Capítulo 1

El cuerpo de Anderson Nez yacía sobre la camilla cubierto por una sábana.

Desde el punto de vista de Shirley Ahkeah, sentada en su escritorio de la sala de enfermeras de la Unidad de Cuidados Intensivos del Centro Médico del Norte de Arizona, sito en Flagstaff, la silueta que formaba el cadáver del señor Nez le recordaba el monte Sleeping Ute tal como se veía desde el hogan

[1] que tenía su tía cerca de Teec Nos Pos. Los pies de Nez, a unos dos metros de sus ojos, empujaban la sábana hacia arriba formando el pico de la montaña. La perspectiva hacía que el resto de la sábana descendiera en montecillos y lomas, reproduciendo el aspecto que la montaña solía adquirir bajo la nieve invernal cuando ella era niña. Shirley había desistido de terminar el trabajo administrativo del turno de noche. Su mente se perdía en divagaciones sobre lo que le había ocurrido al señor Nez, así como tratando de averiguar si sería miembro de la familia Nez del clan Bitter Water que arrendaba el pasto vecino a la casa de su abuela en Short Mountain. Y luego estaba la cuestión de si su familia autorizaría la autopsia. Recordaba que eran unos tradicionalistas de lo más rancio, pero el doctor Woody, que era quien había traído a Nez, insistía en que la familia le había dado permiso.

En aquel mismo instante el doctor Woody miraba su reloj de pulsera, un artefacto digital de plástico negro que a todas luces no había sido comprado para impresionar a la clase de gente que se impresiona ante los relojes caros.

—Veamos —dijo Woody—, necesito saber a qué hora murió este hombre.

—De madrugada, muy temprano —contestó el doctor Delano, mostrándose sorprendido. Shirley también se sorprendió, pues Woody ya conocía la respuesta.

—No, no, no —insistió Woody—. Me refiero a cuándo exactamente.

—Probablemente hacia las dos —trató de concretar Delano, indicando con su expresión que no estaba acostumbrado a que le hablaran con aquel tono apremiador. Se encogió de hombros—. Una cosa así.

Woody negó con la cabeza e hizo una mueca.

—¿Quién puede saberlo? Es decir, ¿quién puede concretarlo con una precisión de minutos? —miró arriba y abajo del pasillo del hospital y luego señaló a Shirley—. Seguramente habrá alguien de guardia. Era un caso terminal. Sé en qué momento se infectó y en qué momento comenzó a subirle la fiebre. Ahora lo que necesito es saber con qué rapidez lo mató. Necesito cuantos datos pueda obtener sobre los procesos de ese período terminal. ¿Cómo evolucionaron sus funciones vitales? Necesito toda la información que pedí que se registrara cuando efectué su ingreso. Toda.

Qué raro, pensó Shirley. Si Woody sabía todo aquello, ¿por qué no lo habían llevado al hospital cundo aún había alguna esperanza de salvarle? Cuando Nez llegó el día anterior ardía de fiebre y ya tenía un pie en la tumba.

—Seguro que está todo ahí —dijo Delano, indicando con la cabeza la tablilla con sujetapapeles que sostenía Woody—. Lo encontrará todo en su historial.

Ahora fue Shirley quien hizo una mueca. Ninguna de aquella información figuraba en el historial de Nez. Al menos, de momento. Debería estar, y lo habría estado incluso en aquel ajetreado turno de noche si Woody no se hubiese apresurado en solicitar una autopsia, y no sólo una autopsia sino un montón de procedimientos especiales. Cosa que obligó a llamar a Delano, que apareció adormilado y molesto, en su papel de supervisor médico suplente, quien a su vez avisó al doctor Howe, que había llevado el caso de Nez en la UCI. Shirley se había percatado de que Howe no iba a permitir que Woody le fastidiara. Tenía demasiados tiros pegados como para eso. Howe se tomaba cada uno de sus casos como un enfrentamiento personal cuerpo a cuerpo con la muerte. Ahora bien, cuando la muerte ganaba, como sucedía con frecuencia en las unidades de cuidados intensivos, se anotaba un tanto negativo y lo olvidaba. Pocas horas antes se había preocupado por Nez, prodigándole atenciones. Ahora no era más que otra de las batallas que estaba destinado a perder.

Así pues, ¿a qué venía que Woody armara tanto alboroto? ¿Por qué insistía Woody en practicar la autopsia? ¿Y por qué quería contar con la asistencia de un patólogo? Saltaba a la vista que la causa de la muerte era la peste. Nez fue enviado a la Unidad de Cuidados Intensivos en cuanto ingresó. Ya entonces presentaba hinchazón en los ganglios linfáticos infectados y las hemorragias subcutáneas estaban formando manchas en el abdomen y las piernas, las decoloraciones que dieron el nombre de «peste negra» a la enfermedad cuando asoló Europa en la Edad Media, matando a decenas de millones de personas.

