Capítulo 17

El teniente Chee había tardado alrededor de un año en aprender las tres formas de conseguir que las cosas se hicieran en la Policía Tribal Navajo. La número uno era el procedimiento oficial. La orden, pulcramente mecanografiada en el impreso reglamentario, se abría camino por los canales prescritos hasta alcanzar el nivel correspondiente, para luego volver a bajar hasta los polis rasos. En la número dos, el cargo intermedio con quien Chee había trabado amistad por teléfono en el cuartel general de Window Rock o en cualquier comisaría, le explicaba lo que necesitaba que se hiciera y, o bien extendía un pagaré del tipo «te la debo», o bien pedía abiertamente un favor.

Chee pronto aprendió que la número tres era la más rápida. Uno daba una idea general del problema a la mujer más indicada de la oficina y le pedía ayuda. Si el solicitante se había sabido ganar el respeto de la solicitada, ella se encargaba de poner a trabajar en el proyecto al personal realmente inteligente: la sección femenina.

En cuanto llegó a su despacho de Tuba City después del encuentro con el Legendario Teniente Leaphorn, Chee puso en marcha los tres mecanismos para asegurarse de que si el Jeep desaparecido de Catherine Pollard podía encontrarse, se encontrara de inmediato. Chee no disfrutaría de un instante de paz hasta que ese coche, o la propia Pollard, fuese descubierto. Le había asaltado el pensamiento de haber cargado a Jano con un crimen que no había cometido. Por supuesto, Jano lo había hecho. Él le había visto hacerlo. O casi, y no había alternativa posible. Sin embargo, lo que en su mente era un caso cerrado ahora presentaba una grieta. Tenía que cerrarla.

Por consiguiente, nada más entrar en la comisaría de Tuba City fue directamente al despacho de la señora Dineyahze y le explicó lo importante que era encontrar el vehículo.

—Muy bien —contestó—. Haré unas cuantas llamadas y pondré unos cuantos traseros manos a la obra.

—Se lo agradezco —dijo Chee. No explicó a la señora Dineyahze lo que había que hacer, y ésa era una de las razones por las que a ella le gustaba su jefe.

No reparó en que la agente Bernadette Manuelito había franqueado la puerta abierta del despacho de la secretaria y que se encontraba justo detrás de él.

—¿Puedo ayudar? —que era lo que Bernadette siempre decía. Tampoco su aspecto le sorprendió, con la camisa arrugada, el pelo un tanto despeinado, el carmín ligeramente corrido y, pese a todo, muy femenina y muy mona.

Chee consultó la hora en su reloj de pulsera.

—Gracias, pero ya está franca de servicio, Bernie. Y mañana es su día libre.

No es que pensara que decir aquello fuese a servir de mucho, puesto que Bernie hacía mayormente lo que le daba la gana. Además, oía sonar el teléfono reclamando su atención desde su despacho, igual que el montón de papeleo que había abandonado por la mañana. Se dirigió a la puerta.

—Teniente —dijo Bernie—. Mi familia celebra un kinaalda el sábado que viene para Emily, que es mi prima. Será en Burnt Water. Nos encantaría que viniera.

—Caramba, Bernie, no sabe cuánto me gustaría, aunque me parece que no podré salir de aquí en todo el fin de semana.

Bernie se mostró decepcionada.

—Bien —dijo.

La llamada telefónica era para recodarle que no debía llegar tarde a la reunión de coordinación con personal de las Fuerzas de Seguridad del Comité de Asuntos Indios, de la oficina del sheriff del Condado de Coconino, de la Patrulla de Tráfico de Arizona, del FBI y de la Agencia de Lucha contra la Droga. Mientras escuchaba, oía de lejos a la señora Dineyahze comentar la inminente ceremonia de ingreso en la pubertad con Bernie; la voz de la señora Dineyahze sonaba alegre, la de la señorita Manuelito, triste. En cuanto a Chee, estaba arrepentido. Detestaba herir los sentimientos de Bernie.

A última hora de la tarde, a su regreso de la reunión de coordinación, encontró encima de su escritorio un informe de la señora Dineyahze y una nota sujeta con un clip. El informe aseguraba que las personas indicadas de la policía estatal y de las patrullas de tráfico de Arizona, Nuevo Méjico, Utah y Colorado ya tenían todos los datos necesarios sobre el Jeep desaparecido. Y lo que era más importante, sabían por qué era preciso encontrarlo. Un hermano poli había sido asesinado. Encontrar ese Jeep formaba parte de la investigación. Esa misma información se había enviado a los destacamentos de policía de las localidades fronterizas de las reservas y a los sheriffs de los condados pertinentes.

Chee se recostó en su sillón, sintiéndose mejor. Si aquel Jeep circulaba por cualquier carretera de los Four Corners era harto probable que fuese avistado. Si un agente urbano lo veía aparcado donde fuese, casi seguro que comprobaría el número de matrícula. Desenganchó la nota, que estaba escrita a mano. Según el criterio de la señora Dineyahze, manuscrita significaba extraoficial.

