Capítulo 14

Tras salir de Cameron y enfilar la carretera hacia el norte, Leaphorn refirió a Louisa las preocupaciones de Cowboy Dashee.

—Entiendo su problema —dijo, tras pasar un rato mirando por el parabrisas—. Hay una parte de ética profesional, una parte de orgullo masculino, una parte de lealtad familiar y por otra parte le da miedo que Chee piense que utiliza su amistad para resolver un asunto personal. ¿No es así? ¿Has decidido lo que vas a hacer al respecto?

Leaphorn lo tenía bastante claro, aunque quería pensárselo dos veces. Pasó por alto la pregunta.

—No te falta razón, aunque es más complicado. Oye, ¿por qué no nos sirves un poco de café mientras lo analizamos?

—¿No acabas de tomar dos tazas? —preguntó Louisa, pero se volvió hacia el asiento trasero para alcanzar el termo.

—Estaba muy aguado —dijo Leaphorn—. Además, creo que la cafeína me ayuda a pensar. Lo he leído en alguna parte.

—Será en una tira cómica —dijo Louisa, aunque llenó una taza y se la pasó—. ¿Cuál es la parte complicada que me estoy perdiendo?

—Cowboy Dashee también es amigo de Janet Pete, a quien han asignado la defensa de Jano. Janet y Chee fueron novios, iban a casarse y rompieron.

—Vaya —dijo Louisa, e hizo una mueca—. Esto sin duda complica las cosas.

—Aún hay más —dijo Leaphorn, y bebió un sorbo de café.

—Esto empieza a parecer un culebrón —dijo Louisa—. No me digas que el ayudante del sheriff era el tercero de un triángulo amoroso.

—No. No es eso.

Tomó otro sorbo, hizo un ademán hacia el parabrisas señalando los cúmulos, blancos e hinchados, que el viento del oeste iba arrancando de San Francisco Peaks.

—Ésa es nuestra montaña sagrada del oeste, como bien sabes, hecha por el Primer Hombre, pero...

—La hizo con tierra traída del Cuarto Mundo según la versión más extendida del mito —dijo Louisa—. Pero dime, si «no es eso», ¿qué es?

—Iba a explicarte que en los relatos que se cuentan aquí, en la parte oeste de la reserva, algunos clanes también la llaman «Madre de la Nubes». —Señaló otra vez más allá del parabrisas—. Y ahí tienes el porqué. Cuando hay humedad en el ambiente, los vientos del oeste tropiezan con las laderas, ascienden, la humedadse enfría con la altura, se forman las nubes, y el mismo viento las va arrastrando, una tras otra, hacia el desierto. Como una gata pariendo su camada.

Louisa le miraba sonriendo.

—Señor Leaphorn, ¿debo sacar la conclusión de que no piensa decirme qué hubo entre la señorita Pete y Jim Chee que no fuese un tercer hombre?

—Sólo son cotilleos. Es cuanto sé. Sólo suposiciones y habladurías.

—No se comienza a contar algo así a alguien para luego dejarle colgado. Menos aún si ese alguien va a estar atrapado en el asiento delantero de tu coche todo el día. Pues ese alguien te dará la lata, se enfadará y te pondrá de mal humor.

—Bueno, siendo así —dijo Leaphorn—, mejor será que me invente algo.

—Hazlo.

Leaphorn bebió un sorbo de café y pasó a Louisa la taza vacía.

—La señorita Pete es medio navajo. Por parte de padre. Su padre murió y su madre es una acaudalada dama de la alta sociedad. De las de la Ivy League. Janet vino aquí a trabajar para el Departamento de Asuntos Navajo tras renunciar a su empleo en un bufete de abogados muy importante de Washington, donde llevan cuestiones jurídicas tribales. Y ahora viene la parte de cotilleo.

—Bien —dijo Louisa.

