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uando el caballo de Nicci, Sa’din, entró en la ciudad vacía, el golpear de los cascos sobre los adoquines resonó entre los cañones de edificios desiertos igual que una llamada desesperada que quedó sin respuesta. Postigos de vivos colores permanecían abiertos en algunas de las ventanas, cerrados en otras. En el segundo piso de muchos de los edificios, balcones diminutos que daban a las calles vacías tenían barandillas de hierro forjado que se alzaban ante puertas con colgaduras corridas. No había ninguna brisa que moviera las perneras de un par de pantalones que Nicci vio colgados en una cuerda de tender colocada entre los segundos pisos de lados opuestos de un callejón. El propietario de los pantalones hacía tiempo que había marchado sin ellos.

El silencio era tan imponente que bordeaba lo ominoso. Producía una sensación fantasmagórica estar en el interior de una ciudad que carecía de habitantes, un simple cascarón que en una ocasión había contenido vida, ahora aún con forma pero sin un propósito. En cierto modo recordaba la visión de un cadáver, pues parecía casi vivo y, sin embargo, estaba tan quieto que no podía existir ninguna duda sobre la terrible verdad. Si se la dejaba así, si no se la dotaba de vida, acabaría por desmoronarse para sólo ser unas ruinas olvidadas.

A través de brechas estrechas entre edificios, Nicci captó atisbos fugaces del Alcázar del Hechicero, incrustado en una ladera rocosa, muy arriba, en la monstruosa montaña. El vasto y oscuro complejo parecía posado como un buitre amenazador, listo para hurgar en los restos de la silenciosa ciudad. Agujas, torres y puentes elevados que se alzaban del Alcázar rozaban las nubes que pasaban lentamente ante la vertical y agrietada pared de roca. El inmenso edificio resultaba la visión más siniestra que ella había visto jamás. Con todo, sabía que en realidad no era un lugar siniestro, y le produjo alivio el haber llegado por fin.

Había sido un viaje largo y arduo ascender desde el Viejo Mundo hasta Aydindril. Había habido momentos en los que había temido que jamás conseguiría escapar a las trampas desplegadas a lo largo del camino. Había habido momentos en los que, durante un tiempo, se había ensimismado matando a los enemigos; aunque había tantos, que sabía que no tenía ninguna posibilidad de reducir significativamente su número. La había enfurecido no poder ser más que un incordio para ellos. Con todo, su auténtico propósito había sido alcanzar a Richard, y las tropas de la Orden eran simplemente un obstáculo en su camino.

Mediante la conexión mágica que había forjado con Richard, Nicci sabía que por fin estaba cerca de él. No lo había encontrado aún, pero sabía que pronto lo haría.

Durante un tiempo, antes de iniciar siquiera el camino, había llegado a pensar que jamás volvería a tener una oportunidad de verlo.

La lucha por el control de Altur’Rang había sido brutal. Las tropas que habían atacado, tras haber sido cogidas por sorpresa y diezmadas al principio, experimentadas y avezadas en la lucha como eran, se habían recuperado y reagrupado rápidamente y, a la luz de hogueras, efectuaron un esfuerzo intenso y continuado para cambiar el curso de la batalla.

Incluso con todo lo que Nicci sabía sobre el proceder de Jagang, ni siquiera ella esperaba todo lo que les había lanzado encima. Durante un tiempo, con la ayuda de un inesperado tercer mago, había parecido que las tropas de la Orden subyugarían a los inexpertos defensores. Existió un momento de sombría desesperación cuando dio la impresión de que los esfuerzos de los habitantes de Altur’Rang por defenderse no iban a servir de nada. El espectro del fracaso, y la consiguiente matanza que todos sabían que iba aparejada, llegaron a parecer no sólo inevitables, sino inminentes. Durante un tiempo, Nicci y los que estaban con ella creyeron que no sobrevivirían a la noche.

A pesar de sus heridas y agotamiento, y aún más que su sincero deseo de ayudar a las personas que conocía en Altur’Rang, y a todas las almas inocentes e indefensas que serían masacradas si perdían, la idea de no volver a ver nunca más a Richard había galvanizado a Nicci y proporcionado la fuerza de voluntad extra para seguir adelante. Usó su miedo de no volver a ver jamás a Richard para inflamar una cólera feroz que sólo podía sofocar la sangre del enemigo que se interponía en su camino.

