Capítulo 9
Tras su primer mes en la Universidad del Estado de Arizona, Leaphorn ya superó la tendencia de los jóvenes navajos a pensar que todos lo blancos se parecen. Pero lo cierto era que Victor Hammar guardaba un asombroso parecido con Richard Krause, sólo que en una versión más corpulenta y menos tostada por el sol. Después de la primera impresión, Leaphorn advirtió que además Hammar era bastantes años más joven, con los ojos de un azul más claro, las orejas un poco pegadas al cráneo y, dado que los polis no pueden evitar fijarse en las «marcas de identificación», con una cicatriz diminuta junto al mentón que había desafiado al sol y permanecía blanca.
Hammar mostró menos interés en Leaphorn. Le dio la mano, enseñó unos dientes irregulares al sonreír por compromiso, y fue a lo suyo.
—¿Ya ha vuelto? —preguntó a Krause—. ¿Ha recibido noticias de ella?
—Nada de nada —dijo Krause.
Hammar soltó un violento epíteto en un idioma extranjero. Un juramento alemán, supuso Leaphorn. Tomó asiento en un taburete frente a Leaphorn, negó con la cabeza y volvió a jurar, esta vez en inglés.
—Sí —dijo Krause—. También yo estoy preocupado.
—Y la policía —dijo Hammar—. ¿Qué hace la policía? Me parece que nada. ¿Qué le han dicho?
—Nada —admitió Krause—. Creo que tienen el Jeep en la lista de vehículos buscados y...
—¡Nada! —exclamó Hammar—. ¿Cómo es posible?
—Es una mujer adulta —dijo Krause—. No hay pruebas de que se haya cometido un crimen, salvo quizá el hecho de que se ha largado con nuestro vehículo. Supongo...
—¡Tonterías! ¡Eso son tonterías! Es evidente que le ha sucedido algo. Lleva demasiado tiempo fuera. Le ha pasado algo.
Leaphorn carraspeó.
—¿Tiene alguna teoría al respecto?
Hammar miró fijamente a Leaphorn.
—¿Cómo dice?
Krause dijo:
—El señor Leaphorn es un policía jubilado. Está tratando de encontrar a Catherine.
Hammar no le quitaba el ojo de encima.
—¿Un policía jubilado? —repitió.
Leaphorn asintió con la cabeza, pensando que Hammar no tendría la menor idea de lo que él sabía o dejaba de saber y tratando de decidir cómo meterle en aquello.
—¿Recuerda dónde se encontraba usted el día ocho de julio? ¿Estaba aquí, en Tuba?
—No —contestó Hammar, que le seguía mirando fijamente.
Leaphorn aguardó en silencio.
—Ya había regresado. A la universidad.
—¿Está en una facultad?
—No soy más que un licenciado adjunto. En la del Estado de Arizona. Ese día tenía clase. Introducción al laboratorio para novatos. —Hammar hizo una mueca—. Introducción a la biología. Una asignatura espantosa. Con alumnos idiotas. ¿A santo de qué me hace estas preguntas? ¿Acaso...?
—Porque me han pedido que encuentre a esa mujer —dijo Leaphorn, violando sus propios principios y las normas de cortesía navajo al interrumpir a un contertulio. No obstante, quería impedir que Hammar le hiciera preguntas—. Recogeré un poco más de información y enseguida me iré para que ustedes puedan reanudar sus quehaceres. Me pregunto si la señorita Pollard dejó papeles en este despacho. Si lo hizo, quizá me sean de ayuda.
—¿Papeles? —dijo Krause—. Bueno, tenía una especie de libro mayor donde guardaba sus notas de campo. ¿Se refiere a eso?
—Seguramente —dijo Leaphorn.
—Su tía me llamó ayer desde Santa Fe y me avisó de su visita —dijo Krause, rebuscando entre las pilas de documentos que había sobre un escritorio en un rincón de la habitación—. Creo que se llama Vanders. O algo por el estilo. Cathy tenía previsto ir a verla el fin de semana pasado. Se me ocurrió que igual había ido allí.
