Capítulo 13

La camioneta estaba aparcada en el lecho arenoso de un río seco, a la sombra de un grupo de enebros y oculta por una mata de caramillo. No había nadie a la vista pero lo que parecía un aparato sobredimensionado de aire acondicionado ronroneaba en la baca del vehículo. Chee subió al peldaño plegable de la puerta y dio unos golpes contra el metal, volvió a hacerlo con más fuerza, y aún una tercera vez. No obtuvo respuesta. Probó el tirador. Cerrado. Apoyó la oreja contra la puerta y escuchó. Al principio no oyó nada, salvo las vibraciones del acondicionador de aire, y luego un sonido rítmico y muy débil.

Chee se apartó de la camioneta para inspeccionarla. Presentaba una carrocería hecha a medida montada sobre un sólido chasis de furgoneta GMC con cuatro ruedas en el eje trasero. Parecía cara, bastante nueva y, a juzgar por los golpes y rasguños, usada intensa o descuidadamente en terreno accidentado. Salvo por la ausencia de puerta, el lado del conductor era idéntico. En la parte trasera llevaba acoplada una escalerilla para acceder a la baca y un portaequipajes cargado con una moto de montaña, una mesa y dos sillas plegables, un bidón de gasolina de veinte litros, un pico, una pala y un surtido de trampas para roedores y jaulas. Detrás no había ventanillas y las únicas laterales quedaban en la parte más alta. Estarían así dispuestas, supuso Chee, para dejar más espacio libre para armarios.

Volvió a llamar, sacudió el tirador, gritó, no recibió respuesta, volvió a apoyar la oreja contra la puerta. Esta vez oyó otro sonido débil. Como si alguien arañara algo. Un leve chirrido, como el de la tiza en una pizarra.

Chee desplegó la escalerilla, trepó a la baca, se tumbó boca abajo y aseguró las piernas en el soporte del motor del aire acondicionado. Entonces serpenteó hasta descolgar el torso para mirar por las ventanillas altas. Lo único que vio fue oscuridad y un rayo de luz reflejado en una superficie blanca.

—¡Eh, usted! —gritó una voz—. ¿Qué está haciendo?

Chee levantó la cabeza de golpe. Al mirar hacia abajo se encontró con una cara que le miraba fijamente, con expresión burlona, ojos azul claro, la piel morena pelada por el sol, mechones de pelo cano saliendo de debajo de una gorra azul que llevaba impresa la palabra squibb. El hombre llevaba una especie de caja de zapatos que contenía lo que parecía una marmota de las praderas muerta metida en una bolsa de plástico.

—¿Es su coche el que he visto ahí? —preguntó el hombre—. ¿El coche de la Policía Tribal Navajo?

—Sí —dijo Chee, tratando de liberar los pies sin adoptar una postura todavía más indigna. Señaló hacia la baca que tenía bajo las botas—. He oído algo dentro —farfulló—. O eso me ha parecido, al menos. Una especie de chirrido. Y como nadie me ha respondido, pues...

—Probablemente será uno de los roedores —dijo el hombre. Dejó la caja de zapatos en el suelo, sacó un llavero de un bolsillo y abrió las puertas—. Baje. Le apetecerá beber algo.

Chee bajó por la escalerilla. El hombre que llevaba la gorra de Squibb sostenía la puerta abierta para que entrara, dejando que saliera el aire frío del interior.

—Me llamo Chee —dijo, tendiendo la mano—. De la Policía Tribal Navajo. Supongo que usted es del Ministerio de Sanidad de Arizona.

—No —contestó el hombre—. Soy Al Woody. Estoy trabajando en un proyecto de investigación para los Institutos Nacionales de Sanidad, el Servicio Indio de la Salud, y otros organismos. Pero entre, haga el favor.

