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ientras Nicci y Cara iniciaban el descenso hacia donde Jillian dijo que estaban los soldados de la Orden Imperial, Richard regresó al interior de su tumba y recuperó la más pequeña de las esferas de cristal. La deslizó dentro de su mochila para que estuviese a mano si tenían que entrar en alguno de los edificios de la ciudad. Registrar antiguos edificios medio en ruinas en la oscuridad no era una perspectiva que lo entusiasmase.
Jillian era como un gato que conocía hasta el último recoveco de la antigua ciudad. Atravesaron calles que casi habían desaparecido bajo cascotes sueltos y restos de paredes que se habían desplomado hacía mucho. Parte de los escombros habían acumulado polvo y tierra arrastrados por el viento, formando pequeñas colinas donde ahora crecían árboles. Había varios edificios en los que Richard no quiso entrar porque podía ver que estaban a punto de derrumbarse si el viento soplaba. Otros estaban aún en un estado relativamente bueno.
Uno de los edificios más grandes a los que Jillian lo condujo tenía arcos a lo largo de toda la parte frontal. Entraron a lo que parecía un patio interior. A medida que Richard pisaba el suelo, pedacitos de argamasa desmenuzada crujieron bajo sus pies. Un mosaico hecho de diminutos baldosines de colores cubría todo el suelo; los colores habían perdido intensidad hacía mucho, pero Richard todavía podía distinguirlos lo bastante bien como para ver que las arremolinadas líneas de baldosas conformaban un extenso dibujo de árboles en un paisaje rodeado por un muro, con senderos a través de unas tumbas.
—Este edificio es la entrada a una sección del cementerio —lo informó Jillian.
Richard frunció el entrecejo a la vez que se inclinaba un poco hacia el suelo, estudiando el dibujo. Había algo raro en él. La luz de la luna caía sobre figuras en el mosaico que transportaban fuentes con panes y lo que parecían carnes al interior del cementerio, mientras que otras figuras regresaban con fuentes vacías.
Se irguió al oír un grito horripilante que flotó hasta ellos desde la lejanía. Tanto Jillian como él permanecieron totalmente inmóviles, escuchando. Más tenues gemidos y lamentos flotaron hasta ellos en el fresco aire nocturno.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Jillian con un susurro, los ojos abiertos como platos.
—Creo que Nicci se está deshaciendo de los invasores. Tu gente estará a salvo una vez que haya terminado.
—¿Te refieres a que les está haciendo daño?
Richard advirtió que tales conceptos eran ajenos a la muchacha.
—Esas personas les harían cosas terribles a tu gente… incluido tu abuelo. Si se les permite que puedan regresar otro día, matarán a tu pueblo.
Ella giró y volvió a mirar a través de los arcos.
—Eso no estaría bien. Pero los sueños los habrían ahuyentado.
—¿Lanzar sueños salvó a tus antepasados? ¿Salvó a la gente de esta ciudad?
Ella volvió la cabeza para mirarlo a los ojos.
—Imagino que no.
—Lo que más importa es que las personas que valoran la vida, como tú., tu abuelo y tu pueblo, estén a salvo para vivir sus vidas. A veces eso significa que es necesario eliminar a aquellos que os harían daño.
Jillian tragó saliva.
—Sí, lord Rahl.
Él le posó una mano en el hombro y sonrió.
—Richard. Soy un lord Rahl que quiere que la gente esté a salvo para vivir como desee.
Por fin ella sonrió.
Richard volvió a contemplar el mosaico, estudiando el dibujo.
—¿Sabes qué significa esto? ¿Este dibujo?
Apartando de su mente los lejanos y espeluznantes alaridos de dolor que llegaban hasta allí desde la oscuridad, la niña bajó los ojos hacia el mosaico.
—¿Ves esta pared de aquí? —preguntó a la vez que señalaba—. Los relatos dicen que estas paredes contenían las tumbas de la gente de la ciudad. Este lugar, aquí, es donde estamos nosotros, ahora. Es el pasillo que lleva a los muertos.
»Los relatos cuentan que siempre había muertos, pero únicamente tenían este lugar para colocarlos dentro de los muros de la ciudad. La gente no quería que sus seres queridos estuviesen lejos de ellos, lejos de lo que consideraban el lugar sagrado para sus antepasados, así que construían pasadizos donde podían hallar lugares de descanso para ellos.
Las palabras de Shota resonaron en su memoria.
«Debes encontrar el lugar de los huesos en la Profunda Nada». «Lo que buscas lleva mucho tiempo enterrado».
