Capítulo 22
¿Dónde se había metido el teniente Jim Chee? Había ido a Phoenix ayer y no había fichado esa mañana. Tal vez aún estuviera allí. Tal vez de camino. Lo comprobaría más tarde. Leaphorn colgó y reflexionó sobre su próximo paso. Primero se daría una ducha. Encendió la televisión, aún sintonizada en la cadena de Flagstaff que había estado viendo antes de dejarse vencer por el sueño y abrió el grifo de la ducha.
Tenían buenas duchas en aquel hotel de Tuba City, un fantástico y potente chorro de agua caliente, mejor que el del cuarto de baño de su casa. Se enjabonó, se frotó, oyó la voz del noticiario de televisión informar de lo que parecía ser un accidente de tráfico mortal, luego una disputa en la reunión del consejo escolar. Después oyó: «...asesinato del policía navajo Benjamin Kinsman». Cerró el grifo de la ducha y se acercó, chorreando agua jabonosa, hasta la televisión.
Al parecer, el ayudante del fiscal J. D. Mickey había dado ayer por la tarde una rueda de prensa. Estaba de pie sobre un podio ante una batería de micrófonos, con un hombre alto de pelo oscuro apostado con aire incómodo algo detrás de él. El hombre más alto vestía una camisa blanca, corbata negra y un traje oscuro de buen corte, lo que hizo que Leaphorn lo identificara inmediatamente como un agente del FBI, presumiblemente recién llegado a aquella parte del mundo, pues Leaphorn no lo reconoció; lo más probable era que fuese un agente especial enviado a capitalizar el mérito de los progresos en la investigación de un asunto que producía la clase de titulares de los que se nutre la oficina federal.
—Las pruebas que ha reunido el FBI dejan claro que este crimen no sólo fue un asesinato alevoso, lo que le haría merecedor de la pena capital bajo la vieja ley, sino que refuerza el empeño del Congreso por imponer una legislación que permita la pena de muerte ante semejantes crímenes cometidos en las reservas federales. —Mickey se detuvo, miró sus notas y se ajustó las gafas—. No decidimos pedir la pena de muerte por casualidad. Consideramos el problema cotejándolo con la Policía Tribal Navajo y la policía de los hopis, los apaches y todas las demás tribus que viven en reservas, y la policía de los diversos Estados compartía los mismos problemas. Estos hombres y mujeres cubren vastas distancias, solos en sus coches patrulla, sin el respaldo con el que cuentan los agentes de los Estados pequeños y menos poblados. Nuestra policía es tremendamente vulnerable, dadas las circunstancias, y sus asesinos tienen tiempo para poner kilómetros de por medio antes de que lleguen los refuerzos. Tengo los nombres de los oficiales que han sido asesinados en sólo...
Leaphorn apagó la lista de bajas y volvió a la ducha. Conocía a varios de esos hombres. De hecho, seis de ellos eran policías navajo. Y era una historia que debía ser contada. Así que, ¿por qué le dolía oír a Mickey hacerlo? Porque Mickey era un hipócrita. Decidió saltarse el desayuno y esperar a Chee en la comisaría.
El coche de Chee ya estaba en el aparcamiento y el teniente se encontraba sentado detrás de su escritorio, con aspecto abatido y exhausto. Levantó la vista del documento que estaba leyendo y forzó una sonrisa.
—Le haré un par de preguntas y en seguida me iré —dijo Leaphorn—. La primera es: ¿tiene ya el informe de criminología? ¿Le han dado una lista de lo que encontraron en el Jeep?
—Es esto —respondió Chee, moviendo en el aire el documento—. Acaban de pasármelo.
Leaphorn soltó una exclamación.
—Siéntese. Déjeme ver qué dice.
Leaphorn se sentó, sosteniendo el sombrero en el regazo. Se acordó de cuando era novato y aguardaba a que el capitán Largo decidiera qué hacer con él.
—No hay huellas excepto las del ladrón de la radio. Creo que ya se lo había dicho. Buen trabajo de limpieza. Había huellas del propietario del vehículo en la guantera, seguramente de Catherine Pollard.
Levantó la vista hacia Leaphorn, volvió la página y resumió lo que acababa de leer.
—Aquí hay una lista de los objetos que encontraron en el Jeep —dijo, tendiéndosela a Leaphorn—. No veo nada que pueda interesarle.
Era bastante larga. Leaphorn se saltó los objetos de la guantera y los compartimentos de las puertas y empezó por los del asiento de atrás. Allí el equipo había encontrado tres colillas de Kool con filtro, un envoltorio de caramelo Baby Ruth, un termo que contenía café frío, una caja de cartón que contenía catorce trampas de metal para roedores, ocho trampas más grandes para marmotas de las praderas, dos palas, cuerda y una bolsa con cinco pares de guantes de látex y gran variedad de artículos que, aunque el autor del informe apenas podía adivinar su nombre técnico, eran obviamente las herramientas empleadas para el control de vectores.
Leaphorn levantó la vista del papel. Chee le estaba observando.
