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iguieron lo que pareció una ruta serpenteante, errabunda y enrevesada a través del Palacio del Pueblo, no porque estuviesen perdidas o porque se tomaran su tiempo y eligieran rutas al azar cuando llegaban a intersecciones de pasillos, sino porque no existía una ruta en línea recta.

La compleja y confusa travesía a través del laberinto era necesaria porque el lugar no había sido construido pensando en facilitar los movimientos a través del palacio, sino siguiendo la forma de un hechizo de poder que se había dibujado sobre la superficie del terreno. A Verna le resultaba asombroso pensar que ella se encontraba dentro de los elementos que conformaban ese hechizo. Eso ofrecía una perspectiva totalmente nueva de la conjuración de magia, y a una escala impresionante. Puesto que el hechizo de poder para la Casa de Rahl seguía activo, comprendió que la configuración de los cimientos probablemente la habrían tenido que dibujar con sangre… sangre del lord Rahl.

Mientras recorrían amplios corredores, Verna no podía sobreponerse a su asombro ante la absoluta belleza del lugar, por no mencionar el tamaño. Había visto lugares espléndidos en el pasado, pero la magnitud del Palacio del Pueblo resultaba pasmosa.

El palacio, situado en lo alto de la inmensa meseta, era únicamente una parte del vasto complejo. El interior de la meseta era un laberinto de miles de habitaciones y pasillos, y había innumerables escaleras que tomaban distintas rutas a través de las estancias del interior. Una gran cantidad de personas vendían mercancías y servicios en los confines más inferiores de la meseta; y era precisa una larga y agotadora ascensión de interminables tramos de escalera para alcanzar el sofisticado palacio de la cima, así que muchos de los visitantes que acudían a comerciar llevaban a cabo sus transacciones en aquellas zonas inferiores, sin dedicar nunca tiempo a visitar el palacio propiamente dicho; y muchas más personas efectuaban transacciones en los mercados al aire libre que rodeaban la base de la meseta.

Había una única calzada sinuosa, interrumpida por un puente levadizo, a lo largo de la parte exterior de la meseta; pero incluso aunque ésta no estuviese fuertemente defendida, resultaría virtualmente imposible atacar el palacio por ahí. El interior de la meseta ofrecía más modos de ascender —incluso había rampas que usaban los jinetes—, pero había miles de soldados custodiando los pasillos interiores, y, de ser necesario, existían puertas colosales que podían cerrarse, aislando la meseta y el palacio.

Estatuas de piedra negra a ambos lados de un amplio vestíbulo de mármol blanco contemplaron a Verna y a Berdine mientras éstas lo recorrían. La luz de las antorchas se reflejaba con un brillo trémulo en la pulida piedra negra de los imponentes centinelas, haciendo que casi parecieran tener vida. El contraste entre las estatuas negras y el mármol blanco añadía una sensación de desasosiego al lugar.

La mayoría de los huecos de escalera por los que ascendían eran muy grandes, algunos con balaustradas de pulido mármol blanco de una anchura de más de un brazo. Verna encontraba asombrosa la variedad de tipos de piedra que había dentro del palacio; parecía como si cada estancia, cada pasillo, cada hueco de escalera, tuviese su propia combinación de colores. Unas cuantas de las zonas más funcionales por las que Berdine la condujo a Verna estaban construidas con anodina piedra caliza, mientras que las zonas públicas más importantes estaban construidas con colores asombrosamente intensos en dibujos contrastados que proporcionaban una exaltarte sensación de vida al espacio. Algunos de los corredores que servían como atajos para los funcionarios estaban revestidos con paneles de maderas intensamente pulidas, iluminados por lámparas reflectoras de plata que añadían una luz cálida.

Si bien algunos de aquellos corredores eran relativamente pequeños, los principales se elevaban varios pisos. Algunos de los de mayor tamaño —los principales— estaban iluminados desde lo alto por ventanas practicadas en el techo que dejaban que la luz penetrase a raudales. Hileras de columnas altísimas a cada lado se alzaban hasta el techo. Terrazas, entre aquellas columnas acanaladas, ofrecían vistas de las personas que pasaban por debajo, y en varios lugares había pasarelas que cruzaban sobre la cabeza de Verna. En un lugar, vio dos niveles de pasarelas, uno por encima del otro.

En ocasiones tenían que ascender a algunos de aquellos niveles más altos, cruzar pasarelas y luego descender otra vez a un ramal distinto de corredores, sólo para encontrarse con que tenían que volver a subir en otro lugar. No obstante los ascensos y descensos, mantenían una ruta continua ascendente hacia la parte central del palacio.

—Por aquí —dijo Berdine al llegar ante un par de puertas de caoba.

