Capítulo 23
El teniente Jim Chee llegó a Yells Back Butte temprano y bien pertrechado. Subió al collado mientras la luz del amanecer empezaba a iluminar el cielo de Black Mesa, con sus prismáticos, una jaula para águilas, su almuerzo, una cantimplora de agua, un termo de café, un conejo y un rifle. Encontró la losa inclinada justo donde Jano había dicho que estaría, sobresaliendo del matorral desordenado que formaba el tejado del escondrijo. Cogió su petaca de amuletos y sacó de la faltriquera de ante la piedra pulida que parecía una placa. Se la había dado Frank Sam Nakai como fetiche de caza. También sacó un frasquito de aspirinas que contenía polen. Puso el fetiche en la palma de la mano derecha y espolvoreó una pizca de polen. Luego miró hacia el este y esperó. En el preciso momento en que asomaba el sol, cantó su canción de la mañana y espolvoreó una ofrenda de polen del frasco. Hecho esto, entonó el canto de caza, explicándole al águila que la respetaba, pidiéndole que acudiera y se uniera al sacrificio que la conduciría a su próxima vida con sus seres queridos y que, haciéndolo, tal vez salvase la vida del hopi cuyo brazo había herido. Luego se metió en el escondrijo.
A eso de las diez de la mañana había oteado dos águilas patrullando el extremo del otero al oeste de donde él se encontraba, mas ninguna de ellas era la que buscaba. Encontró la pluma que había desdeñado en su primera visita al escondrijo, la recuperó, la envolvió en su pañuelo y la dejó a un lado. Había consumido la mitad del café, comido una manzana de la bolsa del almuerzo y leído dos capítulos más de La víspera de la ejecución, el libro de Bill Buchanan que había llevado consigo para pasar el rato. A las diez y veintitrés minutos apareció el águila que buscaba.
Llegó del este, planeando sobre Black Mesa en círculos perezosos que la traían más y más cerca. A través de los huecos del tejado de matojos, Chee la siguió con los prismáticos, para confirmar la irregularidad del abanico de plumas de su cola. Sacó el conejo de la jaula del águila, le ató una cuerda de nylon a la pata y esperó hasta que la ronda del pájaro lo alejara un poco. Luego puso el conejo sobre el tejado, se colocó en la mejor posición para observar y aguardó.
En el siguiente círculo el águila se desplazó hacia el sur, perdiendo altitud y patrullando sobre los rastrojos que rodaban por el desierto, alejándose del otero y desapareciendo de la vista de Chee. Puso el rifle al alcance de la mano y esperó, en tensión. Al cabo de un momento, el águila reapareció, alzándose con una corriente de aire ascendente a pocos kilómetros del borde del otero y a menos de cincuenta metros del escondrijo, luego pasó por encima de él, un poco a su izquierda.
El conejo había dejado de luchar por escapar y permanecía inmóvil sobre el tejado. Chee agitó las ramas que lo formaban con el cañón del rifle. Sorprendido, corrió hasta agotar la cuerda y dio un salto. El águila se dio media vuelta, estrechó el círculo justo sobre su cabeza. Chee tiró de la cuerda, excitando más al conejo.
Entonces, el águila emitió un silbido ronco y bajó en picado.
Chee tiró del conejo hacia el centro del escondite. Al hacerlo, el águila lo golpeó con un estruendo, ocultando el cielo con sus alas extendidas. Chee recogió la cuerda, oponiendo resistencia a los tirones de las alas que bateaban, en busca de las patas del águila.
Tuvo suerte. Al caer sobre su presa, el águila había cerrado ambas garras, una sobre el lomo del conejo y la otra sobre su cabeza. Chee le cogió las dos patas y atrajo al ave, el conejo y buena parte de los matorrales del tejado hacia él. Lanzó su chaqueta sobre el águila, la plegó sobre la cabeza y las alas e inspeccionó las patas del pájaro. Vio sangre fresca en las garras. En la base de las plumas de su pata izquierda encontró algo negro y quebradizo. Sangre seca. Sangre vieja de conejo, tal vez, o de Jano. El laboratorio lo decidiría. Fuera como fuese, ahora Chee podría descansar tranquilo.
