Capítulo 16

—Es curioso que puedas mirar una cosa media docena de veces y no verla —dijo Leaphorn.

Louisa aguardó a que se explicara mejor, resolvió que su amigo no tenía intención de hacerlo y dijo:

—¿Como qué?

—Como lo que Catherine Pollard escribió en ese memorándum —dijo Leaphorn—. Tendría que haber visto la clave. El período de incubación de la bacteria. Tendría que haberme preguntado por qué decidió subir aquí.

Iban traqueteando por el pedregoso sendero que en su día conectaba a la familia Tijinney con el mundo que quedaba más allá de la sombra de Yells Back Butte y Black Mesa. Encima de Black Mesa se estaban formando las típicas nubes de tarde, signo inequívoco de que la estación de lluvias no tardaría en empezar.

—¿Cómo así? —dijo Loüisa—. ¿Acaso sabías cuándo murió el señor Nez?

—Podría haberlo averiguado —dijo Leaphorn—. Habría sido tan fácil como hacer una llamada.

—Oh, ¡déjalo, por lo que más quieras! —exclamó Louisa—. Me he fijado en que los hombres tenéis la manía de censurar duramente vuestros actos. Mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa. Debes saber que a las mujeres nos parece una costumbre muy fastidiosa.

Leaphorn lo meditó un momento. Sonrió.

—¿Quieres decir como Jim Chee al culparse por no haber llegado a tiempo de evitar que golpearan a Kinsman en la cabeza?

—Exactamente.

—De acuerdo —dijo Leaphorn—. Tienes razón. Supongo que no tenía por qué saberlo.

—Por otra parte, tampoco es como para que estés tan satisfecho de ti mismo —dijo Louisa—. Habrás notado que lo he resuelto bastante aprisa.

Leaphorn rió.

—Lo he notado. Al principio me ha costado un poco aceptarlo. Aunque luego se me han ocurrido dos cosas. Tú has sabido descifrar los garabatos de Pollard y yo no, y tú prestaste atención mientras anoche el profesor Pérez nos instruía sobre las bacterias patógenas mientras que yo sólo estaba allí sentado dejando vagar mis pensamientos. Resolví que vosotros tenéis un índice de tolerancia al aburrimiento mucho más alto que el mío.

—Los académicos tienen que ser invulnerables al aburrimiento —dijo Louisa—. De lo contrario nos largaríamos de las reuniones del claustro y, si haces eso, dejas de ser numerario y tienes que conseguir un trabajo real.

Leaphorn puso la segunda y siguió las huellas de neumático que cruzaban el arroyo donde Chee dejó su coche el día del asesinato. Salieron de las roderas en el montículo que dominaba lo que quedaba de la antigua casa de los Tijinney. Leaphorn frenó y apagó el motor, y ambos contemplaron la granja abandonada.

—El señor Chee ha dicho que Woody tiene la furgoneta aparcada más cerca del otero —dijo Louisa—. Por allí, donde están esos enebros junto al arroyo.

—Ya me acuerdo-dijo Leaphorn—. Sólo quería echar un vistazo. —Hizo un ademán hacia el hogan en ruinas, sin puerta, con el techo hundido, con el muro norte derribado. Más allá se encontraban los restos de un poste ritual, el redil de las ovejas construido con piedras apiladas, dos pilones que antaño habrían sostenido unos tablones en los que descansarían los toneles de agua fresca—. Qué triste —dijo.

—Hay gente que lo encontraría pintoresco.

—La clase de gente que no entiende el trabajo que costó construir todo esto e intentar ganarse la vida aquí.

—Ya lo sé —dijo Louisa—. Yo también me crié en una granja. El trabajo no se acababa nunca, aunque en Iowa teníamos una tierra negra muy fértil. Y bastante lluvia. Y agua corriente. Electricidad. Todo eso.

—El viejo McGinnis me dijo que habían entrado vándalos. Desde luego lo parece.

—Apuesto a que esos muchachos no eran navajo —dijo Louisa—. ¿Acaso no es el hogan de un muerto?

—Creo que la anciana murió dentro —dijo Leaphorn—. Fíjate en que el muro norte está parcialmente derribado.

—El procedimiento tradicional para sacar el cuerpo, ¿verdad? Por el norte, la dirección del mal.

Leaphorn asintió.

