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n chillido que hizo que los finos cabellos del cogote de Richard se erizaran hendió la silenciosa noche. Richard, en un saco de dormir en una sencilla tienda, se levantó de un salto cuando el grito desgarró el aire. El interminable alarido hizo que le ascendiera un escalofrío por los hombros y provocó la instantánea aparición de una pátina de sudor en su frente.
Con el corazón latiendo a toda velocidad, abandonó como una exhalación la tienda al mismo tiempo que el inquietante grito resonaba por todo el campamento, como si intentase llegar a cada rincón de la oscuridad para dejar patente su horror.
Fuera de la tienda, que estaba separada de las demás porque la habían añadido, Richard vio a hombres de pie en la oscuridad, con los ojos abiertos de par en par. A cierta distancia, el general Meiffert observaba atentamente la noche junto con el resto de ellos.
Richard vio que era un falso amanecer, como la mañana en que Kahlan había desaparecido. La mujer que amaba, la mujer que todos los demás habían olvidado y no tenían interés por recordar. Si ella había chillado, nadie la había oído.
Y entonces, al apagarse el grito, el mundo se tornó más negro que el mismo azabache. Fue como verse sumergido en la impenetrable negrura de la nada del mundo de los muertos, sin esperanza y perdido para siempre. Richard se estremeció cuando su carne notó como si algo que no pertenecía allí tocase el mundo de los vivos.
Con la misma rapidez con que había acudido, la oscuridad desapareció. Los hombres se miraron entre ellos, sin que nadie hablase.
A Richard se le pasó por la cabeza que la víbora ahora tenía sólo tres cabezas.
—El Custodio se ha llevado a uno de los suyos —explicó a los rostros interrogantes que se habían girado hacia él—. Alegraos de que alguien tan malvado ya no esté entre los vivos. Ojalá todas esas personas encuentren la muerte que defienden.
Los hombres sonrieron y musitaron frases de acuerdo con la maldición mientras empezaban a gatear de nuevo al interior de sus tiendas para intentar aprovechar las horas de sueño que les quedaban. El general Meiffert trabó la mirada con Richard a la vez que se golpeaba el corazón con el puño, antes de desaparecer otra vez en el interior de su tienda.
En la débil luz del campamento que ahora parecía estar poblado únicamente de tiendas y carromatos, Richard divisó a Nicci, que se dirigía directa hacia él. Había algo profundamente perturbador en el semblante de la hechicera. Quizá era porque acababa de dar rienda suelta a una cólera que él dudaba que nadie que no fuese él mismo podría comprender.
Con los mechones rubios ondeando al viento, le recordó a un ave rapaz descendiendo sobre él surgiendo de la noche, toda músculos tensos y zarpas. Cuando vio las lágrimas que le corrían por la cara, los dientes apretados, la furia y el dolor, su poderosa amenaza y frágil impotencia, los ojos llenos de más de lo que él podía captar, retrocedió al interior de la tienda, atrayéndola dentro, fuera de la vista del campamento.
Ella penetró como una exhalación en la tienda, directa hacia él, como una tormenta estallando sobre un promontorio. Él retrocedió todo lo que pudo, sin tener la menor idea de qué sucedía o qué pensaba hacer ella.
Con un sollozo de una desolación tan descarnada que casi le hizo lanzar un grito igual, ella cayó al suelo a sus pies, rodeándole las piernas con los brazos. Aferraba algo en una mano. Richard advirtió que era el vestido blanco de Madre Confesora de Kahlan.
—¡Oh, Richard, lo siento tanto! —gimió ella entre sollozos desgarradores—. Lamento tanto lo que te he hecho… Lo lamento tanto… Lo lamento tanto… —siguió farfullando una y otra vez.
Él alargó la mano y le tocó el hombro.
—Nicci, ¿qué sucede?
—¡Lo lamento tanto! —exclamó ella a la vez que le aferraba las piernas como si fuese la condenada suplicando por su vida al rey—. ¡Oh, queridos espíritus, lamento tanto lo que te he hecho!
Él se dejó caer al suelo y retiró los brazos de sus piernas.
—Nicci, ¿qué sucede?
Los desgarradores sollozos le estremecían los hombros. Alzó los ojos hacia él mientras la levantaba, sujetándola por los brazos. Estaba flácida como un muerto.