Una vez dentro, Chee rechazó una cerveza y aceptó un vaso de agua. Woody abrió la puerta de una nevera empotrada que iba del suelo al techo y sacó una botella toda blanca de escarcha. Limpió parte de los cristales de hielo y mostró a Chee la etiqueta de whisky escocés Dewar's.

—Anticongelante —dijo riendo, y se sirvió una copa—. Aunque una vez tuve que conservar unos tejidos y puse la nevera tan baja que hasta el whisky se congeló.

Chee bebió un sorbo de agua, advirtiendo que no era fresca y que tenía un sabor ligeramente desagradable. Rebuscó en su mente una excusa adecuada por haber estado fisgando por las ventanillas de la camioneta, hasta que decidió que no se le ocurría ninguna. Mejor dejarlo correr y que Woody pensara lo que quisiera.

—Estoy revisando un caso de homicidio que tuvimos por aquí —dijo Chee—. Fue el ocho de julio. Mataron a uno de nuestros agentes. Le golpearon en la cabeza con una piedra. Probablemente lo habrá oído en la radio o leído en los periódicos. Estamos tratando de encontrar testigos que por casualidad vieran algo.

—Estoy al corriente —dijo Woody—, aunque el hombre de la factoría me dijo que atraparon al asesino con las manos en la masa.

—¿Quién le dijo eso?

—El viejo cascarrabias que lleva la factoría de Short Mountain —dijo Woody, frunciendo el ceño—. Creo que se lama Mac no sé qué. Sonaba escocés. ¿Acaso se equivocó?

—Todo lo contrario —dijo Chee—. La pistola humeante era una piedra ensangrentada.

—El viejo me contó que fue un hopi y que el poli ya lo había detenido antes —prosiguió Woody, con cara de preocupación. Luego asintió con la cabeza, comprendiendo la situación—. Claro que aquí habrá hopis en el jurado. Así que usted procura no dejar ningún resquicio a una duda razonable.

—En efecto —dijo Chee—. Es una buena manera de resumirlo. ¿Estuvo trabajando en esta zona ese día? En caso afirmativo, ¿vio a alguien? ¿O algo? ¿O bien oyó algo?

—¿El ocho de julio, dice? —pulsó unos botones de su reloj de pulsera digital—. Ese día fue viernes —dijo, y arrugó la frente, pensativo—. Estuve en Flagstaff, pero creo que eso fue el miércoles. Me parece que estaba por aquí el martes a primera hora, y luego me dirigí a Third Mesa. Allí hay una de las colonias de marmotas que estudio. Por la parte de Bacavi. Y también hay ratas canguro.

—Ese día llovió —dijo Chee—. Un chubasco tormentoso, con un poco de granizo.

Woody asintió con la cabeza.

—Sí, ya me acuerdo —dijo—. Paré en el Centro Cultural Hopi a tomar café, y se veían muchos relámpagos en aquel lado de Black Mesa y hacia el sudoeste, encima de San Francisco Peaks, y daba la impresión de que llovía a cántaros en Yells Back Butte. Me alegré mucho de haber recorrido ese camino antes de que se embarrara.

—¿Vio a alguien mientras se alejaba de aquí? ¿Se cruzó con algún vehículo?

Woody había abierto la bolsa de plástico mientras hablaba, liberando un soplo de aire que agregó otro olor desagradable a la estancia. Sacó a la marmota de la bolsa, tiesa con el rigor mortis, y la depositó con sumo cuidado encima de la mesa. La miró atentamente, le palpó el cuello, las ingles y debajo de las patas delanteras, con la cara muy seria. Luego negó con la cabeza, descartando alguna idea fastidiosa.

—¿Mientras me iba? —dijo—. Creo que vi a la anciana que tiene un rebaño de cabras al otro lado del otero. Me parece que fue el martes cuando la vi. Y luego, cuando cogí el camino de grava, recuerdo que vi un coche que se acercaba procedente de Tuba City.

—¿Era un coche de policía?

Woody levantó la vista de la marmota.