—Aunque McGinnis se lamentaba de que hoy en día muchos navajos jóvenes, no sólo los de ciudad, han dejado de respetar las viejas costumbres. Prescinden de los tabúes, suponiendo que sepan que existen. Según él acudieron como buitres en busca de cosas para vender. Me contó que hasta habían cavado un hoyo donde antes estaba la chimenea. Al parecer pensaban que había un tesoro enterrado.

Louisa negó con la cabeza.

—Nunca se me ocurriría que pudiera haber algo de valor en un hogan como este. Y no veo rastros de ningún hoyo.

Leaphorn rió entre dientes.

—Yo tampoco. Lo cierto es que con McGinnis nunca tienes garantías de exactitud. Se limita a difundir los rumores. Y en cuanto al valor, me dijo que buscaban objetos ceremoniales. Cuando se construyó este hogan, es probable que el dueño hiciera una hornacina junto a la puerta para guardar su petaca de amuletos. Minerales de las montañas sagradas. Esa clase de cosas. Hay coleccionistas que pagan fortunas por esos objetos y, cuanto más viejos, mejor.

—Supongo —dijo Louisa—. Coleccionar antigüedades nunca ha sido lo mío.

Leaphorn le sonrió.

—Tú coleccionas las historias antiguas de todo el mundo. Hasta las nuestras. Así es como te conocí, acuérdate. Una de tus fuentes estaba en prisión.

—Las colecciono y las conservo —dijo—. ¿Te acuerdas de cuando me contaste cómo el Primer Hombre y la Primera Mujer encontraron a la Niña de la Concha Blanca en Huérfano Mesa y te equivocaste en todo?

—No me equivoqué en nada —dijo Leaphorn—. Ésa es la versión a la que nos atenemos los miembros del clan Red Forehead. De modo que no me equivoqué. Son los demás clanes los que se equivocan. ¿Y sabes qué? Voy a echar un vistazo más de cerca a ese hogan. Veamos si McGinnis sabía lo que se decía.

Louisa bajó de la colina con él. Del edificio del hogan sólo quedaba el círculo de piedras apiladas que formaba un muro rodeando la tierra apisonada del suelo, así como las pesadas vigas y los trozos de tela asfáltica que antes constituían el tejado.

—Ahí hubo un hoyo —dijo Louisa—. Aunque vuelve a estar casi lleno.

Estaban a la sombra de una nube y los truenos retumbaban en lo alto de la mesa. Regresaron a la furgoneta.

—Me pregunto qué encontrarían.

—¿En el hoyo? —dijo Leaphorn—. Supongo que nada. No sé de ningún navajo que enterrara nada debajo del hogar de su hogan. Aunque, por supuesto, McGinnis tenía una respuesta a eso. Me contó que Old Man Tijinney era platero. Que poseía un cubo lleno de dólares de plata.

—Suena más lógico que los objetos ceremoniales —opinó Louisa.

—Hasta que te preguntas por qué tenía que enterrar un cubo cuando hay un millón de sitios donde esconderlo. Además, acumular riquezas no es propio del estilo de vida navajo. Siempre hay parientes necesitados.

Louisa rió.

—¿Le dijiste eso a McGinnis?

—Sí, y me contestó: «Se supone que tú eres el maldito detective. Así que resuélvelo tú». De modo que resolví que nunca existió ese cubo. Habrás reparado en que no he venido con el pico y la pala para comprobarlo.

—No sé, no sé —dijo Louisa—. Eres el hombre más pulcro que haya conocido. Precisamente la clase de saqueador que volvería a llenar de tierra el hoyo.

Encontraron la camioneta del doctor Albert Woody justo donde Chee había dicho que estaría. Woody les observó aparcar desde la puerta. Para sorpresa de Leaphorn, se mostró encantado de verles.

—Dos visitas en un mismo día —dijo, mientras se apeaban de la furgoneta—. Nunca había sido tan popular.

—No le robaremos mucho tiempo —dijo Leaphorn—. Le presento a la doctora Louisa Bourebonette, yo soy Joe Leaphorn y supongo que usted es el doctor Albert Woody.

—Exactamente —dijo Woody—. Encantado de conocerles. ¿En qué puedo ayudarles?

—Estamos intentando localizar a una mujer que se llama Catherine Pollard. Es una especialista en control de vectores del Ministerio de Sanidad de Arizona y...

