Capítulo 21

El verano había llegado con terrorífica fuerza a Phoenix y el aire acondicionado del edificio del Tribunal Federal mantenía el calor seco del exterior tras las ventanas de doble vidrio, produciendo un frescor húmedo en la sala de conferencias. J. D. Mickey, el ayudante del fiscal, había reunido a las diversas fuerzas encargadas de mantener la ley y el orden en el altiplano desértico de los Estados Unidos para decidir si pedía la primera pena de muerte amparándose en la nueva ley del Congreso que autorizaba semejante castigo para ciertos crímenes cometidos en las reservas federales.

El teniente Jim Chee de la Policía Tribal Navajo se contaba entre los convocados, pero al encontrarse en el nivel más bajo de la jerarquía, se sentaba en una incómoda silla metálica plegable del fondo junto a un montón de policías estatales, ayudantes de sheriff y ayudantes de marshal de rango inferior. Desde el principio de la reunión, a Chee le quedó claro que hacía tiempo que la decisión había sido tomada. El señor Mickey tenía una especie de nombramiento provisional y pretendía sacarle el mayor provecho mientras durara. La muerte de Benjamin Kinsman le ofrecía una oportunidad única. Estaba en posición de alcanzar notoriedad nacional, o al menos estatal. Pretendía hacer historia. Lo que sucedía allí se conocía en los círculos superiores de la administración pública como una clásica «maniobra GEC», que quería decir Guárdate El Culo, para cubrirse las espaldas si algo salía mal.

—Muy bien, pues —estaba diciendo Mickey—. A menos que alguien tenga más preguntas, el criterio a seguir será pedir la pena capital por este homicidio y constituir un jurado que condene a muerte al acusado. Supongo que no tengo que recordar a ninguno de los aquí presentes que eso significa mucho más trabajo para todos nosotros.

La mujer que estaba a la derecha de Chee era una policía kiowa-comanche-polaca-irlandesa que llevaba el uniforme de las Fuerzas de Seguridad del Comité de Asuntos Indios. Soltó una risotada.

—Todos nosotros —murmuró—. Significa un montón de trabajo para nosotros, de acuerdo, pero no para él. Él quiere decir que supone que no tendrá que recordarnos que aspira al Congreso como candidato de la ley y el orden.

Mickey pasó a concretar la naturaleza de aquel trabajo extraordinario. Presentó al agente especial John Reynald. El agente Reynald coordinaría los esfuerzos, sería el responsable de dirigir la investigación.

—No será difícil conseguir la sentencia. Cogimos al acusado con las manos literalmente manchadas de sangre de la víctima. Lo que lo hace absolutamente irrefutable es que tenemos la sangre de Jano mezclada con la de la víctima en las ropas de ambos. Lo mejor que ha podido argumentar la defensa es una historia acerca de que el águila que estaba cazando le arañó.

La concurrencia rompió a reír.

—El problema es que el águila no cooperó. No había rastro de sangre de Jano en ella. Lo que necesitaremos para conseguir la pena de muerte es probar que actuó con malicia. Queremos testigos que oyeran al señor Jano hablar de su arresto por el oficial Kinsman. Necesitamos encontrar gente que recuerde haberlo oído hablar de venganza, hablar de lo mal que lo trató Kinsman durante ese primer arresto. Incluso hablar mal de los navajos en general. Ese tipo de cosas. Peinad los bares y esa clase de sitios.

—¿De dónde ha salido ese tipo? —le preguntó a Chee la mujer de los Servicios de Seguridad—. Es evidente que no sabe mucho de hopis.

—De Indiana, creo —le explicó Chee—. Aunque supongo que lleva lo bastante en Arizona como para establecer su residencia con objeto de ser elegido para la oficina federal.

Mickey dio por finalizada la reunión y daba la mano a las personas que tenía más cerca. Paró a Chee en la puerta.

—Espere un minuto —dijo Mickey—. Quiero hablar un momento con usted.

