Capítulo 25

Para Leaphorn fue un día frustrante. Había pasado por el despacho de Chee con objeto de recoger la lista. La había repasado con todo detalle sin ver nada que le llamara la atención. Tal vez Krause descubriera algo interesante. Krause no estaba en su oficina y la nota colgada en la puerta decía: «He ido a Inscription House, luego a Navajo Mission. Vuelvo en seguida». No tan en seguida, pensó Leaphorn, pues semejante trayecto sumaba por lo menos ciento ochenta kilómetros. Así que se dirigió a Yells Back Butte, aparcó, subió el collado y emprendió la segunda búsqueda de Old Lady Notah.

Después de mucho caminar alrededor de las cabras, veintiuna en total, a menos de que hubiera contado alguna dos veces (cosa fácil tratándose de cabras) u olvidado alguna, no encontró a la señora Notah. Al volver a cruzar el collado casi perdió el resuello, hizo un par de paradas y llegó a la conclusión de que debía vigilar su dieta y hacer más ejercicio. De nuevo en su camioneta, bebió casi la mitad del agua de la cantimplora, que descuidadamente había olvidado, y descansó un rato. Aquel callejón sin salida amurallado entre los peñascos de Yells Back y la mole de Black Mesa impedía recibir cualquier señal de radio, por razones que excedían los conocimientos de electrónica de Leaphorn, salvo la de la Voz de la Nación Navajo, que emitía en lengua navajo desde Gallup.

Escuchó un poco de música country-western y el programa a micro abierto en lengua navajo y, mientras oía la radio, fue ordenando sus ideas. ¿Qué le contaría a la señora Vanders cuando la llamara por la noche? No mucho, decidió. ¿Por qué se sentía irracionalmente feliz? Porque la tensión con Louisa había desaparecido. Ya no sentía que traicionaba a Emma ni que se engañaba a sí mismo. Ni que Louisa esperara de él más de lo que realmente podía ofrecerle. Louisa lo había dejado claro. Eran amigos. ¿Cómo había dicho lo del matrimonio? Lo había intentado una vez y no le apetecía repetir. Pero basta de eso. Volvió a pensar en el Jeep de Cathy Pollard; presentaba multitud de interrogantes.

El Jeep había llegado temprano, como sugería la nota de Pollard. Jano dijo que lo vio llegar y Leaphorn no tenía motivos para pensar que mintiera en eso. Debió dejarlo durante el breve chubasco de lluvia y granizo, poco después de que Chee arrestase a Jano. De haber llegado antes, lo habría oído Chee y, más tarde, no habría dejado huellas de neumático en la arena del arroyo donde apareció abandonado. Así que dejó de lado la pregunta de quién lo conducía y qué había hecho el conductor después de aparcar.

Nadie había bajado al arroyo a recoger al conductor, pero un cómplice podía haber aparcado cerca del punto donde la pista de grava cruzaba el arroyo, y esperar a que el conductor del Jeep caminase a la sombra de las encumbradas rocas hasta reunirse con él.

Aquello requería un cómplice, no obedecía a un repentino impulso de pánico. La imaginación de Leaphorn no podía dar con un motivo para semejante conspiración. Pero se le ocurrió otra posibilidad. No una certeza, sino una posibilidad. Puso en marcha el motor y fue en busca de Richard Krause.

Hizo un alto en Tuba para encontrar la oficina de Krause aún vacía con la misma nota en la puerta. Leaphorn llenó el depósito de gasolina y se marchó. Krause no estaba en Inscription House. La mujer que respondió a la llamada de Leaphorn a la puerta de la oficina de Navajo Mission dijo que el hombre del Ministerio de Sanidad se había ido hacía media hora. Y no había dicho adónde.

Así que Leaphorn recorrió el largo camino de regreso a Tuba City, pensando que había desperdiciado la jornada mientras contemplaba la última luz del crepúsculo y los altos nubarrones de tormenta en el horizonte de poniente adquirían una belleza que sólo la naturaleza sabía crear. Cuando llegó al motel, estaba más que dispuesto a enterrar el hacha de guerra. La llamada a la señora Vanders podía esperar. Mañana se levantaría temprano y atraparía a Krause antes de que se marchase de la oficina.

Se volvió a equivocar. A la mañana siguiente, la nota en la puerta decía que Krause estaría trabajando en el arroyo al oeste de Shonto Landing Strip. Una hora y cien kilómetros más tarde, Leaphorn divisó la camioneta de Krause desde la carretera. Krause estaba de rodillas, parecía mirar algo en el suelo. Oyó a Leaphorn acercarse, se puso en pie y se sacudió la tierra de los pantalones.

—Recogiendo pulgas —le dijo, estrechándole la mano.

—Parece como si hubiera estado soplando en ese agujero —le respondió Leaphorn.

—Buen ojo. Las pulgas detectan el aliento. Si algo mata a sus anfitriones mamíferos, buscan otro nuevo, son muy listas. Soplas en el agujero y suben por la boca del túnel —y al decirlo sonrió a Leaphorn—. Algunos dicen que prefieren ajo en el aliento, pero a mí me gusta el chile —señaló el montículo del túnel—. ¿Las ve?

Leaphorn se acuclilló y dijo:

—No.

—Unas manchitas negras —indicó Krause—. Ponga la mano y le saltarán encima.

—No, gracias.

—Bueno, ¿qué puedo hacer por usted? ¿Hay alguna novedad?