—Muéstrame este lugar —dijo a Jillian—. Llévame ahí.
Fue más difícil de alcanzar de lo que había esperado. Había un laberinto de pasadizos y habitaciones a través del edificio y parte de él pasaba entre paredes rotas, abiertas a las estrellas, para luego volver a entrar en las oscuras profundidades del edificio.
—Éste es el camino de los muertos —explicó Jillian—. A los difuntos los entraban por aquí. Se dice que se construyó de este modo con la esperanza de que las almas de los muertos se sintieran confundidas por los pasadizos y no fuesen capaces de volver al exterior. Confinados en este sitio e incapaces de regresar entre los vivos, seguirían adelante para estar allí donde pertenecían, en el mundo de los espíritus.
Por fin volvieron a salir a la noche. La media luna se alzaba ya por encima de la antigua ciudad de Caska. Lokey describió círculos en las alturas y llamó a su amiga, quien lo saludó con la mano. El cementerio que se extendía ante él era de buen tamaño, pero parecía insuficiente para una ciudad.
Richard recorrió con Jillian el sendero que discurría entre las apelotonadas sepulturas. En algunos lugares se alzaban árboles retorcidos. A la luz de la luna era un lugar apacible, con flores silvestres desperdigadas por el terreno.
—¿Dónde están los pasadizos de que hablabas? —le preguntó él.
—Lo siento, Richard, pero no lo sé. Los relatos hablan de ellos, pero no dicen cómo encontrarlos.
Richard registró el cementerio, con Jillian junto a él, mientras la luna ascendía más en el firmamento, y no pudo encontrar ningún indicio de los pasadizos. Todo parecía como cualquier cementerio que hubiese visto. Lápidas apiñadas muy juntas. Algunas seguían en pie, mientras que otras hacía tiempo que habían caído para yacer planas en el suelo o para que crecieran plantas sobre ellas.
Richard se estaba quedando sin tiempo. No podía permanecer en Caska escuchando eternamente el canto de las cigarras. Aquello no lo estaba conduciendo a ninguna parte; necesitaba buscar respuestas donde tuviese la posibilidad de hallarlas, y aquel antiguo lugar no parecía ser el sitio adecuado.
En el Palacio del Pueblo de D’Hara habría libros valiosos que Jagang aún no había podido robar. Era más probable que encontrase información útil allí que en un cementerio vacío.
Se sentó en la falda de un pequeño montículo, bajo un olivo, para considerar lo que podría hacer.
—¿Conoces algún otro lugar donde pudiesen estar esos pasadizos que se mencionaban en los relatos?
La boca de Jillian se crispó mientras reflexionaba.
—Lo siento, pero no. Cuando sea seguro, podemos bajar y hablar con mi abuelo. Él sabe muchas cosas. Muchas más que yo.
Richard tampoco sabía cuánto tiempo tenía para dedicarse a escuchar los relatos de su abuelo. Lokey aleteó hasta posarse en el suelo, a poca distancia, para darse un festín con las cigarras que iban apareciendo. Tras los diecisiete arios que habían vivido bajo tierra, más de ellas emergían sin cesar… para acabar siendo picoteadas por el cuervo.
Richard rememoró la profecía que Nathan le había leído. Había mencionado las cigarras, y se preguntó el motivo. Había dicho algo sobre que, cuando las cigarras despertasen, la batalla final y decisiva habría llegado. El mundo, decía, estaba al borde de la oscuridad.
El borde de la oscuridad… Richard bajó la vista. Contempló cómo salían del suelo.
Mientras observaba, advirtió que todas ascendían a través de un espacio en una lápida que yacía bocabajo sobre la elevación de terreno. Lokey también lo había advertido, y estaba allí de pie, comiéndoselas.
—Eso es curioso —dijo para sí.
—¿Qué es curioso?
—Bueno, mira ahí. Las cigarras no suben a través de la tierra, salen de debajo de esa piedra.
Richard se arrodilló y metió los dedos dentro del espacio. Parecía hueco debajo. Lokey ladeó la cabeza mientras observaba. Richard tiró hacia arriba, gruñendo por el esfuerzo. La piedra empezó a subir, y a medida que se alzaba, Richard advirtió que tenía goznes a la izquierda. Finalmente cedió y se abrió.
Richard miró con atención abajo a la oscuridad. No era una tumba. Había sido una tapa de piedra de un pasadizo. Al instante, sacó la esfera de cristal de la mochila y, en cuanto empezó a brillar, la sostuvo hacia abajo en, las oscuras fauces del agujero.