Las puertas eran el doble de altas que Verna. Talladas en la superficie de la gruesa caoba había un par de serpientes, una en cada puerta, con las colas enroscadas en ramas. Sus cabezas quedaban a la altura de los ojos, y sobresalían colmillos de sus fauces abiertas, como si la pareja de ofidios estuviese a punto de atacar. Los pomos, no mucho más abajo que las cabezas de las serpientes, eran de bronce, con una pátina que indicaba su edad. Esos pomos eran calaveras de tamaño natural que sonreían burlonas.

—Encantador —rezongó Verna.

—Son una advertencia —dijo Berdine—. Esto tiene por intención que la gente se mantenga alejada.

—¿No podrían limitarse a pintar «prohibido el paso» en la puerta?

—No todo el mundo sabe leer. —Berdine enarcó una ceja—. Y no todo el mundo que sabe leer lo admitiría si lo atrapasen abriendo la puerta. Esto les niega toda excusa para franquear el umbral.

Por el escalofrío que le produjo la visión de las puertas, Verna pudo imaginar que casi todo el mundo se mantendría apartado de ellas. Berdine utilizó todas sus energías para abrir la pesada puerta de la derecha.

Dentro de una acogedora habitación alfombrada, revestida con paneles de la misma caoba que las puertas, cuatro soldados fornidos montaban guardia. Parecían más temibles que las calaveras de bronce.

El soldado situado más cerca les salió al paso con tranquilidad.

—Esta zona está restringida.

Berdine, frunciendo el entrecejo con expresión sombría, rodeó al hombre.

—Estupendo. Ocúpate de que siga así.

Recordando muy bien que su poder era prácticamente inútil en el palacio, Verna permaneció pegada a los talones de Berdine. El soldado, al parecer no muy ansioso de agarrar a la mord-sith, hizo sonar un silbato que emitió un fino sonido agudo, seguramente destinado a otros guardias. Los dos soldados situados más atrás, no obstante, avanzaron juntos para cerrarles el paso.

Uno de los dos alzó una mano, aunque educadamente, ordenándoles que se detuvieran.

—Lo siento, ama, pero como él dijo y como deberíais saber bien, ésta es una zona restringida.

Berdine posó una mano en una cadera. Cogió el agiel y la mujer hizo gestos con él mientras hablaba.

—Puesto que ambos servimos a la misma causa, no te mataré aquí mismo. Da gracias de que no lleve mi traje de cuero rojo hoy, o podría dedicar algún tiempo a enseñarte modales. Como deberías saber bien, las mord-sith son guardaespaldas personales del mismísimo lord Rahl y tenemos libre acceso a cualquier parte a la que decidamos ir.

El hombre asintió.

—Soy muy consciente de eso. Pero no os he visto por el palacio desde hace algún tiempo…

—He estado con lord Rahl.

El hombre carraspeó.

—Sea como sea, desde que habéis estado fuera, el comandante general ha endurecido las medidas de seguridad en esta zona.

—Estupendo. A decir verdad, estoy aquí para ver al comandante general, Trimack, precisamente para tratar de ese tema.

El hombre inclinó la cabeza.

—Muy bien, ama. Al final de la escalera. Alguien se ocupará de complacer vuestros deseos.

Cuando los dos guardias se separaron, Berdine lanzó una sonrisa hipócrita y pasó majestuosa entre ellos, con Verna a remolque.

Atravesando gruesas alfombras doradas y azules, llegaron a una escalera construida en un mármol leonado entretejido de venas color óxido. Verna no había visto nunca una piedra que se le pareciese. Era impresionantemente hermosa, con pulidos balaustres en forma de jarrón y un pasamanos ancho que tenía un tacto suave y fresco bajo sus dedos.

Cambiando de dirección en un amplio rellano, distinguió en lo alto de la escalera lo que parecía ser todo un ejército esperándolas. Berdine no podría superarles con facilidad.

—¿Qué crees que hacen todos esos soldados ahí? —preguntó Verna.

—Ahí arriba y luego siguiendo por un corredor —respondió Berdine en voz baja—, está el Jardín de la Vida. Hemos tenido problemas allí en el pasado.

Ésa era precisamente la razón de que Verna quisiera comprobar cómo estaban las cosas. Pudo oír que se transmitían órdenes y el tintineo de metal de hombres que acudían corriendo.

Fueron recibidas en lo alto de la escalera por docenas de guardias, muchos con las armas desenvainadas. Verna reparó en que había muchos de aquellos hombres que llevaban guantes negros y sujetaban ballestas. Y en esta ocasión, sus ballestas estaban montadas y cargadas con las flechas de plumas rojas.

—¿Quién está al mando aquí? —exigió Berdine a todos los jóvenes rostros que la miraban fijamente.

—Yo —respondió con voz sonora un hombre más maduro a la vez que se abría paso entre el apretado círculo de soldados.

