Capítulo 5

—En un rincón más tranquilo, tal vez —había dicho Leaphorn, refiriéndose a un lugar donde nadie pudiera oírles.

De modo que Chee recorrió con él el pasillo hasta la sala de espera de la consulta de ortopedia, que estaba vacía. Tomó asiento en una silla y le indicó otra.

—Sé que sólo dispone de unos minutos —dijo Leaphorn, y se sentó—. El abogado de la defensa acaba de llegar.

—Sí —dijo Chee, pensando que Leaphorn no sólo se las había arreglado para localizarle en semejante sitio sino que además sabía por qué estaba allí y qué estaba pasando. Probablemente sabía más que el propio Chee. Aquello irritó a Chee, aunque no le sorprendió.

—Quería preguntarle si el nombre de Catherine Anne Pollard le decía algo. Si se había cursado una denuncia por la desaparición de su persona. O una denuncia de robo de coche. O algo por el estilo.

—¿Pollard? —dijo Chee—. Creo que no. No me suena. —Gracias a Dios que Leaphorn no se estaba metiendo en el caso Kinsman. Bastante complicadas estaban ya las cosas.

—Mujer, treinta y pocos, trabaja en el Servicio Indio de la Salud —dijo Leaphorn—. En control de vectores. Buscando el origen del brote de peste bubónica. Estudiando roedores. Ya sabe cómo trabajan.

—Sí, claro —dijo Chee—. Algo he oído. Cuando regrese a Tuba comprobaré los informes y denuncias. Creo que alguien de medio ambiente o del Servicio Indio de la Salud llamó a Window Rock porque no había regresado del trabajo y ellos nos lo pasaron a nosotros. —Se encogió de hombros—. Me dio la impresión de que lo que más les preocupaba era perder el Jeep del departamento.

Leaphorn le dedicó una mueca.

—No es exactamente el crimen del siglo.

—No —dijo Chee—. Si ya ha cumplido los treinta debería comprobar los moteles. A su edad, si quiere largarse a otra parte, es asunto suyo. Siempre y cuando devuelva el Jeep.

—¿No lo hizo, entonces? ¿Sigue sin aparecer?

—No lo sé —dijo Chee—. Si lo devolvió, los de la APH olvidaron decírnoslo.

—No sería nada raro —dijo Leaphorn.

Chee asintió con la cabeza y miró a Leaphorn. Esperaba que le explicara tanto interés por algo que parecía al mismo tiempo evidente y trivial.

—Un miembro de su familia cree que está muerta. Cree que alguien la mató. —Leaphorn hizo una breve pausa y puso cara de circunstancias—. Ya sé que eso es lo que los allegados suelen pensar. Pero esta vez hay sospechas de que un supuesto novio la estaba acosando.

—Eso tampoco tiene nada de raro —dijo Chee. Sintió una ligera decepción. Leaphorn había trabajado un poco como detective privado después de jubilarse, pero lo había hecho para atar algún que otro cabo suelto de su carrera, para cerrar algún caso antiguo. En cambio, aquello parecía puramente comercial. ¿Acaso el Teniente Legendario no tenía más recursos que ejercer de vulgar detective privado?

Leaphorn sacó un bloc de notas del bolsillo de su camisa, le echó un vistazo, golpeó con él la mesa. Chee cayó en la cuenta de que la situación incomodaba a Leaphorn, y eso le incomodó a su vez. El Teniente Legendario, absolutamente imperturbable cuando había estado en activo, no sabía cómo manejarse en el mundo civil. Ni cómo pedir favores. Chee, por su parte, tampoco sabía cómo actuar. Reparó en que el pelo cortado al cepillo, durante años negro salpicado de gris, se había vuelto gris salpicado de negro.

—¿Hay algo que yo pueda hacer? —preguntó Chee.

Leaphorn volvió a meterse el bloc en el bolsillo.

—Ya sabe lo que pienso de las coincidencias —dijo.

—Sí —contestó Chee.

—Bueno, ésta es tan forzada que ni siquiera oso mencionarla.

Negó con la cabeza.

Chee aguardó.

—Según tengo entendido, la última vez que alguien vio a esta mujer, salía de Tuba City para estudiar las colonias de marmotas de las praderas, en busca de roedores muertos. Uno de los lugares que tenía en su lista era el área cercana a Yells Back Butte.

