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erna se detuvo al escuchar el aislado y prolongado repique de una campana.
—¿Qué ha sido eso?
—La oración —contestó Berdine, deteniéndose para mirar atrás, a Verna, mientras el profundo tañido resonaba a través de los inmensos corredores de mármol y granito del Palacio del Pueblo.
Todas las personas, sin importar adónde parecieran dirigirse, daban la vuelta y en su lugar se encaminaban hacia el ancho corredor del que había surgido el profundo y retumbante sonido de la campana. Nadie parecía tener prisa, pero todos ellos, con gran premeditación, caminaban en dirección al sonido de la campana, que se apagaba lentamente.
Verna dirigió una mirada perpleja a Berdine.
—¿Qué?
—La oración. Ya sabes lo que es una oración.
—¿Te refieres a una oración al lord Rahl? ¿Esa oración?
Berdine asintió.
—La campana anuncia que es hora de la oración.
La mord-sith dirigió la mirada en dirección a la sala a la que se encaminaba la gente.
Muchos de los que se congregaban allí iban vestidos con túnicas de colores apagados. Verna dio por sentado que las túnicas blancas con ribetes dorados o plateados las portaban funcionarios de una clase u otra que vivían y trabajaban en el palacio. Ciertamente, tenían el porte de funcionarios. Todo el mundo proseguía con sus conversaciones informales al tiempo que dirigían sus pasos hacia el repique de la campana. Otras personas, las que trabajaban en tiendas, iban vestidas más en consonancia con su profesión, tanto si era trabajando el cuero, la plata, la cerámica, remendando zapatos, confeccionando trajes, proporcionando comida y servicios o llevando a cabo cualquiera de las diferentes tareas de palacio desde el mantenimiento a la limpieza.
Había otros vestidos con las ropas sencillas de los granjeros, muchos con sus esposas y algunos con niños. Otros, no obstante, iban vestidos con elegancia para su estancia en el palacio. Por lo que Verna había averiguado a través de Berdine, existían habitaciones que los huéspedes podían alquilar si deseaban quedarse durante un período prolongado. Había, asimismo, alojamientos para las muchas personas que vivían y trabajaban en el palacio.
La mayoría de las personas ataviadas con túnicas andaban con calma, como si fuese simplemente otra parte de su quehacer diario. Los que vestían con elegancia intentaban parecer igual de tranquilos y no contemplar boquiabiertos la exquisita arquitectura del palacio, pero Verna veía cómo sus ojos, abiertos como platos, no dejaban de ir de un lado a otro. Los visitantes vestidos con sencillez, a medida que se unían a la corriente de todas las personas que iban hacia donde se hallaba la campana, lo escudriñaban todo: las estatuas imponentes de hombres y mujeres en posturas orgullosas talladas en piedra multicolor, las pulidas columnas estriadas de dos pisos que sostenían terrazas, los espectaculares suelos de granito negro y ónix color miel.
Verna sabía que tales diseños intrincados y precisos en los suelos de piedra sólo podían haberlos creado los maestros artesanos de más talento de todo el Nuevo Mundo. Sirviendo como Prelada en el Palacio de los Profetas durante un tiempo, había tenido que ocuparse de la sustitución de una sección de suelo de hermoso diseño que en el remoto pasado había sido dañado por unos magos jóvenes en período de adiestramiento. Las circunstancias precisas que habían conducido a los destrozos y quién, exactamente, había sido el culpable era algo que permanecía envuelto en juramentos de no divulgarlo, pero el resultado era que la magia había hecho pedazos en un instante una larga sección de suelo de mármol colocado de un modo exquisito. Aunque los cascotes y baldosas sueltas se habían retirado hacía ya mucho, el suelo permaneció dañado durante décadas, rellenado con piedra caliza, resistente pero antiestética, mientras la vida en el Palacio de los Profetas seguía adelante. La actitud del palacio hacia esos traviesos magos había sido de indulgencia, en parte por un sentido de compunción por tener que retener a tales jóvenes en contra de su voluntad.
