Capítulo 3

La limusina que había aparcada frente a la casa de Joe Leaphorn era de un lustroso azul marino y el sol de la mañana relucía en los cromados pulidos. Leaphorn la había estado observando desde detrás de la puerta mosquitera con la esperanza de que sus vecinos de la periferia de Window Rock no repararan en ella. Lo cual era como esperar que los niños que jugaban en el patio del colegio del final de la calle de grava no repararan en un rebaño de jirafas que pasara al trote. La llegada de la limusina a horas tan tempranas significaba que el hombre que esperaba pacientemente sentado tras el volante había salido de Santa Fe hacia las tres de la madrugada. Aquello hizo que Leaphorn se preguntara cómo sería la vida de un alquiladizo al servicio de alguien muy rico, y sin duda Millicent Vanders lo era.

Bueno, en cuestión de minutos tendría ocasión de averiguarlo. La limusina salía ahora de una estrecha carretera asfaltada a los pies de las colinas del nordeste de Santa Fe para enfilar un camino privado adoquinado. Se detuvo ante una primorosa verja de hierro.

—¿Es aquí? —preguntó Leaphorn.

—Sí —dijo el chófer. Aquella era la longitud media de las respuestas que Leaphorn había ido obteniendo antes de desistir y dejar de hacer preguntas. Había comenzado con las clásicas banalidades para romper el hielo: la autonomía de la limusina, qué tal se conducía, esa clase de cosas. De ahí pasó a cuánto tiempo hacía que el chófer trabajaba para Millicent Vanders, enterándose de que hacía veintiún años. A partir de allí, la curiosidad de Leaphorn topó con un muro de granito.

—¿Quién es la señora Vanders? —había preguntado Leaphorn.

—Mi jefa.

Leaphorn se había reído.

—No me refería a eso.

—Ya lo suponía.

—¿Tiene idea de en qué consiste el empleo que piensa ofrecerme?

—No.

—¿Qué es lo que quiere?

—No es asunto mío.

De modo que Leaphorn lo había dejado correr. Contempló el paisaje, constató que hasta los ricos sólo podían encontrar música country-western en la radio, y sintonizó la emisora KNDN para escuchar el programa navajo a micro abierto. Alguien había perdido la billetera en la estación de autobuses de Farmington y pedía a quien la hubiese encontrado que devolviera el carnet de conducir y la tarjeta de crédito. Una mujer invitaba a los miembros de los clanes Bitter Water y Standing Rock, y a todos los allegados y amigos, a que acudieran al recital de yeibichai que se celebraría en honor de Emerson Roanhorse en su casa, al norte de Kayenta. Luego una voz cascada informó de que la yegua ruana de Billy Etcitty había desaparecido de su establo, al norte de Burnt Water, y pidió a la audiencia que diera aviso si la veía. «Por ejemplo en una subasta de ganado», agregó la voz, dando a entender que Etcitty creía que su yegua no se había escapado sin que alguien la ayudara. Leaphorn no tardó en rendirse al mullido lujo del asiento de la limusina y dormitó un buen rato. Al despertar, el vehículo circulaba por la I-25, dejando atrás las afueras de Santa Fe.

Entonces Leaphorn volvió a sacar la carta de Millicent Vanders del bolsillo de la chaqueta para releerla.

Por supuesto, no era directamente de Millicent Vanders. El encabezamiento decía Peabody, Snell y Glick, seguido por esas iniciales que emplean los bufetes de abogados. La dirección era de Boston. La entrega la había efectuado el servicio urgente de la mensajería Federal Express.

Apreciado Sr. Leaphorn:

La presente es para confirmar y formalizar la conversación telefónica mantenida en fecha de hoy. Le escribo en nombre de la señora Millicent Vanders, a quien nuestra firma representa en varios de sus asuntos. La señora Vanders me ha encargado que le proporcione un investigador que conozca la Reserva Navajo y cuya reputación de integridad y discreción sea impecable.