«Teniente Chee: Bernie ha llamado al parque móvil del Estado de Arizona y le han facilitado todas las características del Jeep. Fue confiscado en una operación antidroga y tenía un montón de accesorios de lujo, enumerados más abajo. También figuran la marca y modelo de la batería, los neumáticos, las llantas y demás cosas que Bernie pensó que podían aparecer en casas de empeño, etc. Ha hecho llegar la lista a tiendas de Gallup, Flagstaff, Farmington, etc., y también llamó a los de Thriftway en Phoenix para solicitar que alertaran a los responsables de sus establecimientos sitos en reservas».

La nota iba firmada «C. Dineyahze».

Bastante más abajo de la firma, cosa que lo hacía no sólo extraoficial sino confidencial, la señora Dineyahze había garabateado:

—Bernie es buena chica.

Chee ya lo sabía. Le caía bien, la admiraba, la encontraba muy atractiva pero también le constaba que Bernadette Manuelito estaba colada por él y, al parecer, casi todos los miembros de la numerosa familia que constituía la Policía Tribal Navajo estaban al corriente. Tal situación le daba cien patadas. De hecho, fueron las bromas al respecto lo que hizo que Chee, que nunca acababa de comprender a las mujeres, se enterase de que Bernie le había echado el ojo.

Aunque ahora no disponía de tiempo para pensar en eso. Como tampoco en su iniciativa, que había sido acertada. Si el Jeep había sido abandonado en alguna parte del Big Rez o en territorios limítrofes, lo más probable era que acabara despiezado, más aún estando equipado con un montón de accesorios caros y fáciles de robar. Chee estaba cansado y hambriento. Los platos congelados que le esperaban en la neverita de su remolque no le apetecían lo más mínimo. Pasaría por el Kentucky Fried Chicken, compraría una ración de pollo con bollos y salsa, iría a casa, cenaría, se tumbaría, acabaría Meridian, la novela de Norman Zollinger que estaba leyendo, y procuraría dormir un poco.

Estaba terminando un muslo y el segundo bollo cuando sonó el teléfono.

—Me dijo que le llamara si había novedades sobre el Jeep —dijo la telefonista.

—¿Qué han averiguado?

—Pues que un sujeto fue a la estación de servicio de Cedar Ridge el lunes pasado y trató de vender al dependiente un radio-casete de coche. Era de la misma marca que el del Jeep.

—¿Le han identificado?

—El dependiente dijo que era uno de los hijos de una familia de apellido Pooacha. Viven cerca de Shinume Wash.

—De acuerdo —dijo Chee—. Gracias.

Miró la hora. Tendría que esperar hasta la mañana siguiente.

A media tarde del día después encontraron el Jeep. Dejando a un lado los casi cuatrocientos kilómetros del trayecto de ida y vuelta, buena parte de ellos por caminos tan rústicos que ni siquiera figuraban en el mapa de carreteras del Territorio Indio de la Asociación Americana de Automovilistas que Chee siempre llevaba consigo, la operación en sí resultó bastante sencilla.

Puesto que la agente Manuelito había tenido la idea que lo había hecho posible y que, además, era su día de permiso, Chee no supo cómo evitar que Bernie le acompañara. De hecho, ni siquiera lo intentó. Disfrutaba de su compañía cuando tenía la mente puesta en el trabajo en lugar de en él. Primero condujeron hasta la factoría de Cedar Ridge, hablaron con el dependiente, se enteraron de que el presunto vendedor de radios era un muchacho que se llamaba Tommy Tsi y anotaron las indicaciones para llegar hasta la casa de los Pooacha. Tomaron la polvorienta pista de grava de la Ruta Navajo 6110 hacia el oeste; al llegar a Blue Moon Bench giraron al sur para enfilar la todavía más tosca Ruta 6120, que discurría siguiendo el barranco de Bekihatso Wash, y por fin dieron con el camino que serpenteaba entre rocas y matas de caramillo hasta la granja de los Pooacha.

En el cruce del camino vieron una bota vieja colgada en lo alto de un poste junto al redil.

—Qué bien —dijo Bernie, señalando la bota—. Hay alguien en casa.

—Eso parece —convino Chee—, a menos que el último en salir se olvidara de descolgar la bota. Y mi experiencia me dice que, con un camino tan malo como éste, el alguien que estará en casa no será quien andamos buscando.

Si embargo, Tommy Tsi, un yerno muy joven de los Pooacha, sí estaba en casa, y se puso muy nervioso cuando reparó en el uniforme que llevaba Chee y en la insignia de la Policía Tribal Navajo que ostentaba el coche. No, ya no tenía la radio consigo. Era de un amigo que le había pedido que se la vendiera. El amigo se la había reclamado, dijo Tsi, frotándose desmañadamente el bigote ralo mientras hablaba.