A Verna siempre le había irritado que no se hubiesen reparado los desperfectos; en parte porque el no repararlos representaba para ella consentir tan mal comportamiento. Siempre había parecido como si ella fuese la única —excepto tal vez hasta la llegada de Richard— a la que molestaba ver estropeada tal belleza. Richard esperaba que los muchachos que había allí se responsabilizasen de sus acciones, e, incluso, a pesar de estar retenido en contra de su voluntad, jamás toleró tal insensato comportamiento destructivo.
Warren veía las cosas del mismo modo que Richard. Tal vez por eso se habían hecho tan buenos amigos. Warren siempre había sido serio en todo. Después de que Richard abandonara el palacio, Warren había recordado a Verna que, como la nueva prelada, ya no tenía que quejarse ni sobre los comportamientos ni sobre el suelo; la había animado a actuar según sus convicciones. Así pues, como Prelada, impuso normas nuevas y acometió la tarea de terminar las reparaciones del suelo.
Fue entonces cuando aprendió unas cuantas cosas sobre tales suelos, y que si bien existían un sinnúmero de hombres que se jactaban de ser maestros artesanos, muy pocos lo eran en realidad. Aquellos que lo eran dejaban que su trabajo marcara con claridad la distinción. Los primeros convertían la tarea en una pesadilla, los segundos en una alegría.
Recordaba lo orgulloso que Warren había estado de ella por ocuparse de que se llevara a término la tarea y por sólo aceptar lo mejor. Echaba tanto de menos a Warren…
Verna paseó la mirada por el espectacular palacio, el intrincado trabajo con la piedra. Pero tal belleza no conseguía emocionarla ahora. Desde que Warren había muerto todo le parecía insulso, sin interés. Desde que Warren había muerto, la vida misma parecía un trabajo fatigoso.
Por todo el palacio patrullaban soldados cautelosos, probablemente sin advertir jamás, ni siquiera tener en cuenta, la asombrosa cantidad de imaginación, talento y esfuerzo humano que se había dedicado a la creación de un lugar como el Palacio del Pueblo. Ahora formaban parte de ello, una parte que lo mantenía viable, igual que miles de hombres exactamente como ellos durante siglos habían recorrido aquellos mismos pasillos y los habían mantenido seguros.
Verna reparó en que algunos de los guardias transitaban por los pasillos en parejas, mientras que otros patrullaban en grupos. Los fornidos jóvenes vestían uniformes elegantes con hombreras y placas pectorales de cuero moldeado y todos llevaban al menos una espada. Muchos de los soldados también llevaban picas relucientes. Verna advirtió la presencia de unos guardias especiales que lucían guantes negros y llevaban ballestas colgadas al hombro; las aljabas de sus cintos contenían saetas con plumas rojas.
Los ojos de los soldados estaban en movimiento permanente, vigilándolo todo.
—Creo recordar que Richard mencionó la oración —dijo Verna—, pero yo no creía que siguieran haciéndola cuando el lord Rahl no está en el palacio. Y en especial desde que Richard se convirtió en el lord Rahl.
Verna no había tenido la intención de ser condescendiente, aunque advirtió, después de haberlo dicho, que debía de haber sonado así. Era sólo que Richard era… bueno, Richard.
Berdine miró a Verna de soslayo.
—Sigue siendo el lord Rahl. Nuestra adhesión a él no es menor porque esté fuera. La oración se lleva siempre a cabo en el palacio, tanto si el lord Rahl está aquí como si no está. Y a pesar de cómo puedas considerarlo, es el lord Rahl en todos los aspectos. Jamás hemos tenido a un lord Rahl al que respetemos tanto como lo respetamos a él. Eso hace que la oración tenga más significado que nunca.
Verna mantuvo la boca cerrada, pero lanzó a Berdine una mirada que le salía con mucha facilidad como Hermana de la Luz y ahora como Prelada. Incluso a pesar de comprender los motivos que había detrás, ella era la Prelada de las Hermanas de la Luz, consagrada a encargarse de que se hiciera la voluntad del Creador, y, como una Hermana de la Luz, viviendo en el Palacio de los Profetas, bajo el hechizo que volvía más lento el envejecimiento de sus moradores, había visto ir y venir a muchos gobernantes. Las Hermanas de la Luz jamás se inclinaban ante ninguno de ellos.
