtenay pudiera tener conocimiento de esa vida y considerara entonces que la trataba demasiado bien? ¿O le preocupaba que pudiera ver a Elias como un rival, un adversario, y que el niño levantara un muro entre él, el protector, y ella, la protegida?
Se alejó de la cortina. Un aliento frío le recorrió la espalda. Se le erizaron los cabellos de la nuca. En el calefactorio había algo espantoso. Algo que no debería estar allí, algo diabólico.
Se dio la vuelta lentamente, confiando en que desapareciera cuando ella lo mirara. Pero allí estaba: tres llamas que bailaban en la pared.
Llamas invertidas.
Espíritus malvados reían maliciosamente sin hacer ruido. Catherine se santiguó. Las luces no se apagaron.
—Cristo Jesús, ayúdame —susurró. Las llamas temblaban y brillaban, su espíritu demoníaco se expandía por la habitación y amenazaba a Catherine—. ¡Desapareced, en el nombre de Jesús! —exclamó.
El sudor le cubría todo el cuerpo.
—Pater noster, qui es in caelis, sanctificetur nomen tuum. —Sus labios temblaban—. Adveniat regnum tuum.
En ese momento, alguien llamó a la puerta. Catherine saltó hacia atrás del susto. La cortina la atrapó: una bestia que la había estado acechando por detrás. Catherine se liberó de ella.
Volvieron a llamar. Las llamas habían desaparecido.
—¿Quién es?
Ninguna respuesta.
Se deslizó hacia la puerta. Si el visitante había espantado a los demonios, no podía ser el propio diablo.
Alguien dio un golpe.
—¡Abre! —Era la voz de Repton.
—¿Qué queréis? Es muy tarde.
—Abre.
—¿No podéis esperar hasta mañana?
—Es urgente. Tengo que contarte una cosa.
En las últimas semanas, Repton no había desaprovechado ninguna ocasión de tocarla como por casualidad. Se apretaba contra ella en las puertas estrechas, cuando la visitaba en el taller le alcanzaba las tenazas o el compás rozándole la mano. A ella no le gustaba cómo la miraba. Debía pensar que compartiría el lecho con él en agradecimiento por su intercesión ante el arzobispo.
—Sir Repton, sabéis que no os voy a dejar entrar.
—Me debes algo, y me lo voy a cobrar.
—Os ruego...
—Ya está bien de que me tomes por un loco. Sabes perfectamente lo que me prometiste entonces, tus miradas lo decían, y viste que yo lo entendía. Yo le hablé bien de ti a Courtenay. ¡Ahora cumple tu parte del trato!
—No puedo.
—Alguna vez te sorprenderé cuando hayas olvidado echar el cerrojo. Confía en ello.
—Por favor, dejadme... —Catherine temblaba.
—¿Por qué te haces la remilgada?
—Estoy embarazada. Perdería el niño.
—¿Llevas un niño en tu vientre?
—No lo sabe nadie, excepto Alan, mi hermano.
—Bien, está bien que me lo digas. —Repton parecía más calmado—. ¿Cuándo vendrá al mundo?
—En primavera.
—Esperaré hasta entonces. No quiero causarte ningún mal.
—Gracias.
—Cuando nazca, compartiremos el lecho. ¡Júralo!
Ella vaciló.
—¡Júralo!
—¡Sí!
—Buenas noches, Catherine. —El cuero crujió. Los pasos se alejaron.
¿Qué había hecho? Le había revelado su punto débil a su enemigo. Y había hecho una repugnante promesa. ¡Habían sido los demonios, ellos la habían hecho hablar así!
Catherine retiró las pajas que había en el suelo junto a su cama, y cayó de rodillas. No podía salir, no podía confiar en Repton. Y allí dentro estaba el maligno. ¡Si supiera más oraciones! Las que conocía no serían suficientes para una noche larga y oscura.
Sobre el monasterio de los agustinos el sol de la mañana se elevaba con su luz azulada y fresca. Se escondía tras unas leves nubes que cubrían todo el cielo. Los hombres andaban de un lado a otro como en sueños, y los animales miraban fijamente hacia delante en lugar de comer. La escarcha se extendía por el suelo como una capa de plata sobre la hierba, los tejados y los caminos.