—Ah, sí —dijo Woody—. Nos conocimos hace algún tiempo cerca de Red Lake. Andaba buscando roedores enfermos y pulgas infectadas. Investigaba el origen de un caso de peste. En cierto modo trabajamos en el mismo campo.

Woody derrochaba entusiasmo, pensó Leaphorn. Estaba tenso. A punto de estallar. Como si se hubiese colocado con anfetaminas.

—¿La ha visto por aquí?

—No —dijo Woody—. Sólo en esa estación de servicio Thriftway. Ambos repostábamos gasolina. Se fijó en mi camioneta y entablamos conversación.

—Trabaja en un laboratorio provisional instalado en Tuba City —dijo Leaphorn—. La mañana del ocho de julio dejó una nota a su jefe diciendo que venía aquí a buscar roedores.

—Esta mañana he estado hablando con un policía tribal navajo —dijo Woody—. También me preguntó por ella. Entren y permítanme ofrecerles algo frío para beber.

—No es nuestra intención robarle demasiado tiempo —dijo Leaphorn.

—Pasen, pasen. Me acaba de ocurrir algo increíble. Necesito contárselo a alguien. Dígame, doctora Bourebonette, ¿cuál es su especialidad?

—No soy médico —dijo Louisa—. Soy antropóloga cultural en la Universidad de Arizona del Norte. Tengo entendido que usted conoce al doctor Pérez.

—¿Pérez? —repitió Woody—. Ah, sí. Del laboratorio. Ha realizado algunos trabajos para mí.

—Es un gran admirador suyo —dijo Louisa—. De hecho, usted es su candidato para el próximo Premio Nobel de medicina.

Woody rió.

—Eso sólo ocurrirá si mis suposiciones sobre el funcionamiento interno de los roedores son correctas. Y contando con que no se me adelante alguien del Centro Nacional de Virología. Pero estoy descuidando mis modales. Pasen, pasen. Quiero enseñarles algo.

Woody se frotó las manos, sonriendo de oreja a oreja, mientras pasaron junto a él para cruzar el umbral.

Dentro casi hacía frío, y el aire húmedo y pegajoso olía a animales, a formaldehído y a toda una gama de productos químicos que quedan grabados para siempre en la memoria. El sonido también era una mezcla: el motor del acondicionador de aire en el tejado, el runrún de los ventiladores, los arañazos de las garras de roedores que no estaban a la vista. Woody acomodó a Louisa en una silla giratoria junto a su escritorio, mostró a Leaphorn un taburete junto a un mostrador de trabajo de plástico blanco y apoyó su cuerpo enjuto contra la puerta de lo que Leaphorn supuso que era una nevera que iba del suelo al techo.

—Tengo buenas noticias para el doctor Pérez —dijo—. Puede decirle que hemos encontrado la llave de la cueva del dragón.

Leaphorn desvió la mirada de Woody a Louisa. Constató que ella tampoco había entendido nada.

—¿Sabrá a qué se refiere si le digo eso? —preguntó Louisa—. Según él usted persigue una solución contra los agentes patógenos resistentes a los medicamentos. ¿Quiere decir que ha dado con ella?

Woody se mostró levemente abatido.

—Les sirvo una bebida —dijo—, y trataré de explicarme. —Abrió la puerta de la nevera, sacó un cubo de hielo, tres tazas de acero inoxidable de un armario alto y una botella marrón, que les mostró—. Sólo tengo whisky escocés.

Louisa asintió con la cabeza. Leaphorn dijo que se conformaba con un vaso de agua.

Woody iba hablando mientras servía las bebidas.

—Las bacterias, como casi todos los seres vivos, se dividen en géneros. Digamos familias. Aquí nos ocupamos de la familia Enterobacteriaceae. Una de sus ramas es la Pasteurellaceae, que a su vez tiene una rama que es la Yersinia pestis, el organismo que causa la peste bubónica. Otra rama es la Neisseria gonorrhoeae, que causa la famosa enfermedad venérea. Hoy en día, la gonorrea es difícil de tratar porque... —Woody hizo una pausa, bebió un sorbo de whisky—. Un momento —dijo—. Vamos a retroceder un poco. Algunas de estas bacterias, la gonorrea por ejemplo, contienen un plásmido portador de un gen que codifica la formación de una encima que destruye la penicilina. Esto significa que no puede tratarse la enfermedad con ningún medicamento basado en la penicilina. ¿Lo entienden?