Se recordó que el Palacio de los Profetas había desaparecido. La Orden Imperial controlaba ahora a muchas de las Hermanas.
Berdine alzó una mano, indicando el palacio a su alrededor.
—El lord Rahl hace todo esto posible. Nos da una patria. Es la magia contra la magia. Su gobierno nos mantiene a salvo. Aunque en el pasado tuvimos amos que consideraban la oración como una demostración de servidumbre, su origen no es en realidad otra cosa que una expresión de respeto.
La irritación de Verna bullía dentro de ella. No era de algún líder místico de lo que hablaba Berdine, de algún sabio rey anciano; hablaba de Richard. Por mucho que Verna lo respetase y valorase, seguía siendo Richard: el guía del bosque.
Instantes después de su ramalazo de indignación llegó el arrepentimiento ante pensamientos tan poco caritativos.
Richard siempre luchaba por lo que era correcto. Con toda valentía, había puesto su vida en peligro por sus nobles creencias.
También era aquel a quien mencionaba la profecía.
También era el Buscador.
También era el lord Rahl, el portador de la muerte, que había puesto al mundo patas arriba. Debido a Richard, Verna era Prelada, aunque no estaba segura de si eso era una bendición o una maldición.
Richard también era la última esperanza que les quedaba.
—Bueno, pues si no se da prisa y se reúne con nosotros para conducir al ejército d’haraniano en la batalla final, no quedará nadie para mostrarle respeto.
Berdine retiró la dura mirada llena de reproche y sin previo aviso empezó a andar en dirección al pasillo que giraba a la izquierda, de donde venía el repique de la campana.
—Nosotros somos el acero contra el acero. Lord Rahl es la magia contra la magia. Si no acude a combatir con el ejército, será solamente por su deber de protegernos a todos de las fuerzas siniestras de la magia.
—Sandeces —masculló Verna para sí mientras apresuraba el paso para alcanzar a la mord-sith—. ¿Adónde vas? —gritó.
—A la oración. En el palacio todo el mundo acude a la oración.
—Berdine —gruñó Verna a la vez que agarraba el brazo de la mord-sith—, no tenemos tiempo para eso.
—Es la oración. Es parte de nuestro vínculo con lord Rahl. Sería aconsejable que acudieses a la oración. Deberías recordarlo.
Verna se quedó totalmente inmóvil en el inmenso corredor, pasmada, contemplando como la mord-sith se alejaba con paso digno. Verna conservaba un vívido recuerdo del tiempo en que el vínculo con Richard había quedado roto. No había sido durante mucho tiempo, pero durante la ausencia de Richard del mundo de la vida la protección del vínculo con el lord Rahl había dejado de existir.
Durante aquella breve ventana en el tiempo, en que Richard y el vínculo ya no estaban con ellos, Jagang había entrado clandestinamente en los sueños de Verna para capturar su mente. También había capturado a Warren. Había sido un horror indescriptible tener al Caminante de los Sueños controlando su conciencia, pero había sido mucho peor saber que Warren se hallaba igual de indefenso. La presencia brutal de Jagang había dominado cada aspecto de las existencias de ambos, desde lo que podían pensar a lo que tenían que hacer. Ya no tenían control sobre la propia voluntad; la voluntad de Jagang era todo lo que importaba. El simple recuerdo del dolor abrasador que había sentido a través de aquella conexión y también Warren hizo que las lágrimas acudieran inesperadamente a los ojos de Verna.
Eliminó las lágrimas de un manotazo y corrió tras Berdine. Verna tenía cosas importantes que hacer, pero perdería un tiempo indecible intentando encontrar el camino por sí sola en el vasto interior del Palacio del Pueblo. Necesitaba a la mord-sith para que se lo mostrara. De poseer Verna el control de su don éste podría ayudarla a encontrar lo que buscaba, pero en el palacio su han era prácticamente inútil; así que tendría que acompañar a Berdine y esperar que pudiesen regresar a su tarea sin perder demasiado tiempo.
El pasillo de la izquierda conducía bajo un puente interior con una barandilla y balaustres de mármol gris recorrido de vetas blancas. En un punto en el que convergían cuatro corredores, el pasillo dio a una especie de plaza. En el centro de la plaza había un estanque cuadrado con un asiento bajo y pulido de moteado granito gris que lo rodeaba por completo. Había una gran roca llena de hoyos en el agua, un poco descentrada, y encima de la roca estaba una campana. Al parecer, la que había repicado llamando a la gente a la oración.