Usted nos ha sido recomendado con la garantía de que satisface tales requisitos. Esta solicitud es para determinar si estaría usted dispuesto a reunirse con la señora Vanders en su casa de verano de Santa Fe, para que ella misma le ponga al corriente de sus necesidades. De ser así, le ruego me llame de modo que pueda organizar que un coche pase a recogerle y prever la satisfacción de sus honorarios. Debo agregar que la señora Vanders manifestó «cierta urgencia» en este asunto.

La primera reacción de Leaphorn había sido escribir a Christopher Peabody un educado «gracias, pero no, gracias» y recomendarle que proporcionara a su cliente un investigador privado con licencia en lugar de un policía retirado.

Sin embargo...

Estaba el hecho de que Peabody, seguramente el socio más veterano, había firmado la carta personalmente, y también la cuestión de que su reputación fuese tachada de impecable y, lo más importante, la «cierta urgencia» expresada confería interés al problema de aquella mujer. Leaphorn necesitaba algo interesante. Estaba a punto de cumplir su primer año como jubilado de la Policía Tribal Navajo. Hacía mucho que se había quedado sin quehaceres. Se aburría.

Así pues, había llamado al señor Peabody y aquí estaba, con el chófer pulsando el botón correcto, la verja deslizándose en silencio, cruzando jardines lujuriantes hacia una desgarbada casa de dos pisos; el color del estuco y los mojinetes de piedra la encasillaban en lo que los habitantes de Santa Fe llamaban «estilo territorial», y su tamaño anunciaba que se trataba de una mansión.

El chófer abrió la portezuela a Leaphorn. Un muchacho que llevaba tejanos y una camisa azul descolorida, con el pelo rubio recogido en una coleta, esperaba sonriente en el vano de la altísima puerta de dos batientes.

—Señor Leaphorn —dijo—, la señora Vanders le está esperando.

Millicent Vanders le esperaba en una habitación que Leaphorn, basándose en sus conocimientos cinematográficos y televisivos, supuso que era un estudio o una sala de estar. Era una mujer menuda y frágil, de pie junto a un escritorio menudo y frágil, en cuya superficie pulida apoyaba las puntas de los dedos. Tenía el pelo casi blanco y le recibió con una pálida sonrisa.

—Señor Leaphorn —dijo—. Qué bueno ha sido al venir. Qué bien que quiera ayudarme.

Leaphorn, que aún no tenía ni idea de si la ayudaría o no, se limitó a corresponder a la sonrisa y se sentó en la silla que le indicaban.

—¿Le apetece un té? ¿O café? ¿Tal vez un refresco? Y dígame, ¿debo llamarle señor Leaphorn o prefiere que le llame teniente?

—Café, gracias, si no es molestia —dijo Leaphorn—. Y puede llamarme señor. Estoy retirado de la Policía Tribal Navajo.

Millicent Vanders miró por encima de él hacia la puerta.

—Café, pues, y té —dijo. Se sentó al escritorio moviéndose con una lentitud y un cuidado que advirtieron a Leaphorn que su anfitriona padecía una u otra de las cien formas de artritis. Aunque le volvió a sonreír, una señal que pretendía ser tranquilizadora, Leaphorn detectó el dolor que ocultaba. Se había convertido en un experto en esa clase de detección durante la agonía de su esposa. Emma, cogiéndole la mano, le decía que no se preocupara, fingiendo que no le dolía nada, y le prometía que pronto estaría bien otra vez.

La señora Vanders clasificaba unos papeles que tenía en el escritorio y los iba metiendo en una carpeta, sin preocuparse por la ausencia de conversación. Leaphorn sabía que aquello no era frecuente entre los blancos y se admiraba cuando veía a alguien obrar así. La señora Vanders sacó dos fotografías de veinticuatro por treinta de un sobre, observó detalladamente una, la agregó a la carpeta y luego observó la otra. Un porrazo rompió el silencio: un grajo despistado había chocado contra el cristal de una ventana. Se alejó volando tambaleándose. La señora Vanders siguió contemplando la foto, perdida en tristes recuerdos, sin alterarse por el pájaro ni por la atenta mirada de Leaphorn. Una persona interesante, pensó Leaphorn.