—Es posible. Estaba demasiado lejos como para poder decirlo. Aunque, desde luego, no me alcanzó. Quizá tomó el desvío del otero. Tal vez fuese su policía. O igual el hopi.

—Es posible —reiteró Chee—. ¿Cuándo fue eso?

—Por la mañana. Muy temprano.

Woody volvió a cerrar la bolsa, la agitó vigorosamente, la abrió de nuevo y vació su contenido sobre un trozo de plástico que había en la mesa.

—Pulgas —dijo. Eligió unas pinzas de acero inoxidable de una bandeja que había en la mesa del laboratorio, cogió una pulga y se la mostró a Chee—. Verá, si tengo suerte, la sangre de estas pulgas estará cuajada de Yersinia pestis -Woody pinchó a la marmota con las pinzas— igual que la sangre de nuestra amiguita. Y si tengo mucha suerte, se tratará de Yersinia X, un ser nuevo, modificado, de reciente evolución y acción fulminante que mata a los mamíferos mucho más rápido que sus antecesores. —Volvió a dejar la pulga entre sus semejantes encima del plástico y sonrió a Chee—. Luego, si la fortuna me sigue sonriendo, la autopsia que me dispongo a efectuar en esta marmota confirmará lo que me indica el no encontrar ganglios hinchados. A saber, que este ejemplar que tenemos aquí no murió de peste bubónica. Murió de algo pasado de moda.

Chee arrugó la frente, sin acabar de comprender el entusiasmo de Woody.

—Entonces, ¿de qué murió?

—Eso es lo de menos. Podría ser de vieja, de cualquiera de las enfermedades que acosan a los mamíferos ancianos. No tiene importancia. La cuestión es, ¿por qué no la mató la peste?

—Pero eso no tiene nada de nuevo, ¿no? ¿Acaso no hace años que ustedes saben que cuando llega la peste, siempre deja tras de sí una colonia aquí y otra allí que es inmune o lo que sea? Y luego la epidemia se reproduce, justamente a partir de ellas, ¿no? Pensaba que...

Woody no tenía paciencia para aguantar aquello.

—Claro, claro, claro —interrumpió—. Las colonias depósito. Las colonias anfitrionas. Hace años que son objeto de estudio. ¿Cómo se entiende que su sistema inmunitario mantenga a raya a la bacteria? Y si mata a la bacteria, ¿por qué la toxina que libera no mata a la marmota? Si nuestra amiga aquí presente sólo tiene la versión original de Pasteurella pestis, como solíamos llamarla, sólo nos dará otra oportunidad de avanzar a tientas por el túnel. Pero si tiene...

Había sido un día duro y decepcionante para Chee, y aquella interrupción le dolió. Así que interrumpió a Woody sin más miramientos:

—Si ha desarrollado inmunidad ante este nuevo germen de acción rápida, podrá comparar...

—¡Germen! —exclamó Woody, riendo—. Apenas se oye este término hoy en día. Pero sí. Nos proporciona algo para establecer comparaciones. Esto es lo que sabemos sobre la química sanguínea de las marmotas que sobrevivieron a la peste clásica. —Mostró una caja grande con ambas manos—. Ahora sabemos que esta bacteria modificada también está matando a la mayoría de supervivientes. Lo que queremos saber es la diferencia en la química de los que sobrevivieron al nuevo agente patógeno.

Chee asintió con la cabeza.

—¿Comprende lo que le digo?

Chee soltó un gruñido. En su día asistió a seis clases de biología en la Universidad de Nuevo Méjico para preparar el examen de ciencias de su licenciatura en antropología. El profesor era un gran catedrático, una autoridad internacional en el mundo de las arañas que no se esforzó lo más mínimo en ocultar el aburrimiento que le causaban los cursos elementales ni su desdén ante la ignorancia de sus alumnos. Se parecía bastante a Woody.

—Es bastante fácil de comprender —dijo Chee—. Cuando resuelva el rompecabezas, desarrollará una vacuna y salvará de la peste a una cantidad incalculable de marmotas.

