Capítulo 26
El teniente Chee encontró dos avisos de llamada esperando en su despacho cuando llegó. Una era de Leaphorn, pidiéndole que le llamara al motel. La segunda era de Janet Pete. Decía: «Hoy se efectúa el examen del águila. Llámame, por favor».
Chee aún no estaba preparado para eso. Marcó primero el número de teléfono de Leaphorn. El día antes, el Teniente Legendario tenía previsto mostrar a Krause la lista de objetos encontrados en el Jeep. Quizás hubiese descubierto algo.
—¿Ha desayunado? —preguntó Leaphorn.
—No estoy para desayunos —dijo Chee—. ¿Qué se trae entre manos?
—¿Pues por qué no se reúne conmigo para tomar un café en el comedor del motel? Quiero volver a Yells Back Butte. ¿Puede venir conmigo? Creo que necesitaré a un agente de policía.
—¡Quiere que un policía vaya con usted! —exclamó Chee—. ¡Caramba!
Primero sintió cierto alborozo, pero su júbilo se transformó rápidamente en decepción. El Teniente Legendario lo había hecho de nuevo. Había resuelto el rompecabezas de quién había abandonado el Jeep. Había mantenido la leyenda. Una vez más, se había adelantado a Jim Chee.
—De acuerdo. Estaré allí en diez minutos.
Leaphorn se había sentado a una mesa próxima a la ventana y untaba mantequilla en una pila de panqueques. Tras desdoblar la nota, la puso sobre la mesa enfrente de Chee.
—Enseñé la lista a Krause —dijo—. Tuvo dos o tres sorpresas.
—Vaya —dijo Chee, poniéndose ligeramente a la defensiva. Él no había advertido nada de particular.
—Casi todo el material técnico nos rebasa —dijo Leaphorn—. Este soplador de aquí, por ejemplo, y este envase de cianuro de calcio. Deduje que era tan sólo uno de sus mata pulgas. Resulta que hoy en día ya no se utiliza, excepto en algunas circunstancias inusuales. —Levantó la cabeza, miró a Chee—. Por ejemplo, en caso de que se necesitara aniquilar a toda una colonia de marmotas de las praderas.
Chee se apoyó en el respaldo de su silla, comprendiendo de nuevo por qué sentía admiración por Leaphorn en lugar de resentimiento. Aquel hombre le estaba ofreciendo la oportunidad de descubrirlo por sí mismo. Y, por supuesto, así lo hizo.
—Como, por ejemplo, la colonia con la que está trabajando el doctor Woody.
Leaphorn sonrió abiertamente.
—Lo mismo he pensado yo —dijo—. No creo que a Woody le guste que sepamos esto.
Chee asintió y esperó. Sabía, por la expresión de Leaphorn, que aún había más.
—Y después hay otra cosa —añadió Leaphorn—. Pregunté a Krause por qué había dos palas de mango largo en el Jeep. Me dijo que todo el mundo llevaba una para excavaciones, aparte de para cuando uno se queda hundido en la arena. Pero sólo una.
Chee se recostó una vez más sobre el respaldo de su silla, considerando el asunto.
—Sería útil tener una pala si se quisiera cavar una tumba.
Leaphorn asintió.
—Yo pienso lo mismo. Quizá la cogió sin saber que había una en el Jeep.
—Pues entonces deberíamos reconocer los parajes donde resulte fácil cavar entre Yells Back Butte y el lugar donde apareció abandonado el Jeep, y buscar tierra removida.
—Iba a proponer lo mismo —dijo Leaphorn.
—También pediré que pregunten si alguien ha visto huellas de bicicleta a lo largo del camino de Goldtooth. Pero no tenemos muchas probabilidades de que se encuentre alguna. Está todo demasiado seco.
Sus palabras hicieron levantar las cejas a Leaphorn.
—¿De bicicleta?
—Vi que Woody tenía instalado un porta-bicicletas en la parte trasera de su camioneta-laboratorio —dijo Chee—. Y estaba vacío.
Leaphorn golpeó con su mano la mesa, haciendo vibrar su plato.
—Debo estar envejeciendo —dijo—. ¿Cómo se me ha pasado por alto?
—No sería difícil recorrer esa distancia en bicicleta —dijo Chee—. Tras abandonar el Jeep, pudo utilizarla para regresar a Yells Back. Quizá saltó del Jeep a las rocas, cogió la bicicleta y la llevó a hombros hasta el camino.
—Seguro —dijo Leaphorn—. Sin duda pudo hacerlo así. Pero hubiera resultado un tanto engorroso cargar al mismo tiempo con una pala. He estado ciego.
Chee lo dudaba mucho. Eso recordó a Chee un programa de televisión que había visto sobre la búsqueda de huevos de Pascua en el césped de la Casa Blanca, en el que el hermano mayor simulaba no ver los huevos para que fuese el pequeño quien los encontrase.
La camarera se les acercó para preguntar si deseaban algo más. Pero, de pronto, ambos tenían prisa.
