Capítulo 7

Habían quedado en desayunar juntos bastante temprano, pues Janet debía conducir hacia el sur hasta Phoenix y Chee en dirección contraria hasta Tuba City. «Nos vemos a las siete en punto; hora oficial, no navajo», había dicho Janet.

Y allí estaba, poco antes de las siete, esperándola en una mesa de la cafetería del hotel, pensando en la noche en que había ido a su apartamento en Gallup. Había acudido con flores, con una cinta de vídeo de una boda tradicional navajo y con la esperanza de que ella fuese capaz de justificar hábilmente el modo en que se había aprovechado de él y...

No quería pensar más en ello. Ni entonces ni nunca. Nada iba a cambiar el hecho de que ella le había sonsacado información para luego ir con el soplo al profesor de derecho, a quien ella detestaba, según le había dicho a Chee.

Antes de dejarse vencer por el sueño, decidió que sencillamente le preguntaría si seguían estando comprometidos. «Janet», le diría, «¿todavía quieres casarte conmigo?». Directo al grano. No obstante, ahora, por la mañana, con la mente llena de ideas pesimistas, no lo veía tan claro. ¿Deseaba realmente que le diera el sí? Resolvió que probablemente se lo daría. Si abandonaba la alta sociedad de los círculos de Washington para regresar al Territorio Indio, era porque realmente le amaba. Aunque aquello traería aparejado, sutil y solapadamente, que ella diera por sentado que Chee treparía por la escala del éxito hasta un estrato social en el que ella se encontrara a gusto.

Existía otra posibilidad. Janet había solicitado su primer trabajo en una reserva para huir de su profesor de derecho y amante. ¿Acaso su regreso sólo significaba que quería que aquel hombre volviera a perseguirla? Chee apartó aquel pensamiento de su mente y recordó lo agradable que había sido todo antes de que ella le traicionara (o, según lo veía ella, antes de que él la insultara con sus celos injustificados). Chee podía conseguir un empleo en Washington. ¿Lograría ser feliz allí? Se vio a sí mismo como un despreciable borracho, muriendo con el hígado destrozado. ¿Era eso lo que había matado al padre navajo de Janet? ¿Se había ahogado en whisky para evadirse de la dominante casta de la madre de Janet?

Cuando hubo pasado revista a todos los rincones oscuros que presentaba aquel planteamiento, optó por una visión alternativa. Si Janet regresaba era por él. Deseaba vivir en el Big Rez, ser esposa de un poli, residir en lo que sus amigos considerarían una casucha, donde la cultura con mayúsculas era una película de reestreno. En esa línea de pensamiento, el amor lo superaba todo. Aunque no iba a ser así. Añoraría el estilo de vida al que había renunciado. Él se daría cuenta. Serían desgraciados.

Finalmente pensó en Janet como en el abogado defensor designado por el tribunal, y en sí mismo como en el agente que había efectuado el arresto. No obstante, cuando ella llegó, justo a la hora convenida, ya la estaba volviendo a ver como una mariposa social de la Costa Este, y tal idea confirió a aquel comedor de Flagstaff un aspecto deslucido y astroso en el que no había reparado hasta entonces.

Apartó una silla para ella.

—Me figuro que estás acostumbrada a sitios más elegantes en Washington —dijo, y acto seguido se arrepintió de haber aludido con tan poca gracia al meollo de sus desavenencias.

La sonrisa de Janet vaciló. Le miró un momento, sombríamente, y luego apartó la vista.

—Apuesto a que el café es mejor aquí.

—Al menos siempre está recién hecho —dijo Chee—. O casi siempre.

Un chico adolescente les puso delante dos tazones y un cuenco lleno de envases individuales cuya etiqueta decía «nata descremada».

Janet miró a Chee por encima de su tazón.

—Jim.

Chee aguardó unos instantes.

—¿Qué?

—No, nada. Supongo que ahora tenemos que hablar de trabajo.

—¿Nos quitamos los sombreros de amigos y nos ponemos los de adversarios?

—Tampoco es eso —dijo Janet—. Pero me gustaría saber si estás completamente seguro de que Robert Jano mató al agente Kinsman.