—¡Es una escalera! —exclamó Jillian con un grito ahogado.
—Vamos, pero ten cuidado.
Los peldaños eran de piedra, irregulares y estrechos. El borde delantero de cada uno estaba hundido y redondeado por los innumerables pies que habían pasado por allí. El pasadizo estaba forrado de bloques de piedra, creando un sendero despejado que descendía profundamente en la tierra. Los peldaños llegaron a un descansillo y giraron a la derecha, luego, tras otro largo trecho, giraron a la izquierda y descendieron aún más.
Cuando por fin llegaron al fondo, el pasadizo fue a dar a corredores más anchos que estaban tallados en la roca del terreno. Richard sostenía la refulgente esfera al frente en una mano y la mano de Jillian en la otra mientras se inclinaba un poco para pasar por el techo bajo mientras seguían adentrándose más. No pasó mucho tiempo antes de que encontraran una intersección.
—¿Dicen tus relatos algo sobre cómo moverse por aquí abajo? —Ella negó con la cabeza—. ¿Qué hay de todos esos laberintos que aprendiste? ¿Crees que servirán de algo aquí abajo?
—No lo sé. No sabía que este lugar existía.
Richard soltó aire mientras miraba a lo largo de cada uno de los pasillos.
—De acuerdo, empezaré a adentrarme más. Si crees que reconoces algo, o alguna de las rutas, házmelo saber.
Una vez que ella dio su aprobación, empezaron a avanzar por el desvío que iba a la izquierda. A cada lado del estrecho corredor empezaron a encontrar nichos que habían sido tallados en las paredes. Dentro de cada uno descansaban los restos de un cuerpo. En algunos lugares los nichos estaban apilados en grupos de tres o de cinco. Otros contenían dos cuerpos, probablemente un matrimonio.
Alrededor de algunas de las cavidades todavía quedaban antiguas pinturas. Las decoraciones eran vides, personas con comida en otras, y en algunos sitios simples motivos. Por los distintos estilos y la dispar calidad de los dibujos, Richard adivinó que debían de haber sido realizados por seres queridos para un miembro de la familia que había fallecido.
El estrecho pasadizo fue a dar a una cámara con diez aberturas que se abrían paso en distintas direcciones. Richard eligió una y empezó a andar por ella. También ésta daba a espacios más amplios, con una maraña de ramificaciones. El terreno de vez en cuando descendía, y alguna que otra vez ascendía un poco.
Pronto empezaron a encontrar los huesos.
Había habitaciones con pilas de huesos en nichos. Había cráneos cuidadosamente colocados en un nicho, huesos de piernas apilados en otro, huesos de brazos en otro más. Enormes contenedores de piedra tallados en las paredes contenían huesos más pequeños, todos pulcramente colocados. En su recorrido de una cripta tras otra, Richard y Jillian vieron paredes de cráneos que debían de contarse por miles. Sabiendo que veía sólo un pasadizo al azar, Richard no podía ni imaginar cuántas personas tenía que haber inhumadas en aquellas catacumbas. A pesar de lo horripilante que resultaba ver a tantos muertos, cada uno de sus huesos daba la impresión de haber sido colocado con reverencia. Ninguno estaba simplemente arrojado al interior de un agujero o en un rincón. Los habían colocado como si cada uno hubiese sido una vida valorada.
Durante lo que tuvo que ser bastante más de una hora, avanzaron a través del laberinto de túneles. Cada sección era diferente. Algunas eran amplias, otras estrechas, y con habitaciones a cada lado. Al cabo de un rato, Richard comprendió que cada sitio tenía que haber sido tallado en la roca para dejar espacio para una familia.
Y entonces llegaron a una zona del pasadizo que se había desplomado en parte. Una gran sección de piedra se había venido abajo.
Richard se detuvo y contempló el revoltijo de piedras.
—Hasta aquí hemos llegado.
Jillian se acuclilló, atisbando por debajo un bloque de piedra que descansaba en ángulo, atravesado en el pasillo.
—Puedo ver un camino por aquí debajo.
Se giró hacia Richard. Sus ojos color cobre tenían un aspecto atemorizador al mirar desde la máscara negra que llevaba pintada en el rostro.
—Soy más pequeña. ¿Quieres que vaya a echar un vistazo?
Richard sostuvo la refulgente esfera abajo para iluminarle la abertura.
—De acuerdo. Pero no quiero que sigas avanzando si crees que parece peligroso. Hay miles de túneles aquí abajo, así que hay muchos otros en los que mirar.