Una mansa lluvia había empezado a caer a través del techo abierto y la superficie del estanque danzaba con las gotas. Verna vio que el suelo alrededor de toda la plaza estaba ligeramente inclinado en dirección a desagües que se ocupaban de cualquier precipitación de agua. Las baldosas de arcilla ayudaban a reforzar la idea de que la plaza estaba realmente al aire libre.
Por todas partes a su alrededor, la gente empezaba a arrodillarse, inclinándose sobre el suelo, de cara al estanque que contenía la ahora silenciosa campana de bronce.
El sombrío descontento de Berdine se esfumó cuando vio que Verna la acompañaba. Le dedicó una sonrisa de felicidad y luego hizo la más extraña de las cosas: alargó el brazo y le cogió la mano a Verna.
—Vamos, deja que te lleve hasta el estanque. Tiene peces.
—¿Peces?
La sonrisa de Berdine se ensanchó.
—Sí. Me encantan los peces.
Se abrieron paso a través de todas las personas arrodilladas en el suelo y alcanzaron la parte delantera de la multitud, cerca del estanque. Verna vio que había bancos de peces color naranja vagando en el agua. Apenas había espacio para que pudiesen permanecer de pie entre todas las personas arrodilladas a su alrededor.
—¿No son bonitos? —preguntó Berdine, y volvía a mostrar aquel aire de niña pequeña.
Verna dirigió una mirada feroz a la joven.
—Son peces.
Berdine pareció no inmutarse y se arrodilló en un punto que quedó libre cuando la gente se hizo a un lado para dejarles sitio. Verna pudo ver por las miradas de reojo que todo el mundo sentía respeto por la mord-sith, por no decir temor. Si bien nadie parecía lo bastante asustado como para irse, estaba claro que no querían estar donde Berdine. También parecían más que un poco preocupados sobre a quién estaba arrastrando la mord-sith a la oración, como si pudiese ser una pecadora arrepentida y la lección pudiese involucrar derramamiento de sangre.
Berdine echó un vistazo a Verna antes de inclinarse al frente y colocar las manos sobre el suelo. La breve mirada había sido una advertencia a Verna para que hiciese lo mismo. Verna vio que los guardias la vigilaban. Aquello era de locos; ella era la Prelada de las Hermanas de la Luz, una consejera de Richard y se contaba entre sus amigos íntimos.
Pero los guardias no lo sabían.
Verna no desconocía que su poder quedaba reducido casi a la nada en el palacio. El lugar era el hogar ancestral de la Casa de Rahl, y el palacio entero había sido construido siguiendo la configuración de un hechizo diseñado para intensificar su poder y negarles a otros el suyo.
Profirió un suspiro y finalmente se arrodilló, inclinándose al frente sobre las manos como todos los demás. Estaban cerca del estanque, pero la abertura en el techo era sólo aproximadamente del tamaño del mismo estanque, de modo que la lluvia quedaba confinada en su mayor parte a él y a aquellas gotas vagabundas que la suave brisa transportaba un poco más allá. Lo cierto era que las escasas salpicaduras que la alcanzaban resultaban más bien refrescantes.
—Soy demasiado vieja para esto —se quejó Verna en un susurro a su compañera de oración.
—Prelada, eres una mujer joven y sana —reprendió Berdine.
Verna suspiró. No servía de nada usar como argumento lo estúpido de arrodillarse en el suelo y elevar una oración a un hombre al que ya estaba consagrada en más de un modo. Pero era más que estúpido: era ridículo. Y una pérdida de tiempo.
—Amo Rahl, guíanos —empezó a decir la multitud a la vez, si bien no todos en armonía, mientras se inclinaban y posaban las frentes sobre el suelo.
—Amo Rahl, enséñanos —dijeron todos, empezando a ir más al unísono.
Berdine, con la frente contra una baldosa, consiguió lanzar una mirada enardecida en dirección a Verna, quien puso los ojos en blanco y se inclinó hacia adelante, posando la frente sobre la baldosa.