—¿Se ha dado cuenta de que faltan la rueda de recambio, el gato y demás herramientas? —preguntó Chee—. Supongo que el ladrón no se conformó con la radio y la batería.
—¿Eso es todo? ¿Todo lo que encontraron en el Jeep?
—Sí —dijo Chee con una mueca—. ¿Por qué?
—Krause dijo que siempre llevaba un traje respirador en el Jeep.
—¿Un qué?
—Le llaman traje RPPA, significa: traje Respirador Purificador Positivo de Aire. Se parece un poco al que llevan los astronautas, o la gente que fabrica los chips de ordenador.
—¡Ah! Tal vez se lo dejase en el hotel. Podemos comprobarlo si cree que es importante.
Sonó el teléfono del despacho de Chee, que contestó.
—Sí. Bueno, eso es mucho más rápido de lo que esperaba. Sí, claro, no cuelgo.
Tapó el micrófono con la mano.
—Tienen el informe sobre la sangre.
—Perfecto —dijo Leaphorn mientras Chee volvía a escuchar.
—Es el número de días correcto —dijo Chee al teléfono y volvió a escuchar, frunciendo el ceño—. ¿No era? ¿Entonces qué demonios era? —y después de un instante—: Bien, muchas gracias.
Colgó el teléfono y dijo a Leaphorn:
—No era sangre humana. Era de algún tipo de roedor. Dijo que se imaginaba que era de una marmota de las praderas.
Leaphorn se apoyó en el respaldo en su silla.
—Menos mal.
—Sí —afirmó, tamborileando con los dedos sobre la mesa. Luego descolgó el teléfono, pulsó un botón y dijo—: No me pase llamadas durante un rato, por favor.
—¿Vio la sangre seca sobre el asiento? —le preguntó Leaphorn.
—Sí.
—¿Qué aspecto tenía? Me refiero a si era una salpicadura o estaba empapada o tal vez pusieron una marmota herida o había goteado o ¿qué?
—No lo sé. Sé que no parecía que hubieran apuñalado o disparado a alguien y la víctima hubiese sangrado. No parecía realmente natural, como lo que esperas ver en la escena del crimen —comentó Chee haciendo una mueca—. Parecía como si se hubiera derramado sobre el extremo del asiento de piel. Luego había discurrido hacia un lado y un poco sobre el suelo.
—Ella disponía de muestras de sangre.
—Sí, eso pensé.
—¿Por qué lo haría? —rió Leaphorn—. Parece indicar que Pollard no tenía muy buena opinión de la Policía Tribal Navajo.
Chee se asombró al caer en la cuenta.
—Quiere decir que supuso que daríamos por sentado que era su sangre y no lo comprobaríamos —dijo negando con la cabeza—. Bueno, podría pasar. Y luego buscaríamos su cadáver en lugar de buscarla a ella.
—Si es que lo hizo.
—De acuerdo, si es que lo hizo. Sabe, teniente, me gustaría que estuviéramos ahora mismo en Window Rock, con ese mapa suyo en la pared, que usted le fuera clavando alfileres —sonrió a Leaphorn— y me explicara lo que sucedió.
—¿Ha pensado en dónde dejó el Jeep? ¿Tan lejos de cualquier sitio?
—Sí, lo he pensado.
—Demasiado lejos para caminar hasta Tuba City. Demasiado lejos para volver caminando hasta Yells Back Butte. Así que alguien tuvo que encontrarse con ella, o con quien fuera que condujese el Jeep, y echarle una mano.
—¿Como quién?
—¿Le he hablado de Victor Hammar?
—¿Hammar? Si me ha hablado, no me acuerdo.
—Es un estudiante licenciado por la Universidad de Arizona. Biólogo, como Pollard. Eran amigos. La señora Vanders le ha calificado de advenedizo, una amenaza para su sobrina. Estuvo por aquí unos días antes de que Pollard desapareciera, trabajando con ella. Y se marchó el día en que yo aparecí para empezar mi pequeña investigación.
La cara de Chee se iluminó.
—Entonces, creo que debería hablar con el señor Hammar.
—El problema es que me dijo que estaba dando su curso de laboratorio en la Universidad del Sur de Arizona el día que ella se esfumó. No lo he comprobado, pero cuando una coartada es tan fácil de comprobar, piensas que probablemente es cierta.
Chee asintió y volvió a sonreír.
—Tengo un mapa —abrió el cajón del escritorio, hurgó en él y sacó un mapa plegado del Territorio Indio—. Igual que el suyo —lo desplegó sobre la mesa—. Salvo que no está colgado en la pared y no puedo clavarle alfileres.
Leaphorn cogió un lápiz, se inclinó sobre el mapa y añadió unos signos a los accidentes del terreno. Dibujó unas pequeñas líneas para señalar los riscos de Yells Back Butte y el collado que lo une con Black Mesa. Un punto indicaba la localización del hogan de los Tijinney. De pronto, Leaphorn se detuvo.
—¿Qué está pensando? —le preguntó Chee.
—Creo que estamos perdiendo el tiempo. Necesitamos un mapa a mayor escala.