—Pero éste es el que encontró el lord Rahl. Debe ser importante.
—Soy sólo un hombre, Jillian. No soy un espíritu sabio que ha regresado del mundo de los muertos.
—Sí tú lo dices, Richard…
Sonrió al decirlo.
La niña desapareció en el interior de la oblicua abertura como un pájaro atravesando un espino.
—¡Lord Rahl! —le llegó su voz en forma de eco—. Hay libros aquí dentro.
—¿Libros? —gritó él.
—Sí. Una barbaridad de libros. Está oscuro, pero parece una habitación grande con libros.
—Voy para ahí —dijo él.
Tuvo que quitarse la mochila y empujarla por delante mientras se arrastraba al interior. Resultó no ser tan dificultoso como había temido, y no tardó en pasar. Cuando se puso en pie en el otro lado, reparó en que el enorme bloque de piedra que yacía atravesado lateralmente en el pasadizo había sido en una ocasión una puerta. Parecía como si hubiese sido diseñada para deslizarse fuera de una ranura tallada en la pared del muro, pero en algún momento la maciza puerta se había roto y venido abajo. Mientras inspeccionaba el revoltijo, Richard se sacudió el polvo y descubrió una placa de metal que activaba un escudo.
La idea de que aquellos libros habían estado tras un escudo hizo que el corazón le latiera más deprisa.
Se volvió hacia la habitación. La cálida luz de la refulgente esfera mostró, en efecto, una cámara llena de libros. La habitación discurría siguiendo ángulos curiosos, al parecer sin un motivo. Richard y Jillian recorrieron el pasillo, contemplando todos aquellos libros. La mayoría de los estantes estaban tallados en la roca sólida, al igual que los nichos.
Richard sostuvo la esfera en alto mientras empezaba a escudriñar las estanterías.
—Oye —le dijo a Jillian—, estoy buscando algo específico: «Cadena de Fuego». Podría ser un libro. Tú empieza por un lado, y yo iré por el otro. Asegúrate de mirar los títulos de cada libro.
Jillian asintió.
—Si está aquí, lo encontraremos.
La antigua biblioteca era desalentadoramente enorme. Al doblar una esquina, toparon con una cámara llena de pasillos de estanterías. La búsqueda era lenta, pues tenían que trabajar en la misma zona para que ambos pudiesen ver.
Durante varias horas, avanzaron concienzudamente por la habitación. A mitad de camino, tropezaron con cámaras laterales, más pequeñas que la habitación principal, pero llenas de libros de todos modos. De vez en cuando cada uno tenía que soplar para eliminar el polvo de algunos de los lomos.
Richard estaba cansado y contrariado cuando por fin llegaron a un punto donde vio otra de las placas de metal. Presionó la palma de la mano contra ella y la pared de piedra que tenían delante empezó a moverse. La puerta no era grande, y giró rápidamente sobre sí misma, abriéndose a la oscuridad. Esperó que los escudos sintonizaran con lo que reconocían de su don y no funcionasen. No le gustaría que la bestia se materializase en aquellas catacumbas.
Introdujo la luz y vio una habitación pequeña con libros. También había una mesa rota hacía tiempo porque una parte del techo había ido a caer encima de ella.
Jillian, en profunda concentración, se dedicó a pasar un dedo por los lomos de los libros para leerlos mientras Richard atravesaba en cinco zancadas el cuarto hasta la pared opuesta. Vio otra placa de metal allí y presionó con la mano.
Lentamente, otra puerta estrecha en la piedra empezó a girar. Richard se agachó más mientras cruzaba el umbral e introdujo la luz a medias.
—¿Amo, deseáis viajar? —reverberó una voz.
Contemplaba la luz que se reflejaba en el rostro plateado de la sliph. Era la habitación del pozo, por donde habían llegado. La entrada estaba en el lado opuesto al de los escalones donde habían encontrado la primera placa de metal que había abierto el techo.
Simplemente habían pasado la mayor parte de la noche andando en círculo, para acabar justo donde habían empezado.
—Richard —dijo Jillian—, mira esto.
Richard se giró en redondo y se encontró cara a cara con la cubierta de cuero rojo de un libro que ella sostenía en alto.
Ponía Cadena de Fuego.
Richard estaba tan atónito que se quedó sin habla.
Jillian, sonriendo de oreja a oreja por el descubrimiento, entró en la sala de la sliph con él. Richard le cogió el libro de las manos.
Sintió como si estuviese en otra parte, contemplándose a sí mismo, sujetando el libro titulado Cadena de Fuego.