El recién llegado tenía unos penetrantes ojos azules, pero fueron las lívidas cicatrices de la mejilla y mandíbula lo que llamó la atención de Verna.

El rostro de Berdine se iluminó al ver al hombre.

—¡General Trimack!

Los hombres le dejaron paso a medida que avanzaba hasta colocarse en primera fila. El militar evaluó lentamente a Verna antes de dirigir su atención a Berdine. A Verna le pareció detectar una levísima sonrisa.

—Bienvenida de vuelta, ama Berdine. No os había visto desde hace bastante tiempo.

—Parece una eternidad. Es bueno estar en casa. —Alzó una mano para presentar a Verna—. Esta es Verna Sauventreen, la Prelada de las Hermanas de la Luz. Es amiga personal de lord Rahl y está a cargo de los que poseen el don y que acompañan a las fuerzas d’haranianas.

El hombre inclinó la cabeza pero mantuvo la cautelosa mirada puesta en ella.

—Prelada.

—Verna, éste es el comandante general Trimack de la Primera Fila del Palacio del Pueblo del D’Hara.

—¿Primera Fila?

—Cuando él está en su palacio, nosotros somos el círculo de acero alrededor del mismísimo lord Rahl. Peleamos como un solo hombre antes de que sufra el menor daño. —Los ojos del oficial se movieron entre ambas—. Debido a la gran distancia, sólo podemos percibir que lord Rahl está en alguna parte muy lejos en el oeste. ¿Sabríais por casualidad dónde está lord Rahl, exactamente? ¿Alguna idea de cuándo volverá a estar con nosotros?

—Hay varias personas que quieren conocer la respuesta a esa pregunta, general Trimack —dijo Verna—. Me temo que tendréis que colocaros al final de una cola muy larga.

El hombre pareció decepcionado.

—¿Qué hay de la guerra? ¿Tenéis noticias?

Verna asintió.

—La Orden Imperial ha dividido sus fuerzas.

Los soldados se dirigieron miradas de complicidad, y el rostro de Trimack se endureció de preocupación mientras esperaba que ella entrara en detalles.

—La Orden dejó una parte considerable de su ejército en el otro lado de las montañas, arriba, cerca de Aydindril, en la Tierra Central, así que tuvimos que dejar hombres en este lado de las montañas para custodiar los pasos, de modo que el enemigo no pueda pasar al otro lado y penetrar en D’Hara. Un gran contingente de las mejores tropas de la Orden vuelve a bajar en estos momentos por la Tierra Central. Creemos que su plan es conducir al grueso principal de su fuerza abajo, rodeando el lado más alejado de las montañas y luego, finalmente, volver a girar y ascender para atacar D’Hara desde el sur. Estamos conduciendo a nuestro ejército principal al sur para ir al encuentro del enemigo.

Ninguno de los hombres dijo una palabra. Permanecieron mudos, sin mostrar ninguna reacción a lo que probablemente eran las noticias más aciagas a las que se habían enfrentado en sus jóvenes vidas. Sin lugar a dudas eran hombres de acero.

El general se pasó una mano por el rostro, como si toda la preocupación de sus hombres se concentrara en él.

—Así que vuestro ejército que marcha al sur está cerca del palacio.

—No, todavía están a cierta distancia, en el norte. Los ejércitos no se mueven con rapidez a menos que sea necesario. Puesto que no tenemos ni con mucho tanta distancia que cubrir como la Orden, y Jagang mueve a sus tropas a un ritmo lento, consideramos que sería mejor mantener descansados a nuestros hombres antes que agotarlos en una larga carrera al sur. Berdine y yo nos adelantamos porque era urgente que yo examinase algunos de los libros que hay aquí… sobre cuestiones relacionadas con la magia. Y una vez aquí pensé que debería comprobar cómo están las cosas en el Jardín de la Vida, para asegurarme de que todo está a salvo.

El hombre tomó aire mientras hacía tamborilear los dedos sobre el cinto de sus armas.

—Me gustaría ayudaros, Prelada, pero tengo órdenes de tres magos de mantener a todo el mundo fuera de allí. Fueron de lo más explícitos: a nadie, ni siquiera al personal de jardinería, debe permitírsele entrar ahí.

La frente de Verna se frunció.

—¿Qué tres magos?

—El Primer Mago Zorander, luego lord Rahl en persona, y por último el mago Nathan Rahl.

Nathan. Debería de haber sabido que él intentaría darse importancia en el palacio, sin duda representando con teatralidad el papel de ser un antepasado de Richard. Verna se preguntó con qué más habría estado enredando aquel hombre mientras estaba en el Palacio del Pueblo.

—Comandante general, soy una Hermana, y Prelada de las Hermanas de la Luz. Peleo en el mismo bando que vos.