Una muchacha regordeta apareció junto a su codo llevando una bandeja. Puso una servilleta, un plato, una taza y una cucharilla en la mesa junto a él, llenó la taza con una jarrita de porcelana blanca y luego repitió el proceso en el escritorio, sirviendo el té con un tetera de plata. La señora Vanders interrumpió su contemplación de la fotografía, la metió en la carpeta y se la entregó a la muchacha.

—Ella —dijo—. ¿Me haría el favor de darle esto al señor Leaphorn?

Ella se la dio a Leaphorn y se marchó tan silenciosamente como había llegado. Leaphorn puso la carpeta en su regazo y tomó un sorbo de café. La taza era de porcelana traslúcida, fina como el papel. El café era excelente, caliente y recién hecho.

La señora Vanders le escrutaba.

—Señor Leaphorn —dijo—, le he pedido que viniera porque abrigo la esperanza de que se avenga a hacer algo para mí.

—Puede que lo haga —dijo Leaphorn—. ¿De qué se trata?

—Todo debe ser completamente confidencial —dijo la señora Vanders—. Se comunicará sólo conmigo. No con mis abogados. Ni con nadie más.

Leaphorn ponderó aquello, tomó otro sorbo de café y dejó la taza en el plato.

—En ese caso quizá no pueda ayudarla.

La señora Vanders se mostró sorprendida.

—¿Por qué no?

—Casi toda mi vida he sido policía —dijo Leaphorn—. Si lo que usted tiene en mente me lleva a descubrir algo ilegal, pues...

—Si eso sucediera, yo misma informaría a las autoridades —le espetó un tanto airada.

Leaphorn guardó unos momentos de silencio típicamente navajo para asegurarse de que la señora Vanders había dicho cuanto quería decir. Al parecer así era, aunque la demora de su respuesta le tocó la fibra.

—Naturalmente que lo haría —agregó—. No lo dude.

—Pero si por alguna razón no lo hiciera, comprenderá que yo tendría que hacerlo. ¿Estamos de acuerdo?

La señora Vanders miró fijamente a Leaphorn. Luego asintió con la cabeza.

—Creo que estamos creando un problema donde no lo hay.

—Probablemente —admitió Leaphorn.

—Me gustaría que localizara a una mujer. O, si no es posible, que averigüe lo que le ha sucedido.

Señaló hacia la carpeta. Leaphorn la abrió.

La primera fotografía era un retrato de estudio de una mujer morena y de ojos negros con birrete. El rostro era decidido e inteligente, la expresión sombría. No era la clase de chica de la que se dice que es «mona», pensó Leaphorn. Tampoco guapa, si íbamos a eso. Tal vez hermosa. Con mucho carácter. Sin duda era un rostro fácil de recordar.

La foto siguiente era de la misma mujer, con pantalones y chaqueta tejanos, apoyada en la puerta de una camioneta y con la vista vuelta hacia la cámara. Tenía aspecto de atleta, pensó Leaphorn, y en ésta aparecía con más edad. Quizás unos treinta y tantos. En el reverso de ambas fotografías figuraba el mismo nombre escrito: Catherine Anne.

Leaphorn levantó la vista hacia la señora Vanders.

—Es mi sobrina —dijo—. La única hija de mi difunta hermana.

Leaphorn volvió a meter las fotografías en la carpeta y sacó un fajo de papeles sujeto por un clip. La primera hoja contenía datos biográficos.

Su nombre completo era Catherine Anne Pollard. La fecha de nacimiento indicaba que tenía treinta y tres años, era natural de Arlington, Virginia, y su dirección actual era en Flagstaff, Arizona.

—Catherine estudió biología —dijo la señora Vanders—. Se especializó en mamíferos e insectos. Estaba trabajando para el Servicio Indio de la Salud, aunque de hecho creo que más bien era para el Ministerio de Sanidad de Arizona. En la división de medio ambiente. Es lo que llaman una «especialista en control de vectores». Me figuro que sabe de qué le hablo.