—Según los rumores, ella era muy amiga de uno de los peces gordos del bufete y dejó el empleo después de romper con él, ya que estaba muy, muy, muy enfadada con el tipo en cuestión. Ella había sido su protegida desde los tiempos en que él era uno de sus profesores de derecho.

Leaphorn dejó de hablar y lanzó una mirada a Louisa. Se sorprendió pensando lo mucho que le llegaba a gustar aquella mujer. Lo cómodo que se sentía junto a ella. Lo agradable que resultaba el trayecto en coche teniéndola a su lado en el asiento.

—¿Lo pasas bien, de momento?

—De momento, muy bien —dijo—. Aunque me pregunto si esta historia tendrá un final feliz.

—No lo sé —dijo Leaphorn—. Pero qué le vamos a hacer. Una vez aquí, Janet y Jim se conocen, ya que ella se dedica a defender a los sospechosos navajo y él a detenerlos. Se hacen amigos y...

Leaphorn hizo una pausa, miró a Louisa con cara de dudar.

—Esto es como de quinta mano. Sólo un rumor. En fin, el cotilleo es que lo que la señorita Pete contó a Chee acerca de su antiguo jefe y novio hizo que Jim también le detestara. Es fácil imaginárselo pensando que no era más que un cabrón manipulador de tomo y lomo que se había aprovechado de Janet. ¿Lo comprendes?

—Claro —dijo Louisa—. Y probablemente sea cierto, además.

—No olvides que sólo es un rumor.

—Sigue contando —dijo Louisa.

—Bien, pues un buen día Chee cuenta a Janet algo relacionado con un caso en el que está trabajando. Tiene que ver con un cliente de su antiguo bufete de Washington y con su antiguo novio. Y ella va y pasa la información a su antiguo novio. Jim se siente traicionado. Ella considera que Jim es poco razonable, que sólo ha sido un gesto amistoso que no perjudica a nadie. Que lo que pasa es que Chee está celoso. Se pelean. Ella regresa a Washington y ya no se habla más de matrimonio.

—Vaya —dijo Louisa—. Y ahora ha vuelto.

—Sólo es un rumor —insistió Leaphorn—. Y yo no te he contado nada.

—De acuerdo —dijo Louisa, y negó con la cabeza—. Pobre señor Dashee. ¿Qué le has dicho?

—Que hablaría con Jim en cuanto tuviera ocasión. Probablemente hoy mismo. —Torció el gesto—. No va a ser tarea fácil, hablar con Chee. Soy su antiguo jefe y es muy susceptible conmigo. Y, al fin y al cabo, no es asunto mío.

—Desde luego, no debería serlo.

Leaphorn apartó la vista de la carretera el tiempo suficiente para estudiar su expresión.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que tendrías que haberle dicho a la señora Vanders que estabas ocupado. O algo por el estilo.

Leaphorn no se dio por aludido.

—Estás jubilado, ¿sabes? En la tercera edad. Ahora es el momento de viajar, de hacer lo que siempre has querido hacer.

—Es verdad —dijo Leaphorn—. Podría ir al hogar del jubilado y jugar a lo que sea que jueguen allí.

—No eres demasiado mayor para el golf.

—Ya lo he probado —dijo Leaphorn—. Durante un seminario de los federales en Phoenix. Los «fedes» se alojan en esos hotelarros de trescientos dólares la noche rodeados de grandes campos de golf. Jugué con unos agentes del FBI y le di a la pelota en los dieciocho hoyos. No lo pasé mal, pero una vez hecho, no veo razón alguna para repetirlo.

—¿Piensas que te gustará más ejercer de detective privado?

Leaphorn le sonrió.

—Al menos será más difícil cogerle el tino a esto que al golf —dijo—. Hasta los agentes del FBI dominan el golf. No tienen tanta suerte investigando.

—¿Sabes una cosa, Joe? Me da la impresión de que el señor Dashee igual tiene razón acerca de lo que se propone la tía de Pollard. Puede que la anciana señora en realidad no quiera que encuentres a su sobrina.