En el momento crucial de la batalla, a la luz cruda y parpadeante de las rugientes hogueras en que se habían convertido muchos edificios, mientras el mago enemigo permanecía de pie sobre una plataforma erigida en una plaza, lanzando muerte y padecimientos horrendos a la vez que instaba a sus hombres a seguir adelante, Nicci apareció igual que un espíritu vengador en mitad de sus filas y saltó sobre la plataforma. Fue un acontecimiento tan inesperado que atrajo la atención de todo el mundo y, en aquella breve fracción de tiempo en que todos miraban en atónita sorpresa, a la vista de las tropas de la Orden, desgarró el pecho del estupefacto mago y con las manos le arrancó el corazón, que todavía latía. Profiriendo un grito de ira primitiva, Nicci sostuvo en alto el ensangrentado trofeo para que los soldados del muerto lo vieran y les prometió el mismo final.

En aquel momento, Víctor Cascella se abalanzó con sus hombres al centro de los invasores. Lo impulsaba su propia cólera, provocada no sólo por el hecho de que aquellos maleantes asesinarían y saquearían a los habitantes de Altur’Rang, sino porque les robarían la libertad que tan duramente habían obtenido. De haber poseído el don, su feroz mirada iracunda habría abatido por sí sola al enemigo. En cualquier caso, su audaz ataque fue tan inesperado como brutal, y la combinación de ambas cosas hizo pedazos el valor de los atacantes. Ninguno quería enfrentarse a la ira del herrero y caer bajo la furia de su mazo, como tampoco querían que una hechicera loca, que parecía el espíritu vengador de la muerte en persona, les arrancara el corazón.

La élite de las tropas de la Orden dio media vuelta e intentó escapar de la ciudad, del corazón de una población enfurecida. En lugar de permitir que los habitantes de la ciudad se dieran por satisfechos con la victoria, Nicci había insistido en que se persiguiera al enemigo y se matara hasta el último hombre.

Sólo ella comprendía por completo lo importante que era que ninguno de los soldados escapase para contar el relato de cómo habían perdido. El emperador Jagang estaría aguardando la noticia de que su ciudad natal había vuelto a quedar bajo su gobierno, que a los insurrectos los habían torturado hasta morir, y que a los habitantes de la ciudad los habían subyugado, que la carnicería había sido tal que serviría para siempre como advertencia a otros.

A pesar de que esperaba tener éxito, Nicci sabía que Jagang habría tomado con calma la noticia de la derrota. Había perdido batallas antes. Era algo que no lo desanimaba, pues las derrotas le servían para averiguar la envergadura de la oposición. Simplemente habría enviado más tropas la siguiente vez, suficientes para cumplir la tarea, y hacerlo tan brutalmente como fuese posible no tan sólo para asegurar la victoria, sino para asegurar un grado extra de castigo por resistirse a su autoridad.

Nicci conocía al hombre; no le importaban las vidas de sus soldados… ni las vidas de nadie, en realidad. Si luchaban hombres por la Orden y morían, la gloria en la otra vida sería su recompensa. No podían esperar más que sacrificio en esta vida.

Pero si no llegaban noticias de la batalla por Altur’Rang, eso era algo del todo diferente.

Nicci sabía que a Jagang le irritaba la falta de información más que cualquier derrota. No le gustaba lo desconocido. La hechicera sabía que enviar tropas de primera —junto con tres magos excepcionales y valiosos— y luego no volver a saber nada de ninguna de aquellas personas, lo enfurecería hasta lo indecible. Daría vueltas y vueltas al misterio en su cabeza, del mismo modo que un hombre nervioso daba vueltas a una piedra entre los dedos para calmarse.

Al final, el carecer de cualquier clase de testimonio sobre el resultado de la batalla por Altur’Rang lo asustaría más que una simple derrota. No temía perder hombres —la vida significaba poco para él— de modo que una derrota podía asumirla, pero no le gustaba en absoluto lo desconocido. A lo mejor —lo que era aún peor— su ejército, compuesto de hombres dados a la superstición, tomaría tal acontecimiento como un mal presagio.