—¡Oh, Richard, lo siento tanto! Jamás te creí. Siento tanto no haberte creído… Debería haberte ayudado en lugar de combatirte a cada paso. Lo siento muchísimo…
Raras veces había visto él a alguien presa de tan profunda aflicción.
—Nicci…
—Por favor —sollozó ella—. Por favor, Richard, ponle fin ya.
—¿Qué?
—No quiero seguir viviendo. Duele demasiado. Por favor, usa tu cuchillo y ponle fin. Por favor. Lo siento tanto… He hecho algo peor que simplemente no creerte. He sido quien te ha detenido a cada momento.
Colgaba como una muñeca de trapo de las manos que él tenía bajo sus brazos y lloraba presa de una aflicción y sentimiento de derrota totales.
—Lamento tantísimo no haberte creído… Tenías razón sobre todo y muchísimo más. Lo siento tanto… Todo ha terminado ahora y es culpa mía. Lo siento. Debería haberte creído.
Empezó casi a escurrirse de sus manos. Sentado en el suelo, frente a ella, la tomó en sus brazos, de un modo muy parecido a como había hecho con Jillian.
—Nicci, tú fuiste la única que me impulsó a seguir adelante cuando estaba listo para rendirme. Fuiste la única que me hizo pelear.
Los brazos de Nicci se alzaron para rodearle el cuello cuando él la apretó contra su cuerpo. La hechicera ardía por la fiebre que le producía la angustia.
Sollozó y siguió farfullando lo mucho que lo lamentaba, que debería haberle creído, que ahora era demasiado tarde, que deseaba poner fin al dolor y morir…
Richard le sostuvo la cabeza contra su hombro mientras le susurraba que todo se arreglaría, le susurraba palabras de consuelo, la acunaba y la tranquilizaba sin decir nada de importancia pero dándole su empatía.
Recordó, entonces, el primer encuentro con Kahlan y que habían pasado aquella primera noche en un pino refugio. A ella casi la habían arrastrado de vuelta al inframundo y él la había sacado en el último instante. Kahlan había llorado del mismo modo, en abyecto terror y aflicción, pero más que eso, por la sensación de liberación de tener a alguien abrazándola.
Kahlan no había tenido nunca a nadie que la abrazase cuando lloraba.
Ahora sabía que Nicci tampoco.
Mientras la mantenía entre sus brazos, dándole el consuelo que tanto necesitaba, ella se fue agotando hasta que, sintiéndose segura como quizá no se había sentido nunca antes, se quedó dormida. Significaba un placer tal ser capaz de proporcionarle aquel raro refugio que él lloró en silencio mientras la sostenía y ella dormía, segura, en sus brazos.
Sin duda él se durmió unos breves instantes porque cuando abrió los ojos una luz pálida penetraba a través de las paredes de la tienda. Al alzar la cabeza, Nicci se removió, como una criatura acurrucándose más y no deseando despertar jamás.
Pero lo hizo, de un modo bastante repentino, cuando advirtió dónde estaba.
Lo miró a los ojos, azules y cansados.
—Richard… —susurró en lo que él supo que sería una nueva retahíla de excusas y lamentos.
Presionó las yemas de los dedos contra sus labios, interrumpiendo lo que iba a decir.
—Tenemos muchísimas cosas de las que ocuparnos. Dime lo que averiguaste para que podamos ponernos a ello.
Ella le puso el vestido blanco en las manos.
—Tenías razón sobre casi todo, incluso aunque no supieses el mecanismo. La hermana Ulicia y su pequeña banda querían permanecer libres del Caminante de los Sueños, tal como dijiste. Resolvieron, puesto que valoras la vida, darte la inmortalidad. Cualquier otra cosa que hiciesen, sin importar lo destructivo que fuera, lo consideraban algo de una importancia secundaria, y esto les daba libertad para continuar con sus intentos de liberar al Custodio.
Los ojos de Richard se abrieron aún más a medida que escuchaba.
—Encontraron el hechizo Cadena de Fuego y lo usaron para hacer que todo el mundo olvidara a Kahlan, de modo que pudieran robar las cajas del Destino. Tu padre, en el inframundo, hizo saber al Custodio que tú has memorizado el libro que necesitan. Saben que necesitan a una Confesora para obtener la verdad. Kahlan les sirve para lograr ambas cosas, robar las cajas, y ayudarlas a obtener la verdad sobre el libro que tú conoces.