Woody le hizo algo a la pulga que produjo un fluido marronoso y puso un poco de éste en una cápsula de petri y una gota en una platina de cristal. Levantó la vista. Su rostro, que ya estaba congestionado, se puso aún más rojo.

—¿Le parece divertido? —dijo—. Bien, sepa que no es el único. A muchos expertos del Instituto Nacional de Sanidad también se lo parece. Y a los de Squibb. Y al New England Journal of Medicine. Y a la Asociación Farmacéutica Americana. Los mismos estúpidos que creyeron que habíamos ganado la guerra contra los microbios con la penicilina y la estreptomicina.

Woody dio un puñetazo sobre el mostrador, levantando la voz.

—Por eso empezaron a abusar de ellos desenfrenadamente y lo han seguido haciendo hasta que han conseguido que evolucionara toda una nueva gama de bacterias resistentes a los medicamentos. ¡Y ahora, por Dios, enterramos a los muertos! Por decenas de miles. Si contamos Asia y África hablamos de millones. Y esos malditos idiotas se cruzan de brazos y contemplan la hecatombe.

No era la primera vez que Chee veía a alguien perder los estribos. Había intervenido en peleas de bar, en disputas domésticas y en infinidad de otras situaciones desagradables. Sin embargo, la rabia de Woody tenía una especie de fiereza, de intensidad concentrada, que le resultó chocante.

—No interprete que me lo tomo a la ligera —dijo Chee—. Lo único que pasa es que desconozco las implicaciones de este tipo de investigaciones.

Woody bebió un sorbo de su Dewar's y se sonrojó aún más. Negó con la cabeza, estudiando la expresión de Chee, en la que identificó el arrepentimiento.

—Perdone que sea tan susceptible —dijo, y se rió—. Supongo que se debe a que tengo miedo. Todos esos bichitos que vencimos hace diez años ahora vuelven al ataque con más saña que nunca. La tuberculosis vuelve a ser una epidemia. Igual que la malaria. Igual que el cólera. Aniquilábamos a las bacterias estafilococo con nueve antibióticos distintos. Ahora ninguno da resultado contra algunas de ellas. Y con los virus ocurre exactamente lo mismo. Los virus. Ellos son los que confieren más importancia a este trabajo. Sabrá de la existencia de la gripe A, la peste porcina que surgió de la nada en 1918 y mató a unos cuarenta millones de personas en unos pocos meses. Eso es más de las que murieron en cuatro años de guerra. Los virus me dan aún más miedo que las bacterias.

Chee enarcó las cejas.

—Porque nada los detiene excepto el sistema inmunitario. Las enfermedades víricas no se curan. Procuramos evitarlas con vacunas. Así preparamos el sistema inmunitario para hacerles frente cuando se presentan.

—Sí —dijo Chee—. Como la polio.

—Como la polio. Como algunas formas de gripe. Como un montón de cosas —dijo Woody. Rellenó su vaso de whisky—. ¿Está familiarizado con la Biblia?

—La he leído —dijo Chee.

—¿Recuerda lo que dice el profeta en el Libro de las Crónicas? «Somos impotentes ante la terrible multitud que se abatirá sobre nosotros».

Chee no supo cómo tomárselo.

—¿Interpreta que el profeta del Antiguo Testamento nos previene contra los virus?

—Tal como están las cosas, constituyen una multitud terrible y estamos jodidamente cerca de volvernos impotentes ante ellos —dijo Woody—. En cualquier caso, no estamos tan bien preparados como algunos de estos roedores. En estos pagos hay roedores que han modificado su sistema inmunitario para enfrentarse a esta bacteria evolucionada. Y hay ratas canguro que han aprendido a vivir con el hantavirus. Tenemos que descubrir cómo lo hacen.

El discurso hizo que Woody recobrara el buen humor. Sonrió a Chee.

—No queremos que los roedores sobrevivan a los humanos.