—Hermana —repuso él con una acusadora mirada de soslayo propia de un alto oficial del ejército—. Ya nos vino a visitar una Hermana en el pasado. Hace un par de años. ¿Recordáis, chicos? —Paseó una veloz mirada por los rostros sombríos de los soldados antes de volver a mirar a Verna—. Tenía cabellos castaños, ondulados hasta los hombros, más o menos de vuestra estatura, Prelada. Le faltaba el dedo meñique de la mano derecha. ¿Quizá la recordáis? Era una de vuestras Hermanas, creo.

—Odette —confirmó Verna, asintiendo con la cabeza—. Lord Rahl me contó el problema que tuvisteis con ella. Era una Hermana caída, se podría decir.

—En realidad no me importa de qué lado de la gracia del Creador estaba el día en que nos visitó. Únicamente sé que mató a casi trescientos hombres para conseguir entrar en el Jardín de la Vida. ¡Trescientos! Mató a casi cien más para conseguir volver a salir. ¡No pudimos hacer nada contra ella! —A medida que su rostro enrojecía, las cicatrices resaltaron aún más—. ¿Sabéis lo que es ver morir a hombres y no poder hacer ni una maldita cosa al respecto? ¿Sabéis lo que es no sólo ser responsable de sus vidas sino saber que tú deber es mantenerla fuera de allí…?, ¡y no ser capaz de hacer nada para detenerla!

Verna apartó la mirada de los decididos ojos azules del hombre.

—Lo lamento, general. Pero ella peleaba contra lord Rahl. Yo no. Yo estoy de vuestro lado. Lucho para detener a los que son como ella.

—Eso podría ser totalmente cierto, pero mis órdenes tanto por parte de Zedd como de lord Rahl en persona, después de que matase a aquella mujer detestable, son que no se permita a nadie más la entrada allí. Nadie. Si fueseis mi propia madre no podría permitiros entrar.

Algo no tenía sentido para ella.

Verna ladeó la cabeza.

—Si la hermana Odette consiguió entrar allí, y vos y vuestros hombres no pudisteis detenerla —enarcó una ceja—, entonces ¿qué os hace pensar que podéis detenerme?

—No me gustaría llegar a eso pero, de ser necesario, esta vez tenemos los medios para cumplir nuestras órdenes. Ya no estamos indefensos. Verna frunció el entrecejo.

—¿A qué os referís?

El comandante general Trimack extrajo un guante negro de su cinturón y se lo puso. Flexionó los dedos para ajustarse el guante. Con el pulgar y el índice de la mano enguantada, alzó con cuidado una flecha de plumas rojas del soporte de seis que había en una aljaba colgada del cinto de un soldado que tenía al lado. El soldado tenía ya una de las saetas colocada en su ballesta, lo que dejaba sólo cuatro en el soporte especial de la aljaba.

Sujetando la saeta por el extremo que se ajustaba a la ballesta, el general Trimack alzó la punta de afilado acero ante el rostro de Verna de modo que ésta pudiese verla de cerca.

—Esto está guarnecido de algo más que acero. Está recubierto con el poder para acabar con los que poseen magia.

—Sigo sin saber de lo que habláis.

—Está recubierta con una magia capaz de penetrar cualquier escudo que los que poseen el don puedan levantar.

Verna alargó el brazo y con un dedo tocó con cuidado la parte posterior del astil. Un fuerte dolor le recorrió la mano y la muñeca antes de que retirara violentamente el brazo. A pesar de que su don se veía reducido en el palacio, no tuvo problemas para detectar la poderosa aura que despedía la telaraña mágica que se había tejido alrededor de la mortífera punta. Era sin lugar a dudas un arma poderosa. Incluso con todos sus poderes, los poseedores del don tendrían realmente problemas si se encontraban con una de aquellas flechas yendo hacia ellos.

—Si tenéis estas flechas, ¿por qué no pudisteis detener a la hermana Odette?

—No las teníamos entonces.

La expresión de pocos amigos de Verna se ensombreció más.

—Y… ¿cuándo las conseguisteis?

El general sonrió con la satisfacción de un hombre que sabía que no volvería a estar indefenso contra un enemigo poseedor del don.

—Cuando el mago Rahl estuvo aquí me preguntó sobre nuestras defensas. Le hablé del ataque llevado a cabo por la hechicera y cómo estuvimos indefensos ante su poder. Registró el palacio y encontró estas armas. Al parecer estaban en algún lugar seguro del que sólo un mago podía recuperarlas. Es él quien suministró a mis hombres las flechas y las ballestas con las que dispararlas.

—Todo un gesto por parte del mago Rahl.

—Sí, lo fue.

El general volvió a colocar con cuidado la saeta en el un soporte especial de la aljaba. Verna comprendió, entonces, por qué era eso necesario. No había forma de saber lo antiguas que esas armas eran, pero Verna sospechó que eran reliquias procedentes de la gran guerra.