»Cadena de Fuego, no el gusano de la profecía, es también responsable de lo que le está sucediendo a la profecía.
»Las Hermanas tienen dos de las cajas del Destino y las pusieron en funcionamiento. Han emprendido esa fase de su plan por dos motivos: porque quieren usar las cajas del Destino para hacer entrar al Custodio en el mundo de la vida, y porque las cajas del Destino se crearon como una contramedida al poder que se puede engendrar con la Cadena de Fuego.
Richard pestañeó.
—¿Qué quieres decir con que sólo tienen dos cajas? Pensaba que usaron a Kahlan para robar las tres. Las tres estaban en el Jardín de la Vida.
—Kahlan sacó una caja. Se la dieron a Tovi y le dijeron se pusiera en marcha mientras enviaban a Kahlan de vuelta a por las otras dos…
—¿La enviaban de vuelta? —Richard frunció el entrecejo—. ¿Qué no estás contando?
Nicci se pasó la lengua por los labios, pero no apartó los ojos de los de él.
—El motivo del grito de Tovi.
Richard sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Se le hizo un nudo en la garganta.
Nicci le posó una mano en el corazón.
—La traeremos de vuelta, Richard.
Él apretó los dientes y asintió.
—¿Así pues, que sucedió?
—El nuevo Buscador cogió desprevenida a Tovi, le clavó la espada, y robó la caja del Destino.
Richard alzó la vista.
—Samuel… La Espada de la Verdad fue una contramedida… Cuando le entregué la espada, debió de darse cuenta de la verdad sobre Kahlan. —Recorrió con la mirada el interior de la tienda mientras intentaba pensar—. Tenemos que estudiar esto detenidamente. Reunir toda la información que podamos y adelantarnos a ellas, en lugar de ir siempre por detrás.
—Te ayudaré, Richard. Cualquier cosa que quieras, la haré. Te ayudaré a recuperarla. Su lugar está contigo. Lo sé ahora.
Él asintió, dando gracias porque la hechicera hubiese recuperado su férrea decisión.
—Creo que lo mejor será que aclaremos unas cuantas cosas y luego obtengamos algo de ayuda experta.
Ella le dedicó una sonrisa socarrona.
—Ése es el Buscador que conozco.
Fuera de la tienda, los hombres habían empezado a reunirse, todos deseando ver al lord Rahl.
De la multitud surgió Verna.
—¡Richard! ¡Demos gracias al Creador… nuestras oraciones han recibido respuesta! —Lo rodeó con los brazos—. Richard, ¿cómo estás?
—¿Dónde has estado?
—Atendiendo a unos heridos. Exploradores, que tropezaron con unos cuantos enemigos. El general Meiffert me envió un mensaje para que regresara de inmediato.
—¿Y los hombres?
—Perfectamente —dijo ella con una sonrisa—. Ahora que finalmente estás con nosotros para la batalla final.
Él le tomó las manos.
—Verna, ya sabes que has tenido muchas dificultades conmigo en el pasado.
Ella sonrió ampliamente a la vez que asentía para indicar que era cierto. Pero cuando vio que él no sonreía, la sonrisa desapareció.
—Ésta va a ser una de esas veces —le dijo él—. Vas a tener que creer en mí y en lo que digo, o más vale que nos rindamos a la Orden ahora mismo.
Richard le soltó la mano y se encaramó a un cajón para que pudiesen oírle mejor. Advirtió que lo rodeaba un mar de hombres.
Cara y el general Meiffert estaban cerca de la parte delantera.
—Lord Rahl, ¿vais a liderarnos? —preguntó él.
—¡No! —dijo él bien alto en el quieto aire del amanecer.
Murmullos preocupados se extendieron entre los hombres. Richard alzó los brazos.
—¡Escuchadme! —Los hombres callaron—. No tengo mucho tiempo. No dispongo de tiempo para explicar las cosas como desearía poder hacer. Os daré los hechos y os dejaré decidir.
»Se ha conseguido retrasar un poco el avance del ejército de la Orden Imperial en el sur. —Alzó las manos para sofocar los vítores—. No tengo mucho tiempo. Escuchad.
