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illian se dio la vuelta y miró en dirección al cielo cuando oyó graznar al cuervo. Las alas totalmente extendidas del pájaro se mecieron mientras éste se dejaba llevar por las corrientes invisibles en el despejado azur. Mientras observaba, el ave volvió a graznar, con un áspero sonido chirriante que resonó por todo el terreno agostado que se achicharraba bajo el sol de la tarde.
Jillian agarró el pequeño lagarto muerto que yacía sobre la desmoronada pared que tenía al lado y luego ascendió penosamente por el polvoriento callejón. El cuervo describió un majestuoso círculo en lo alto mientras la observaba ascender por la cuesta. Ella sabía que el ave probablemente la había visto hacía una eternidad, mucho antes de que ella supiese que estaba allí.
Sosteniendo el lagarto por la cola mientras se alzaba sobre las puntas de los pies, Jillian alzó el brazo todo lo que pudo y agitó la ofrenda. Lanzó una carcajada al ver cómo el pájaro negro casi parecía dar un traspié en el aire al distinguir el lagarto oscilando en sus dedos. El ave inició un pronunciado descenso con las alas plegadas para ganar velocidad.
Jillian dio un brinco y se sentó sobre la ruinosa pared de piedra que había junto a algunas de las losas que quedaban al descubierto de lo que en una ocasión había sido parte de una calzada. A lo largo de millones de años, gran parte de aquella calzada había quedado sepultada bajo capas de tierra y, encima de esas capas de tierra arrastrada por el viento y por la lluvia, crecían ahora maleza y árboles esmirriados. Su abuelo le había contado que aquello era parte de un lugar muy viejo y especial.
A Jillian le costaba imaginar lo viejo que podría ser. Cuando había sido más pequeña y había preguntado a su abuelo si era más viejo que él, el hombre había reído y dicho que si bien admitía ser viejo, no era ni con mucho tan viejo y que aquel lento trabajo requería no sólo tiempo, sino abandono. Había transcurrido muchísimo tiempo, y al no quedar virtualmente nadie, el abandono había hecho su obra.
El abuelo le había contado que aquella antigua ciudad vacía había estado habitada en una ocasión por los antepasados de ambos. A Jillian le encantaba escuchar sus relatos sobre las misteriosas personas que habían vivido en aquel lugar y construido la increíble ciudad en el promontorio, más allá de las agujas de piedra.
Su abuelo era un narrador, y, puesto que ella estaba siempre deseosa de escuchar sus relatos de la antigua sabiduría popular, decía que si ella estaba dispuesta a hacer el esfuerzo la convertiría en la narradora que un día ocuparía su lugar. A Jillian le entusiasmaba la perspectiva de aprender a ser una narradora y dominar todas las cosas que había que aprender, de ser alguien respetado por su conocimiento de los antiguos tiempos y su patrimonio cultural, pero al mismo tiempo no le gustaba la insinuación de que tal eventual mejora de su posición entre la gente señalaría el fallecimiento de su abuelo.
Lokey aterrizó junto a ella y plegó las lustrosas alas negras, sacándola de sus reflexiones sobre gentes de la antigüedad y las ciudades que construyeron, sobre las guerras y grandes proezas. El curioso cuervo se le acercó más con paso balanceante.
Jillian depositó en la piedra el lagarto recién muerto y, sujetándolo por la punta de la cola, lo meneó tentadoramente.
Lokey ladeó la cabeza, observando; pero en lugar de aceptar la ofrenda, guiñó los negros ojos. Anadeó aún más cerca de ella, encabezando la marcha con la pata derecha con el cauteloso andar de lado que usaba siempre que se aproximaba a la carroña. Antes que agitar las alas y saltar hacia atrás varias veces siguiendo la cautelosa costumbre que utilizaba cuando tropezaba con lo que esperaba sería una comida pero podía convertirse en una amenaza, avanzó con atrevimiento y le agarró la manga de gamuza con el grueso pico.
—Lokey, ¿qué haces?
Lokey dio insistentes tirones. El pájaro por lo general acostumbraba a tirar de las cuentas que le recorrían la manga o de las correas de cuero del extremo, pero en aquellos momentos tiraba de la manga.
—¿Qué? —preguntó ella—. ¿Qué quieres?
Él soltó la manga y ladeó la cabeza a la vez que la escrutaba con un ojo. Los cuervos eran criaturas inteligentes, pero ella nunca estaba segura de hasta qué punto. En ocasiones pensaba que Lokey era más listo que algunas personas que conocía.