Metió ave, conejo y chaqueta en la jaula del águila y cerró la puerta. Luego se apoyó contra la piedra, se sirvió el último café e inspeccionó si tenía heridas. Eran superficiales, sólo un corte en un lado de su mano izquierda, donde le había alcanzado el pico del águila.
El águila se había librado de la chaqueta, había soltado al conejo y luchaba frenéticamente contra el duro alambre que formaba la jaula.
—Primera águila —dijo Chee—. Estáte quieta. Tranquilízate. Te trataré con respeto —el águila dejó de debatirse y miró a Chee sin parpadear—. Irás adonde van todas las águilas —dijo Chee con tristeza.
De regreso, en la comisaría de Tuba City, Chee aparcó a la sombra. Sacó la jaula del águila y la puso junto al escritorio de Claire Dineyahze.
—¡Uauuu! —exclamó Claire—. Parece muy mala. ¿De qué se le acusa?
—De resistirse a la autoridad y picar a un poli —respondió Chee mostrando la herida en la mano.
—¡Ufff!, debería ponerse desinfectante.
—Lo haré, pero antes voy a informar de esta captura a la Oficina Federal de Ineptos de Phoenix. ¿Me pones con ellos?
—Sí —y empezó a marcar—. En la línea tres.
Cogió el teléfono de la mesa adyacente.
El recepcionista de la oficina del FBI dijo que el agente Reynald estaba ocupado y que dejara un mensaje.
—Dígale que es sobre el caso de Benjamin Kinsman. Dígale que es importante —y aguardó.
—Sí —contestó otra voz—. Soy Reynald.
—Jim Chee. Quiero decirle que tenemos la otra águila del caso Jano.
—¿Quién?
—Jano. El hopi que...
—Ya sé quién es Jano —le espetó Reynald—. Le pregunto con quién estoy hablando.
—Jim Chee. Policía Tribal Navajo.
—Ah, sí. ¿Qué es eso de un águila?
—La capturamos hoy. ¿Dónde quiere que la entreguemos para hacer el análisis de sangre?
—Ya tenemos el águila. ¿Recuerda? El oficial que lo arrestó la confiscó cuando cogió al presunto homicida. Dio negativo. No había sangre en ella.
—Ésta es la otra águila.
Silencio.
—¿Otra águila?
—¿No se acuerda? —dijo Chee, intentando transmitir en la pregunta el mismo grado de impaciencia que Reynald había empleado con él—. La defensa del sospechoso se basará en parte en su pretensión de que la herida del brazo se la causó la primera águila, la que luego soltó.
Chee se explicó recitando las palabras como si fuera un profesor que leyera un pasaje difícil a una clase de niños con problemas de aprendizaje.
—Jano sostiene que capturó una segunda águila, que según afirma era el águila que confiscó el oficial que lo arrestó. Sostiene que esa sangre...
—Ya sé lo que sostiene —dijo Reynald y se echó a reír—. Ni en sueños creí que ustedes, ni nadie para el caso, se tomara eso en serio.
Mientras Reynald disfrutaba de su risa, Chee indicó a Claire que escuchara y que conectara la grabadora.
—En serio o no, ahora tenemos el águila. Cuando el laboratorio del FBI compruebe si hay o no hay sangre humana en las estrías de las garras o en las plumas de la golilla de la pata. Y así, asunto resuelto.
Reynald soltó una carcajada.
—No puedo creerlo. ¿Me está diciendo que sus colegas salieron y cazaron un pájaro para llevarlo al laboratorio? ¿Qué se supone que demostrará eso? Si el laboratorio no encuentra nada, seguirán cazando águilas hasta que las extingan y luego dirán al jurado que Jano debió de haberlo inventado.
—Si por el contrario es sangre de Jano...
Pero Reynald estaba riéndose.