Leaphorn asintió con la cabeza.

La señora Vanders torció el gesto.

—Ella dice que en realidad la llaman «cazadora de pulgas». En mi opinión podría haber hecho carrera como tenista. En el circuito profesional, me refiero. Siempre le encantó el deporte. Jugaba a fútbol y a voleibol en la universidad. Cuando estaba en el instituto le preocupaba ser más grande que las demás chicas. Creo que sus aptitudes deportivas la compensaban por ello.

Leaphorn volvió a asentir con la cabeza.

—La primera vez que vino a visitarme tras conseguir ese empleo, le pregunté por el título del puesto y me dijo que era «cazadora de pulgas». —La expresión de la señora Vanders era de pena—. Lo dijo ella misma, así que supongo que no importa.

—Es un trabajo importante —dijo Leaphorn.

—Quería hacer carrera como bióloga, pero eso de «cazadora de pulgas», qué quiere que le diga —la señora Vanders negó con la cabeza—. Por lo que sé, ella y sus colegas trabajan para averiguar el origen de los casos de peste bubónica que se detectaron en primavera. Disponen de un pequeño laboratorio en Tuba City e investigan los lugares donde las víctimas pueden haber contraído la enfermedad. Cazando roedores. —La señora Vanders titubeó, su rostro reflejaba disgusto—. De ahí lo de cazar pulgas. Les quitan las pulgas. Y también toman muestras de sangre. Esa clase de cosas. —Apartó la idea con un ademán—. Y el caso es que la semana pasada, a primera hora de la mañana, se fue a trabajar y aún no ha vuelto.

Dejó que la frase flotara en el aire, sin apartar los ojos de Leaphorn.

—¿Se fue a trabajar sola?

—Sola. Eso es lo que dicen. No estoy segura.

Leaphorn volvería sobre aquel aspecto más tarde. Ahora lo que necesitaba eran datos básicos. La especulación podía esperar.

—¿Adónde fue a trabajar?

—El hombre con el que hablé por teléfono me dijo que pasó por la oficina a recoger parte del equipo que utiliza en su trabajo y que luego se marchó. A un sitio perdido en el campo donde estaba cazando roedores.

—¿Iba a encontrarse con alguien en el sitio donde estaba trabajando?

—Parece ser que no. Al menos no de forma oficial. El hombre con el que hablé cree que no iba acompañada.

—Y usted cree que le ha sucedido algo. ¿Ha hablado de esto con la policía?

—El señor Peabody informó a unas personas que conoce en el FBI. Me dijo que ellos no se implicarían en algo así. Que sólo tendrían jurisdicción si se tratara de un secuestro con móvil de rescate o —titubeó, bajó la vista a sus manos—, o de alguna otra clase de agresión. Le dijeron al señor Peabody que necesitaban pruebas de que se hubiese violado una ley federal.

—¿Qué pruebas hay?

Estaba convencido de conocer la respuesta. No habría ninguna. Nada de nada.

La señora Vanders negó con la cabeza.

—De hecho, supongo que la única prueba es que una mujer ha desaparecido. Sólo las circunstancias.

—El vehículo. ¿Dónde lo encontraron?

—No lo han encontrado. Al menos que yo sepa.

Los ojos de la señora Vanders estaban fijos en Leaphorn, atentos a sus reacciones.

De no haberlo estado, Leaphorn se habría permitido sonreír al pensar en la fútil tarea a la que sin duda se había enfrentado el señor Peabody para que los federales se interesaran por el caso, al pensar en el papeleo que aquel vehículo desaparecido causaría en el Ministerio de Sanidad de Arizona, en cómo interpretaría aquello la Patrulla de Tráfico de Arizona si se había cursado una denuncia de persona desaparecida. Pero La señora Vanders habría interpretado su sonrisa como una expresión de cinismo.

—¿Tiene alguna teoría?

—Sí —respondió, y carraspeó—. Creo que debe estar muerta.

La señora Vanders, que hasta entonces presentaba un aspecto frágil y enfermizo, de pronto dio muestras de estar claramente enferma.