—Claro —dijo Louisa—. Recuerde que soy amiga del profesor Pérez. Recibo un montón de información de este tipo.

—Ahora nos consta que el ADN puede transferirse entre bacterias, sobre todo entre bacterias de la misma familia.

—Endogamia —dijo Louisa—. Como el incesto.

—Bueno, supongo que sí —dijo Woody—. Aunque nunca me lo había planteado así.

Leaphorn había probado el agua, que sabía a cubito de hielo y a rancidez, a lo que había que sumar otro sabor que combinaba con el olor del aire acondicionado de la camioneta. Dejó el vaso en el mostrador.

Leaphorn se había estado informando. Dijo:

—Supongo que estamos hablando de una combinación de peste y gonorrea, lo cual haría que el microbio de la peste fuese resistente a la tetraciclina y el cloranfenicol. ¿Estoy en lo cierto?

—Más o menos —dijo Woody—. Y posiblemente a varias otras formulaciones antibióticas. Pero ésa no es la cuestión. Eso no es lo más importante.

—A mí me parece importante —dijo Louisa.

—Bueno, sí. Resulta terriblemente letal si uno se infecta. Pero seguimos estando ante una transmisión sangre-sangre. Necesita un vector, como una pulga, para pasar de un mamífero a otro. Si esta evolución la convirtiera directamente en una forma aeróbica, en una peste pulmonar propagada por la tos o el mero respirar el mismo aire, tendríamos motivos de pánico.

—¿No hay que alarmarse, entonces?

Woody rió.

—De hecho, los rastreadores de epidemias se pondrían la mar de contentos con esta forma. Si una enfermedad mata a sus víctimas muy deprisa, no tiene tiempo de propagarse.

La expresión de Louisa daba a entender que no veía ningún motivo de regocijo.

—¿Qué es lo importante, pues?

Woody abrió la puerta de un armario bajo, sacó una jaula de alambre y la puso sobre el mostrador. Atada a un barrote había una etiqueta donde ponía charley. Dentro había una rechoncha marmota de las praderas de color marrón, aparentemente muerta.

—Charley, el ejemplar aquí presente, así como sus deudos y amigos de la colonia donde lo atrapé, están llenos de bacterias de la peste, tanto de la forma nueva como de la antigua. Sin embargo, está vivo y coleando, igual que sus parientes.

—Parece muerto —dijo Louisa.

—Está dormido —dijo Woody—. Le he sacado muestras de sangre y tejido. Aún se está recuperando del cloroformo.

—Tiene que haber algo más —dijo Leaphorn—. Ustedes hace años que saben que cuando la peste asola una región deja tras de sí unas cuantas colonias en las que la bacteria no mata a los animales. Colonias anfitrionas. O depósitos de peste. ¿No es así cómo las llaman?

—Exactamente —dijo Woody—. Y las hemos estudiado durante años sin averiguar qué sucede en el sistema inmunitario de esas colonias que sobreviven mientras el resto desaparece del mapa.

Hizo una pausa, bebió un sorbo de whisky, les observó por encima del borde del vaso con una mirada intensa.

—Ahora tenemos la clave. —Dio un golpecito a la jaula con el dedo—. Inyectamos la sangre de este sujeto a un mamífero que haya resistido la infección convencional y estudiamos la reacción inmunológica. La inyectamos a un mamífero normal y efectuamos el mismo estudio. Comprobamos lo que ocurre con la producción de glóbulos blancos, con las membranas de las células, etc. Se abre todo un abanico de nuevas posibilidades.

—Y lo que descubra del sistema inmunitario de los roedores será aplicable a los seres humanos —intervino Leaphorn.

—Ese ha sido el fundamento de la investigación médica durante generaciones —dijo Woody. Dejó el vaso en el mostrador—. Si esta vez no lo logramos, ya podemos dejar de preocuparnos por el cambio climático, los asteroides en rumbo de colisión, la bomba atómica y todas esas amenazas de orden menor. Estos bichitos han neutralizado nuestras defensas. Acabarán con nosotros antes.

—Su postura me parece un poco exagerada —dijo Louisa—. Al fin y al cabo, el mundo siempre ha sufrido epidemias devastadoras y la humanidad ha sobrevivido.