Chee meditó aquello un momento, suspiró profundamente y pensó que había sido demasiado optimista. Aunque «el área cercana a Yells Back Butte» no constituía una auténtica coincidencia con el caso Kinsman. Esa «área» podía comprender una enorme extensión de territorio. Esperó para ver si Leaphorn había terminado. Y vio que no.

—Esto pasó la mañana del ocho de julio —agregó Leaphorn.

—El ocho de julio —repitió Chee, frunciendo el ceño—. Yo estuve allí aquella mañana.

—Así lo tenía entendido —dijo Leaphorn—. Mire, ahora voy camino de Window Rock y todo lo que tengo es la investigación preliminar que efectuó un abogado para la tía de Pollard. No he podido pescar por teléfono al jefe de Pollard, pero en cuanto le localice iré a Tuba a hablar con él. Si me entero de algo útil, se lo comunicaré.

—Se lo agradeceré —dijo Chee—. Me gustaría saber más sobre este asunto.

—Lo más probable es que no tenga ninguna relación con el caso Kinsman —dijo Leaphorn—. No veo cuál podría ser. A no ser que tenga motivos para pensar de otro modo. Se me ha ocurrido...

Una voz procedente de la puerta le interrumpió.

—¡Chee!

El que gritaba era un hombre fornido con el pelo pajizo y el cutis castigado por demasiadas horas de exposición al aire seco y al sol de las alturas. Llevaba la chaqueta del traje azul marino desabrochada, el nudo de la corbata aflojado y la camisa blanca arrugada. Su expresión era de enojo.

—Mickey quiere que acabemos con este asunto de una maldita vez —dijo—. Le quiere allí.

Señaló a Chee, infringiendo las más elementales normas de cortesía navajo. Ahora le hacía señas con el dedo para que se acercara, un gesto grosero en muchas otras culturas.

Chee se puso en pie con el semblante levemente ensombrecido.

—Señor Leaphorn —dijo Chee, indicando con un ademán al hombre de la puerta—, este caballero es el agente Edgar Evans del FBI. Fue destinado aquí hace sólo un par de meses.

Leaphorn se dio por enterado asintiendo con la cabeza hacia Evans.

—Chee —insistió el agente Evans—, Mickey está hecho una...

—Dígale al señor Mickey que me reuniré con él en cuestión de un minuto —dijo Chee. Y luego a Leaphorn—: Le llamaré desde comisaría cuando sepa lo que tenemos.

Leaphorn dedicó una sonrisa a Evans y se volvió hacia Chee.

—Lo que más me interesa es ese Jeep —dijo Leaphorn—. La gente no suele abandonar una buena furgoneta. Es raro. Alguien la ve, se lo cuenta a otro, se corre la voz.

Chee rió entre dientes (Leaphorn sospechó que lo hacía más por Evans que por él).

—Así es —dijo Chee—. Y la gente no tarda en decidir que nadie la quiere y comienzan a aparecer piezas en las furgonetas de otras personas.

—Me gustaría difundir el rumor de que se ofrece una recompensa para quien encuentre el Jeep —dijo Leaphorn.

Evans carraspeó sonoramente.

—¿De cuánto? —preguntó Chee.

—¿Qué le parece mil dólares?

—Bien —dijo Chee, volviéndose hacia la puerta. Hizo un gesto al agente Evans—. Venga —dijo—, vamos.

La habitación del agente Benjamin Kinsman la iluminaban el sol que se colaba por las dos ventanas y una batería de fluorescentes de techo. Entrar conllevaba pasar inadvertido por un corpulento enfermero y dos mujeres jóvenes ataviadas con batas azul celeste de médico. J. D. Mickey, el ayudante del fiscal en funciones, esperaba junto a las ventanas. La silueta del agente Kinsman yacía estrictamente vigilada en medio de la cama, cubierta por una sábana. Uno de los monitores de signos vitales que había en la pared encima de la cama mostraba una línea blanca horizontal. La otra pantalla estaba apagada.

Mickey miró su reloj de pulsera, luego a Chee, dirigió la vista a la puerta y asintió con la cabeza.

—¿Usted es el agente que efectuó el arresto?

—En efecto —dijo Chee.