—Claro que estoy seguro —repuso Chee. Notó que se ponía rojo—. Sin duda habrás leído el informe de la detención. Yo estaba allí, ¿no? ¿Y qué pasaría si no estuviese convencido? ¿Le dirías al jurado que incluso el agente que efectuó el arresto te dijo que tenía dudas razonables?

Había intentado que su voz no traicionara su enojo, pero el rostro de Janet le dijo que no lo había logrado. Otra vez el dedo en la llaga.

—No haría absolutamente nada con ese dato —dijo—. Lo que pasa es que Jano jura que no lo hizo. Voy a trabajar para él. Me gustaría creerle.

—No lo hagas —recomendó Chee. Tomó un sorbo de café y dejó el tazón en la mesa. Cogió uno de los envases—: Nata descremada-leyó—. Producida, supongo, en lecherías sin vacas.

Janet se esforzó por sonreír.

—Dime una cosa. ¿Esta situación de ahora mismo no te recuerda a la primera vez que nos vimos? ¿Te acuerdas? En los calabozos de la Cárcel del Condado de San Juan, en Aztec. Intentabas impedir que sacara a aquel anciano.

—Y tú intentabas evitar que hablara con él.

—Pero lo saqué.

Janet le dedicó una sonrisa de oreja a oreja.

—Pero sólo después de que yo consiguiera la información que quería —dijo Chee.

—De acuerdo —admitió Janet, sin dejar de sonreír—. Podemos decir que quedamos en tablas. Aunque tuviste que recurrir a un ardid.

—¿Qué me dices de nuestro siguiente enfrentamiento? —preguntó Chee—. ¿Te acuerdas del viejo alcohólico? Pensabas que Leaphorn y yo la habíamos tomado con él. Hasta que tu cliente se confesó culpable.

—Aquel fue un caso de lo más lamentable —reconoció Janet. Tomó un sorbo de café—. Algunos aspectos todavía me molestan. Igual que algunos aspectos del que ahora nos ocupa.

—¿Como cuáles? ¿Como el hecho de que Jano sea hopi y que los hopis son un pueblo pacífico, no violento?

—Eso pesa, desde luego —dijo Janet—. Pero es que todo lo que me cuenta tiene cierta lógica y en gran parte puede comprobarse.

—¿Qué es lo que puede comprobarse?

—Pues, por ejemplo, me dijo que había salido a buscar un águila que su kiva necesitaba para un ceremonial. Sus hermanos de religión pueden confirmarlo. Eso convierte su expedición en una peregrinación religiosa, en la que los malos pensamientos no están permitidos.

—¿Como los pensamientos de venganza? ¿Como los de ajustar cuentas con Kinsman por el arresto anterior? La clase de pensamientos que el fiscal del distrito estará deseoso de insinuar al jurado para acusarle de malicia y premeditación. Argumentos para la pena capital.

—Exacto —contestó Janet.

—Confirmarían por qué iba tras el águila y la acusación lo admitiría —dijo Chee—. Sin embargo, ¿cómo pruebas que en el fondo Jano no quería desquitarse?

Janet se encogió de hombros.

—Es probable que J. D. Mickey declare eso en su exposición preliminar. Dirá que Jano fue a la Reserva Navajo para cazar furtivamente un águila, lo cual constituye un delito por sí mismo. Dirá que el agente Benjamin Kinsman de la Policía Tribal Navajo le había arrestado con anterioridad por el mismo delito el año pasado, y que Jano se libró por culpa de ciertos tecnicismos legales. Dirá que cuando vio que Kinsman iba tras él otra vez, Jano se encolerizó. De modo que en lugar de soltar el pájaro para deshacerse de la prueba y tratar de escapar, permitió que Kinsman le detuviera, para luego pillarlo desprevenido y partirle la crisma.

—¿Es eso lo que Mickey tiene previsto decir?

—Es una mera suposición —dijo Chee.

—No me cabe la menor duda de que Mickey pedirá la pena de muerte. Será la primera desde que en 1994 el Congreso aprobó la pena capital para delitos federales, y se organizará un gran circo mediático. —Janet adulteró su café con la nata descremada y lo probó—. Mickey al Congreso —salmodió—. El candidato que vela por la ley y el orden.

—Así es como yo lo veo —dijo Chee—. Aunque el tribunal tendrá que determinar si Kinsman era un agente federal.

—Según el derecho penal lo era.