—Usted trabaja para la vieja señora Vanders —dijo Hammar, que aún observaba detenidamente a Leaphorn.
—Aquí hay algo que quizá le sirva —dijo Krause, alcanzando a Leaphorn una carpeta acordeón con un revoltijo de papeles—. Aunque lo va a necesitar si regresa.
—Cuando regrese —dijo Hammar—. Cuando, no si.
Leaphorn ojeó los papeles, advirtiendo que la mayoría de las notas de Catherine estaban garabateadas con una caligrafía diminuta e irregular, difícil de leer y aún más difícil de interpretar para un profano. Igual que sus propias notas, estaban redactadas con una taquigrafía personal cuyos signos sólo tenían sentido para ella.
—Fort C —dijo Leaphorn—. ¿Qué es esto?
—Centros de Control de Enfermedades —dijo Krause—. Los federales que dirigen el laboratorio en Fort Collins.
—SIS. ¿Esto es el Servicio Indio de la Salud?
—Exacto —dijo Krause—. De hecho, es para quien trabajamos nosotros, aunque técnicamente lo hagamos para Sanidad de Arizona. Es parte de un entramado institucional muy grande y complejo.
Leaphorn había llegado hasta el último compartimento de la carpeta.
—Hay muchas referencias a un tal A. Nez —dijo.
—Anderson Nez. Uno de los tres finados del último brote. El señor Nez fue el último y el único cuyo origen aún no hemos descubierto —dijo Krause.
—¿Y quién es este Woody?
—¡Ah! —exclamó Hammar—. ¡Ese cabrón!
—Es Albert Woody —dijo Krause—. Al. Se dedica a la biología celular, aunque creo que es experto en inmunología. O en farmacología. O en microbiología. O quizás... No lo sé. —Krauserió entre dientes—. ¿Cuál es su titulación, Hammar? Su campo está más próximo al suyo que al mío.
—Es un maldito cabrón —dijo Hammar—. Tiene una beca del Instituto de Alergias e Inmunología, aunque se dice que también trabaja para Merck, o Squibb, o alguna otra empresa farmacéutica. O quizá para todas ellas.
—Hammar no le aprecia mucho —dijo Krause—. Hammar estaba cazando roedores no sé dónde este verano y Woody le acusó de interferir en uno de sus proyectos. Le levantó la voz, ¿verdad?
—Tendría que haberle dado una patada en el culo —dijo Hammar.
—¿También participa en la investigación de la peste?
—No, no. Realmente no. Lleva años trabajando por aquí, desde que se produjo un brote en los años ochenta. Estudia por qué hay anfitriones de vectores, como marmotas de las praderas, ratones de campo y demás, que son infectados por bacterias y virus y siguen vivos mientras otros de la misma especie resultan muertos. Por ejemplo, llega la peste y acaba con un billón de roedores, y sólo quedan madrigueras vacías y esqueletos esparcidos en un centenar de kilómetros. Pero aquí y allí encontramos colonias que siguen vivas. Son una especie de colonias depósito. Se reproducen, renuevan la población de roedores y luego la peste vuelve a extenderse. Probablemente a partir de ellos. Aunque lo cierto es que nadie está seguro de cómo se desarrolla este proceso.
—Es lo mismo que pasa con los conejos del norte de Finlandia y de las regiones árticas de Alaska —intervino Hammar—. Distintas bacterias pero el mismo asunto. Es un ciclo de siete años, puntual como un reloj. Primero hay conejos por todas partes, luego la fiebre asola la región sembrándola de conejos muertos, y al cabo de siete años la población ya se ha regenerado y la fiebre la ataca de nuevo.
—¿Y las empresas farmacéuticas son las que pagan a Woody?
—Tiran el dinero —opinó Hammar. Fue hasta la puerta, la abrió y miró afuera.