—El mago Rahl nos dio instrucciones sobre cómo manejar armas tan peligrosas. —El oficial alzó la mano y movió los dedos enguantados—. Nos dijo que siempre debemos llevar puestos estos guantes especiales para manejar las flechas.

Se quitó el guante y lo guardó. Verna entrelazó las manos ante sí e inspiró profundamente. Y sopesó cómo formular lo que quería decir.

—General, conozco a Nathan Rahl desde mucho antes de que naciese vuestra abuela. No siempre es franco respecto a los peligros involucrados en las cosas que hace. Si yo fuese vos, manejaría esas armas con el mayor cuidado, y trataría cualquier cosa que os contase sobre ellas, como una cuestión de vida o muerte.

—¿Estáis sugiriendo que es imprudente?

—No, no deliberadamente, pero a menudo acostumbra a quitar importancia a cuestiones que encuentra… poco convenientes. Además de eso, es muy anciano y posee un gran talento, así que en ocasiones es fácil para él olvidar lo mucho que sabe sobre algunos objetos muy arcanos. Podríais decir que es un anciano que olvida decir a las visitas que su perro muerde.

Los soldados del vestíbulo intercambiaron miradas. Algunos apartaron la mano de las aljabas de sus cintos.

El general Trimack rodeó con la mano la empuñadura de la espada.

—Si bien me tomo muy en serio vuestra advertencia, Prelada, espero que comprenderéis que también me tomo muy en serio las vidas de los cientos de mis hombres que murieron la última vez que una Hermana apareció por aquí y nos encontramos indefensos ante su magia. Tomo en serio las vidas de estos hombres que hay aquí. No quiero que ninguna cosa parecida vuelva a suceder.

Verna se humedeció los labios y se recordó que el oficial sólo hacía su trabajo. Por hallarse en el palacio, sentía una empatía incómoda con los sentimientos de impotencia que había tenido el oficial.

—Comprendo, general Trimack. —Se alisó una onda de pelo—. También yo sé lo que es la pesada carga de la responsabilidad por las vidas de otros. Desde luego que las vidas de vuestros hombres son valiosas y cualquier cosa que impida que el enemigo acabe con esas vidas vale la pena. Por eso os aconsejo que seáis cuidadosos con armas que están forjadas con magia. Tales cosas no acostumbran a estar pensadas para su uso sin supervisión por parte de aquellos que carecen del don.

El hombre asintió.

—Tomamos vuestra advertencia muy en serio.

—Estupendo, entonces debéis saber también que lo que hay dentro del jardín es sumamente peligroso. Es un peligro para todos nosotros. Iría en interés de todos nosotros si, mientras estoy aquí, simplemente me aseguro de que está a salvo.

—Prelada, comprendo vuestra preocupación, pero debéis comprender que mis órdenes no me permiten hacer excepciones. Simplemente no puedo permitiros que entréis ahí basándome en vuestra palabra de quién decís que sois, o que vuestra intención es tan sólo ayudarnos. ¿Y si fueseis una espía? ¿Una traidora? ¿El Custodio mismo encarnado? Por muy aspecto de mujer sincera que tengáis, no llegué al rango de comandante general dejando que mujeres atractivas me convenciesen de ciertas cosas.

A Verna la sobresaltó momentáneamente verse llamada una «mujer atractiva».

—Pero puedo aseguraros personalmente que nadie… nadie en absoluto… ha estado ahí dentro desde la última vez que lord Rahl en persona entró. Ni siquiera Nathan Rahl. Todo en el Jardín de la Vida permanece intacto.

—Lo comprendo, general.

Pasaría mucho tiempo antes de que ella consiguiese regresar al palacio, y no había modo de saber dónde estaba Richard o cuándo regresaría. Se frotó la frente mientras consideraba el dilema.

—Os propongo una cosa, me limitaré a permanecer en el umbral del Jardín de la Vida, y miraré al interior para asegurarme de que las tres cajas que se guardan allí dentro están seguras. Podéis incluso tener a una docena de vuestros hombres apuntándome con esas flechas letales a la espalda.

Él se mordisqueó el labio mientras reflexionaba.

—Hombres delante de vos, hombres a los lados y hombres a la espalda os tendrán bajo las puntas de sus flechas y sus dedos estarán en los gatillos. Podéis mirar por detrás de mis hombres, a través dé la entrada pero no podéis cruzar el umbral bajo pena de muerta.