Chee sacó una hoja de papel de su escritorio y dibujó a lápiz el área de la loma, las carreteras y los accidentes del terreno. Dibujó una pequeña H para señalar el hogan de los Tijinney, una L para el laboratorio de Woody, una línea de trazos desde la cabaña para representar el camino rural y una J y una K pequeñas para indicar dónde dejaron sus vehículos Jano y Kinsman. Examinó su obra un momento y luego añadió otra línea desde el collado hasta la pista.
Leaphorn lo observaba.
—¿Qué es eso?
—Vi un rebaño de cabras al otro lado del collado y un sendero que conducía hasta ellas. Creo que es un atajo que usa la pastora para no tener que subir tanto.
—No sabía nada de eso —reconoció Leaphorn. Cogió el lápiz y añadió una X cerca de los acantilados de Yells Back—. Y aquí es donde una vieja que McGinnis llamó Old Lady Notah dijo a la gente que había visto un muñeco de nieve. ¿La misma mujer? Probablemente.
—¿Un muñeco de nieve? ¿Cuándo fue eso?
—No sabemos el día, tal vez el día que desapareció la señorita Pollard. El día que Ben Kinsman recibió un golpe en la cabeza —Leaphorn se reclinó en su silla—. Creía haber visto a un skinwalker. Primero era un hombre, luego se ocultó en un bosquecillo de enebros y luego, cuando volvió a verlo, era blanco y brillante.
Chee se frotó la nariz y levantó la mirada hacia Leaphorn.
—¿Por eso estaba preguntándome por ese traje respirador con filtro? Usted cree que Pollard lo llevaba.
—Tal vez Pollard, tal vez el doctor Woody. Apuesto a que tiene uno. O tal vez otra persona. De cualquier modo, voy a ir a hablar con esa vieja dama, si es que la encuentro.
—El doctor Woody también dispone de sangre de animal. Igual que Krause, para el caso.
—Y también Hammar, nuestro hombre de la coartada blindada pero sin comprobar. Creo que ahora valdría la pena perder tiempo en comprobarla.
Lo pensaron un poco.
—¿Conoce a Frank Sam Nakai? —le preguntó Chee.
—¿El hataalii? Le he visto algunas veces. Enseñaba ceremonias de curación en el instituto de Tsali. Y compuso una canción de yeibichai para uno de los tíos de Emma después de que tuviera un infarto. Un gran hombre, ese Nakai.
—Es mi tío abuelo materno. Fui a verlo ayer por la noche. Se está muriendo de cáncer.
—¡Oh! —exclamó Leaphorn—. Se perderá otro hombre bueno.
—¿Vio las noticias de la tele esta mañana? ¿La conferencia de prensa que convocó J. D. Mickey en Phoenix?
—Un trozo.
—Va a pedir la pena de muerte, claro. El muy hijoputa.
—Aspira al Congreso. Lo que dijo de que los policías aquí no tenemos ninguna ayuda ni refuerzos, lo de las pésimas comunicaciones por radio, todo eso era cierto.
—Resulta divertido. Atrapo a Jano como quien dice con las manos manchadas de sangre de pie junto a Kinsman. Estaba allí y no había nadie en los alrededores. Tenía un buen motivo para vengarse. Y además la sangre de Jano estaba mezclada con la de Kinsman en su uniforme, justo donde se habría cortado con la estrafalaria hebilla de Kinsman si hubieran luchado. Lo tienes más claro que el agua, y a Jano no se le ocurre nada mejor que salir con la fabulosa historia de que el águila que cazó le hirió, pero como el águila estaba allí sin ninguna mancha de sangre, dice que no era esa águila. Esa es la segunda águila, según Jano. Insiste en que cazó otra antes y la soltó —explicaba Chee negando con la cabeza—. Y, sin embargo, estoy empezando a albergar ciertas dudas. Es una locura.
Leaphorn le dejó hablar sin hacer ningún comentario.
—Esa historia de la otra águila es tan falsa que me sorprende que Janet no esté avergonzada de tener que presentársela al jurado.
Leaphorn hizo una mueca sardónica y se encogió de hombros.
—Jano declaró que arrancó un par de plumas de la cola de la primera águila. Vi un águila sobrevolando en círculos Yells Back con un hueco en el plumaje de la cola.
—¿Y qué va a hacer? —preguntó Leaphorn.
—Jano me dijo dónde encontrar el parapeto desde donde cazó la primera águila. Voy a conseguir un conejo como cebo y mañana subiré allí y cazaré el águila. Y si no puedo atraparla la abatiré. Si no tiene sangre seca en sus espolones, ni en las plumas de las patas, no tendré más dudas.
Leaphorn ponderó aquella decisión.
—Bueno, las águilas cazan por zonas. Seguramente será el mismo pájaro, pero la sangre podría proceder de un roedor que hubiera atrapado.
—Si hay algún tipo de sangre seca, la llevaré al laboratorio para comprobarlo. ¿Quiere venir conmigo?
—No, gracias. Tengo que encontrar a la señora de las cabras y que me cuente lo del muñeco de nieve que vio.
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