Alan tiritaba, el frío traspasaba la fina camisa y le congelaba las piernas. Observó la pradera que se extendía desde el establo para los caballos hasta el muro del monasterio. Sus dos compañeros de habitación habían aceptado llevar los animales al prado, y desde que se habían marchado, hacía una hora, no habían regresado todavía. Claro que no. Dejaban que Alan limpiara el estiércol del establo.
Hundió la horquilla bajo los excrementos de caballo helados sobre el suelo y los despegó. La mitad de la carga se amontonaba junto a una banasta. Fue recogiendo las boñigas una a una y echándolas en la cesta. El olor le causaba picor en la nariz y al mismo tiempo le irritaba la garganta.
No cabía más por mucho que se empeñara. Alan cargó el cesto sobre sus hombros y lo llevó hasta el montón de estiércol. Con gran esfuerzo, lo volcó. Los excrementos de caballo cayeron sobre el montón. Vio al portero. En las últimas semanas se habían convertido en grandes amigos. Precisamente por eso quería mantenerse alejado, pues estaba de mal humor y no quería descargar su furia sobre él.
Un gesto burlón contrajo los labios hinchados, de formas femeninas, del portero.
—Qué espanto que todo esté helado, ¿verdad?
Alan gruñó en señal de afirmación y clavó la horquilla en el estiércol sin levantar la mirada.
—¿Otra vez te dejan a ti el trabajo sucio?
—¿Qué trabajo sucio? Limpiamos el estiércol todos los días.
—Limpiamos —dijo el portero, chasqueando la lengua—. Ya veo.
—¿Qué esperabas? ¿Camaradería entre los criados?
—Me sorprende que no te enfades.
Veía claramente que Alan estaba furioso. Cada uno de sus movimientos estaba impulsado por la fuerza de su rabia contenida. Alan podía imaginar el aspecto que presentaba: el rostro enrojecido y hosco, los nudillos blancos de cargar la horquilla. ¿Por qué decía su amigo esa tontería cuando su ira era evidente?
El portero se acercó a él. Agarró la horquilla y la sujetó con fuerza.
—¡Venga, habla! Si no lo sueltas, reventarás.
—Déjalo —refunfuñó Alan—. No necesito ninguna niñera.
—No, pero sí un amigo.
—¿Qué quieres de mí?
—Dime qué es lo que te enfurece.
—Como quieras. ¿Puedes decirme por qué Catherine siempre tiene más suerte? Se casa con un acomodado maestro artesano, mientras yo aro con gran esfuerzo un pequeño campo. Yo estoy sólo porque no me quieren entregar como esposa a la mujer que amo, y ella se acurruca cada noche en los brazos de su esposo. A los dos nos afecta la maldición. ¿Qué ocurre entonces? El arzobispo la colma de favores, y yo limpio el estiércol del establo. Todos los días me levanto con la nariz congelada. Cath duerme bien caliente en el calefactorio. A mí me empujan de un lado para otro, a ella la alaban por su trabajo con las lentes. ¿Qué he hecho para merecer tanto mal en mi vida?
—Entiendo. —El portero se rascó la barriga pensativo—. ¿Hay algo que sepas hacer especialmente bien?
—No, olvídalo. Así no se consigue nada. Eso ya me lo preguntaron al no hacer progresos con la espada. Me acordé entonces de mi viejo caballo, y dije que me manejaba bien con los caballos. ¿Me dejaron ser mensajero? No. Mira a dónde me han traído.
—¿Cuánto tiempo entrenaste con la espada?
—Una semana. Realmente, no valgo. Todas esas tonterías de lanzar sobre muñecos de madera y saber de antemano dónde te van a dar... Yo no sirvo para eso. Dijeron que ni siquiera le podría cortar el brazo a un espantapájaros.
—¿Así que tu problema es la puntería?
—Dame una buena piedra, y desde aquí le daré a la aguja de la catedral.
—¡Bromeas!
—Lo digo en serio. Pero, ¿de qué me sirve eso? ¿Puedo ofrecerme para trabajar como lanzador de piedras?
—Como lanzador de piedras, no. Ven conmigo.
Al portero le entraron de pronto muchas prisas. Apoyó la horquilla en la pared del establo y corrió hacia los talleres. Alan lo siguió.