Cogieron el coche patrulla de Chee y, a toda velocidad, descendieron por la Arizona 264, giraron a la derecha en el camino de Goldtooth, traqueteando sobre los baches.
—Esto me recuerda a los viejos tiempos —dijo Leaphorn—. Nosotros dos trabajando juntos.
—¿Lo echa de menos? Me refiero a lo de ser poli.
—Echo en falta esta parte del trabajo. Y a la gente del cuerpo. Pero no echo de menos la parte burocrática. Apuesto a que usted tampoco.
—La detesto —dijo Chee—. No sirvo para eso.
—Es lo que le toca ahora —dijo Leaphorn—. Generalmente, cuando has hecho eso por un tiempo, te ofrecen el puesto fijo. ¿Lo cogería?
Chee condujo un rato sin dar una respuesta. Las nubes ya se estaban arremolinando, formando flotas de grandes barcos blancos sobre un cielo teñido de azul oscuro. A última hora de la tarde se habían apilado lo suficientemente alto como para producir algunas gotas dispersas de lluvia. Por la tarde, comenzarían las lluvias. Y venían con bastante retraso.
—No —respondió Chee—. Creo que no.
—Cuando me enteré de que había solicitado este ascenso, me pregunté por qué —dijo Leaphorn.
Chee le miró de reojo. Sólo vio su perfil. Leaphorn observaba las nubes.
—Creo que es perfectamente capaz de adivinar por qué. En parte por el prestigio y principalmente por el dinero.
—¿Para qué lo necesita? Todavía vive en ese viejo y mohoso remolque, ¿verdad?
Chee decidió darle la vuelta al interrogatorio.
—¿Cree que me ofrecerán el puesto?
Un largo silencio.
—Probablemente no.
—¿Y eso por qué?
—Sospecho que los que mandan no le considerarán un buen fichaje para el equipo. No se llevaría bien con las demás fuerzas de seguridad —dijo Leaphorn.
—¿Alguna de ellas en concreto?
—Bueno, quizá el FBI.
—Vaya —dijo Chee—. ¿Qué ha oído?
—Me he enterado de que el FBI se lo pensaría dos veces antes de comentar asuntos delicados por teléfono con usted.
Chee se rió.
—Es increíble —dijo—. ¡Cómo corren las noticias! ¿Se ha enterado esta mañana?
—Ayer mismo, por la noche —dijo Leaphorn.
—¿Quién se lo dijo?
—Kennedy me llamó desde Albuquerque. ¿Le recuerda? Trabajamos con él en una o dos ocasiones y, después, el FBI le trasladó de oficina. Me preguntaba sobre un asunto que estábamos estudiando antes de mi jubilación. Él se jubila también a final del año y quería saber si me gustaba la vida civil. También preguntó por ti. Y me dijo que te habías creado unos cuantos enemigos. Así que quise saber cómo lo habías conseguido.
—Y él dijo que yo había grabado una llamada telefónica sin permiso. Violando, por tanto, un estatuto federal.
—Exacto —dijo Leaphorn—. ¿Es cierto?
Chee asintió.
—Entonces, me alegro de que no quieras ese ascenso —dijo Leaphorn—. ¿Lo decidiste antes o después de poner en marcha el magnetófono?
Chee reflexionó por un momento.
—Antes, creo. Pero no lo puedo decir con certeza.
Subieron por la pista hacia el otero de Yells Back, circundaron una barrera de pedruscos derrumbados y se encontraron engolfados entre cabras. Y no sólo cabras. Allí, al lado del camino, les observaba una mujer entrada en años, que montaba un gran caballo ruano.
—Mala suerte —dijo Leaphorn. Se apeó del coche patrulla, dijo «Ya'eeh te'h» a la señora Notah y se presentó, recitando su número de placa, su origen y los clanes a los que pertenecía. Después le presentó a Jim Chee por sus clanes paterno y materno y como miembro de la Policía Tribal Navajo en Tuba City. El caballo miró desconfiadamente a Chee, las cabras les rodeaban por todas partes y la señora Notah correspondió a su cortesía.
—Tuba está muy lejos —dijo la señora Notah—, y yo ya les he visto a ustedes por aquí. Debe ser porque el otro policía fue asesinado en este lugar. O porque los hopis vinieron a robar nuestras águilas.
—Y eso no es todo, abuela —dijo Leaphorn—. Una mujer que trabajaba para el Ministerio de Sanidad vino aquí el día que asesinaron al policía. Desde entonces, nadie la ha vuelto a ver. Su familia me pidió que la buscara.
La señora Notah esperó un poco para ver si Leaphorn tenía algo más que decir. Entonces, ella dijo:
—No sé dónde está.
Leaphorn asintió.
—Dicen que usted vio a un skinwalker cerca de aquí. ¿Fue el mismo día en que asesinaron al policía?
La anciana asintió con la cabeza.
—Sí. Fue el día que llovió. Ahora que lo pienso, podría haber sido uno de los que ayudan al hombre que trabaja en esa gran caravana.