—Eso era antes de la masificación del transporte rápido —dijo Woody—. En la antigüedad una enfermedad mataba a toda la población de una región y luego se extinguía porque ya no quedaba nadie a quien contagiar. En la actualidad, las líneas aéreas pueden propagarla por todo el planeta antes de que los centros de control de epidemias sepan qué está pasando.

Se hizo un grave silencio que se prolongó hasta que Woody terminó de servirse otra copa.

—Permítanme mostrarles lo que me tenía tan entusiasmado cuando han llegado —dijo, después de que Louisa rechazara una segunda copa. Señaló el microscopio más grande. Louisa miró primero.

—Fíjese en los grupos de células ovoides, con formas muy regulares. Esas son la Yersinia. ¿Ve las otras más redondeadas? Se ven más oscuras porque reaccionan de forma distinta al colorante. Se parecen mucho a lo que se encuentra en una víctima de la gonorrea. Pero no del todo. También poseen algunas características de la Yersinia.

—No seré yo quien se lo niegue —dijo Louisa—. Cuando miro por uno de estos aparatos, siempre creo que me veo las pestañas.

Leaphorn miró por el microscopio. Vio las bacterias y lo que supuso que eran células de la sangre. Igual que a Louisa, aquello no le decía nada salvo que estaba perdiendo el tiempo. Había ido hasta allí para averiguar qué le había ocurrido a Catherine Pollard.

—Muy interesante —dijo Leaphorn—. Aunque ya le hemos robado bastante tiempo. Sólo le haré un par de preguntas más y nos marcharemos. Supongo que el teniente Chee le dijo que la señorita Pollard estaba buscando el origen de la infección del señor Nez. ¿Trabajaba él para usted?

—Sí. A tiempo parcial durante varios años. Ponía trampas, las vigilaba y recogía roedores. Se ocupaba de todo eso.

—Tengo entendido que usted le ingresó en el hospital. ¿Informó al personal sanitario sobre el lugar donde Nez se infectó?

—No lo sabía.

—¿No tenía siquiera una idea aproximada?

—Ni siquiera eso —dijo Woody—. Estuvo en varios lugares. Aquí y allí. Las pulgas se meten en la ropa de la gente. Uno las lleva consigo. Nunca sabes cuándo te pican.

Leaphorn contrastó aquello con su propia experiencia. Le habían picado pulgas más de una vez. No era muy doloroso pero se notaba.

—¿Cuándo advirtió que estaba enfermo?

—Pues la noche antes de ingresarlo. Llegó por la mañana para realizar distintas tareas y, después de cenar, dijo que le dolía la cabeza. No presentaba más síntomas ni fiebre, pero en este negocio no se corren riesgos. Le administré una dosis de doxiciclina. A la mañana siguiente, seguía con dolor de cabeza y también tenía fiebre. Estaba a cuarenta. Le llevé directamente al hospital.

—¿Cuánto tiempo suele transcurrir desde la picadura de la pulga infectada hasta que se manifiestan esos síntomas?

—Habitualmente entre cuatro y cinco días. El período más largo del que tengo constancia fue de dieciséis días.

—¿Y el más corto?

Woody meditó.

—Me refirieron un caso de dos días, aunque tengo mis dudas. Creo que se debió a una picadura anterior. —Hizo una pausa—. Espere —dijo—. Voy a enseñarle otra platina.

Abrió un archivador, sacó una caja de platinas, seleccionó una y la insertó en el microscopio.

—Eche un vistazo a esto.

Leaphorn miró. Vio las células ovoides de la bacteria de la peste y los especímenes redondeados de la bacteria evolucionada. Sólo las células de la sangre presentaban otro aspecto.

—Es casi lo mismo —dijo.

—Tiene buen ojo —dijo Woody—. Es casi lo mismo. Pero esta platina contiene una muestra de sangre que le saqué a Nez cuando le tomé la temperatura.

—Vaya —dijo Leaphorn.

—Aquí hay dos cosas importantes. La primera, que desde que empezó la fiebre hasta la muerte pasaron menos de tres días. La bacteria Yersinia convencional necesita mucho más tiempo para matar a una persona. Y la segunda —Woody hizo una pausa para lograr más efecto, sonriendo a Leaphorn—, es que Charley sigue vivo.

ñ