Como la mayoría del personal facultativo de la región de Four Corners, Shirley Ahkean había visto la peste negra con anterioridad. En la Gran Reserva no se había producido ningún caso durante tres o cuatro años, pero ya se habían dado tres en lo que llevaban de año. Uno de ellos fue en la parte del Rez perteneciente a Nuevo Méjico y no lo habían llevado allí. Aunque también había sido fatal y corría la voz de que aquella era una añada excelente para esa anticuada bacteria, que se había puesto en pie de guerra de forma inusualmente virulenta.

Sin duda se había mostrado virulenta con Nez. La enfermedad había evolucionado rápidamente de la típica etapa glandular a una peste pulmonar en toda regla. Los esputos de Nez, así como su sangre, eran un hervidero de bacterias, y nadie osaba entrar en su habitación sin mascarilla.

Delano, Howe y Woody se habían alejado hacia el otro lado del vestíbulo para que Shirley no alcanzara a oírles, mas el tono de su conversación le dio a entender que habían llegado a un acuerdo. Más trabajo para ella, probablemente. Posó la mirada en la sábana que cubría a Nez, recordando al hombre que había debajo devastado por la enfermedad y deseosa de que se llevaran su cuerpo de allí. Ella era natural de Farmington, hija de un maestro de escuela elemental convertido al catolicismo. Por consiguiente, las enseñanzas navajo sobre «guardarse de los cadáveres» las consideraba semejantes a las prohibiciones alimentarias judías: una forma inteligente de evitar que se extendieran las enfermedades. Sin embargo, pese a no creer en el chindi maligno que los navajos tradicionales sabían que iba a acompañar al cadáver de Nez durante cuatro días, el cuerpo bajo la sábana le despertaba pensamientos tristes acerca de la mortalidad humana y del pesar que causa la muerte.

Howe apareció de nuevo, se le veía viejo y cansado y, como siempre, le recordó a una versión más rechoncha de su abuelo materno.

—Shirley, querida, ¿por casualidad te he entregado una larga lista de operaciones especiales que íbamos a efectuar en el caso Nez? De lo que me acuerdo es de que quería un montón de análisis de sangre adicionales. Para empezar, quería que midiéramos el índice de interleukin-seis de su sangre a cada hora. ¿Te figuras el ataque de nervios que cogerían los interventores del Servicio Indio de la Salud si les pasáramos la factura correspondiente?

—Me lo figuro —dijo Shirley—. Pero no, no he visto la lista a que se refiere. Me acordaría de ese interleukin-seis —se rió—. Habría tenido que consultar de qué se trataba. Tiene que ver con desórdenes del sistema inmunitario, ¿verdad?

—Tampoco es mi campo —admitió Howe—. Aunque creo que llevas razón. Me consta que aparece en los casos de SIDA, de diabetes y otras dolencias que alteran la inmunidad. En fin, debemos hacer constar en el historial que dicha lista nunca llegó a tu escritorio. Supongo que la habré traspapelado.

—Por cierto, ¿quién es ese doctor Woody? —preguntó Shirley—. ¿Qué especialidad tiene? ¿Y por qué tardaron tanto en traer aquí a Nez? Debía llevar días con fiebre.

—De médico no tiene nada —dijo Howe—. Quiero decir que no ejerce como facultativo. Creo que es doctor en medicina, pero es más bien del tipo filósofo. Microbiología. Farmacología. Química orgánica. Escribe infinidad de artículos en los periódicos sobre el sistema inmunitario, la evolución de los agentes patógenos, la inmunidad de los microbios ante los antibióticos, esa clase de cosas. Hace pocos meses la revista Science le publicó un trabajo de divulgación para profanos, en el que advertía al mundo de que nuestras milagrosas medicinas están dejando de dar resultado. Si los virus no acaban con nosotros, las bacterias lo harán.

—Ah, es verdad —dijo Shirley—. Recuerdo que leí ese artículo. ¿Era suyo? Si sabe tanto, ¿cómo no se percató de la fiebre?

Howe negó con la cabeza.

—Se lo he preguntado. Me ha dicho que Nez empezaba a mostrar los síntomas. Que ya le estaba administrando un tratamiento preventivo de doxiciclina debido al trabajo que realizan, y que le metió un jeringazo de estreptomicina y lo trajo aquí a toda prisa.

—Usted no se lo cree, ¿verdad?

Howe hizo una mueca.

—Me resisto —afirmó—. La peste de los viejos tiempos solía ser más fiable. Se presentaba tímidamente y nos daba tiempo a tratarla. Y, sí, ese artículo era de Woody. Venía a decir que no merece la pena preocuparse por el cambio climático. Esas minúsculas bestias acabarán mucho antes con nosotros.