Chee asintió. Se levantó del taburete y recogió su sombrero.

—Le dejaré seguir con su trabajo. Gracias por dedicarme parte de su tiempo. Y por la información.

—Se me acaba de ocurrir algo —dijo Woody—. El Servicio Indio de la Salud ha enviado gente a trabajar por aquí durante las últimas semanas. Efectuaban la inspección para el control de vectores del último brote de peste. Podría preguntarles si tenían a alguien aquí en esa fecha.

—Le tenían —dijo Chee—. A eso iba ahora. Una de sus especialistas tenía previsto inspeccionar madrigueras de roedores en esta zona el día en que mataron a Kinsman. Me disponía a preguntarle si la había visto. Y luego seguiré mi camino.

—¿Una mujer? ¿Advirtió algo de interés?

—Nadie sabe siquiera si estuvo aquí. Ha desaparecido —dijo Chee—. Igual que el vehículo que conducía.

—¿Desaparecido? —preguntó Woody, sorprendido—. ¿En serio? ¿Piensa que tiene alguna relación con la agresión contra su agente?

—No acierto a ver cuál podría ser —dijo Chee—. Por eso me gustaría hablar con ella. Tengo entendido que es una morena robusta, de unos treinta años, que se llama Catherine Pollard.

—He visto a varios funcionarios de sanidad en distintos sitios. Diría que es uno de ellos —dijo Woody—, aunque no sé cómo se llama.

—¿Recuerda cuándo fue la última vez que la vio y dónde?

—Una mujer de buen ver, ¿me equivoco? —dijo Woody, y lanzó una mirada a Chee para que no se llevara una impresión errónea—. No quiero decir bonita, sino con un buen esqueleto. —Se rió—. Mona no sería la palabra más adecuada, aunque cabe decir que era guapa. Puede que fuese atleta de joven.

—¿Estuvo por aquí?

—Me parece que la vi en Red Lake. Llenando el depósito de un Jeep del Servicio de Sanidad, siempre y cuando hablemos de la misma mujer. Me preguntó por la camioneta, y si yo era el responsable de la investigación sobre roedores de la reserva. Me pidió que los avisara si encontraba roedores muertos. Que le comunicara cualquier cosa que indicara que la peste estaba matando a los roedores.

Se levantó del catre.

—¡Dios mío! Creo que me dio una tarjeta con su número de teléfono. —Rebuscó en una caja llena de papeles que había sobre el escritorio, dijo «Ah» y la leyó—: Catherine Pollard, Especialista en Control de Vectores, División de Enfermedades Transmisibles, Ministerio de Sanidad Pública de Arizona.

Alcanzó la tarjeta a Chee, sonrió y dijo:

—Perfecto.

—Gracias —dijo Chee, aunque para él no tuviese nada de perfecto.

—Y otra cosa —dijo Woody—. Si la hora es importante hay una forma de averiguarla. Cuando llegué allí había un coche de la Policía Tribal Navajo y ella estaba hablando con su ocupante. Otra mujer. —Woody sonrió—. Ésta sí que era mona. Llevaba el pelo recogido en un moño y el uniforme puesto, pero era lo que antes habríamos llamado un bombón.

—Gracias de nuevo —dijo Chee—. Debía de ser la agente Manuelito. Hablaré con ella.

Aunque no tenía la más mínima intención de hacerlo. La hora no importaba, y si preguntaba a Bernie Manuelito sobre el asunto, tendría que preguntarle por qué no había informado de que Kinsman la había importunado. No estaba de humor para abordar problemas peliagudos. Claire Dineyahze, que como secretaria de la pequeña división de Chee siempre se enteraba de todo, ya se lo había advertido. «No quiere causarle preocupaciones», le había dicho Claire. Chee le había preguntado que por qué, y Claire le lanzó una de esas miradas femeninas que dicen «menudo imbécil» y agregó: «¿No lo sabe?».

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