—Y luego el abogado de la defensa dirá que usted no encontró la que él soltó. O, mejor aún, la defensa captura una por su cuenta y le ponen un poco de sangre de Jano encima y la presentan como prueba.
—De acuerdo, pero quiero dejar esto bien claro. ¿Qué quiere que haga el FBI con el águila que tengo aquí?
—Lo que quiera —dijo Reynald—, pero no me la pase a mí, soy alérgico a las plumas.
—Muy bien, agente Reynald, ha sido un placer trabajar con usted.
—Espere un segundo. Lo que quiero que haga con ese pájaro es que se libre de él. Lo único que hará es complicar el caso y no quiero que lo complique. ¿Me entiende? Deshágase de esa maldita cosa.
—Entiendo —dijo Chee—. Me está diciendo que me deshaga del águila.
—Y que se ponga a trabajar en lo que se supone que tiene que hacer. ¿Ha hecho algún progreso en el descubrimiento de testigos que puedan declarar que Jano quería vengarse de Kinsman? ¿Personas que puedan jurar que estaba enojado por su primer arresto?
—Aún no. He estado ocupado intentando capturar esta primera águila.
Cuando colgó, Chee llamó a la oficina del defensor público federal y preguntó por Janet Pete.
—Janet, tenemos la primera águila.
—¿De verdad? —parecía incrédula.
—Estoy casi seguro de que es el águila. Le faltan un par de plumas de la cola, cosa que concuerda con lo que nos dijo Jano.
—Pero, ¿cómo la conseguiste?
—Igual que Jano. Usé el mismo escondite, sólo el conejo de cebo fue diferente.
—¿La has llevado al laboratorio? ¿Cuándo sabremos lo que han encontrado?
—No la he llevado al laboratorio. Reynald no quiere que lo haga.
—¿Que no qué? ¿Te lo ha dicho? ¿Cuándo?
—Acabo de llamarle hace un instante. Dijo que nadie creía la historia de Jano y que si nosotros le dábamos crédito capturando otra águila en busca de su sangre, tú dirías que capturamos la que no era y querrías que saliéramos a buscar otra y otra, y así sucesivamente.
—Será hijoputa —dijo Janet. Hubo un silencio mientras ella meditaba—. Pero comprendo su lógica. Un hallazgo negativo no ayudaría a su caso. Encontrar la sangre de Jano en ese pájaro le resultaría perjudicial.
—A menos que quisiera justicia.
—Bueno, no creo que tenga ninguna duda de que Jano asesinó a Kinsman. ¿Tú tampoco, no?
—No la tenía.
—Y ahora la tienes, ¿verdad?
—Quiero saber si está diciendo la verdad.
—Tendrás que dejar que un jurado lo decida.
—Janet, pon a Reynald contra las cuerdas. Dile que insistes. Dile que si no hace los análisis, solicitarás al tribunal que los ordene.
Hubo un largo silencio.
—¿Quién capturó el águila? ¿Cuánta gente sabe que la tenéis?
—Yo la cacé. Claire Dineyahze la tiene sentada tras su escritorio ahora mismo. Y ya está.
—¿Tiene sangre seca en las plumas? ¿En algún otro sitio?
—No estoy seguro. Hay algo seco en las plumas. Dile a ese cabrón que si no ordena que el laboratorio la analice, lo harás tú.
—Jim, no es tan sencillo.
—¿Por qué no?
—Por un montón de razones. En primer lugar, se supone que no sé nada del águila hasta que Reynald me lo cuente. Si él considera que no tiene importancia, no me lo dirá.
—Pero el reglamento obliga a desvelar las pruebas. Mickey tiene que decir al abogado de la defensa que tiene una prueba.
—No si no es lo bastante importante como para utilizarla. Mickey dirá que ni siquiera pretende mencionar la relación del águila con la sangre de Kinsman. La defensa puede usarla si lo desea. Él dirá que la considera demasiado estúpida como para requerir respuesta alguna.
—Todo eso probablemente sea cierto. Así que dile que sabes que capturamos el águila, díselo...