Chee se detuvo. También lo hicieron Reynald y el agente especial Evans, que cerraron la puerta cuando el último hubo salido.

—Hay algunos puntos que quiero dejar claros. El primero es que, en este caso, la víctima tal vez no tenía un historial perfecto, ya sabe a lo que me refiero... No era un joven sano y todo eso. Si entre sus compañeros se habla de algo que la defensa pueda utilizar para ensuciar su nombre, quiero que lo ataje. Si vamos a por la pena de muerte, ya entenderá por qué.

—Claro —dijo Chee asintiendo.

—Ahora iré directo al segundo punto. Me ha llegado el rumor de que usted sale con esa Janet Pete, la abogado defensor. Que sale o que salía.

Mickey lo enunció como una pregunta. Tanto él como Reynald y Evans esperaban una respuesta.

Pero Chee le respondió con otra pregunta:

—¿De veras?

Mickey hizo una mueca.

—En un caso como éste, en un asunto tan delicado como éste, tan peliagudo, la prensa no nos quitará el ojo de encima, tenemos que evitar cualquier cosa que pueda parecer un conflicto de intereses.

—Eso me parece sensato.

—Me parece que no me entiende.

—Sí, señor —afirmó Chee—. Le entiendo.

Mickey aguardó, y lo mismo hizo Chee, hasta que la cara de Mickey se empezó a sonrojar levemente.

—Bueno, entonces, maldita sea, ¿qué hay de ese rumor? ¿Tiene algo con la señorita Pete o qué?

Chee sonrió.

—Tenía una vieja abuela materna muy sabia que solía enseñarme cosas. O al menos intentaba enseñármelas cuando yo era lo bastante listo como para escucharla. Me dijo que sólo un maldito estúpido prestaría atención a los rumores.

La tez de Mickey se puso completamente roja.

—Muy bien. Dejemos una cosa clara. Este caso es sobre el asesinato de un agente de la ley en acto de servicio. Uno de sus propios hombres. Usted forma parte de la acusación. La señorita Pete juega en el equipo de la defensa. Usted no es abogado, pero ha estado en el cuerpo lo bastante como para saber cómo son estas cosas. Las reglas exigen que enseñemos las cartas, para que el equipo del delincuente sepa qué pruebas presentaremos. —Hizo una pausa para mirar fijamente a Chee—. Sin embargo, a veces, la justicia requiere que no destapes todas las cartas. A veces, tienes que guardarte algunos planes y tu estrategia en el armario. ¿Entiende lo que le digo?

—Me dice que si ese rumor es cierto, no debería hablar mientras duermo. ¿Me equivoco?

Mickey sonrió.

—No se equivoca.

Chee notó que Reynald seguía atentamente la conversación. El agente Evans parecía aburrido.

—Y debo añadir que si la otra persona habla mientras duerme, usted debería escuchar.

—Mi abuela me dijo algo más sobre los rumores. Dijo que no tienen una vida larga. A veces oyes que la sopa está servida y que está demasiado caliente para tomártela, pero cuando la noticia te llega ya la han metido en la nevera.

El buscapersonas de Mickey se puso a sonar mientras Chee acababa de hacer esa observación. Cualquiera que fuese su contenido, acabó con el cónclave sin el ritual de estrecharse las manos que exigía el protocolo.

Chee no había tenido suerte al buscar un lugar en la sombra donde aparcar el coche. De modo que utilizó su pañuelo para abrir la puerta sin quemarse la mano, encendió el motor, bajó todas las ventanillas para que saliera el calor sofocante, puso el aire acondicionado al máximo y luego se levantó de la recalentada tapicería para quedarse fuera hasta que la temperatura interior resultara soportable. Eso le dio un poco de tiempo para planear lo que iba a hacer. Llamaría a Joe Leaphorn desde allí para ver si tenía alguna novedad. Llamaría a su oficina para saber qué le aguardaba allí y luego se dirigiría hacia el extremo norte de los montes Chuska, el paisaje de su niñez y el campamento donde Hosteen Frank Sam Nakai pasaba los veranos.