Chee se encogió de hombros.

—Es probable.

—Por eso el Departamento de Justicia de los Estados Unidos le desconectó de las distintas máquinas que lo mantenían con vida —dijo Janet—. Así Benjamin Kinsman se convertía rápidamente en víctima de asesinato en lugar de ser objeto de una agresión. Y de este modo se agiliza la burocracia.

—Venga ya, Janet —dijo Chee—. No seas injusta. Ben ya estaba muerto. Las máquinas respiraban por él, le hacían latir el corazón, pero el espíritu de Kinsman ya le había abandonado.

Janet bebió café.

—En una cosa tienes razón —dijo—. Está bueno este café recién hecho. No es como esa cosa perfumada que venden los bares de yuppies a cuatro dólares la taza.

—¿Qué más hay que se pueda comprobar? —preguntó Chee—. En la versión de Jano.

Janet levantó una mano.

—Antes otra cosa —dijo—. ¿Qué ha pasado con la autopsia? La ley obliga a realizarla en los casos de homicidio, pero a muchos navajos no les gusta la idea y a veces consiguen eludirla. Y me pareció oír que uno de los médicos comentaba algo sobre una donación de órganos. ¿Raro, no?

—Kinsman era mormón. Igual que sus padres. Los documentos de la donación están en regla —dijo Chee, observándola mientras hablaba—. Aunque eso ya lo sabías. Sólo pretendes cambiar de tema.

—Soy el abogado defensor —repuso ella—. Tú piensas que mi cliente es culpable. Debo ser muy cuidadosa con lo que te diga.

Chee asintió con la cabeza.

—Pero si hay algo que pueda comprobarse de lo que no esté al corriente, algo que sea relevante, debo tener conocimiento de ello. No voy a salir pitando a destruir las pruebas. ¿Acaso no...?

Había comenzado a decir: «¿Acaso no confías en mí?». Pero ella le habría dicho que sí. Y luego le habría devuelto la pregunta y él no habría sabido qué responderle.

Janet se inclinó hacia adelante, con los codos en la mesa y el mentón apoyado en las manos cruzadas, a la espera de que terminara la frase.

—No tengo más que añadir —dijo Chee—. Claro que pienso que es culpable. Estuve allí. De haber llegado un poco antes, se lo habría impedido.

—Cowboy no cree que sea culpable.

—¿Cowboy? ¿Cowboy Dashee?

—Sí —dijo Janet—. Tu viejo amigo, el ayudante de sheriff Cowboy Dashee. Me contó que Jano es su primo. Le conoce desde que eran niños. Eran compañeros de juegos. Amigos íntimos. Según Cowboy, pensar que Robert Jano es capaz de matar a alguien con una piedra es como pensar que la Madre Teresa estrangularía al Papa.

—No me digas.

—Así me lo dijo. De hecho, son palabras textuales.

—¿Cómo es que te pusiste en contacto con Cowboy?

—No fui yo. Llamó a la oficina del fiscal del distrito. Preguntó a quién le habían asignado la defensa de Jano. Le dijeron que la iba a llevar alguien recién contratado y dejó un mensaje para que, quien quiera que fuese dicha persona, le llamara. Se trataba de mí, de modo que le llamé.

—Vaya, hombre —dijo Chee—. ¿Por qué no se pondría en contacto conmigo?

—No es preciso que te lo explique, ¿verdad? Tenía miedo de que pensaras que estaba tratando de...

—Claro, claro —dijo Chee—. Por supuesto.

Janet se mostró compasiva.

—Esto aún te lo pone más difícil, ¿verdad? Me consta que os conocéis desde hace mucho.

—Sí, así es —dijo Chee—. Cowboy es el mejor amigo que jamás haya tenido.

—Bueno, también es poli. Lo comprenderá.

—Y también es hopi —dijo Chee—. Y un sabio dijo una vez que la sangre es más espesa que el agua. —Suspiró—. ¿Qué te contó Cowboy?

—Me dijo que Jano ya había cazado su águila y que iba de regreso a casa cuando oyó ruidos. Fue a ver qué pasaba y encontró al agente tumbado en el suelo, con sangre en la cabeza.

Chee negó con la cabeza.

—Eso ya lo sé. Es lo que él mismo declaró, cuando finalmente se decidió a hablar.

