Capítulo 12

La roca en la que Chee apoyó su peso con tan poco cuidado cayó rodando por la pendiente, saltó al vacío, golpeó un saliente, causó una ruidosa avalancha de piedras y tierra y desapareció entre la maleza del fondo. Chee desplazó cuidadosamente su cuerpo hacia la derecha, suspiró profundamente y permaneció quieto unos instantes, apoyado contra el acantilado mientras los latidos de su corazón recobraban un ritmo más pausado. Se encontraba justo debajo de la cima de Yells Back Butte, en lo alto del collado que lo conectaba con Black Mesa. No era un ascenso difícil para un hombre joven con la excelente forma física de Chee, y tampoco especialmente peligroso si uno se mantenía concentrado en lo que hacía. Chee no lo estaba. Pensaba en Janet Pete, enfrentándose al hecho de que estaba desperdiciando su día libre sólo porque ella le había dado a entender que no había hecho un trabajo meticuloso al registrar la escena del crimen de Kinsman.

Ahora, con ambos pies bien asentados y el hombro apoyado contra la pared del acantilado, miró hacia donde había caído la roca y pensó en el problema crónico de la Policía Tribal Navajo: la falta de refuerzos. De no haber mantenido el equilibrio, estaría allí abajo, entre los matorrales, con varios huesos rotos e infinidad de rasguños, y a unos ciento veinte kilómetros del puesto de socorro más cercano. En eso iba pensando mientras subía gateando los últimos cincuenta metros de talud y salvaba el borde superior. Kinsman seguiría vivo si no hubiese estado solo. Lo mismo había ocurrido con los dos policías muertos en el distrito de Kayenta. Un territorio inmenso, nunca bastantes agentes de refuerzo, nunca suficiente presupuesto para un sistema de comunicaciones eficiente, nunca lo que necesitabas para hacer tu trabajo. Quizá Janet tenía razón. Tendría que haberse presentado al examen del FBI, o aceptar la oferta que le hacían los de la BIA. O quizá, si lo demás fallaba, replantearse el ingreso en la Agencia de Lucha contra la Droga.

Sin embargo, ahora, de pie sobre la inmensa losa que constituía la cumbre de Yells Back Butte, miró hacia el oeste y vio el cielo inmenso, la masa de cúmulos que se formaba encima de Coconino Rim, el sol reflejado en los Vermillion Cliffs junto a la frontera de Utah, y la encumbrada forma de coliflor de una tormenta que ya estaba regalando la bendición de la lluvia sobre San Francisco Peaks, la Montaña Sagrada que marcaba el límite occidental de la tierra santa de su pueblo. Chee cerró los ojos a aquel panorama, recordando la belleza de Janet, su ingenio, su inteligencia. No obstante, otros recuerdos se agolparon en su mente: los tristes cielos de Washington, los enjambres de hombres jóvenes embutidos en ternos y avasallados por las corbatas que exigía la moda del momento; recordó el ruido, las sirenas, el olor del tráfico, el amontonamiento de capas y más capas de hipocresía social. Una leve brisa revolvió el pelo de Chee y le trajo aromas de enebro y salvia, y un graznido procedente de lo alto le recordó por qué se encontraba allí.

A primera vista pensó que el ave rapaz era un halcón de cola roja pero, cuando ésta se ladeó para repetir la inspección del intruso, Chee constató que era un águila leonada. Era la cuarta que avistaba en el mismo día —un buen año para las águilas y un buen lugar para encontrarlas— patrullando la losa que coronaba la mesa, donde abundaban los roedores. La observó dar vueltas, gris y blanca contra el intenso azul del cielo, hasta que satisfizo su curiosidad y se alejó hacia el este sobrevolando Black Mesa. Cuando el ave se volvió, Chee advirtió un hueco en el abanico de plumas de la cola. Probablemente era vieja. Las rapaces no mudan las plumas de la cola.

Pese a las indicaciones de Janet, le costó más de media hora encontrar el escondrijo de Jano. El hopi había cubierto una grieta de la losa del otero con un entramado de ramas muertas de salvia que luego había tapado con hojas de las matas de los alrededores. Buena parte del invento estaba rota y esparcida. Chee se introdujo en la grieta, se puso en cuclillas y examinó el lugar, reconstruyendo la estrategia de Jano.