Las plumas de la garganta y de la cabeza del cuervo se alzaron agresivamente.
De improviso, el ave profirió un graznido penetrante que sonó muy parecido a una expresión de enojada contrariedad por no poder hablar. Craaa. Volvió a ahuecar las plumas y emitió otro graznido. Craaa.
Jillian le acarició la cabeza y luego el lomo, y rascó con suavidad bajo el erizado plumaje negro —algo que a él le encantaba— antes de alisarle las plumas. En lugar de emitir chasquidos de satisfacción y pestañear lánguidamente, como acostumbraba a hacer cuando ella le rascaba así, dio un salto atrás y emitió tres graznidos agudos que hicieron que a Jillian le dolieran los oídos. Craaa. Craaa. Craaa.
Ella se cubrió las orejas.
—¿Qué te pasa hoy?
Lokey brincó de un lado a otro, agitando las alas. Craaa. Corrió por la superficie de la vieja calzada de adoquines, aleteando y graznando, y, al llegar al otro extremo, alzó el vuelo con un aleteo, se posó y luego volvió a alzarse del suelo. Craaa.
Jillian se puso en pie.
—¿Quieres que vaya contigo?
Lokey graznó ruidosamente como para confirmar que por fin lo había adivinado. Jillian lanzó una carcajada. Estaba segura de que el loco pájaro podía comprender cada palabra que ella decía y en ocasiones leerle el pensamiento. Le encantaba tenerle cerca. A veces, cuando le hablaba, él permanecía quieto a poca distancia, como si escuchara.
Su abuelo le había dicho que no permitiera que Lokey durmiera en su habitación o éste conocería sus sueños. Por lo general Jillian tenía sueños maravillosos, así que no le importaba si Lokey los conocía; además, sospechaba que a lo mejor su amigo sí conocía sus sueños y era ése el motivo de que a menudo despertara y lo encontrara posado en el cercano alféizar, durmiendo con aire satisfecho.
Pero tenía siempre mucho cuidado de no enviarle pesadillas.
—¿Encontraste un antílope muerto que devorar? ¿O tal vez un conejo? ¿Por eso no tienes hambre? —Agitó un dedo en dirección al ave—. Lokey —lo regañó—, ¿le robaste la comida a otro cuervo?
Lokey estaba siempre hambriento. «Su voraz cuervo», le llamaba ella a menudo. El pájaro sería capaz de participar de su cena si ella se lo permitía y de robársela en caso contrario; pero incluso si estaba demasiado harto para comer el lagarto, le sorprendía que no se lo hubiese llevado al menos para ocultarlo y comérselo más adelante. Los cuervos ocultaban todo aquello que no conseguían comerse… y eran capaces de comer una barbaridad. No comprendía cómo era que el pájaro no engordaba.
Jillian se puso en pie y sacudió el polvo de la parte posterior de su vestido y sus huesudas rodillas. Lokey estaba ya en el aire, describiendo círculos sin dejar de graznar para instarla a darse prisa.
—De acuerdo, de acuerdo —se quejó ella, a la vez que extendía los dedos para mantener el equilibrio mientras correteaba por la parte superior de la gruesa pared que recorría un recinto cubierto de cascotes.
En la cima de una pequeña colina se quedó parada con una mano en la faja de tela que le rodeaba la cadera, a la vez que con la otra mano se resguardaba los ojos mientras miraba con atención a lo alto del reluciente cielo para observar cómo su amigo efectuaba picados y giros en un intento de mantener su atención. Lokey era un exhibicionista. Si no podía hacer acrobacias aéreas para impresionar a otros cuervos, las hacía con mucho gusto para ella.
—¡Sí —chilló ella al cielo—, eres un pájaro listo, Lokey!
Lokey graznó una vez y luego batió velozmente las alas. La mirada de Jillian lo siguió, la mano resguardándole los ojos de la luz del sol, mientras el pájaro volaba al sur sobre la vasta extensión de terreno situada ante ella. Franjas de verdes pastos veraniegos, más cerca de la base del promontorio y las montañas situadas tras ella, se abrían paso por el yermo paisaje. A los lados, nebulosas y cárdenas montañas se perdían en la desolada llanura que parecía dirigirse eternamente al sur. Pero sabía que no era así. El abuelo decía que al sur estaba la gran barrera y más allá un lugar largo tiempo prohibido llamado el Viejo Mundo.