—Podría ser cierto.

—Claro —dijo Chee—. Podría ser cierto. Sin embargo, ¿cómo explicas el rasguño de su antebrazo y que su sangre estuviera mezclada con la de Ben? ¿Y que no hubiera sangre en el águila? ¿Y dónde está el autor del crimen si no fue Jano? Ben Kinsman no se asestó un golpe en la cabeza con esa piedra. No se suicidó.

—El águila escapó —dijo Janet—. Y no te pongas sarcástico.

Aquello dejó a Chee de una pieza. Se apoyó en el respaldo un momento, mirándola fijamente.

Janet se desconcertó.

—¿Qué pasa?

—¿Te dijo que el águila escapó?

—Eso es. Cuando la cazó, Jano estaba oculto en unos arbustos o algo por el estilo —dijo—. En un escondrijo, supongo, con algo atado a un cordel como cebo. Intentó agarrar el águila por las patas pero sólo le cogió una, y con la otra le arañó y tuvo que soltarla.

—Janet —dijo Chee—. El águila no escapó. Estaba dentro de un jaula de alambre a unos tres metros de donde estaba Jano de pie junto a Kinsman.

Janet dejó su taza de café en la mesa.

Chee frunció el ceño.

—¿Te dijo que escapó? Pero si sabía que la teníamos. ¿Por qué diablos te dijo eso?

Janet se encogió de hombros. Se miró las manos.

—Y no había rastros de sangre en las plumas. Al menos, yo no los distinguí. Estoy seguro de que en el laboratorio lo comprobarán. Si crees que te estoy mintiendo, mira. —Chee tendió la mano, enseñándole la herida—. Cogí la jaula para cambiarla de sitio y me alcanzó con las garras, arañándome la piel.

El rostro de Janet estaba rojo de ira.

—No tenías por qué enseñarme nada —le espetó—. No he pensado que me estuvieras mintiendo. Hablaré con Jano. Quizá no le entendí bien. Tiene que haber sido eso.

Chee advirtió que Janet estaba incómoda.

—Apuesto a que sé lo que sucedió —dijo—. Jano no quería hablar acerca del águila porque por poco viola el voto de secreto de la kiva. Tengo entendido que estaría actuando como un mensajero simbólico de Dios, el espíritu del mundo. Su papel tendría carácter sagrado. Sencillamente, no estaba autorizado a hablar sobre ello, de modo que dijo que la dejó escapar.

—Tal vez —concedió Janet.

—Apuesto a que sólo quería distraerte. Hablar de cualquier cosa salvo del delicado tema de la religión.

La expresión de Janet le dijo que lo dudaba mucho.

—Se lo preguntaré —insistió Janet—. Lo cierto es que de momento apenas he tenido ocasión de hablar con él. Sólo unos minutos. Acabo de llegar.

—Sin embargo, te dijo que no mató a Kinsman. ¿Te contó quién lo hizo?

—Verás —dijo Janet, y titubeó—. ¿Sabes una cosa, Jim? Debo andar con pies de plomo si hablo de esto. Permíteme que sólo te diga que quien golpeó al agente Kinsman con la piedra sin duda oyó que Jano se aproximaba y huyó. Jano me dijo que comenzó a llover poco después de que llegaras al lugar de los hechos. Cuando le tuviste esposado dentro del coche patrulla y pediste ayuda por radio, tras haberte ocupado de Kinsman, cualquier huella que hubiese sin duda ya habría desaparecido.

Chee prefirió no comentar nada. Él también debía andarse con ojo.

—¿No estás de acuerdo? ¿O es que encontraste otras huellas?

—¿Que no fueran las de Jano?

—Por supuesto. ¿Tuviste ocasión de comprobar si las había antes de que comenzara a llover?

Chee ponderó la pregunta, el motivo de que se la hiciera y si cabía que conociera la respuesta de antemano.

—¿Te apetece un poco más de café?

—Sí.

Chee hizo una seña al camarero pensando en lo que se disponía a hacer. Era justo, siempre y cuando el esfuerzo de ella por hacerle declarar que no había buscado otras huellas también fuese justo.

—Janet, Jano te contaría cómo se hizo esos cortes profundos en el antebrazo. ¿Te dijo exactamente cuándo se los hizo?