Primero se habría asegurado de que el águila que quería cazar estuviera patrullando la zona como de costumbre. Probablemente habría ido al anochecer a preparar el escondrijo, o más bien a reparar el que los miembros de su kiva llevaban utilizando desde hacía siglos. Caso de cambiar algo que se notara, habría esperado unos días hasta que el águila se acostumbrara a aquel cambio en el paisaje. Una vez hecho eso, Jano habría regresado la madrugada del día en que estaba destinado a matar a Ben Kinsman. Habría llevado un conejo con él, con una cuerda atada a una pata, y lo habría puesto en el tejadillo del escondrijo. Entonces habría esperado, mirando por las rendijas, a que el águila hiciera su aparición. Puesto que los ojos de las aves de presa detectan el movimiento mejor que cualquier radar, se habría asegurado de que el conejo se moviera cuando llegara el momento oportuno. Cuando el águila lo atrapara con las garras, habría tirado del conejo hacia abajo, la habría cubierto con su chaqueta para dominarla y para, acto seguido, meterla en la jaula que habría traído consigo.

Chee inspeccionó el suelo a su alrededor, en busca de alguna prueba de que Jano hubiese estado allí. No esperaba encontrar nada, y así fue. La piedra en la que Jano supuestamente se sentó a esperar al águila presentaba un aspecto pulido y suave por el uso. Cualquiera pudo sentarse en ella el día de los hechos; o nadie. No halló rastro alguno de la sangre que Jano tendría que haber esparcido por allí si el águila le atacó al intentar atraparla. Claro que la lluvia podía haberlo limpiado, pero algún rastro habría quedado en el rugoso granito. Trepó para salir de la grieta, llevando consigo sólo una pluma sucia de águila encontrada en el suelo de arena del escondrijo y una colilla de cigarrillo con la apariencia de haber soportado más agentes atmosféricos que el chubasco de la semana anterior. La pluma era del cuerpo, no una de las recias plumas caudales o de la cola, tan apreciadas como objetos ceremoniales. Y ni la pluma ni la colilla presentaban manchas de sangre. Las volvió a arrojar al escondrijo.

Chee dedicó una hora más a inspeccionar infructuosamente el otero. Encontró otro escondrijo a unos ochocientos metros del primero, y varios lugares donde alguien había erigido montones de piedras que sostenían palillos rituales pintados, rodeados de matas de salvia con plumas prendidas de las ramas. Saltaba a la vista que los hopis consideraban que aquel otero formaba parte de su patria espiritual y, probablemente, así había sido desde que los primeros clanes llegaron a la región hacia el siglo XII. La decisión del gobierno federal de agregarlo a la Reserva Navajo no había cambiado el orden de cosas, y nunca lo haría. Aquella idea le hizo sentirse intruso en su propia reserva, avinagrando aún más el humor de Chee. Ya era hora de mandar todo aquello al infierno y volver a casa.

Las tareas administrativas propias del cargo de teniente no habían contribuido a mantener el tono muscular de las piernas de Jim Chee, como tampoco sus pulmones. Estaba cansado. Se demoró en lo alto del otero, mirando hacia el otro lado del collado, temeroso del largo descenso que le esperaba. Un águila se remontó sobre Black Mesa y la silueta de otra se destacó contra las lejanas nubes que se amontonaban hacia el sur, sobre San Francisco Peaks. Aquella era y siempre había sido una tierra de águilas. Cuando los primeros clanes hopi fundaron sus poblados en First Mesa, los ancianos establecieron el territorio de caza de águilas tal como establecieron los campos de maíz y los manantiales. Y cuando los navajos llegaron unos doscientos años después, no tardaron en aprender que había que ir a Black Mesa cuando en la petaca de amuletos faltaban plumas de águila.

Chee sacó los prismáticos e intentó localizar el pájaro que había visto destacarse contra la nube. Se había ido. Encontró el que cazaba sobrevolando la mesa y lo enfocó, pensando que quizá sería el que había visto antes. No lo era. Éste tenía intacto el abanico de plumas de la cola. Bajó los prismáticos y enfocó el lugar donde encontró a Jano junto al cuerpo agonizante de Ben Kinsman y trató de reconstruir los trágicos acontecimientos.