A lo lejos, entre las parcelas verdes de la llanura que estaban más cerca de las estribaciones de las montañas, pudo ver el lugar donde su gente vivía durante el verano. Vallas de madera ocupaban las brechas en los antiguos muros de piedra que encerraban a sus cabras, cerdos y gallinas. Parte de su ganado pastaba en los pastos veraniegos. Había agua en aquel lugar, y algunos árboles. También se extendían huertos junto a las sencillas casas de ladrillo que habían resistido los severos vientos invernales y el achicharrante verano durante incalculables siglos.
Y entonces, cuando volvió a alzar la mirada hacia Lokey, Jillian vio en el horizonte, en dirección oeste, una tenue nube de polvo.
Estaba tan lejos que parecía diminuta. La mancha borrosa de polvo contra el azul intenso del cielo allí donde se encontraba con la línea del horizonte parecía colgar en el aire, inmóvil; pero Jillian supo que no era más que una jugarreta de la distancia lo que la hacía parecer diminuta e inmóvil. Incluso a tanta distancia, pudo advertir que se extendía a través de una amplia zona de terreno, pero estaba aún tan lejos que era difícil ver qué la originaba. De no haber sido por Lokey, Jillian no la habría distinguido durante bastante tiempo.
A pesar de que aún no podía ver qué la provocaba, supo que nunca antes había visto algo así.
Lo primero que pensó fue que tenía que ser un remolino de viento o una tormenta de polvo. Pero a medida que observaba advirtió que era demasiado ancho para ser un remolino y que una tormenta de polvo no se alzaba hacia el cielo del modo en que lo hacía aquello. Una tolvanera, incluso aunque se extendiera hacia lo alto, debía tener en la base lo que parecían enormes y arremolinadas nubes marrones que corrían sobre el suelo, que eran en realidad los vientos racheados que revolvían el polvo hacia lo alto.
Aquello no se le parecía en nada. Era polvo alzándose desde algo que venía… de gente que venía a caballo.
Forasteros.
Más forasteros de los que podía calcular. Forasteros en tal número que le recordaron los relatos de su abuelo.
Las rodillas de Jillian empezaron a temblar. El miedo fluyó por ella, yendo a alojársele en la garganta, donde nacían los gritos.
Eran ellos. Los desconocidos que su abuelo siempre decía que vendrían. Venían ahora.
La gente jamás ponía en duda a su abuelo —no en su cara, al menos—, pero no creía que realmente debieran inquietarles sus relatos. Al fin y al cabo, sus vidas eran pacíficas. Nadie aparecía nunca para molestarlos.
Jillian, no obstante, siempre había creído a su abuelo y por lo tanto siempre había sabido que los forasteros acabarían por venir; pero, como las otras personas, siempre había pensado que eso sería en algún momento del remoto futuro, quizá cuando fuese vieja, o, a lo mejor incluso, si tenían suerte, dentro de varias futuras generaciones.
Sólo en sus poco frecuentes pesadillas los forasteros llegaban en el presente.
Al ver alzarse aquellas columnas de polvo, supo sin la menor duda que eran ellos.
No había visto forasteros en toda su vida. Nadie que no fuese la gente del pueblo de Jillian recorría las inhóspitas planicies del vasto y formidable lugar conocido como la Profunda Nada.
Permaneció allí parada, temblando de terror, con la mirada fija en la nube de polvo del horizonte. Estaba a punto de ver a muchísimos extranjeros… a los que salían en los relatos.
Pero era demasiado pronto. No había tenido una vida aún, no había tenido una oportunidad de vivir, amar, tener hijos. Le afloraron lágrimas a los ojos, lo que dio a todo una apariencia acuosa. Miró hacia atrás, a lo alto, al interior de las ruinas. ¿Era eso a lo que se habían enfrentado, como en los relatos de su abuelo?
Las lágrimas empezaron a correrle a través del polvo de las mejillas. Sabía, sin la menor duda, que su vida estaba a punto de cambiar, y que sus sueños ya no serían felices.
Descendió apresuradamente de lo alto del montón de cascotes en el que había estado y corrió colina abajo, dejando atrás la pared, los desmoronados cuadrados vacíos de ladrillo, los fosos donde en una ocasión se habían alzado edificios. Sus veloces pies alzaban su propia columna de polvo mientras corría entre las ruinas de lo que una vez habían sido puestos avanzados de una antigua ciudad. Recorrió calzadas a la carrera que ya no tenían vida a su alrededor, que ya no estaban bordeadas de edificios en pie.