—¿Qué ocurre?
—Si David te da trabajo se acabarán tus problemas.
Junto al recinto de los gansos donde Alan y su hermana habían caído el día que llegaron había una zona alargada entre el muro del monasterio y la fila de edificios que albergaban la carpintería, la herrería y el tejar. Al final de ese campo habían colocado unas dianas como enormes colmenas trenzadas en las que se habían pintado círculos rojos y negros. Unos hombres estaban sentados al borde del campo. Calentaban cera en un puchero e introducían en ella hebras de lino. Tras ellos, en la pared trasera del tejar, se apoyaban varas pintadas de vivos colores de la altura de un hombre.
El portero se dirigió a un hombre arrugado y de pelo cano.
—David, aquí te traigo a alguien a quien puedes formar como arquero.
El hombre observó a Alan fijamente.
—Es demasiado mayor. Tráeme a un niño de nueve años, y haré algo de él.
—Tengo veinticuatro años —dijo Alan—. Todavía puedo aprender.
—Naturalmente. Preséntate ante sir William Nevill en Nottingham, y te enseñarán a tensar una ballesta y a dispararla. Quizás necesiten a alguien.
—¿Y tiro con arco? —preguntó el portero.
—El tiro con arco se aprende de niño. Para un adulto es demasiado tarde.
—Una lástima.
Alan apoyó los pies en el suelo con fuerza.
—Dejadme lanzar una sola flecha. Dejadme demostraros que puedo hacerlo.
David sacudió la cabeza.
Pero los hombres gritaron:
—¡Venga, deja que nos riamos! Déjale lanzar.
David se puso de pie suspirando y tomó una de las varas de la pared. De entre su vestimenta, sacó una pequeña bolsita de la que extrajo una cuerda enrollada. Fijó un extremo de la cuerda en la hendidura que había en la pieza de asta de la punta de la vara, luego dejó caer todo el peso de su cuerpo sobre la vara para curvarla, y fijó el otro extremo de la cuerda en la otra pieza de asta. Lo hizo muy deprisa, demostrando gran pericia y que dominaba todos aquellos movimientos. Agarró una protección de cuero para el brazo y se la dio a Alan junto con un guante.
Alan quiso ponérselos, y los hombres se echaron a reír. Se detuvo.
David le señaló el brazo izquierdo.
—Van aquí, no en el otro lado. Te protegen de la cuerda del arco cuando vuelve a su posición.
El cuero frío en su brazo le resultó un extraño contacto. Las costuras del guante le apretaban entre los dedos. David le entregó el arco. Pesaba mucho. Alan no había pensado jamás que un arco pudiera pesar tanto. Tiró un poco de la cuerda a modo de prueba. Estaba tan tensa que apenas se movió. David le entregó una flecha. También la flecha tenía un peso considerable. Estaba rematada en una punta de hierro y tres plumas blancas en el extremo posterior.
¿Qué hago aquí?, se preguntó Alan.
En el centro del arco había hilo enrollado alrededor de la madera, lo agarró por allí. Avanzó unos pasos hacia el centro del campo. Los blancos se habían alejado de pronto, huían de él.
Alan alzó el arco y colocó la flecha. Encajó bien en la cuerda. A la altura de los ojos lo acercó a su cara e intentó tensar la cuerda.
—¡Un momento! —dijo David—. La flecha debe estar a la derecha del arco.
A Alan empezaba a doler le el brazo. Situó la flecha al otro lado del arco y tiró de nuevo de la cuerda.
—¡Tira hasta la oreja!
¡Hasta la oreja! ¡Si apenas llegaba hasta la boca! Tenía que dar en el blanco. Es sólo una piedra, se decía Alan a sí mismo. Sólo voy a lanzar una piedra, nada de importancia.
Oyó que el portero preguntaba a qué distancia estaba el blanco.
—A cien yardas.
¡Cien yardas! Sintió que la fuerza de su brazo disminuía. ¡Por May!, pensó. Tiró de la cuerda y disparó. Se oyó un leve silbido, luego un sonido sordo al dar en la diana.
—¡Imposible! —dijo David con voz apagada.
Los hombres se pusieron de pie de un salto y corrieron hacia el final del campo.