—Dinos el nombre de tu amigo —dijo Chee—. ¿Dónde podemos encontrarle?

—¿Su nombre? —dijo Tommy Tsi, y reflexionó un rato—. Verá, no es lo que se dice un amigo íntimo. Le conocí en Flagstaff. Me parece que le llaman Shorty. O algo por el estilo.

—¿Y cómo pensabas entregarle su dinero una vez vendido el material?

—Verá —dijo Tommy, y volvió a titubear—. No estoy seguro.

—Es una lástima —intervino Bernie—. Si logras dar con él dile que no nos interesa la radio. Lo que queremos es encontrar el Jeep. Si nos indica dónde se encuentra, podrá cobrar la recompensa.

—¿Recompensa? ¿Por el Jeep?

—Mil dólares —concretó Bernie—. Veinte billetes de cincuenta. Los pagará la familia de la mujer que conducía el Jeep.

—Caramba —dijo Tsi—. Mil dólares.

—Por encontrar el Jeep. Y tu amigo sabe dónde está. Encontró un coche abandonado. Eso no es ningún delito, ¿comprendes?

—Claro —afirmó Tommy Tsi, asintiendo con la cabeza y mostrándose más animado.

—Si te explicó dónde está el Jeep, igual podrías acompañarnos hasta allí. Podríamos arreglarlo para que tú recibas el dinero. Luego le buscas y lo compartes con él.

—Sí —dijo Tsi—. Voy a por mi sombrero.

—Ya puestos —dijo Chee—, trae también la radio. La necesitaremos para buscar huellas digitales.

—¿Las mías? —Tsi se quedó perplejo.

—Ya sabemos que aparecerán las tuyas —explicó Chee—. Más bien pensamos en las de quien condujo el Jeep hasta donde lo encontraste.

De modo que fueron traqueteando otra vez por la 6120 y la 6110 hasta Cedar Ridge y, desde allí, siguieron hacia el sur por carretera asfaltada hasta más allá de Tuba City y Moenkopi; enfilaron de nuevo el camino de tierra de la factoría abandonada de Goldtooth, y luego giraron a la izquierda flanqueando un redil de donde arrancaba el sendero que ascendía hasta Ward Terrace. Donde el sendero vadeaba un río seco, Tommy Tsi dijo:

—Aquí.

El Jeep se encontraba tras un meandro a unos cincuenta metros río abajo. Dejaron a Tsi en el coche y caminaron por el borde del lecho, para no pisar ninguna huella. No vieron marcas de pisadas que subieran por la arena. Los neumáticos de la furgoneta de Tsi habían borrado buena parte de las roderas del Jeep y el viento había desdibujado las pocas que quedaban intactas. Aunque había suficientes para reunir un poco de información. Bernie también reparó en ellas.

—El chaparrón cayó poco después de que usted encontrara a Ben, ¿verdad? —Y señaló hacia un rincón resguardado donde los neumáticos del Jeep habían dejado su huella marcada en arena que a todas luces había estado mojada—. ¿Qué distancia hay de aquí al lugar de los hechos?

—Algo menos de cuarenta kilómetros en línea recta —dijo Chee—. Y no ha vuelto a llover desde entonces. Creo que esto nos dice algo.

El Jeep, por sí mismo, no les dijo gran cosa. Se mantuvieron apartados examinando el suelo. La arena del lado del conductor estaba pisoteada, seguramente por las botas de Tsi mientras hurgaba en el interior del vehículo en busca de su botín y desconectaba la radio.

Desde la puerta del pasajero, uno podía saltar directamente al talud rocoso del margen del arroyo. Si el ocupante había salido por aquel lado, seguirle el rastro después de tantos días era prácticamente imposible.

—¿Qué es eso que hay en el asiento de atrás? —preguntó Bernie—. Supongo que el equipo de trabajo.

—Veo unas trampas —dijo Chee—. Y jaulas. Esa lata debe de ser el veneno con el que rocían las madrigueras para matar a las pulgas.

Sacó la navaja, la usó para quitar el seguro a la puerta del pasajero y luego se sirvió del mismo instrumento para abrirla.

—No parece que haya gran cosa aquí —opinó Bernie—, a no ser que encontremos algo en la bolsa de basura.

Chee no estaba de acuerdo. Leaphorn le dijo una vez que la mejor manera de encontrar algo era no buscar nada concreto. «Sólo hay que mantener la mente libre de prejuicios y ver lo que haya que ver», solía decir Leaphorn. Justo entonces, Chee vio una mancha oscura en la tapicería de piel del asiento del pasajero. La señaló con el índice.

—Oh —dijo Bernie, y torció el gesto.

La mancha se extendía hacia abajo, casi negra.

—Supongo que es sangre seca —dijo Chee—. Creo que los criminólogos tienen trabajo que hacer aquí.

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