A menudo había intentado imaginar cómo habrían sido las cosas cuando la gente había recorrido las calles, cocinado en las casas, colgado la colada en los patios, comerciado en las plazas. Eso ya no existía. Todos habían muerto hacía mucho. Toda la ciudad hacía mucho que había muerto, excepto por los pocos compatriotas de Jillian que a veces se alojaban en los más remotos de los viejos edificios.
A medida que se acercaba más a aquellos antiguos edificios de los puestos avanzados que usaban durante el verano, Jillian vio a gente que corría de un lado a otro, gritándose unos a otros. Vio que reunían sus pertenencias y recogían a los animales. Parecía que iban a mudarse, quizá de vuelta al refugio que ofrecían las montañas, o a las planicies áridas. Había visto a su gente hacer tal cosa sólo unas pocas veces antes. La amenaza siempre había resultado imaginaria. Jillian sabía que estaba vez era real.
Con todo, no estaba segura de si tendrían tiempo suficiente para huir de los desconocidos que se acercaban y esconderse. Pero su gente era fuerte y veloz. Estaban acostumbrados a moverse por ese territorio. El abuelo decía que nadie excepto su gente podía sobrevivir tan bien en aquel lugar desolado. Conocían los pasos de montaña y los lugares donde había agua, así como los caminos ocultos a través de lo que parecían cañones infranqueables. Podían desaparecer en el inhóspito territorio en un momento y sobrevivir.
La mayoría de ellos podían. Algunos, como su abuelo, ya no eran veloces.
Con aquel renovado temor, sus pies corrieron aún más deprisa, golpeando con un ritmo constante el polvoriento terreno. Al acercarse más, Jillian vio hombres cargando mulas. Las mujeres recogían los utensilios de cocina, llenaban recipientes de agua y transportaban ropas y tiendas fuera de sus hogares de verano y edificios de almacenamiento. Jillian tuvo la impresión de que hacía algún tiempo que habían advertido que se acercaban los extranjeros, ya que tenían muy avanzados los preparativos para la partida.
—¡Ma! —llamó cuando vio a su madre cargando su puchero en lo alto de una mula que transportaba ya un montón de sus pertenencias—. ¡Ma!
Su madre le lanzó una sonrisa y extendió un brazo protector. A pesar de que empezaba a no tener edad para tales cosas, Jillian se acurrucó bajo aquel brazo como un pollito bajo el ala de una gallina clueca.
—Jillian, coge tus cosas. —Su madre agitó una mano—. Deprisa.
La joven sabía que no tenía que hacer preguntas en un momento como aquél, así que se secó las lágrimas y corrió al pequeño y antiguo edificio cuadrado que usaban como hogar aquel verano. Los hombres a veces tenían que reemplazar los techos cuando las inclemencias del tiempo los arrancaban pero, aparte de eso, el resto de los sólidos edificios achaparrados seguían siendo los mismos construidos por sus antepasados en la ciudad de Caska, arriba, en el promontorio.
Su abuelo, con el aspecto demacrado y pálido que ella imaginaba que tendría un fantasma, aguardaba en las sombras, justo al otro lado de la puerta. No se apresuraba. El terror inundó el pecho de Jillian. Comprendió que no podía ir con ellas: era viejo y débil. Como algunos de los otros ancianos, no sería lo bastante veloz para mantener la marcha del resto si querían escapar, y pudo ver en sus ojos que no pensaba intentarlo.
Se hundió en el tierno abrazo de su abuelo y empezó a lloriquear al tiempo que él la consolaba.
—Vamos, vamos, criatura —dijo él, acariciándole con la mano los cortos cabellos—. No hay tiempo para esto.
La agarró por los brazos y la apartó con dulzura mientras ella hacía todo lo posible por controlar los sollozos. Sabía que tenía edad suficiente para no llorar de ese modo, pero no podía evitarlo. Él se acuclilló, el rostro curtido se le arrugó cuando le sonrió y quitó una lágrima con la mano.
Jillian se secó el resto de las lágrimas, intentando ser fuerte.
—Abuelo, Lokey me mostró a los forasteros que se acercan.
Él asentía.
—Lo sé. Yo lo envié.
—¡Oh! —fue todo lo que se le ocurrió decir.
Su mundo estaba dando un vuelco y era difícil pensar, pero en algún lugar en el fondo de su mente cayó en la cuenta de que nunca antes había hecho él algo así. Jamás había sabido que pudiera pero, conociendo a su abuelo, en realidad no le sorprendió.
—Jillian, escúchame. Esos hombres que vienen son aquellos que siempre te dije que vendrían. Aquellos que pueden, se van durante un tiempo para ocultarse.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Todo el tiempo que sea necesario. Estos hombres que vienen a caballo hacia aquí son sólo un pequeño número de los que acabarán viniendo.