Mientras seguía los sinuosos giros de una estrecha calle de adoquines, Nicci dobló un recodo y alzó los ojos para contemplar, entre los edificios que bordeaban cada lado, una visión que casi la dejó sin respiración. Sobre una colina, a lo lejos, iluminado por el sol, sobre una extensión de hermosos terrenos de un verde esmeralda, se alzaba un palacio espléndido de piedra blanca. Era lo más elegante que había visto nunca; era una construcción que se alzaba orgullosa, sólida y poseída gratamente de una gracia a todas luces femenina. Supo que no podía ser más que el Palacio de las Confesoras.

La visión del lugar, exquisito, lleno de autoridad, puro, resultaba un fuerte contraste con la imponente montaña situada tras él, sobre la que se alzaban los oscuros y vertiginosos muros del Alcázar. A Nicci le pareció muy claro que el Palacio de las Confesoras estaba pensado para ser la majestad respaldada por una amenaza siniestra.

Aquél, después de todo, había sido el lugar que durante milenios había gobernado la Tierra Central. Los territorios más extensos de la Tierra Central tenían palacios en la ciudad para sus embajadores y miembros del Consejo Supremo, que había gobernado los territorios conjuntos de la Tierra Central. La Madre Confesora reinaba no sólo sobre las Confesoras, sino sobre el Consejo Supremo también. Reyes y reinas respondían ante ella, como lo hacía cada gobernante de cada territorio de la Tierra Central. Desde la calle estrecha en que se encontraba, Nicci no veía los palacios de los distintos territorios, pero sabía que ni uno de ellos sería tan espléndido como el Palacio de las Confesoras; y menos con el imponente Alcázar como telón de fondo.

Un movimiento captó la atención de Nicci. Al ver que era polvo alzándose en el aire inmóvil, echó las riendas a un lado e hizo girar en redondo a Sa’din, haciendo que tomara por una calle lateral. Apretando la parte inferior de las piernas contra él, instó al animal a un medio galope. Sin hacer una pausa, el animal marchó raudo por la estrecha calle de tierra. Mediante veloces ojeadas la hechicera pudo ver que el polvo se elevaba a lo lejos. Alguien cabalgaba a toda velocidad por la calzada en dirección a la montaña en que se alzaba el Alcázar, y, a través de su vínculo con él, sabía quién debía de ser.

Nicci había ayudado a poner fin a la amenaza que pendía sobre Altur’Rang tan deprisa como le fue posible, ante todo para poder marchar tras Richard. No era que no le importasen aquellas personas, o eliminar a los animales enviados a masacrarlas, era simplemente que le importaba más llegar hasta Richard. En un principio, pensó en cabalgar tan deprisa como pudiera y alcanzarlos a él y a Cara, pero rápidamente había resultado obvio que no tenía la menor posibilidad de conseguirlo. Él viajaba demasiado deprisa. Cuando Richard tenía la mente puesta en un objetivo y estaba decidido a alcanzarlo, era inflexible.

Nicci comprendió que su única esperanza de alcanzarlo alguna vez era, en lugar de perseguirlo, dirigirse hacia donde él iría a continuación e interceptarlo. Sabía que la bruja no podría ayudarle a encontrar a una mujer que no existía, así que razonó que Richard se encaminaría a continuación al norte para obtener ayuda del único mago que conocía, su abuelo, Zedd, que estaba en el Alcázar del Hechicero de Aydindril. Puesto que todavía se hallaba muy lejos, en el sudeste, Nicci había decidido tomar la ruta más corta hacia Aydindril. De ese modo recorrería mucha menos distancia que él y lo podría encontrar allí.

Una vez que salió de los angostos confines de los edificios de la ciudad, a Nicci se le aceleró el corazón al comprobar que estaba en lo cierto. Vio a Richard.

Cara y él cabalgaban a toda velocidad por la calzada, dejando tras ellos una larga cinta de polvo. Nicci recordó que habían abandonado Altur’Rang con seis caballos; ahora sólo tenían tres. Por el modo en que cabalgaban, la hechicera tuvo la clara sospecha de que conocía el motivo. Cuando Richard tenía la mente puesta en algo no había quien lo detuviera, así que era probable que hubiese matado de agotamiento a los otros animales.