—Amo Rahl, protégenos —masculló, uniéndose por fin a la oración que conocía y que ya había ofrecido en una ocasión al propio Richard—. Tu luz nos da vida. Tu misericordia nos ampara. Tu sabiduría nos hace humildes. Vivimos sólo para servirte. Tuyas son nuestras vidas.
Verna consideró agriamente que, si Richard no tenía el buen sentido de darse prisa y unirse al ejército d’haraniano, éste no iba a poder proteger a nadie.
Juntos, los allí congregados volvieron a entonar la oración en voz queda.
—Amo Rahl, guíanos. Amo Rahl, enséñanos. Amo Rahl, protégenos. Tu luz nos da vida. Tu misericordia nos ampara. Tu sabiduría nos hace humildes. Vivimos sólo para servirte. Tuyas son nuestras vidas.
Verna se inclinó un poco hacia Berdine y musitó:
—¿Cuántas veces vamos a tener que decir la oración?
Berdine, adoptando todo el aspecto de una mord-sith, lanzó a la mujer una mirada severa. No dijo nada; no tenía que hacerlo. Verna reconoció la mirada, pues ella misma había usado la misma mirada incontables veces mientras contemplaba despectiva a novicias que se portaban mal o a jóvenes magos en proceso de adiestramiento que se mostraban testarudos. Verna devolvió los ojos a la baldosa que tenía debajo, sintiendo como si volviera a ser una novicia mientras pronunciaba en voz baja el cántico junto con el resto de personas.
—Amo Rahl, guíanos. Amo Rahl, enséñanos. Amo Rahl, protégenos. Tu luz nos da vida. Tu misericordia nos ampara. Tu sabiduría nos hace humildes. Vivimos sólo para servirte. Tuyas son nuestras vidas.
El murmullo de la oración salmodiada, en una única voz conjunta de todos los reunidos en la plaza, resonó por los corredores.
Tras la mirada que Berdine le había dedicado, Verna consideró que era mejor si, por el momento, se guardaba para sí sus objeciones y pronunciaba la oración junto con todos los demás.
Decía las palabras en voz baja, pensando en ellas, y en cuántas veces habían demostrado ser ciertas para ella. Richard lo había cambiado todo en su vida. Verna había pensado que la misión más importante de las Hermanas era colocar un collar alrededor del cuello de muchachos poseedores del don y adiestrarlos en el uso de su habilidad. Richard la había puesto en su sitio respecto a aquella creencia irreflexiva; lo había cambiado todo, había hecho que lo reconsiderara todo.
De no haber sido por Richard, Verna dudaba de que se hubiese unido a Warren y que su mutuo cariño se hubiese transformado en amor. Richard le había dado la cosa más importante que había tenido en toda su vida.
—Amo Rahl, guíanos. Amo Rahl, enséñanos. Amo Rahl, protégenos. Tu luz nos da vida. Tu misericordia nos ampara. Tu sabiduría nos hace humildes. Vivimos sólo para servirte. Tuyas son nuestras vidas.
La cadencia de las palabras murmuradas por todas las voces de los allí congregados se unificó en forma de sonido reverencial que creció hasta reverberar por el enorme vestíbulo.
Verna se sentía tan sola, incluso en medio de aquella congregación. Le producía un gran dolor lo mucho que echaba de menos a Warren; había alzado un muro alrededor de sus sentimientos y se había recluido lejos de tales pensamientos, así como de todos los que la rodeaban, con la esperanza de ahorrarse el dolor que siempre parecía acechar bajo la superficie. Ahora se veía repentinamente abrumada por el descarnado sufrimiento de lo mucho que echaba de menos a Warren, de lo mucho que lo amaba. Él era lo mejor que le había sucedido en toda su vida… y ahora ya no estaba. El dolor desesperado hizo aflorar las lágrimas. Se sentía tan sola…
—Amo Rahl, guíanos. Amo Rahl, enséñanos. Amo Rahl, protégenos. Tu luz nos da vida. Tu misericordia nos ampara. Tu sabiduría nos hace humildes. Vivimos sólo para servirte. Tuyas son nuestras vidas.