Los ojos de la niña se abrieron de par en par.
—¿Quieres decir que hay más? Pero hay tantos… Levantan más polvo del que he visto nunca. ¿Puede haber más extranjeros aparte de ésos?
La sonrisa del anciano fue breve y amarga.
—Éstos son sólo un grupo de reconocimiento, supongo. La avanzadilla de exploración de muchos más que vendrán. Esta tierra enorme y desolada les es desconocida. Supongo que buscan rutas para cruzarla, que comprueban si encontrarán oposición. Temo que según los relatos, los hombres para los que exploran son más en número incluso de lo que yo puedo comprender. Creo que esos otros hombres, con su incontable número, tardarán aún un poco en venir, pero incluso esta avanzadilla la formarán hombres peligrosos y despiadados. Aquellos de los nuestros que puedan hacerlo deben huir y ocultarse por ahora.
»Pifian, tú no puedes ir con ellos.
Se quedó boquiabierta.
—¿Qué…?
—Escúchame. Los tiempos de los que te he hablado ya están aquí. —Pero, mamá y papá no permitirán…
—Permitirán lo que les diga que deben permitir, igual que nuestra gente —respondió él con voz severa—. Esto tiene que ver con cuestiones mucho más importantes, cuestiones que nunca antes han involucrado a nuestra gente… al menos desde que nuestros antepasados ocuparon la ciudad. Ahora estas cosas nos conciernen también.
Jillian asintió solemnemente.
—Sí, abuelo.
Estaba aterrada, pero al mismo tiempo percibía el despertar de un sentido del deber hacia la profesión de su abuelo. Si él tenía intención de confiarle tales cosas, no podía fallarle.
—¿Qué tengo que hacer, entonces?
—Vas a ser la sacerdotisa de los huesos, la portadora de sueños.
Jillian volvió a quedarse boquiabierta.
—¿Yo?
—Sí, tú.
—Pero todavía soy demasiado joven. No he sido entrenada en tales cosas.
—Ya no hay tiempo, criatura. —Se inclinó hacia ella con ademán admonitorio—. Tú eres la persona que debe hacer esto, Jillian. Ya te he enseñado muchos de los relatos. Puedes pensar que no estás preparada, o que no eres lo bastante mayor, y todo ello puede contener algo de verdad, pero sabes más de lo que quizá comprendes. Lo que es más, no hay otra persona. Te toca a ti.
Jillian parecía incapaz de pestañear. Se sentía tan completamente inadecuada, y al mismo tiempo emocionada e inspirada. Su gente contaba con ella. Lo que era más importante, su abuelo contaba con ella y creía que podía llevarlo a cabo.
—Sí, abuelo.
—Te prepararé para que estés entre los muertos, y luego deberás ocultarte entre ellos y esperar.
El miedo empezó a envolverla en sus brazos otra vez. Nunca había permanecido sola entre los muertos.
Jillian tragó saliva.
—Abuelo, ¿estás seguro de que estoy preparada para eso? ¿Para estar allí, sola, entre los muertos? ¿Aguardando a uno de ellos?
La luz que penetraba por la puerta abierta proporcionó al rostro del anciano una expresión ominosa.
—Estás tan preparada como puedo hacer que lo estés. Confiaba en que hubiera tiempo para enseñarte muchas más cosas, pero al menos te he enseñado algunas de las que debes conocer.
Fuera, la gente corría de un lado a otro bajo la luz del sol, ocupándose de los preparativos. Tenían cuidado de no mirar al interior de las sombras, al abuelo, después de que él la hubiese apartado del resto de ellos, contándole a lo que debía enfrentarse.
—Para ser sincero —dijo el anciano—, esto me ha cogido desprevenido también. Los relatos se han transmitido en nuestro pueblo durante miles de años, pero jamás dijeron cuándo sucedería. Jamás creí que sucedería durante mi vida. Recuerdo a mi propio abuelo contándome cosas que yo te he contado y no creer en realidad que fuesen a suceder jamás, excepto tal vez en algún futuro remoto. Pero la hora ha llegado ya y debemos hacer todo lo que podamos para mantener la palabra dada a nuestros antepasados. Debemos estar preparados…, tú debes estarlo…, como se nos ha enseñado a través de los relatos.
—¿Cuánto tiempo tendré que esperar?