—¿Se encuentra bien? ¿Quiere seguir con esto?

Esbozó una leve sonrisa, sacó un botecito blanco del bolsillo de la chaqueta y se lo mostró.

—Estoy mal del corazón —explicó—. Esto es nitroglicerina. Antes la vendían en tabletas pero hoy en día el paciente se rocía la lengua. Tenga la bondad de disculparme. Estaré bien en seguida.

Le dio la espalda, se llevó el tubo a los labios un instante y volvió a meterlo en el bolsillo.

Leaphorn aguardó, repasando lo poco que sabía sobre la nitroglicerina como medicamento para el corazón. Servía para expandir las arterias y así incrementar el riego sanguíneo. Ninguna de las personas que sabía que la utilizaban había vivido mucho tiempo. Quizá aquello explicara la urgencia que Peabody mencionaba en su carta.

La señora Vanders suspiró.

—¿Por dónde íbamos?

—Me estaba diciendo que cree que su sobrina está muerta.

—Asesinada.

—¿Alguien tenía motivos? ¿O poseía algo que pudiera atraer a un ladrón?

—La estaban acechando —dijo la señora Vanders—. Un hombre que se llama Victor Hammar. Un licenciado que conoció en la Universidad de Nuevo Méjico. Un caso bastante típico, supongo, en esta clase de cosas. Era oriundo de Alemania del Este, es decir, de lo que solía ser Alemania del Este, y aquí no tenía familia ni amigos. Un hombre muy solitario, me figuro. Así es como me lo describió Catherine. Compartían intereses en la universidad. Ambos eran biólogos. Él estudiaba mamíferos pequeños. De ahí que realizaran un montón de trabajo juntos en el laboratorio. Supongo que Catherine se apiadó de él.

La señora Vanders negó con la cabeza.

—Los desgraciados siempre le resultaban muy atractivos. Si su madre iba a comprarle un perro, prefería uno de la perrera. Uno que le permitiera compadecerse. Pero con ese hombre... —Hizo una mueca—. Bueno, sea como fuere, no podía librarse de él. Siempre he sospechado que abandonó sus estudios de doctorado para deshacerse de él. Más adelante, cuando consiguió el empleo en Arizona, él apareció en Phoenix poco después de su llegada allí. Y lo mismo ocurrió cuando comenzó a trabajar en Flagstaff.

—¿La amenazó?

—Le pregunté lo mismo y se echó a reír. Me dijo que era completamente inofensivo, que debía considerarlo como un gatito perdido, que sólo era una lata.

—Pero usted considera que representaba una amenaza...

—Creo que era un hombre muy peligroso. Al menos bajo determinadas circunstancias. Una vez que vino aquí con ella, se mostró bastante educado, Pero había una especie de... —Hizo una pausa, buscando la forma de expresarlo—. Creo que debajo de aquella apariencia tan cortés había un montón de ira a punto de estallar.

Leaphorn aguardó más explicaciones. La señora Vanders se limitó a poner cara de preocupación.

—Le dije a Catherine que hasta un gatito, si lo lastimas, te araña —dijo.

—Eso es cierto —convino Leaphorn—. Si decido que puedo serle útil en este asunto, necesitaré su nombre y dirección —reflexionó unos instantes—. Y me parece que es importante que encontremos el vehículo que conducía. Opino que debería ofrecer una recompensa. Lo bastante sustanciosa como para que llame la atención. Para hacer que la gente hable.

—Por supuesto —dijo la señora Vanders—. Ofrezca lo que considere oportuno.

—Necesitaré toda la información biográfica disponible sobre ella, sus costumbres, las personas que la conocen. Nombres, direcciones, esa clase de cosas.

—Todo lo que tengo está en esa carpeta —dijo—. Hay un informe sobre lo que averiguó un abogado del bufete del señor Peabody y otro informe de un abogado que contrató en Flagstaff para que reuniera cuanta información pudiera. No es gran cosa. Me temo que no le servirá de mucho.

