Capítulo 4
Chee no estaba de pie junto a la ventana de la sala de espera sólo para contemplar el aparcamiento del Centro Médico de Arizona del Norte y las sombras de las nubes que salpicaban de manchas las montañas del otro lado del valle. Estaba posponiendo el doloroso momento en que entraría en la habitación del agente Benjamin Kinsman para darle la consabida «última oportunidad» oficial de decir quién lo había matado.
De hecho, aún no se trataba de un asesinato. El neurólogo jefe había llamado a Shiprock el día antes para informar de la muerte cerebral de Kinsman y avisar que podían comenzar los procedimientos para poner fin a su tormento. No obstante, aquél iba a ser un proceso legalmente complicado y socialmente delicado. En la oficina del fiscal estaban nerviosos. Convertir los cargos contra Jano de intento de homicidio a asesinato era algo que debía realizarse con extrema corrección. Por consiguiente, J. D. Mickey, el ayudante del fiscal en funciones encargado de la acusación, había decidido que el agente que había efectuado el arresto estuviera presente cuando lo desconectaran. Quería que Chee testificara que le habían permitido oír sus últimas palabras. Aquello significaba que el abogado defensor también estaría allí.
Chee no comprendía por qué. Todos los implicados dependían del mismo jefe. Siendo indigente, a Jano lo representaría otro letrado del Departamento de Justicia, abogado que, por cierto —Chee echó un vistazo a su reloj de pulsera—, llevaba once minutos de retraso. Aunque quizá el coche que ahora entraba en el recinto fuese el suyo. No. Era una furgoneta. Ni siquiera en Arizona los abogados del Departamento de Justicia llegaban en furgonetas.
De hecho, la furgoneta le sonaba. Las furgonetas Dodge Ram con cabina grande de los primeros años noventa se parecían mucho entre sí, pero aquella llevaba un cabrestante sujeto al parachoques delantero, el cual presentaba unos rasguños reparados con una pintura que no era del color que tocaba. Era la furgoneta de Joe Leaphorn.
Chee suspiró. Al parecer el destino quería vincularlo a su antiguo jefe otra vez, renovando nuevamente el complejo de inferioridad que Chee experimentaba en presencia del Teniente Legendario.
Aunque después de pensarlo se sintió algo mejor. Era imposible que Leaphorn tuviera nada que ver con el asesinato de Kinsman. El Teniente Legendario llevaba un año jubilado. Kinsman nunca había trabajado para él cuando era novato. Chee no tenía ninguna constancia de vínculos de clan. Sería una de esas coincidencias en las que Leaphorn le había dicho más de mil veces que no debía creer. Chee se relajó. Observó que un Chevy blanco sedán, que circulaba demasiado aprisa, patinaba al girar en la verja del aparcamiento. Un Chevy del parque móvil federal. El abogado defensor, finalmente. Ahora ya podían desconectar los enchufes, detener las máquinas que habían hecho que los pulmones de Kinsman bombearan y que su corazón palpitara durante todos aquellos días, puesto que el soplo de vida que había animado a Benny ya lo había abandonado, llevándose su conciencia hacia la gran aventura final.
Ahora los abogados se pondrían de acuerdo, vista la gravedad del caso, en hacer caso omiso a los reparos que la familia Kinsman pudiera tener y realizarían una autopsia inútil. Así demostrarían que el golpe en la cabeza había sido el causante de la muerte de Benny y, por consiguiente, el Pueblo de los Estados Unidos podría aplicar la pena capital y matar a Robert Jano para igualar el tanteo. El hecho de que ni los navajos ni los hopis creyeran en esta filosofía del ojo por ojo del hombre blanco también se pasaría por alto.
Dos pisos más abajo, el Chevy blanco había aparcado. Tras abrirse la puerta del conductor, aparecieron las perneras negras de un pantalón seguidas por una mano que sujetaba un maletín.
—Teniente Chee —dijo una voz conocida justo detrás de él—. ¿Podría hablar un momento con usted?
Joe Leaphorn estaba en el umbral, sosteniendo su maltrecho Stetson gris en las manos, con un ademán de pedir perdón.
Demasiadas coincidencias.
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