—Bueno, si no recuerdo mal, me pareció bastante sensato en general —dijo Shirley—. Es una soberana estupidez eso que tantos médicos hacen de recetar antibióticos a porrillo cada vez que una madre trae a su hijo con dolor de oído. No me sorprende que...

Howe puso una mano en alto.

—Ahórrate el sermón, Shirley. Comparto esa opinión —señaló con la cabeza hacia la sábana de la camilla—. ¿Acaso el pobre señor Nez no demuestra que estamos criando toda una nueva familia de sabandijas resistentes a los medicamentos? La vieja Pasteurella pestis, como solíamos llamarla en los gloriosos días en que los medicamentos daban resultado, era pan comido para media docena de antibióticos. En cambio, la llamen como la llamen hoy en día, Yersinia pestis creo que es, esa cosa ha pasado por alto cuanto hemos intentado con el señor Nez. Nos hemos visto ante un caso en el que uno de vuestros ceremoniales curanderiles navajo quizá le habría hecho más bien a Nez que nuestros esfuerzos.

—Lo que pasa es que lo trajeron demasiado tarde —sostuvo Shirley—. No puedes dar dos semanas de ventaja a la peste y luego esperar que...

Howe negó con la cabeza.

—No han sido dos semanas, Shirley. Si Woody sabe lo que dice, sólo llevaba un día enfermo.

—Ni hablar —insistió Shirley, negando con la cabeza—. Y en cualquier caso, ¿cómo iba a saberlo?

—Porque, según dice, él mismo le quitó la pulga. Woody está llevando a cabo un estudio a gran escala sobre las colonias de roedores anfitriones. Con dinero de los Institutos Nacionales de Salud y de algunas empresas farmacéuticas. Está muy interesado en esos mamíferos que son como almacenes de enfermedad. Ya sabes: las colonias de marmotas de las praderas que se ven infectadas por la plaga, pero que se las arreglan para sobrevivir mientras otras colonias desaparecen del mapa. Eso y las ratas canguro y los ratones de monte, que resisten al hantavirus. Sea como fuere, Woody me dijo que él y Nez siempre tomaban un antibiótico de amplio espectro ante el más mínimo riesgo de que les picaran las pulgas. En caso de picadura, guardan la pulga para investigarla y efectuar un tratamiento de seguimiento si es necesario. Según Woody, Nez encontró la pulga en la parte interna del muslo y casi acto seguido comenzó a encontrarse mal y a subirle la fiebre.

—Caramba —dijo Shirley.

—Sí —convino Howe—, desde luego que caramba.

—Apuesto a que otra pulga le picó hace un par de semanas —insistió la muchacha—. ¿Ha autorizado la autopsia?

—En efecto —afirmó Howe—. Dijiste que conocías a la familia. O al menos a algún Nez. ¿Crees que tendrán alguna objeción?

—Soy lo que llaman una india urbana. Tres cuartas partes de mi sangre son navajo, pero no soy experta en la cultura. —Se encogió de hombros—. La tradición se opone al descuartizamiento de cuerpos aunque, por otra parte, resuelve el problema del entierro.

Howe suspiró, apoyó sus rechonchas posaderas en el escritorio, se apartó las gafas y se restregó los ojos con una mano.

—Siempre me ha gustado eso de vosotros —dijo—. Cuatro días de aflicción y duelo por el espíritu, y luego a vivir que son dos días. ¿Qué habrá llevado a los blancos a toda esa adoración de los cadáveres? No son más que carne muerta, y por añadidura peligrosa.

Shirley se limitó a asentir con la cabeza.

—¿Hay alguna buena noticia sobre el chico de la habitación cuatro? —averiguó Howe.

Cogió el historial, le echó un vistazo, chasqueó la lengua y negó con la cabeza. Tomó impulso para ponerse de pie y permaneció así, con los hombros caídos, contemplando la sábana que cubría el cuerpo de Anderson Nez.

—¿Sabes una cosa? —dijo—. En la Edad Media los médicos contaban con otra cura para esto. Pensaban que tenía alguna relación con el sentido del olfato y recomendaban a la gente que lo conjuraran poniéndose litros de perfume y engalanándose con flores. No evitaban la muerte a todo el mundo, pero demostraron que la especie humana tiene sentido del humor.

Shirley conocía bastante a Howe para saber que ahora le tocaba dar pie a su ingenio. Aunque no le apetecía, dijo:

—¿Qué quiere decir?

—Alguien compuso una canción irónica que perduró como tonada de enfermería.

Howe la cantó con su voz cascada:

«Bien envueltos en rosas,

ramilletes en las ropas.

Polvo al polvo.

Todos caeremos».

La miró inquisitivamente.

—¿Recuerdas haberla cantado en el parvulario?

Shirley no lo recordaba. Negó con la cabeza. Y el doctor Howe se alejó por el vestíbulo hacia donde otro de sus pacientes estaba muriendo.

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