—Más bien diría que buscan el vellocino de oro —dijo Krause—. Sólo tengo una vaga idea de lo que Woody está haciendo, pero creo que trata de desentrañar lo que ocurre dentro de un mamífero para que pueda vivir con un agente patógeno que mata a sus semejantes. Si descubre eso, quizá se dé un pasito adelante para comprender la química intercelular. O quizá el descubrimiento valga un mega-trillón de dólares.
Leaphorn guardó silencio mientras repasaba lo que recordaba de Química Orgánica 211 y Biología 331 de cuando estaba en la facultad. Era bien poca cosa, aunque recordaba lo que el cirujano que operó a Emma de su tumor le había contado como si se lo hubiese dicho el día anterior. Veía perfectamente a aquel hombre y oía la ira velada de su voz. No era más que una simple infección por estafilococos, le había dicho, y pocos años antes una docena de antibióticos habrían acabado con la bacteria. Pero ahora ya no. «Ahora los microbios están ganando la guerra», había dicho. Y el cuerpo menudo de Emma, bajo la sábana en la camilla que se alejaba por el pasillo, constituía una prueba de ello.
—Bueno, quizá eso sea exagerado —dijo Krause—. Quizá no serán más de unos pocos cientos de billones.
—¿Se refiere a dar con el modo de fabricar antibióticos mejores? —averiguó Leaphorn—. ¿Es eso lo que Woody anda buscando?
—No exactamente. Es más probable que quiera descubrir el modo en que el sistema inmunitario de los mamíferos se adapta para poder matar al microbio. Creo que busca una vacuna.
Leaphorn levantó la vista de la carpeta.
—Al parecer la señorita Pollard le relaciona con Nez —dijo—. La nota dice: «Preguntar a Woody por Nez». Me encantaría saber a qué se refiere.
—No tengo la menor idea —dijo Krause.
—Puede que Nez fuese el sujeto que trabaja para Woody —dijo Hammar—. Un hombre más bien bajito, con el pelo cortado al rape. Ponía trampas para Woody y le ayudaba a sacar muestras de sangre de los animales. Cosas así.
—Es posible —dijo Krause—. Me consta que a lo largo de los años Woody ha localizado un puñado de colonias de marmotas de las praderas que parecen resistir a la peste. Y también recogía ejemplares de rata canguro, ratón de campo y demás roedores de los que diseminan el hantavirus. Cathy me dijo que estaba trabajando con una cerca de Yells Back Butte. Quizá por eso Cathy se dirigió allí. Si Nez había estado trabajando para Woody, igual fue hasta allí para averiguar si él sabía dónde se había infectado Nez.
—¿Es posible que al señor Nez le picaran allí? —preguntó Leaphorn—. Tengo entendido que hubo un par de víctimas de la peste en esa zona en el pasado.
—No lo creo —dijo Krause—. Había determinado con bastante precisión los lugares en los que había estado Nez durante el período en que se infectó. Se encontraban más al sur. Entre Tuba y Page.
Krause había ido seleccionando diapositivas mientras hablaba. Ahora levantó la vista hacia Leaphorn.
—¿Sabe algo sobre bacterias?
—Sólo los rudimentos básicos. Biología de primer curso.
—Verá, en cuanto a la peste, la pulga sólo introduce una dosis diminuta en el flujo sanguíneo, y luego pasan cinco o seis días, a veces más, hasta que la bacteria se multiplica lo bastante como para que el sujeto comience a mostrar síntomas, normalmente fiebre. Aunque si le pica un enjambre de pulgas, o si van cargadas con un agente muy virulento, el proceso es más rápido. De modo que lo que se hace es retroceder unos pocos días a partir del momento en que ha aparecido la fiebre, y averiguar en qué sitios ha estado la víctima desde esa fecha hasta pongamos una semana antes. Una vez que se sabe eso, comienza la exploración de esos sitios en busca de mamíferos muertos y pulgas infectadas.
Hammar seguía mirando por la puerta. Dijo:
—Pobre señor Nez. Muerto por una pulga. Lástima que la pulga no picara a Al Woody.
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