Cuando Nicci salió al galope de la ciudad para cortarles el paso, Richard la divisó al instante y aminoró la marcha. Sa’din la transportó veloz por encima de las pequeñas elevaciones, dejando atrás cercados, establos, talleres, puestos desiertos del mercado, la tienda de un herrero y pastos cercados y corrales para animales que ya no estaban allí. Grupos de pinos pasaron raudos y la hechicera cabalgó veloz bajo las amplias copas de robles blancos apiñados junto a la calzada en algunos lugares.

Nicci estaba ansiosa por volver a ver a Richard. De improviso, su vida volvía a tener un propósito. Se preguntó si había sucedido algo con la bruja que lo hubiese convencido por fin de que no existía la mujer de sus sueños. Incluso tenía alguna esperanza de que se hubiese recuperado de sus delirios y volviera a ser el de siempre. El alivio de verlo sentado muy tieso en su montura venció a la inquietud respecto a por qué se dirigiría a tal velocidad al Alcázar.

Desde que se había separado de él, Nicci había repasado todo lo que había sucedido, intentando localizar el origen de la falsa ilusión de Richard, y había llegado a una teoría aterradora. Repasándolo miles de veces mentalmente, intentando recordar cada detalle, Nicci había llegado a temer que hubiese sido ella la causa de su problema.

Había trabajado a marchas forzadas mientras intentaba salvarle la vida. Aparte de que había otras personas a su alrededor que la distraían, le preocupaba que los enemigos pudiesen atacar en cualquier momento y, por lo tanto, no se había atrevido a ir más despacio en lo que hacía. Lo que era aún peor, intentaba cosas que nunca antes había hecho; cosas de las que ni siquiera había oído hablar. Después de todo, la Magia de Resta se usaba para descargar destrucción, no para curar, y ella llevaba a cabo cosas que no estaba segura de que funcionasen. También sabía que no existía otra esperanza y que, por lo tanto, no tenía elección.

Pero temía que en ese entonces, hubiese sido ella quien había inducido accidentalmente el problema que tenía Richard con su memoria, con su mente. Si eso era cierto, jamás se lo perdonaría.

Si había cometido un error con la Magia de Resta, y había eliminado algún elemento de su mente, alguna parte vital que lo capacitaba para interactuar eficazmente con la realidad, no existiría modo de restituir lo perdido. Eliminar algo con Magia de Resta era tan irreversible como la muerte. Si le había dañado la mente, jamás volvería a ser el mismo y residiría permanentemente en un mundo creado por su imaginación, sin ser nunca capaz de reconocer la realidad… y sería por su culpa.

Aquella idea la había conducido al borde de la desesperación.

Richard y Cara se detuvieron mientras esperaban a que Nicci los alcanzara. Campos de espigados pastos veraniegos crecían a los pies de arboladas colinas situadas más allá, y los caballos aprovecharon la oportunidad para pastar en las altas hierbas.

La visión de Richard llenó de dicha el corazón de Nicci. Tenía los cabellos un poco más largos, y parecía cubierto de polvo, pero su aspecto era tan tenso, erguido, impactante, apuesto, imperioso, concentrado y determinado como el de siempre. A pesar de sus sencillas ropas de viaje, era el lord Rahl de pies a cabeza.

Con todo, algo en él no parecía como debía ser.

—¡Richard! —lo llamó Nicci mientras iba al galope hasta él y Cara, a pesar de que la veían.

Tiró de las riendas de Sa’din al llegar junto a ellos. En cuanto paró, el polvo empezó a alcanzarles y a pasar flotando junto a ellos. Richard y Cara aguardaron. Por el modo en que la hechicera había gritado daba la impresión de que esperaban que fuese a decir algo urgente, cuando en realidad todo había sido debido a su entusiasmo al verlo.

—Me tranquiliza veros a ambos bien —dijo Nicci.

Richard se relajó visiblemente y cubrió con las manos el pomo de la silla. El caballo ahuyentó unas moscas de la grupa con un estremecimiento. Cara estaba sentada muy tiesa en su silla, el caballo muy cerca y detrás del de Richard.