Desde Phoenix, desde casi cualquier lugar, eso significaba un largo e infernal trayecto, pero Chee era un hombre de fe. Haría lo que fuese para atenerse a los valores inmutables de su pueblo, el sentimiento de paz, armonía y belleza que los navajos llamaban hozho. Necesitaba terriblemente el consejo de Hosteen Nakai para afrontar la muerte de un hombre y la muerte de un águila.

Hosteen Nakai era el tío abuelo materno de Chee, lo que le confería una posición especial en la tradición navajo. Había puesto a Chee su verdadero nombre o nombre de guerra, que era: «Gran Pensador», un nombre que revelaba sólo a los íntimos y utilizaba para propósitos ceremoniales. Las circunstancias y la temprana muerte del padre de Chee habían aumentado la importancia de Nakai para éste, que había hecho de él su mentor, su consejero espiritual, su confesor y su amigo. De oficio era ranchero y, como chamán, su maestría en la ceremonia de la Vía de la Gracia y otra media docena de ritos de curación era tan respetada que la enseñaba a los estudiantes hataalii en el Instituto de la Comunidad Navajo. Si alguien podía decirle a Chee la manera más sabia de manejar el embrollado asunto de Kinsman, Jano y Mickey, ése era Nakai.

En concreto, Nakai le aconsejaría sobre cómo afrontar el problema planteado por la primera águila. Si existió y Jano la cazó, moriría. No se hacía ilusiones sobre su destino en el laboratorio. Existía un canto que se entonaba antes de la caza, pidiendo a la presa que supiera que era respetada y que comprendiera la necesidad de morir. Pero si Jano mentía, entonces el águila que atrajo al escondrijo moriría por nada. Chee estaría violando el código moral de la Dine, que no se toma a la ligera la muerte de nadie.

No había ninguna línea telefónica en muchos kilómetros a la redonda desde el hogan de verano de Nakai, pero Chee conducía por la Ruta Navajo 12 con el convencimiento de que su tío abuelo estaría allí. ¿Dónde iba a estar si no? Era verano. Su rebaño estaría en los pastos altos de la montaña. Los coyotes estarían acechando en los confines del boscaje, como siempre. Las ovejas le necesitaban. Nakai siempre estaba donde le necesitaban. Así que estaría en su tienda plantada en los pastos cerca de su rebaño.

Sin embargo, Hosteen Nakai no estaba en su tienda en los prados altos.

Oscurecía cuando Chee aparcó en la explanada de tierra apisonada de la casa de Nakai. Los faros barrieron el grupo de árboles que se levantaban junto al hogan. También iluminaron la silueta de un hombre, apoyado sobre almohadones en una litera, el tipo de equipo médico que alquilan las compañías. El corazón de Chee dio un vuelco. Su tío nunca se ponía enfermo. Tener la litera fuera era una señal funesta.

Blue Lady estaba de pie en el umbral del hogan, observando a Chee apearse de la camioneta y, al reconocerle, corrió hacia él diciendo:

—¡Qué bien! ¡Qué bien! Queríamos que vinieras. Creo que él te envió sus pensamientos y tú los oíste.

Blue Lady era la segunda mujer de Hosteen, llamada así por la preciosa turquesa que llevaba en su blusón de terciopelo cuando la ceremonia de kinaalda la inició en la madurez. Era la hermana menor de la primera esposa de Hosteen Nakai, que había muerto años antes de que Chee naciera. Como la tradición navajo es matrilineal y el hombre se incorpora a la familia de su esposa, la práctica favorecía que los viudos se casaran con una de sus cuñadas, manteniendo así la misma residencia y la misma suegra. Como era muy tradicionalista y ya estudiaba para ser chamán, Nakai había respetado la tradición. Blue Lady era la única abuela que Chee había conocido.

Ahora le estaba abrazando.

—Quería verte antes de morir.

—¿Morir? ¿Qué tiene? ¿Qué ha sucedido?