Lo cierto era que Verna no precisaba tocar las cajas. A decir verdad, en realidad ni siquiera quería estar cerca de ellas. Todo lo que realmente quería era asegurarse de que no las había tocado nadie. Al mismo tiempo, no le gustaba mucho la idea de todos aquellos hombres con el dedo puesto en el disparador y listos para lanzarle una de aquellas flechas mortíferas. Después de todo, la idea de comprobar cómo estaban las cajas del Destino sólo había sido un pensamiento de última hora, estando como estaba ya en el palacio. No era el motivo de que hubiese venido al palacio. Con todo, estaba tan cerca…

—Trato hecho, general. Únicamente necesito ver que están seguras para que todos podamos dormir un poco más tranquilos.

—Estoy del todo a favor de dormir más tranquilo.

Con un grupo de soldados rodeándolas, el comandante general Trimack condujo a Berdine y a Verna por un amplio corredor de granito pulido. Columnas colocadas a intervalos contra la pared enmarcaban grandes losas de piedra como si fuesen obras de arte. Para Verna, eran testimonio de la mano del Creador, obras de arte del jardín que era el mundo de la vida. El sonido de todos los hombres avanzando junto con ellas resonaba por todo el gran pasillo mientras dejaban atrás una serie de intersecciones que eran brazos del hechizo que avanzaban hacia el Jardín de la Vida. Por fin llegaron ante un par de puertas cubiertas de tallas de colinas ondulantes y bosques, y revestidas de oro.

—Al otro lado está el Jardín de la Vida —le dijo el general en tono solemne.

Mientras los soldados la rodeaban, alzando las ballestas, el general empezó a tirar de una de las enormes puertas de oro para abrirla. Algunos de los hombres situados a los lados y detrás apuntaron con las armas a la cabeza de Verna. Los cuatro hombres que se colocaron frente a ella le apuntaron al corazón. La Prelada se sintió aliviada, al menos, al ver que los que tenía delante no le apuntaban a la cara. Consideraba que todo aquello era una estupidez, pero sabía que aquellos hombres se lo tomaban muy en serio, así que se comportó del mismo modo.

Cuando la puerta quedó totalmente abierta, Verna, marchando en fila cerrada con varios soldados, avanzó, arrastrando los pies, hasta colocarse en el umbral. Tuvo que estirar el cuello y finalmente agitar una mano para instar con suavidad a uno de los hombres a moverse un poco a un lado, de modo que pudiese disponer de una visión clara del enorme jardín.

Desde el pasillo, Verna atisbó al interior y vio que el cielo iluminaba el lugar en todo su esplendor a través de ventanas emplomadas situadas en lo alto. La dejó atónita ver que, situado justo en lo más alto, en el centro del Palacio del Pueblo, el Jardín de la Vida parecía simplemente… un jardín frondoso.

Por lo que podía ver, alrededor de la parte exterior del jardín serpenteaban unos senderos entre arriates de flores. El suelo estaba cubierto de pétalos, unos pocos todavía de vistosos rojos y amarillos pero la mayoría marchitos desde hacía mucho. Más allá de las flores crecían árboles pequeños y luego detrás de éstos había paredes de piedra cubiertas de hiedra. También había arbustos y plantas ornamentales, aunque presentaban un aspecto lamentable por falta de cuidados; muchos aparecían larguiruchos con brotes nuevos y largos; y necesitados de una buena poda, mientras que otros estaban infestados de malas hierbas. Daba la impresión de que el general Trimack había dicho la verdad sobre que no se había permitido a nadie, ni siquiera a los jardineros, la entrada en el lugar.

En el Palacio de los Profetas habían tenido un jardín interior, aunque a una escala mucho menor. Allí había existido un sistema de cañerías procedentes de barriles de recogida de agua en el techo que mantenía irrigado el jardín. Verna reconoció unas cañerías similares en un rincón, y comprendió que el agua de lluvia que se recogía en el tejado proporcionaba también un suministro constante de agua al jardín.

En el centro, había una zona de césped descuidado en forma de círculo. Ese anillo de hierba estaba interrumpido por una cuña de piedra blanca. Sobre la piedra descansaban dos pedestales cortos y acanalados que sostenían una losa de granito.

Encima del altar de granito había tres cajas, sus superficies de un negro tan intenso que casi le sorprendió que no absorbieran por completo la luz de la habitación y arrastraran al mundo entero con ella al interior de la oscuridad eterna del inframundo. La simple visión de tan siniestros objetos hizo que se le hiciera un nudo en la garganta.

Verna conocía las tres cajas bajo la denominación de «la entrada», y eran exactamente lo que ese nombre implicaba. Juntas eran una especie de paso entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos. Si aquel pasillo entre mundos quedaba anulado alguna vez, el velo se desgarraría y desaparecería el sello colocado sobre el Innombrable… el Custodio de los Muertos.