—No hay modo de que pueda decirte eso. Debes ocultarte entre los espíritus. Como los narradores han hecho a lo largo de los siglos, tú y yo hemos escondido comida, como lo hace Lokey, para una eventualidad así. Tendrás comida para mantener el estómago lleno. Puedes pescar y salir de caza cuando sea seguro.
—Sí, abuelo. Pero ¿no podrías ocultarte conmigo?
—Te llevaré allí arriba, te ayudaré a prepararte y te contaré todo lo que pueda. Pero debo regresar aquí para ayudar a hacer que esos forasteros piensen que no ocultamos nada y les damos la bienvenida mientras el resto de nuestra gente escapa… y para que tú puedas ocultarte. No podría ser tan veloz como tú, ni lo bastante pequeño para poder pasar por los lugares angostos, de modo que esos hombres no puedan seguirme. Tendré que regresar aquí y cumplir con mi papel.
—¿Y si los extranjeros te hacen daño?
Su abuelo inspiró profundamente y soltó el aire con fatigada determinación.
—Puede ser que lo hagan. Esos hombres que vienen serán capaces de cometer brutalidades; por eso esto es tan importante. Sus hábitos crueles son el motivo de que debamos ser fuertes y no cedamos ante ellos. Incluso si muero… —agitó un dedo ante ella—, y puedes estar segura de que haré todo lo posible para que no sea así, os estaré dando al resto de vosotros el tiempo que necesitáis.
Jillian se mordisqueó el labio.
—¿No te asusta morir?
Él asintió a la vez que sonreía.
—Mucho. Pero he vivido una vida larga y, porque te amo tanto, preferiría que tuvieses una oportunidad de hacer lo mismo.
—Abuelo —repuso ella con la voz ahogada por las lágrimas—, quiero estar contigo toda mi vida.
El anciano le cogió la mano.
—También yo, pequeña. Deseo ver cómo creces para convertirte en una mujer y tener tus propios hijos. Pero no quiero que te preocupes demasiado por mí. No estoy tan indefenso ni soy un estúpido. Me mantendré en segundo plano junto con los demás y no constituiremos ninguna amenaza para esos hombres. Confesaremos a los forasteros que los más jóvenes de nuestro pueblo huyeron aterrorizados, pero que nosotros no pudimos. Es muy posible que los extranjeros tengan cosas más importantes que hacer que malgastar energías haciéndonos daño. Estaremos perfectamente. Quiero que pienses en lo que tienes que hacer, y que no te preocupes por mí.
Jillian se sintió un tanto mejor respecto a la seguridad de su abuelo.
—Sí, abuelo.
—Además —le dijo él—, Lokey estará contigo, y llevará mi espíritu con él, así que será casi como si yo estuviese velando por ti. —Cuando ella sonrió ante aquello, él siguió—: Vamos, ahora. Debemos marchar y efectuar los preparativos.
Al padre y la madre de Jillian se les permitió una breve despedida después de que el abuelo les dijese con voz severa que la llevaba con los espíritus de sus antepasados, para ocuparse de la seguridad de su pueblo.
Sus padres o bien comprendieron la importancia de permitir que su hija fuera o bien le tenían demasiado miedo al abuelo para rehusar. En cualquier caso, la abrazaron y le pidieron que tuviera fortaleza hasta que pudieran volver a estar juntos.
Sin hablar más, el abuelo se la llevó bajo la mirada de muchos ojos. La hizo subir por las antiguas calzadas y cruzar gargantas, dejando atrás puestos avanzados desiertos y edificios misteriosos, y ascender por la gran elevación del terreno. A medida que subían, el sol descendía en el cielo occidental tras el dorado rastro de polvo que iba acercándose lenta pero inexorablemente. Jillian supo que antes de la puesta de sol, la mayor parte de su gente se habría ido ya.
El sol que se ponía permitía que las lóbregas sombras empezaran a deambular por los desfiladeros. La lisa piedra, con estratos de sinuosas franjas de roca, les invitaba a avanzar sin pausa para ver lo que podría haber tras cada recodo. A lo largo del fondo, había huesos de animales pequeños desperdigados aquí y allá. Ella sabía que eran los desperdicios dejados por los coyotes y los lobos, e hizo un gran esfuerzo por desterrar la imagen mental de sus propios huesos blanqueados esparcidos por el suelo.
En lo alto, Lokey describía perezosos círculos en el cielo, de un azul cada vez más oscuro, mientras la observaba ascender con el abuelo en dirección al promontorio. Cuando alcanzaron las agujas de piedra, el ave planeó en silencio entre los pináculos de las columnas, como si fuese un juego. Los había seguido tantas veces allí arriba, hasta la antigua ciudad, que no debía darle la menor importancia. A Jillian, a pesar de que el abuelo la había llevado allí arriba, a través del laberinto de quebradas, barrancos y profundos cañones, innumerables veces, esta vez todo le parecía nuevo.