Jano pudo no haber visto a Kinsman aguardando abajo, ya que éste se habría ocultado. Pero al contemplar la escena desde allí arriba, difícilmente no habría visto el coche patrulla de Kinsman aparcado junto al arroyo. A Jano ya lo habían detenido una vez por caza furtiva de águilas. Sin duda se puso nervioso y tomó sus precauciones.

Entonces, ¿por qué descender para que lo atraparan? Probablemente porque no tenía elección. Aunque, ¿por qué no limitarse a soltar el águila, esconder la jaula, bajar del otero y decirle al poli que estaba allí arriba meditando y rezando? La furgoneta roja descolorida de Jano estaba aparcada debajo del punto menos elevado del collado y Kinsman había dejado su coche patrulla junto al arroyo, a cosa de un kilómetro. Incluso sin prismáticos, Jano tuvo que ver a Kinsman y comprender que tenía bloqueada la ruta de escape.

Chee volvió a recorrer el valle con los prismáticos. Avistó las ruinas de lo que un día fueron las paredes del hogan de los Tijinney, con sus rediles y el poste ritual derribado. Más allá del emplazamiento del hogan, un destello de sol reflejado captó su atención. Enfocó el lugar. El espejo retrovisor de una camioneta aparcada entre un grupo de enebros. ¿Qué diablos hacía allí? Dos de las víctimas del brote de peste de la pasada primavera procedían de aquel cuadrante de la reserva. La camioneta quizá perteneciera al personal del Ministerio de Sanidad de Arizona que cazaba roedores y pulgas. Recordó que Leaphorn le había dicho que la mujer que andaba buscando tenía previsto investigar un caso de peste en aquellos parajes.Al otro lado del collado, lejos de la camioneta, del «hogán muerto» de Tijinney y de la escena del asesinato, la visión periférica de Chee detectó movimiento. Dirigió los prismáticos hacia allí. Una cabra blanca y negra mordisqueaba un arbusto. Y no sólo una. Contó siete, aunque podía haber diecisiete o setenta esparcidas por aquella zona tan accidentada.

Mientras las contaba, encontró la rodera. De hecho, eran dos, formadas probablemente por el vehículo de quien tuviera arrendado aquel pasto, al ir y venir para vigilar a su rebaño.

Ni siquiera un pastor navajo se atrevería a dignificar aquello diciendo que era un camino, pero a medida que Chee fue siguiendo el rastro hacia la pista de acceso valiéndose de los prismáticos, se fue percatando de su importancia. Jano sí que tenía escapatoria, incluso una manera de evitar que lo detuvieran sin renunciar a su águila. Pudo haberse escabullido por la otra vertiente del collado, sin ser visto por el agente que le esperaba para arrestarlo. Pudo haber dejado el águila a buen recaudo, y bajar por la parte baja del collado sin nada que le incriminara. Luego podría haber cogido su furgoneta, conducir de vuelta hasta el camino de grava, recorrer un par de millas en dirección a Tuba City, y luego dar un rodeo por el sendero de pastores para recobrar el pájaro cautivo.

Jano sin duda conocía aquel sendero. Aquél era su coto privado de caza de águilas. Pudo haberse escapado fácilmente. En cambio, eligió el camino que le condujo directamente hacia donde Kinsman le estaba esperando.

Chee inició el descenso con sumo cuidado, recordando la roca suelta que por poco lo arroja cuesta abajo. Ya había tenido un día bastante malo. Había subido al collado con la idea de que Jano era un hombre que había matado en lo que probablemente había sido un frenético esfuerzo por evitar su detención y que luego había inventado una sarta de mentiras insostenibles para no ir a la cárcel. A los pies del collado, Chee se detuvo un momento para recobrar el aliento. Echó un vistazo a su reloj de pulsera. Iría a inspeccionar la camioneta, averiguaría si quien la conducía había estado por allí el fatídico día y, caso de que así fuese, le preguntaría si había visto algo. Si le decía que no, tal declaración también serviría como una especie de prueba negativa.

Mientras ascendía a Yells Back Butte, había alimentado una vaga y ambigua esperanza de hallar algo que indicara que Jano no mentía, algo que impidiera que Jano tuviera que hacer frente a la pena de muerte o (peor aún en opinión de Chee) a una condena a cadena perpetua. A decir verdad, había deseado descubrir algo que restaurara su prestigio ante Janet Pete. Sin embargo, ahora sabía que el asesinato de Benjamin Kinsman había sido un acto deliberado, premeditado y violento de venganza.

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