Chee no podía creer que Hosteen Nakai pudiera morir. Blue Lady no tenía respuesta a esa pregunta. Le guió a través de los árboles para conducirle hasta una mecedora que había junto a la litera.

—Traeré la linterna.

Hosteen Nakai le miró atentamente.

—Ah, Gran Pensador ha venido a hablar conmigo. Le estaba esperando.

Chee no sabía qué decir.

—¿Cómo te encuentras, padre mío? ¿Estás enfermo?

Nakai soltó una ronca carcajada, lo que le provocó un acceso de tos. Hurgó entre la manta, sacó un instrumento de plástico, se lo colocó en la nariz e inhaló. El tubo conectado a él desaparecía detrás de la litera. Conectado, supuso Chee, a una bombona de oxígeno. Nakai intentaba respirar hondo y sus pulmones producían un extraño ruido. Pero sonreía a Chee.

—¿Qué te ha ocurrido? —le preguntó Chee.

—Cometí un error. Fui a un médico bilagaana en Farmington. Me dijo que estaba enfermo. Me metieron en el hospital y me rompieron las costillas, me cortaron por dentro y volvieron a recomponerme —su voz se extinguió cuando acabó de decir eso, obligándole a hacer una pausa—. Creo que se olvidaron algún trozo. Ahora tengo que respirar a través de este tubo.

Blue Lady acercó una linterna de propano a la rama que sobresalía de la cabecera de la litera.

—Tiene cáncer de pulmón. Le quitaron un pulmón pero ya se había extendido al otro.

—Y también a tantos otros sitios que más vale no saberlo —dijo Nakai, sonriendo—. Cuando muera, mi chindi estará horriblemente rabioso. Estará lleno de tumores malignos. Por eso les hice poner mi cama aquí fuera. No quiero que ese chindi infecte la cabaña. Lo quiero aquí fuera, donde el viento se lo lleve.

—Cuando mueras, será porque eres demasiado viejo para querer seguir viviendo.

Al decir esto cogió el brazo de Nakai. Donde siempre había notado un duro músculo, ahora sólo notaba piel seca entre la palma de su mano y el hueso.

—Será dentro de mucho tiempo. Y recuerda lo que la Mujer Cambiante enseñó al pueblo: si mueres de muerte natural en la vejez, no dejas chindi detrás.

—Vosotros los jóvenes... —empezó Nakai, pero una mueca cortó sus palabras. Cerró fuerte los ojos y los músculos de su rostro se tensaron y se endurecieron. Blue Lady estaba a su lado, sosteniendo un vaso con un líquido. Le cogió la mano.

—Es la hora de la medicina para el dolor —le dijo a Nakai.

Nakai abrió los ojos.

—Antes debo hablar un poco. Creo que ha venido a preguntarme algo.

—Ya hablarás más tarde. La medicina te dará tiempo para eso.

Y Blue Lady le levantó la cabeza de la almohada y le dio la medicina. Miró a Chee.

—Esta medicina que le dieron le permite dormir. Tal vez sea morfina. Daba muy buen resultado. Ahora apenas sirve de nada.

—Debería dejarle descansar.

—Tú no puedes. Además, te estaba esperando.

—¿A mi?

—Hay tres personas a las que quería ver antes de irse. Las otras dos ya han venido.

Blue Lady le ajustó el tubo de oxígeno a Nakai, le enjugó la frente con un paño, se agachó y le besó en la mejilla. Después volvió al interior del hogan.

Chee se quedó mirando a Nakai, recordando su infancia, recordando las historias de invierno en su hogan, las historias junto al fuego en la tienda que en verano montaba al lado del campamento de las ovejas, recordando la vez en que Nakai lo sorprendió borracho, recordando su cariño y su sabiduría. Entonces, Nakai, con los ojos cerrados, dijo:

—Siéntate, ponte cómodo.

Chee se sentó.

—Ahora dime a qué has venido.

—He venido a verte.