El chico les trajo café, llenó sus tazas y preguntó si querían pedir algo para desayunar.

—Dentro de un momento-dijo Chee.

—¿Cómo que cuándo? —dijo Janet—. ¿No es evidente? Habrá sido mientras atrapaba el águila o mientras la metía en la jaula. O en algún momento intermedio. No le interrogué al respecto.

—¿Pero te lo dijo? ¿Dijo concretamente cuándo?

—¿En relación a qué? —preguntó, con una sonrisa burlona—. Venga, Jim. Dímelo. Los del laboratorio de la policía te han dicho que había sangre de Jano mezclada con la de Kinsman en su camisa. Lo más probable es que ahora estén haciendo magia molecular para averiguar si la sangre de Jano estuvo expuesta al aire más tiempo que la de Kinsman, cuánto más tiempo lo estuvo, y todo lo demás.

—¿Pueden descubrir todo eso? —preguntó, deseando no haber insistido tanto en aquel punto y no haberla enojado sin motivo—. Probablemente lo harán si pueden, pues la teoría oficial del crimen será que Jano y Kinsman se pelearon y que Jano se cortó el brazo con la hebilla del cinturón de Kinsman.

—¿Que si pueden hacerlo? No lo sé. Seguramente. Aunque, ¿cómo iba a cortarse con una hebilla?

—A Kinsman le gustaba saltarse las reglas cuando podía. Llevar una pluma en el sombrero del uniforme, ese tipo de cosas. Últimamente se ponía un cinturón de fantasía para ver cuánto tardaría en ordenarle que se lo quitara. Sea como fuere, ése es el motivo por el que considero importante determinar exactamente el momento.

—Bien, pues adelante. Pregúntame. ¿En qué momento exactamente se cortó Jano el brazo?

—De acuerdo —dijo Chee—. ¿Cuándo fue, concreta y exactamente?

—¡Ja! —exclamó Janet—. Eso atenta contra la confidencialidad entre abogado y cliente.

—¿Cómo dices?

—Lo sabes muy bien. Me imagino a J. D. Mickey con un corte de pelo de cien dólares y un traje italiano de seda dirigiéndose al jurado. «Damas y caballeros. La sangre del acusado estaba mezclada con la de la víctima en el uniforme del agente Kinsman». Y luego les larga todo el rollo químico. —Janet levantó la mano e impostó la voz para hacer una mala imitación de la oratoria de Mickey—. «¡Pero! ¡Pero! Le dijo a un agente presente en este tribunal que se había cortado más tarde. Después de mover al agente Kinsman».

—Entonces supongo que no vas a decírmelo —dijo Chee.

—Exacto —corroboró Janet. Dejó a un lado el menú y le miró con expresión melancólica—. Hace sólo un rato, quizá lo habría hecho.

Chee la interrogó con la mirada.

—¿Cómo quieres que confíe en ti si no confías en mí?

Chee guardó silencio.

Janet negó con la cabeza.

—No soy un abogado trampista que trata de salvar su reputación mediante un acuerdo poco limpio —dijo—. Realmente quiero saber si Robert Jano es inocente. Quiero saber qué ocurrió.

Le miró fijamente, aguardando una respuesta.

—Eso me consta —dijo Chee.

—Respecto... —se interrumpió. Se le quebró la voz. Hizo una pausa y apartó la vista—. Cuando te he preguntado acerca de las huellas, no pretendía tenderte una trampa —dijo—. Te lo he preguntado porque pienso que si hubiese habido alguien más allí y hubiera dejado rastros, tú los habrías encontrado. Es decir, suponiendo que hubiese algo que encontrar. Y si no había nada, pues quizá esté equivocada y quizá Robert Jano en efecto mató a tu agente, y quizá debería persuadirle para que salve el pellejo con el atenuante de la confesión. Por eso te lo he preguntado, pero tú no confías en mí y has preferido cambiar de tema.

Chee había dejado la carta sobre la mesa para escucharla. Volvió a cogerla y la abrió.

—Y ahora, una vez más, creo que deberíamos cambiar de tema. ¿Qué tal te ha ido por Washington?

—Me parece que no tengo tiempo de desayunar. —Dejó la carta encima de la mesa—. Gracias por el café.

Y se marchó.

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