—¿Cuándo vio a ese tal Hammar por última vez?

—Esa es la razón por la que sospecho de él —dijo la señora Vanders—. Fue justo antes de que Catherine desapareciera. Se presentó en Tuba City, donde ella estaba trabajando. Me llamó para decirme que vendría a verme el fin de semana. Ese hombre, Hammar, estaba con ella en Tuba City cuando me telefoneó.

—¿Le dijo algo que le hiciera pensar que tenía miedo de él?

—No —la señora Vanders rió—. Creo que Catherine nunca ha tenido miedo de nada. Heredó los genes de su madre.

Leaphorn frunció el ceño.

—Dijo que vendría a verla y en lugar de hacerlo desaparece —dijo—. ¿Le dijo por qué quería venir? ¿Era un encuentro social o tenía alguna razón en mente?

—Estaba pensando en dejar su empleo. No podía soportar a su jefe. Un hombre que se llama Krause. —La señora Vanders señaló hacia la carpeta—. Muy arrogante. Y ella no estaba de acuerdo con el modo en que dirigía la investigación.

—¿Algo ilegal?

—No lo sé. Me dijo que no quería hablar de ello por teléfono. Pero tenía que ser algo bastante grave para que considerara la posibilidad de dimitir.

—¿Podía tratarse de algo personal? ¿Alguna vez insinuó que se viera acosada sexualmente o algo por el estilo?

—No sugirió eso exactamente —dijo la señora Vanders—. Aunque él es soltero. Fuera lo que fuese lo que estaba haciendo era lo bastante malo como para apartarla de un trabajo que adoraba.

Leaphorn enarcó las cejas a modo de pregunta.

—Estaba entusiasmada con ese empleo. Trabajó durante meses para dar con los roedores que causaron el último brote de peste bubónica en la reserva de ustedes. Catherine siempre ha sido muy obsesiva, ya desde niña. Y desde que aceptó ese empleo en el Ministerio de Sanidad su obsesión ha sido la peste. En una de sus visitas no hizo más que hablar del tema. Sobre cómo mató a la mitad de la población de Europa en la Edad Media. Sobre cómo se propaga. Cómo están comenzando a intuir que evoluciona la bacteria. Todas esas cosas. Para ella es una cruzada personal. Casi religiosa, diría. Y creía haber dado con algunos de los roedores que la propagan. Se lo contó al tal Hammar, y supongo que así tuvo una excusa para inmiscuirse de nuevo en su vida.

La señora Vanders hizo un gesto despreciativo.

—El ser estudioso de ratones, ratas y demás roedores le proporciona una excusa, supongo. Catherine me dijo que iba a ayudarla en su trabajo de campo. Al parecer no estaba con ella cuando salió de Tuba City, pero se me ocurrió que podría haberla seguido. Creo que cazan a los roedores con trampas, o que los envenenan, o yo qué sé. Y me dijo que era un lugar de difícil acceso, de modo que igual quería que él la ayudara a transportar lo que sea que suelen utilizar. Está en el linde de la Reserva Hopi. El sitio se llama Yells Back Butte.

—Yells Back Butte —repitió Leaphorn.

—Me parece un nombre extraño —dijo la señora Vanders—. Sospecho que encierra una historia secreta.

—Probablemente —convino Leaphorn—. Creo que es el nombre que los lugareños dan a un saliente de Black Mesa, en el linde de la Reserva Hopi. ¿Y cuándo tenía previsto ir allí?

—El día siguiente al que me llamó —dijo la señora Vanders—. O sea que hará una semana el próximo viernes.

Leaphorn asintió con la cabeza, ordenando sus recuerdos. Eso caería en el 8 de julio, más o menos por las fechas en que... No. Era exactamente el mismo día en que alguien le partió la crisma al agente Benjamin Kinsman con una piedra en algún sitio muy cerca de Yells Back Butte. El mismo día. El mismo lugar. Leaphorn nunca había logrado creer en las coincidencias.

—De acuerdo, señora Vanders —dijo Leaphorn—, veré lo que puedo averiguar.

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