Debido a que la información había estado en libros de acceso sumamente restringido, sólo unas pocas personas en el Palacio de los Profetas conocían la entrada por su antiguo nombre, las cajas del Destino. Las tres cajas actuaban juntas, y juntas constituían la entrada. Hasta donde sabía, la entrada había estado perdida durante más de tres mil años, y todo el mundo creía que ya no existía, que se había desvanecido, que había desaparecido para siempre. Incluso se había especulado durante siglos sobre si tal entrada había existido o no en realidad.

La entrada —las cajas del Destino— sí existía, y Verna tenía dificultades para apartar los ojos de ella.

Le aceleraba el corazón ver tales cosas inmundas. Un sudor frío le empapó el vestido.

No era de extrañar que tres magos hubiesen ordenado al general no permitir la entrada de nadie en el jardín. Verna reconsideró su opinión de equipar a la Primera Fila con armas tan peligrosas.

Habían retirado la envoltura cubierta de piedras preciosas, dejando a la vista el siniestro negro de las cajas, porque Rahl el Oscuro había puesto en funcionamiento las cajas y había planeado usar su poder para reclamar el dominio sobre el mundo de los vivos. Por suerte, Richard lo había detenido.

Robar las cajas ahora, no obstante, no le serviría de nada a ningún ladrón. Se requería una información muy vasta para comprender el modo en que actuaba la magia de las cajas y cómo funcionaba la entrada. Parte de esa información estaba contenida en un libro que ya no existía, excepto en la mente de Richard. Y había formado parte del modo en que había conseguido vencer a Rahl el Oscuro.

Además de unos conocimientos vastísimos, cualquier ladrón necesitaría también poseer tanto Magia de Suma como de Resta para poder usar la entrada o reclamar el poder de las cajas para sí.

El auténtico peligro probablemente sería para los estúpidos que quisieran manejar objetos tan traicioneros.

Verna suspiró aliviada al ver las tres cajas intactas, justo donde Richard había dicho que las había dejado. Por el momento, no existía lugar más seguro para guardar magia tan peligrosa. Algún día, quizá Verna podría ayudar a hallar un modo de destruir la entrada —si tal cosa era posible—, pero por ahora estaba a salvo.

—Gracias, general Trimack. Me tranquiliza ver que todo está como debería.

—Y seguirá estando así —repuso él mientras cerraba la puerta—. Nadie va a entrar aquí excepto lord Rahl.

Verna sonrió.

—Magnífico.

Echó una ojeada al magnífico palacio que la rodeaba, a la ilusión de permanencia, paz y seguridad que emanaba. Ojalá fuese así.

—Bien, me temo que debemos ponernos en camino. Tengo que regresar con nuestras fuerzas. Diré al general Meiffert que las cosas aquí, en el palacio, están bajo control. Esperemos que lord Rahl se reúna con nosotros pronto y podamos detener a la Orden Imperial antes de que puedan llegar a este lugar. La profecía indica que si se reúne con nosotros para la batalla final, tenemos una posibilidad de aplastar a la Orden Imperial, por no decir expulsarlos de vuelta al Viejo Mundo.

El general asintió, sombrío.

—Que los buenos espíritus os acompañen, Prelada.

Con Berdine a su lado, Verna desanduvo el camino para abandonar la zona restringida y alejarse del Jardín de la Vida. Mientras volvían a descender las escaleras, se sintió aliviada por ir ya de regreso junto al ejército, incluso a pesar de estar preocupada respecto a la misión que tenían. Advirtió que desde que había llegado al palacio sentía una mayor sensación de compromiso, y una mayor sensación de conexión con lo que se había convertido en el imperio d’haraniano bajo el mando de Richard. Aún más que eso, parecía importarle más la vida.

Pero si no encontraban a Richard y conseguían que liderara sus fuerzas en la batalla a la que tendrían que hacer frente cuando se encontraran por fin con la Orden Imperial, entonces el objetivo de detener al ejército de Jagang era una misión suicida.

—¿Prelada? —dijo Berdine a la vez que empujaba la puerta con una serpiente tallada en ella para cerrarla.

Verna se detuvo y aguardó mientras la mord-sith daba un golpecito con la palma de la mano sobre el cráneo de bronce que hacía de pomo.

—¿Qué sucede, Berdine?

—Creo que debería quedarme aquí.

—¿Quedarte? —Verna trabó la mirada con la de la mord-sith—. Pero ¿por qué?

—Si Ann encuentra a lord Rahl y lo lleva junto al ejército, él te tendrá a ti y a varias otras mord-sith que están allí para protegerlo… y estará donde tú dices que es necesario que esté. Pero a lo mejor ella no lo encontrará.

—Debe hacerlo. Richard también es consciente del peso de la profecía y sabe que debe estar en la batalla final. Incluso si Ann no lo encuentra, tengo confianza en que vendrá a reunirse con nosotros.

Berdine se encogió de hombros ante la dificultad de encontrar las palabras correctas.