—Y él dirá: ¿Cómo lo sabe? ¿Quién se lo ha dicho?
—Y tú le dirás que un informador confidencial.
—Vamos, Jim —dijo Janet con impaciencia—. No seas ingenuo. El mundillo de la justicia criminal federal es pequeño y las paredes oyen. ¿Cuánto crees que tardé en saber que Mickey te había sugerido que me sonsacases? Mi informador confidencial me dijo que le llegó de tercera mano, pero que Mickey lo había llamado «conversaciones con la almohada», ¿me equivoco?
—No, pero hazlo de todos modos.
Chee escuchó a Janet enumerar las complicaciones que hacerlo supondrían para el teniente Jim Chee. Cierto, no era un empleado federal, pero los lazos entre el sistema judicial de los Estados Unidos y el aparato de la Justicia Tribal eran fuertes, estrechos y a veces personales. Y eso suponía un quebradero de cabeza también para ella. Su empeño era ganar el caso, y como mínimo salvar a Jano de la pena de muerte. Era el primer caso en su nuevo puesto y deseaba que le saliese impecable, no verse envuelta en un asunto lioso que la hiciera parecer una inepta ignorante de los procedimientos.
Mientras escuchaba, Chee supo lo que tenía que hacer y cómo hacerlo. Y también que a consecuencia de ello su vida cambiaría de rumbo.
—Dile a Mickey que has tenido acceso a una cinta magnetofónica, con dos testigos fidedignos que certifican que es auténtica. Dile que en esa cinta se oye perfectamente al agente del FBI que el señor Mickey puso al frente del caso de Jano ordenar a un policía que se deshaga de una prueba que puede ser favorable a la defensa.
—¡Dios mío! Dime que no es cierto.
—Sí, es cierto.
—¿Grabaste una llamada telefónica con Reynald? ¿Cuando le contaste que tenías el águila? Seguro que no te dio permiso para grabar algo así. Si no lo hizo, eso es un delito federal.
—No se lo pedí. Me limité a grabar su voz delante de un testigo.
—Eso va contra la ley. Podrías ir a la cárcel, seguramente perderías tu empleo.
—Eres muy ingenua, Janet. Ya sabes cuánto le gusta al FBI la publicidad negativa.
—No quiero tener nada que ver con esto.
—Es bastante justo —dijo Chee—. Y yo también quiero serlo contigo. He aquí lo que tengo que hacer ahora. Llamaré por teléfono y averiguaré qué tengo que hacer para que me analicen la sangre en un laboratorio. Tal vez en el laboratorio de la Universidad del Norte de Arizona o en la Estatal de Arizona. Tengo que estar en el despacho hasta mañana a mediodía. Te llamo yo o me llamas tú aquí, así sabré qué está pasando. Luego llevaré el ave al laboratorio y haré que te envíen una copia del informe.
—No, Jim. No. Te acusarán de manipular las pruebas. Inventarán algo. Te estás portando como un loco.
—O tal vez sea obstinado. Da igual, llámame mañana.
Luego se sentó y reflexionó sobre lo que se disponía a hacer. ¿Había sido una fanfarronada? No, lo haría si tenía que hacerlo. La amiga de Leaphorn conocía a alguien en la facultad de biología de la Universidad del Norte de Arizona que podía hacer los análisis y hacerlos bien, con un informe digno de ser presentado ante el tribunal. Y si descubrían que no era la sangre de Jano, tal vez Jano no fuera más que un maldito embustero.
Ahora bien, Chee no se engañaba a sí mismo acerca de su motivación. Una de las razones por las que le había explicado a Janet lo de la cinta era darle el arma que necesitaba, pero parte de su motivación era puramente egoísta, la clase de razones contra las que siempre le advertía Frank Sam Nakai. Quería descubrir cómo utilizaría Janet el arma que iba a proporcionarle.
Para eso tendría que esperar hasta el día siguiente, o tal vez alguno más, pero resolvió que no tardaría en saberlo.
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