Krause sacó una varilla de metal flexible de la furgoneta y desenrolló la tela de franela blanca sujeta en un extremo.

—Me gustaría que echara un vistazo a esta lista de cosas encontradas en el Jeep. Compruebe si falta algo que debiera estar allí o si hay algo que le llama la atención.

Krause había doblado la tela alrededor de la varilla y la iba introduciendo lentamente en la ratonera, cada vez más hondo.

—De acuerdo. Les daré un minuto para que se peguen al trapo. Ahora, cuando lo saque, la tela tirará de la varilla, se plegará hacia otro lado y atrapará un montón de pulgas.

Krause deslizó la tela de la varilla, la metió en una bolsa, cerró la cremallera y luego comprobó si tenía pulgas, encontró una en su muñeca y también la metió.

Leaphorn le dio la lista. Krause se puso unas gafas bifocales para estudiarla.

—Kools —exclamó—. Cathy no fumaba, así que debió de ser otra persona.

—Creo que hay una indicación diciendo que son viejos. Podían llevar meses allí.

—¿Dos palas? Todo el mundo lleva sólo una para las excavaciones. ¿Para qué querría la otra?

—Déjeme ver —dijo Leaphorn, cogiendo la lista—. «En el suelo debajo del asiento del conductor», dice «pala de mango largo». Debajo, «en el maletero» también dice «pala de mango largo».

—Tal vez sea un error —dijo Krause, encogiéndose de hombros—, y anotaron la pala dos veces en la lista.

—Tal vez —respondió Leaphorn, aunque lo dudaba.

—Y aquí. ¿Qué demonios estaba haciendo Catherine con esto? —señaló en la entrada correspondiente al maletero, que decía: «Un botellín de polvo gris, sustancia etiquetada como cianuro de calcio».

—Parece veneno —aventuró Leaphorn.

—Y lo es —corroboró Krause—. Solíamos usarlo para limpiar las madrigueras infectadas. Soplas ese polvo y lo extermina todo: ratas, serpientes de cascabel, búhos, lombrices, arañas, pulgas, todo bicho viviente. Pero es peligroso manejarlo. Ahora usamos «la píldora»; es una fototoxina, la ponemos en el suelo en la boca de la madriguera y hace el trabajo sola.

—¿De dónde sacaría ese cianuro?

—Aún tenemos muestras. Está en una estantería en nuestro armario del material.

—¿Tenía acceso a él?

—Sí, claro. Y mire esto —dijo señalando la siguiente entrada—. «Bombona de aire con tubo y boquilla». Eso es lo que solíamos usar para soplar el polvo de cianuro en la madriguera. También tenemos en el almacén.

—¿Qué cree que significa esto? ¿Qué cree que significa que lo tuviera en el Jeep?

—Primero, significa que estaba quebrantando las reglas. No puede sacar ese material sin consultarlo conmigo y explicarme para qué lo va a utilizar y por qué no utiliza la fototoxina en su lugar. Y segundo, no lo usaría a menos que realmente quisiera esterilizar las madrigueras. Exterminar algo grande, como las marmotas de las praderas, no sólo matar pulgas.

Devolvió la lista a Leaphorn.

—¿Algo más que le llame la atención?

—No, pero hay algo que debería estar en esa lista y no está: su traje RPPA.

—¿Siempre lo llevan con ustedes?

—No, pero puede estar seguro de que lo necesitará si va a utilizar polvo de cianuro de calcio —Krause agrió su expresión—. Dicen que se nota porque huele a almendras, pero lo malo es que, cuando lo hueles, ya es demasiado tarde.

—Entonces no es algo que puedas utilizar por descuido.

Krause se echó a reír.

—Difícilmente. Y antes de que me olvide, encontré la nota que Cathy me dejó. Le hice una copia —sacó su cartera y extrajo una hoja de papel muy doblada y se la dio a Leaphorn—. Pero no veo nada que le pueda resultar de ayuda.

La nota había sido escrita con la caligrafía semilegible de Pollard que Leaphorn ya conocía:

«Jefe: en Flagstaff me he enterado de cosas sobre la infección de Nez. Creo que nos han mentido. Voy a Yells Back, a coger pulgas para averiguarlo. Se lo contaré cuando regrese. Pollard».

Leaphorn levantó la mirada de la nota y la dirigió hacia Krause, que estaba esperando su reacción, con cara de arrepentido.

—Sabiendo lo que ahora sé, veo que debería haberme preocupado antes, cuando Catherine no regresó. Pero, maldita sea, siempre hacía las cosas y luego me las explicaba. Si es que me las explicaba. Por ejemplo. Yo no sabía dónde había estado el día anterior. Ella no me dijo que se iría a Flagstaff, ni por qué —se encogió de hombros y negó con la cabeza—. Así que supuse que se había largado a cualquier otro sitio.

—Me pregunto por qué no le dijo que iba a dejar el empleo.

Krause se quedó mirándole.

—No creo que fuera a dejarlo. ¿Le contó a su tía el motivo?

—Deduje que era por algo relacionado con usted.

Krause había pasado muchos veranos al sol, pero ahora parecía pálido y tenso.

—¿Qué motivo relacionado conmigo?

—No lo sé —admitió Leaphorn—. No precisó más.

—Bueno, nunca nos llevamos demasiado bien.

Y diciendo esto, Krause empezó a meter su equipo en la camioneta. Su camiseta sudada decía: apoya a la ciencia: abraza a un herpetólogo.

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