—Quizá. Pero quizá no. Verna, he pasado mucho tiempo con él. No piensa así. La profecía no significa tanto para él como para ti.

Verna exhaló un suspiro.

—Qué razón tienes, Berdine.

—Esto es el hogar de lord Rahl, incluso aunque nunca vivió aquí en realidad, excepto como cautivo. Aun así, hemos llegado a ser importantes para él como su pueblo, y como sus amigos. He pasado tiempo con él; sé lo mucho que le importamos y sé que es consciente de lo mucho que todos nos preocupamos por él. A lo mejor sentirá la necesidad de venir a casa.

»Si lo hace, creo que yo debería estar aquí esperándolo. Depende de mí para que lo ayude con los libros, con las traducciones… al menos, me gusta creer que así es. Hace que me sienta importante para él, en cualquier caso. No sé, simplemente pienso que debería permanecer en el palacio por si acaso viene aquí. Si lo hace, necesitará saber que intentas desesperadamente localizarle. Necesitará saber lo de la inminente batalla final.

—¿Te indica tu vínculo dónde está?

Berdine señaló al oeste.

—En algún lugar en esa dirección, pero muy lejos.

—El general dijo lo mismo. Eso sólo puede significar que Richard está de vuelta en el Nuevo Mundo. —Verna halló motivos para sonreír—. Por fin. Es bueno saber eso por lo menos.

—Cuanto más cerca estén de él aquellos que poseen el vínculo, más capaces serán de ayudarte a encontrarle.

Verna reflexionó sobre ello durante un momento.

—Bueno, echaré de menos tu compañía, Berdine, pero imagino que debes hacer lo que creas conveniente y tengo que admitir que lo que dices tiene sentido. En cuantos más lugares estemos esperando que aparezca, mayores serán nuestras posibilidades de encontrarlo a tiempo.

—Realmente creo que es lo correcto por mi parte el permanecer aquí. Además, quiero estudiar algunos libros e intentar cotejar algunas de las cosas que Kolo dice. Hay unos cuantos detalles que me molestan. A lo mejor si lo resuelvo, puedo incluso ayudar a lord Rahl a ganar esa batalla final.

Verna asintió con una sonrisa entristecida.

—¿Me acompañas a la salida?

—Desde luego.

Ambas se giraron al oír unos pasos. Era otra mord-sith, vestida de cuero rojo. Era rubia, y más alta que Berdine, y los taladrantes ojos azules evaluaron a Verna con una especie de astucia mesurada que delataba una total e intrépida seguridad en sí misma.

—¡Nyda! —la saludó Berdine.

La mujer sonrió con un lado de la boca a la vez que se detenía. Posó una mano sobre el hombro de Berdine, un gesto que Verna reconoció como tan próximo a la alegría como podía darse en una mord-sith, excepto tal vez Berdine.

Nyda recorrió a Berdine con la mirada, contemplándola con deleite.

—Hermana Berdine, ha pasado bastante tiempo. D’Hara se ha sentido sola sin ti. Bienvenida a casa.

—Me alegro de estar en casa y volver a ver tu rostro.

La mirada de Nyda se deslizó hacia Verna. Berdine pareció recuperar las formas.

—Hermana Nyda, ésta es Verna, la Prelada de las Hermanas de la Luz. Es una amiga y consejera de lord Rahl.

—¿Viene él de camino aquí?

—No, por desgracia —respondió Berdine.

—¿Sois hermanas vosotras dos, entonces? —preguntó Verna.

—No —dijo Berdine, agitando una mano ante la idea—. Es parecido a una «Hermana», como vosotros decís. Nyda es una vieja amiga.

Nyda miró en derredor.

—¿Dónde está Raina?

El rostro de Berdine palideció al oír el nombre, y su voz descendió hasta ser un susurro.

—Raina murió.

El rostro de Nyda era inescrutable.

—No lo sabía, Berdine. ¿Murió bien, empuñando el agiel?

Berdine tragó saliva mientras mantenía la mirada fija en el suelo.

—Murió debido a la plaga. Peleó hasta su último aliento… pero al final la plaga se la llevó. Murió en los brazos de lord Rahl.

Verna se dijo que podía detectar que los ojos azules de Nyda eran un poquitín más líquidos mientras contemplaba a su hermana mord-sith.

—Lo siento mucho, Berdine.

Berdine alzó los ojos.

—Lord Rahl lloró cuando ella murió.

Por el semblante mudo pero atónito de Nyda, Verna pudo advertir que era algo sin precedentes que al lord Rahl le importara si una mord-sith vivía o moría. Por la expresión maravillada que afloró a la superficie, tal veneración por una de ellas era un homenaje de proporciones insondables.

—He oído contar tales cosas de ese lord Rahl. ¿Son realmente ciertas, entonces?

Berdine sonrió radiante.

—Son ciertas.