—No, no. No sabías que estaba enfermo. Estás ocupado. Algún motivo te ha traído hasta aquí. La última vez estabas a punto de casarte con una chica, pero si te casaste no me invitaste a celebrar la boda. Así que creo que no lo hiciste.

Nakai pronunciaba estas palabras en voz baja, así que Chee se inclinó hacia él para oírlas.

—No me he casado con ella.

—¿Hubo otra mujer?

—No.

La morfina estaba causando efecto. Nakai se relajó un poco.

—Así que has recorrido todo este camino para decirme que no tienes problemas de los que hablarme. Tú eres el único hombre contento en toda Dinetah.

—No, no del todo.

—Entonces, cuéntame. ¿Qué te ha traído hasta aquí?

Chee contó a Hosteen Frank Sam Nakai la muerte de Benjamin Kinsman, el arresto del cazador furtivo de águilas y la increíble historia de Jano sobre la primera y la segunda águila. Le habló de la pena de muerte e incluso de Janet Pete. Y por último Chee dijo:

—Ya he terminado.

Nakai había escuchado tan en silencio que Chee, a veces, de no haber sabido que el hombre no estaba bien, habría pensado que dormía. Chee aguardó. El crepúsculo se había convertido en noche cerrada mientras hablaba y ahora el alto y seco cielo nocturno estaba salpicado de estrellas.

Chee las miró, recordó cómo el impaciente espíritu Coyote las había dispersado por el firmamento. Trató de encontrar las constelaciones estivales tal como Nakai le había enseñado y, cuando las encontró, intentó compararlas con las historias que llevaba en su petaca de amuletos. Y mientras pensaba, rezó al Creador, a todos los espíritus que se encargaban de estas cosas, para que la medicina funcionase, para que Nakai durmiera, para que Nakai nunca despertara de su dolor.

Nakai suspiró y dijo:

—Dentro de un ratito te haré unas preguntas —y volvió a guardar silencio.

Blue Lady salió llevando una manta con la que cubrió cuidadosamente a Nakai y ajustó la intensidad de la linterna.

—Le gusta la luz de las estrellas. ¿La necesitas?

Chee negó con la cabeza y Blue Lady apagó la llama y volvió a entrar al hogan.

—¿Podrías cazar el águila sin hacerle daño?

—Probablemente —respondió Chee—. Lo intenté dos veces cuando era joven. Cacé la segunda.

—Al comprobar las garras y las plumas en busca de sangre seca en el laboratorio, ¿la matarán?

Chee lo pensó, recordó la ferocidad de las águilas, recordó las prioridades del laboratorio.

—Habrá quien intente salvarla, pero lo más probable es que muera.

Nakai asintió.

—¿Crees que Jano dice la verdad?

—Antes estaba seguro de que sólo había un águila. Ahora no lo sé. Probablemente esté mintiendo.

—¿Pero no lo sabes?

—No.

—Y nunca lo sabrás. Incluso después de que los federales maten al hopi seguirás preguntándotelo.

—En efecto.

Nakai volvió a quedarse en silencio. Chee encontró otra constelación. Una pequeña, baja en el horizonte. No recordaba el nombre en navajo ni la historia que encerraba.

—Entonces debes encontrar el águila. ¿Aún tienes tu jish de amuletos? ¿Tienes polen?

—Sí.

—Entonces date un baño de sudor. Asegúrate de que recuerdas las canciones de caza. Debes contarle al águila, al igual que le contamos al ciervo, que la respetamos. Explícale la razón por la que tenemos que enviarla a su próxima vida. Dile que muere para salvar a un hombre cabal del pueblo hopi.

—Lo haré.

—Y dile a Blue Lady que necesito la medicina que me hace dormir.

Pero Blue Lady ya lo había notado y se estaba acercando. Esta vez eran píldoras, además de una bebida en una taza.

—Ahora intentaré dormir —dijo Nakai sonriendo a Chee—. Dile al águila que también te salvará a ti, hijo mío.

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