En esta ocasión iba como la sacerdotisa de los huesos, la portadora de sueños.
En un lugar donde un río seguía una ruta sinuosa por el fondo de un cañón muy profundo, el abuelo la condujo a un peñasco en la fresca sombra y la hizo sentar. Por todas partes, las paredes lisas y ondulantes del cañón se alzaban, sin dejar un camino por el que ascender y salir si una lluvia repentina provocase una inundación. Era un lugar peligroso… por más motivos que la amenaza de una riada; era una maraña de barrancos y cañones que en algunos lugares seguían rutas complicadas alrededor de enormes columnas verticales, de modo que era posible andar en círculos y no hallar nunca el camino. Jillian, no obstante, sabía cómo moverse por aquel laberinto, así como por otros.
Mientras estaba allí sentada en silencio, aguardando, su abuelo abrió una bolsa que llevaba siempre colgada al cinto. Sacó un pedazo doblado de tela encerada y la abrió en la palma de una mano. Sumergió el índice en la oleosa sustancia negra del interior.
—Quédate quieta, ahora, mientras te pinto la cara —dijo el anciano, alzándole la barbilla.
A Jillian nunca antes la habían pintado. Conocía el ceremonial por los relatos de su abuelo, pero lo cierto era que nunca había pensado que sería ella la sacerdotisa de los huesos, la persona a la que pintarían. Permaneció sentada tan quieta como pudo mientras él trabajaba, sintiendo que todo sucedía demasiado deprisa; antes de que hubiese tenido tiempo de pensar realmente en ello. A primeras horas de aquel día en lo más que pensaba era en capturar un lagarto para Lokey. Ahora parecía como si el peso del mundo descansara sobre sus hombros.
—Ya está —anunció su abuelo—. Ven a ver.
Jillian se arrodilló junto a unas aguas quietas y se inclinó al frente. Lanzó una exclamación ahogada. Lo que veía resultaba aterrador. El rostro que le devolvía la mirada tenía una franja negra pintada sobre él, como una venda sobre los ojos, y sus ojos color cobre la miraron desde el centro de aquella máscara negro ahumado.
—Ahora los espíritus malignos no podrán verte —le dijo él a la vez que se ponía en pie—. Puedes estar entre nuestros antepasados sin peligro.
Jillian se levantó, sintiéndose de lo más extraña. Transformada. El rostro que había visto era el rostro de una sacerdotisa. Había oído hablar de ello en los relatos del abuelo, pero nunca había visto tal rostro en la vida real, y mucho menos esperado que alguna vez fuese a ser el suyo.
Inclinó el cuerpo al frente y echó una cautelosa mirada a hurtadillas a las aguas.
—¿Esto me ocultará realmente?
—Te mantendrá a salvo —respondió él a la vez que asentía.
La niña se preguntó si Lokey la reconocería, si sentiría miedo de ella. El rostro que la miraba fijamente desde las quietas aguas la asustaba.
—Vamos —dijo el abuelo—, es necesario que llegues allí arriba y luego debo regresar para que los hombres me encuentren allí con aquellos de los nuestros que se han quedado.
Cuando tras un buen rato de ascensión salieron de las agujas y cañones de piedra, se hallaron finalmente arriba, cerca de la ciudad, justo fuera de la enorme muralla principal pero en el interior de algunos de los círculos exteriores de murallas más pequeñas.
Estaban cerca del cementerio.
El abuelo indicó con la mano.
—Guía tú el camino, Jillian. Éste es tu lugar ahora.
Jillian asintió y empezó a andar en dirección a la ciudad que refulgía bajo la luz dorada del final del día. Era una visión hermosa, como lo era siempre, pero este día también le parecía inquietante, pues se le antojó que la veía con ojos nuevos; sentía una conexión muy real con sus antepasados en aquel momento.
Los espléndidos edificios daban la impresión de que podrían estar ocupados aún por personas, de que podría distinguir a algunas de ellas a través de las vacías aberturas de ventanas mientras llevaban a cabo sus quehaceres diarios. Algunas de las construcciones eran inmensas, con pilares altísimos que sostenían secciones de techos de pizarra que sobresalían; otros edificios tenían hileras de ventanas en arco en cada nivel. Su abuelo la había llevado al interior de algunos de aquellos edificios. Resultaba sorprendente ver lugares que tenían en su interior pisos de habitaciones, de modo que había que subir escaleras —escaleras construidas además dentro de los edificios— para llegar a las habitaciones situadas encima. Los antiguos edificios parecían casi mágicos. Desde lejos, brillando bajo la luz dorada, verdaderamente era una visión majestuosa.