Chee contuvo el aliento. Leaphorn dijo:
—¿Por qué piensa tal cosa?
—Después de aquel día, vi a ese hombre salir de su casa con un traje blanco en la mano. Subió la cuesta y cruzó el bosquecillo de enebros. Luego se puso el traje y una capucha blanca en la cabeza —la mujer rió—. Creo que es un ritual para alejar las enfermedades. Vi algo parecido en la televisión.
—Me parece que está en lo cierto —dijo Leaphorn. Y, a continuación, pidió a la señora Notah que intentara decirles todo cuanto hubiera visto y oído aquella mañana en los alrededores de Yells Back Butte. Así lo hizo ella y el asunto llevó bastante tiempo.
La señora Notah se había levantado antes del amanecer y, tras encender su estufa de propano y prepararse un café, había desayunado pan frito. Después, ensilló su caballo y montó en él. Mientras estaba juntando el rebaño de cabras, oyó el motor de una furgoneta que subía por la pista hacia el despeñadero. Al amanecer, vio a un hombre que subía por el collado y desaparecía hacia la cima.
—Pensé que sería uno de esos hopis que atrapan águilas, que quería capturar una. Solían venir mucho por aquí arriba antes de que el gobierno cambiara la línea fronteriza. Yo había visto a ese mismo hombre la noche anterior, limitándose a observar —dijo—. Así es como solían trabajar esos cazadores. Al día siguiente, volvían antes del amanecer y subían para capturar un águila.
Chee preguntó:
—¿Ha hablado de esto con alguien?
—Me encontraba cerca de la pista cuando llegó un coche de la policía. Dije al agente que pensaba que los hopis tenían intención de robar otra vez un águila.
Chee asintió. La señora Notah había sido la fuente confidencial de Kinsman.
Lo siguiente, en la narración de la señora Notah, fue la llegada de un Jeep negro.
—Corría demasiado rápido por esas rocas —comentó—. Me dije que debía ser la joven del pelo corto, pero no llegué a verla.
—¿Por qué la mujer del pelo corto? —preguntó Leaphorn.
—La había visto conduciendo ese mismo coche en otra ocasión. Conduce demasiado deprisa. —La señora Notah hizo énfasis en su desaprobación negando con la cabeza—. Después tuve que ir a por esa cabra de ahí —dijo, señalando a un macho blanco y negro que había descendido casi hasta el final del camino—. Una media hora después, cuando llevé las cabras hacia arriba, cerca del otero, vi que alguien se movía detrás de los árboles y luego advertí que era el hombre del traje blanco.
La mujer hizo una pausa, recompensando después a los dos agentes con una sonrisa forzada.
—Entonces me ausenté por un rato y, cuando regresaba a por las cabras, oí un coche que subía poco a poco la cuesta. Era un coche de la policía y me dije para mis adentros: ese policía sabe cómo conducir por las rocas. Cuando estaba con el rebaño, vi que el hombre que trabaja en esa caravana se dirigía al hogan del viejo Tijinney. Se metió dentro, y pensé que bilagaana no sabía que era el hogan de un muerto, o quizá sea el skinwalker. O un brujo, porque a él le traen sin cuidado los chindis.
—¿Qué hacía ese hombre? —preguntó Leaphorn.
—Desde donde yo estaba no pude ver gran cosa de lo que pasaba al otro lado del muro —dijo la mujer—. Pero cuando salió, vi que llevaba una pala.
Chee aparcó el coche patrulla sobre el montículo que daba al hogan del difunto Tijinney. Descendieron juntos. Chee cogió la pala del maletero del coche y se quedó mirando la piedra caída. El suelo, de tierra compacta, estaba lleno de trozos del tejado, de hojas traídas por el viento y de escombros que los vándalos habían dejado. El suelo era plano y liso, a excepción de media docena de agujeros y de la excavación, ya cubierta, donde había estado el hogar.
—Debe estar aquí —dijo Chee, señalando el lugar. Leaphorn asintió.
—No he hecho más que estar sentado en el coche durante toda la semana. Déme la pala. Necesito un poco de ejercicio.
—¡Qué dice! —exclamó Chee bromeando. Pero acabó por entregársela.
Para un navajo tradicional como Chee, cavar en busca de un cadáver en el hogan de un difunto no era una tarea que se hiciera a la ligera. Requería, al menos, un baño de sudor, y más adecuadamente, una ceremonia de sanación, para que el violador del tabú recobrara la condición de hozho.
—No es difícil cavar aquí —dijo Leaphorn, vaciando a un lado la sexta palada. Pocos instantes después se detuvo, dejó la pala y se acuclilló al lado del hoyo. Después continuó excavando con las manos.
Leaphorn se giró y miró a Chee.
—Creo que hemos encontrado a Catherine Pollard —dijo. Sacó un antebrazo envuelto en el plástico blanco del traje RPPA de la mujer y sacudió la tierra que lo cubría—. Todavía lleva sus guantes de doble protección.
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