—También me alegro yo de verte bien —repuso Richard, y su cálida sonrisa indicaba que lo decía de verdad.

Nicci se habría dejado desbordar por una risa dichosa al verle sonreír, pero se contuvo y sencillamente devolvió la sonrisa.

—¿Qué pasó en Altur’Rang? —preguntó él—. ¿Está la ciudad a salvo?

—Acabaron con los invasores. —Nicci tensó las riendas para refrenar a un excitado Sa’din, y luego le dio una tranquilizadora palmada en el cuello—. La ciudad está a salvo por ahora. Víctor e Ishaq indicaron que te dijese que son libres y que seguirán así.

Richard asintió con tranquila satisfacción.

—¿Tú estás bien, entonces? Estaba preocupado por ti.

—Estupendamente —respondió, incapaz de contener la abierta sonrisa ante la idea de que había estado preocupado por ella y en absoluto interesada en mencionarle heridas que ahora estaban curadas. Nada de ello importaba ya, pues volvía a estar junto a Richard.

Parecía agotado, como si Cara y él no hubiesen dormido apenas durante el viaje. Por la distancia que habían recorrido en un período tan corto de tiempo, no podían haber descansado mucho.

Nicci reparó entonces en qué era lo que estaba mal en él.

No tenía su espada.

—Richard, ¿dónde está…?

Cara, detrás de él, lanzó a Nicci una mirada severa al tiempo que se pasaba rápidamente un dedo por delante de la garganta, advirtiendo a Nicci que interrumpiera lo que había estado a punto de preguntar.

—¿Dónde están los otros caballos? —preguntó a toda prisa la hechicera, alterando la pregunta para tapar el ominoso silencio que había aflorado durante la breve pausa.

Richard suspiró, al parecer sin advertir qué era en realidad lo que había estado a punto de preguntarle.

—Me temo que les he estado exigiendo muchísimo. O acabaron cojos o murieron. Hemos tenido que conseguir nuevos caballos por el camino. Éstos los robamos de un campamento de la Orden Imperial cerca de Galea. Tiene tropas acantonadas por toda la Tierra Central. Les quitamos estos caballos y provisiones para el camino.

Cara sonrió con maliciosa satisfacción, pero permaneció callada.

Nicci se preguntó cómo habría conseguido él llevar a cabo tales cosas sin su espada, pero luego comprendió lo estúpido de tal pensamiento. La espada no convertía a Richard en el hombre que era.

—¿Y la bestia? —preguntó.

Richard echó una mirada por encima del hombro a Cara.

—Hemos tenido unos cuantos encuentros.

Por alguna razón, Nicci percibió algo inquietante en su voz.

—¿Unos cuantos encuentros? —preguntó—. ¿Qué clase de encuentros? ¿Qué sucede? ¿Qué va mal?

—Nos las arreglamos, eso es todo. Hablaremos sobre ello más tarde, cuando tengamos tiempo.

La hechicera pudo ver por la expresión irritada de sus ojos que lo estaba minimizando y que no estaba de humor para tener que revivirlo justo en aquel momento. Richard tiró de las riendas, apartando a su caballo de la hierba.

—Ahora necesito llegar al Alcázar.

—Y ¿cómo fue con la bruja? —preguntó Nicci a la vez que hacía andar su caballo junto al de él—. ¿Qué descubriste? ¿Qué dijo?

—Que lo que busco lleva mucho tiempo enterrado —masculló él con desaliento; se pasó una mano cansada por el rostro y luego abandonó sus pensamientos íntimos para fijar en ella la penetrante mirada—: ¿Significa algo para ti «Cadena de Fuego»? —Cuando Nicci negó con la cabeza, preguntó—: ¿Y la Profunda Nada?

—¿La Profunda Nada? —Nicci reflexionó por un breve instante—. No, ¿qué es?

—No tengo ni idea, pero necesito descubrirlo. Tengo la esperanza de que Zedd sea capaz de arrojar algo de luz sobre ello.

Tras eso, marchó al galope. Nicci espoleó de inmediato a Sa’din para mantenerse a su altura.