Ahora, recorrería las calles sola, acompañada únicamente por los espíritus de aquellos que habían vivido allí en una ocasión. Se sentía segura, no obstante, sabiendo que su abuelo le había pintado la máscara de la sacerdotisa de los huesos.
Ella sería quién proyectaría los sueños sobre los forasteros.
Si hacía bien su tarea, los forasteros se asustarían tanto que huirían y su pueblo estaría a salvo.
Intentó no pensar en que, una vez, las gentes que habían vivido allí habían hecho lo mismo, y habían fracasado.
—¿Crees que serán demasiados? —preguntó, repentinamente asustada por los relatos de la antigua debacle.
—¿Demasiados? —respondió él, contemplándola perplejo mientras caminaban junto a una pared que hacía mucho había quedado recubierta por enredaderas.
—Demasiados para los sueños. Soy sólo una persona… y no tengo experiencia, ni soy mayor, ni nada. Soy sólo yo.
La enorme mano del abuelo le dio una palmada tranquilizadora entre los omóplatos.
—El número no importa. Él ayudará a proporcionarte la fortaleza que necesitas. —Alzó un dedo admonitorio—. Y no lo olvides, Jillian, los relatos dicen que debes consagrarte a éste en particular. Él será tu señor.
Jillian asintió mientras penetraban en el extenso cementerio. En los tramos inferiores había simples indicadores de piedra, pero, a medida que ascendían más, pasando ante una hila tras otra de tumbas, acabaron por llegar hasta monumentos más grandes y adornados dedicados a los muertos. Algunos mostraban estatuas magníficas de personas en poses orgullosas; otros tenían tallas de la llama de la vida, que representaba la luz del Creador; y los había que lucían antiguas inscripciones de amor perdurable. Unos pocos mostraban un antiguo símbolo que su abuelo le había contado que se llamaba una Gracia. Algunos de los magnos monumentos sólo tenían un nombre.
Muy dentro del recinto de los muertos, cerca del punto más elevado, donde los árboles crecían retorcidos por las inclemencias del tiempo, llegaron por fin ante una tumba espléndida marcada con un enorme monumento de piedra con un trabajo muy elaborado. Sobre él descansaba una urna de granito moteado que contenía aceitunas, peras y otras frutas, con uvas derramándose por encima de un costado, todo tallado en la misma piedra. El abuelo la había llevado a ver aquel monumento muchas veces mientras le contaba relatos. Le había relatado que la urna representaba la munificencia de la vida que el hombre creaba mediante sus esfuerzos.
El anciano observó que ella hacía una pausa y que luego se acercaba a una lápida enorme, tallada en una única pieza de piedra. La muchacha se preguntó qué aspecto habría tenido aquella persona; se preguntó si habría sido amable, o cruel, o joven, o viejo.
Lokey se posó encima de las uvas talladas en piedra y erizó las lustrosas plumas negras antes de acomodarse. A la muchacha le alegraba que Lokey fuese a hacerle compañía en un lugar tan solitario.
Jillian alargó la mano y resiguió con un dedo las letras que componían el nombre tallado en el granito gris.
—¿Crees que los relatos son ciertos, abuelo? ¿Quiero decir, realmente auténticos?
—Me enseñaron que lo eran.
—¿Entonces realmente regresará a nosotros desde el mundo de los muertos? ¿Realmente regresará a la vida desde el mundo de los muertos? Miró atrás. Su abuelo, muy cerca de su espalda, alargó la mano y tocó reverentemente el monumento de piedra, luego asintió con gesto solemne.
—Lo hará.
—Entonces lo esperaré —dijo ella—. La sacerdotisa de los huesos estará aquí para darle la bienvenida y servirlo cuando regrese a la vida.
Jillian echó una ojeada al polvo que se alzaba en el horizonte y luego volvió a girar la cabeza hacia la tumba.
—Por favor, date prisa —imploró al difunto.
Mientras su abuelo observaba, pasó con suavidad sus pequeños dedos por las gruesas letras de la tumba.
—No puedo enviar los sueños sin ti —dijo Jillian bajito al nombre tallado en la piedra—. Por favor, date prisa, Richard Rahl, y regresa con los vivos.