»Vosotros sois el acero contra el acero. Yo soy la magia contra la magia. Ahora debo elegir una de esas dos cosas para la batalla que se avecina.
»Si me quedo aquí y os lidero, lucho con vosotros, no vamos a tener muchas posibilidades. Las fuerzas enemigas son enormes. No necesito deciros eso a ninguno de vosotros. Si me quedo y os ayudo a combatirlas, la mayoría de nosotros morirá.
—Puedo deciros directamente —dijo el general Meiffert— que no me gusta esa perspectiva.
La mayoría de los hombres estuvo de acuerdo en que el negro cuadro que acababa de pintar no los entusiasmaba.
—¿Cuál es la alternativa? —preguntó a voces un hombre situado a poca distancia.
—La alternativa es que os deje a vosotros hacer vuestro trabajo y usar las armas para impedir que la Orden Imperial haga de las suyas por nuestras tierras.
»Entretanto, me comprometo a llevar a cabo mi trabajo de ser la magia contra la magia. Haré lo que sólo yo puedo hacer y trabajaré para hallar un modo de derrotar al enemigo sin que ninguno de vosotros tenga que perder la vida combatiendo contra él. Quiero hallar un modo, con mi poder, de desterrarlos o destruirlos antes de que tengamos que luchar contra ellos.
»No puedo garantizar que tendré éxito. Si fracaso, moriré en el intento y vosotros tendréis que enfrentaros al enemigo.
—¿Creéis que podéis detenerles con alguna clase de magia? —preguntó otro hombre.
Nicci saltó arriba junto a él.
—Lord Rahl ya ha puesto a habitantes del Viejo Mundo en contra de las fuerzas de Jagang. Hemos librado batallas en su propia tierra natal con la esperanza de quitarle el apoyo de su gente.
»Si insistís en mantener a lord Rahl aquí, con vosotros, estáis desperdiciando su excepcional talento, y podríais morir. Os pido, como alguien que pelea a su lado, que le dejéis ser el lord Rahl, que le dejéis hacer lo que debe, mientras vosotros hacéis lo que debéis.
—Yo no podría haberlo dicho mejor —les dijo Richard—. Ahí está, pues. Ésa es la elección que os ofrezco.
Inesperadamente, los hombres empezaron a caer de rodillas. En todas direcciones se alzaron nubes de polvo a medida que los hombres arrastraban los pies para hacer espacio y se arrodillaban.
Con una sola voz, el cántico empezó:
—Amo Rahl, guíanos. Amo Rahl, enséñanos. Amo Rahl, protégenos. Tu luz nos da vida. Tu misericordia nos ampara. Tu sabiduría nos hace humildes. Vivimos sólo para servirte. Tuyas son nuestras vidas.
Richard mantuvo la mirada puesta por encima del mar de hombres mientras el sol se abría paso en el horizonte. La oración se repitió una segunda vez, y luego una tercera, como era tradicional en el campo de batalla. Una vez finalizada, los hombres empezaron a incorporarse.
—Supongo que ésa es vuestra respuesta, lord Rahl —dijo el general Meiffert—. Id a por esos bastardos.
Los hombres expresaron su acuerdo entre aclamaciones.
Richard saltó al suelo y tomó la mano de Nicci para ayudarla a bajar. Ella hizo caso omiso de la mano y saltó por sí sola. Richard miró a Cara.
—Bueno, tengo que irme. Tenemos prisa. Cara, quiero que sepas que me parecerá perfecto si quieres quedarte con… el ejército.
Una expresión sombría se adueñó del rostro de Cara a la vez que ésta cruzaba los brazos.
—¿Estáis loco? —Miró al general—. Te lo dije, este hombre está loco. ¿Ves lo que tengo que soportar?
El general Meiffert asintió con expresión seria.
—No sé cómo lo haces, Cara…
—Adiestramiento —respondió ella, y le pasó las yemas de los dedos por la mejilla, sonriéndole como Richard no la había visto hacerlo nunca antes—. Cuídate, general.
—Sí, señora. —Sonrió a Nicci antes de hacer una inclinación de cabeza—. Tal y como ordenasteis, ama Nicci.
La mente de Richard estaba ya en otra parte.
—Vamos. Pongámonos en marcha.