—Lo que quiero que haga es que pregunte a la víctima aquí presente si puede decirle algo sobre quién le mató. Qué ocurrió. Todo eso. Sólo pretendemos que conste en acta por si la defensa intenta algún truco raro.

Chee se humedeció los labios, carraspeó y miró el cuerpo.

—Ben —dijo—. ¿Puedes decirme quién te mató? ¿Puedes oírme? ¿Puedes hablar?

—Aparte la sábana —dijo Mickey—. Apártesela de la cara.

Chee negó con la cabeza.

—Ben —dijo—. Siento no haber llegado antes allí. Que tengas un feliz viaje.

El agente Evans estaba apartando la sábana para mostrar el rostro de cera de Benjamin Kinsman.

Chee le agarró la muñeca. Con fuerza.

—No —dijo—. No haga eso.

Volvió a poner la sábana en su sitio.

—Déjelo estar —dijo Mickey, volviendo a comprobar la hora—. Creo que ya hemos terminado aquí.

Se volvió hacia la puerta.

Allí, de pie, mirando a Chee, a todos ellos, estaba Janet Pete.

—Más vale tarde que nunca —dijo Mickey—. Confío en que haya llegado a tiempo para comprobar que se han respetado todos los derechos legales de su cliente.

Janet Pete, muy pálida, asintió con la cabeza. Se hizo a un lado para dejarles pasar.

Detrás de Chee el equipo médico trabajaba con premura, desconectando cables y tubos, comenzando a empujar la cama hacia la salida de pacientes. Allí, supuso Chee, salvarían los riñones del agente Benjamin Kinsman, quizá su corazón, quizá cualquier órgano que otra persona pudiera usar. Pero Ben ya estaba muy lejos. Sólo su chindi permanecería allí. ¿O acaso seguiría al cuerpo hasta otras habitaciones? ¿Hasta otros cuerpos? La teología navajo no contemplaba tales contingencias. Los cadáveres eran peligrosos, salvo los de los bebés que morían antes de la primera risa y los de las personas que morían naturalmente de vejez. Lo bueno de Benjamin Kinsman se iría con su espíritu. La parte de su personalidad que no estaba en armonía permanecería como un chindi, causando enfermedades. Chee apartó la vista del cuerpo.

Janet seguía de pie en el umbral.

Chee se detuvo.

—Hola, Jim.

—Hola, Janet. —Suspiró profundamente—. Me alegra verte.

—¿Aunque sea así? —Esbozó un gesto indicando la habitación y trató de sonreír.

Chee no respondió. Se sentía aturdido, mareado y cansado.

—Intenté llamarte pero no estás nunca en casa. Soy la abogado de Robert Jano —dijo—. Supongo que ya lo sabías.

—Pues no —dijo Chee—. No lo he sabido hasta que se lo he oído decir al señor Mickey.

—Fuiste tú quien efectuó el arresto, según me han dicho. ¿Es así? Porque entonces es preciso que hable contigo.

—Muy bien —dijo Chee—, pero ahora no. Y tampoco aquí. En algún sitio lejos de aquí. —Se tragó su mal genio—. ¿Qué tal si cenamos juntos?

—Esta noche no puedo. El señor Mickey nos ha convocado para discutir sobre el caso. Por cierto, Jim, pareces agotado. Me da la impresión de que trabajas demasiado.

—No lo estoy —replicó—. Tú estás estupenda. ¿Estarás aquí mañana?

—Tengo que ir a Phoenix en coche.

—En ese caso, ¿qué te parece si desayunamos? En tu hotel.

—Bien —dijo, y fijaron la hora.

Mickey esperaba en el pasillo.

—Señorita Pete —llamó.

—Tengo que irme —dijo Janet, y se volvió, para mirarle de nuevo—. Jim —dijo—, tanto si estás cansado como si no, te veo bien.

—Tú también —dijo Chee. Era cierto. La perfecta belleza clásica que aparece en la portada de Vogue o en cualquier otra revista de modas.

Chee se apoyó contra la pared y la observó alejarse por el pasillo hasta que dobló la esquina y la perdió de vista, deseando que se le hubiese ocurrido algo más romántico que «Tú también». Deseando saber qué hacer con respecto a ella. Con respecto a ellos dos. Deseando saber si podía confiar en ella. Deseando que la vida no fuese tan puñeteramente complicada.

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