—Quizá tengas razón —dijo Leaphorn—. Pero aun así, sigue siendo más interesante que ir dando golpes a una pelota de golf. ¿Por qué no vamos en busca de Chee a ver qué opina?

Durante el resto del viaje hasta Tuba City, Louisa se dedicó a descifrar el baturrillo de papeles de Catherine Pollard.

Leaphorn ya los había revisado una vez, muy por encima. Pollard escribía aprisa, con una caligrafía diminuta y errática cuyas vocales parecían todas iguales, con haches que podían ser kas, o eles, o quizá una te sin palitroque. Semejante código involuntario lo acababa de complicar una taquigrafía particular, plagada de abreviaturas y símbolos crípticos. Al no saber lo que buscaba, no encontró nada interesante.

Ahora Louisa leía y él escuchaba, asombrado.

—¿Cómo logras descifrar la letra de esa mujer? —dijo—. ¿O es que te lo inventas sobre la marcha?

—Habilidad de maestra —dijo Louisa—. Hoy en día la mayoría de estudiantes entregan los trabajos largos impresos, pero en los viejos tiempos adquirías mucha práctica descifrando las caligrafías más horrorosas. La repetición desarrolla las habilidades.

Siguió revisando los papeles, traduciéndolos.

El primer caso mortal de la última primavera era una mujer de mediana edad llamada Nellie Hale, que vivía al norte de la confraternidad Kaibito y que murió en el hospital de Farmington la mañana del diecinueve de mayo, diez días después de su ingreso. Las notas de Pollard contenían básicamente información facilitada por la familia y los amigos sobre dónde había estado Nellie Hale durante las primeras semanas de mayo y los últimos días de abril. Referían los resultados de la inspección de los alrededores del hogan de los Hale, el examen de la población de marmotas de las praderas de los alrededores del Monumento Nacional Navajo, que la víctima había visitado en compañía de su madre (las marmotas tenían pulgas pero ni las pulgas ni las marmotas tenían la peste), y el descubrimiento de una colonia abandonada en el linde de la concesión de pasto de los Hale. Las pulgas halladas en las madrigueras tenían la peste. Rociaron las madrigueras con veneno y se dio carpetazo al caso de Nellie Hale.

De aquello pasaron a Anderson Nez. Las notas de Pollard indicaban que la fecha de su deceso era el treinta de junio, en el hospital de Flagstaff, con «¿fecha de ingreso?» seguido de «¡averiguar!». Había llenado el resto de la página con datos acumulados interrogando a los familiares y amigos acerca de los lugares a los que le habían llevado sus viajes. El veinticuatro de mayo había salido de casa con destino a Encino, en California, para visitar a su hermano. Había regresado el veintidós de junio. Louisa hizo una pausa.

—Esto no lo entiendo —dijo, señalando.

Leaphorn miró la página.

—Pone «c.b.s.» —dijo—. Digo yo que será la abreviatura de «con buena salud». Fíjate, lo ha subrayado. ¿Por qué será?

—Doble subrayado —dijo Luisa, y reanudó la lectura. Anderson Nez había salido la tarde siguiente hacia la zona de Goldtooth y «empleo con Woody», según las notas de Pollard—. ¿Sabías que trabajaba para el doctor Woody? —preguntó Louisa. Puso cara de avergonzarse—. Claro que lo sabías.

—Resulta irónico, ¿verdad?

—Mucho —dijo Louisa—. ¿Te has fijado en estas fechas? Buscaba el origen de la infección remontándose unas tres semanas desde la fecha de la muerte. ¿Tan poco tarda la bacteria en matar a una persona?

—Creo que es el promedio que han establecido y supongo que eso explica que subrayara lo de «c.b.s.». Con buena salud el día veintidós. Muerto el treinta —dijo Leaphorn—. ¿Hay algo más sobre Nez?

—En esta página, no —dijo—. Y no he encontrado ninguna referencia al tercer caso que mencionaste.

—Fue un muchacho de Nuevo Méjico —dijo Leaphorn—. No les correspondería ocuparse de él.

Pasaron por el poblado fronterizo hopi de Moenkopi, llegaron a Tuba City y aparcaron en la explanada de tierra apisonada de la comisaría de la Policía Tribal Navajo. Allí Leaphorn encontró al sargento Dick Roanhorse y a Trixie Dodge, viejos amigos de cuando pertenecía al cuerpo, pero no a Jim Chee. Roanhorse le dijo que Chee había salido temprano hacia la escena del crimen de Kinsman y que aún no había vuelto. Acompañó a Leaphorn al cuarto de comunicaciones y pidió al muchacho que ocupaba el asiento del operador que localizara a Chee por radio. Entonces llegó el momento de la nostalgia.

—¿Se acuerda de cuando teníamos aquí al capitán Largo y de los problemas que tenía con usted? —preguntó Trixie.

—Estoy tratando de olvidarlo —dijo Leaphorn—. Espero que ninguno de vosotros cause esa clase de quebraderos de cabeza al teniente Chee.

—De esa clase no. Aunque tiene uno —dijo Roanhorse, y guiñó el ojo.

—Vamos, hombre —dijo Trixie—. Si se refiere a Bernie Manuelito, yo no diría que eso sea un problema.

—Lo harías si fueses su superior —dijo Roanhorse, advirtiendo que Leaphorn ponía cara de no comprender ni jota—. Bernie, tal como lo habríamos dicho en los viejos tiempos, está colada por el teniente, y creo que él está más o menos comprometido con esa abogado, y aquí todo el mundo se entera de todo. De modo que tiene que andar siempre con pies de plomo.

—¡Caray! —dijo Leaphorn—. Yo diría que eso sí que es un problema.

Se acordó de que cuando llegó a Window Rock el rumor de que trasladaban a Chee de Shiprock a Tuba, la gente pensó que resultaba irónico. Cuando preguntó el motivo, la respuesta fue que cuando la agente Manuelito se enteró de que Chee iba a casarse con Janet Pete, había pedido el traslado a Tuba para alejarse de él. El operador se asomó a la puerta.

—El teniente Chee dice que le espera —dijo el muchacho—. Coja la U.S. 264 quince kilómetros después de la confluencia con la 160, entonces gire a la derecha y enfile la pista de tierra que empieza allí y recorra unos treinta y cinco kilómetros. Allí comienza un sendero que conduce de regreso a Black Mesa. El teniente Chee estará aparcado allí.

—De acuerdo —dijo Leaphorn, pensando que se trataría del antiguo camino que cruzaba el Moenkopi Plateau hasta Goldtooth, donde ya no vivía nadie, y que seguía por el límite noroeste de la Reserva Hopi hasta Dinnebito Wash y Garces Mesa. Era un trayecto que uno no emprendía sin el depósito lleno de gasolina y la rueda de recambio bien hinchada. Igual ahora era mejor—. Gracias.

—¿Cree que dará con el sitio?

El sargento Roanhorse rió y dio una palmada en el hombro a Leaphorn.

—Qué pronto le olvidan a uno —dijo.

Trixie todavía no había ventilado el tema del romance no correspondido.

—Bernie ha estado preocupadísima toda la semana porque no sabe si invitarle al kinaalda que su familia celebra para uno de sus primos. Ha invitado a todo el mundo, pero no sabe si se pondrá en evidencia invitando a su jefe. Aunque, por otra parte, si no lo hace igual se ofende. No sabe qué hacer.

—¿Por eso está tan arisca desde hace un par de días? —preguntó Roanhorse.

—¿A usted qué le parece? —contestó, y sonrió con simpatía.

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