Verna sorbió un sollozo mientras recordaba el beso que dio a Warren por última vez mientras éste yacía agonizante. Aquél había sido el momento más espantoso de toda su vida. A pesar del tiempo transcurrido, parecía como si hubiese sucedido ayer. Lo echaba tanto de menos que su ausencia le dolía físicamente.
—Amo Rahl, guíanos. Amo Rahl, enséñanos. Amo Rahl, protégenos. Tu luz nos da vida. Tu misericordia nos ampara. Tu sabiduría nos hace humildes. Vivimos sólo para servirte. Tuyas son nuestras vidas.
Verna pronunció las palabras de la oración junto con todas las demás personas, vertiendo sus sentimientos en ellas, una y otra vez, lentamente. El cántico murmurado ocupaba su mente, y lloró a la vez que recordaba el tiempo que había pasado junto a Warren.
Recordó las últimas palabras que él le había dicho: «Dame un beso —había musitado Warren—, mientras sigo vivo. Y no llores por lo que termina, recuerda los buenos momentos que compartimos. Bésame, amor mío».
El dolor y la nostalgia le retorcieron las entrañas. Su mundo había quedado reducido a cenizas. Nada parecía valer la pena. No quería seguir viviendo.
—Amo Rahl, guíanos. Amo Rahl, enséñanos. Amo Rahl, protégenos. Tu luz nos da vida. Tu misericordia nos ampara. Tu sabiduría nos hace humildes. Vivimos sólo para servirte. Tuyas son nuestras vidas.
Verna contuvo los sollozos mientras salmodiaba la oración. En ningún momento se le ocurrió siquiera preguntarse si alguien advertía lo que le sucedía.
Había sido todo tan sin sentido… Un joven sin aptitudes para nada que mereciera la pena, sin sentir interés por ninguna clase de valores, que no le era de utilidad a nadie, incluido él mismo, asesinó a Warren sólo para demostrar su lealtad a la causa de la Orden Imperial, que era, en esencia, que personas como Warren no tenían derecho a vivir su propia vida sino que debían sacrificarse por gentes como su asesino.
Richard luchaba para poner fin a tal locura. Richard luchaba con todo lo que tenía contra quienes traían al mundo tal brutalidad insensata. Richard se había entregado a la causa de ponerle fin de modo que otros no tuviesen que perder a aquellos que amaban, como Verna había perdido a Warren. Richard comprendía verdaderamente su dolor.
Verna se sumió en el ritmo del cántico, permitiendo que fluyera a través de ella. Richard representaba todo por lo que ella había peleado toda la vida: significado, propósito… Una oración a un hombre así, más que ser una blasfemia, parecía totalmente correcta. En cierto modo, debido a quién era Richard y lo que representaba, era en realidad una oración a la vida misma.
Richard había sido un buen amigo de Warren, su primer amigo auténtico. Richard lo había sacado de los sótanos y lo había hecho salir a la luz del sol, al mundo. Warren amaba a Richard.
La suave salmodia se había convertido en un refugio tranquilizante.
Sintió que un cálido haz de luz solar se posaba sobre ella al abrirse paso a través de las nubes y se encontró bañada en el delicado resplandor dorado de aquella luz. Ésta la envolvió en su calidez, que pareció filtrarse a su interior y alcanzarle el alma misma.
Warren querría que abrazase toda la preciosa belleza de la vida mientras la tenía.
Bajo el tierno contacto de la refulgente luz sintió paz por primera vez desde hacía una eternidad.
—Amo Rahl, guíanos. Amo Rahl, enséñanos. Amo Rahl, protégenos. Tu luz nos da vida. Tu misericordia nos ampara. Tu sabiduría nos hace humildes. Vivimos sólo para servirte. Tuyas son nuestras vidas.
El suave fluir de las palabras del rezo, mientras permanecía arrodillada bajo el cálido haz de luz solar, la llenó de un profundo sosiego, una serena sensación de pertenencia que no se parecía a ninguna que hubiese sentido antes. Susurró las palabras, dejando que transportaran lejos las esquirlas de dolor, y mientras permanecía arrodillada, con la cabeza sobre las baldosas, poniendo el corazón y el alma en las palabras que pronunciaba, se sintió libre de todas y cada una de sus preocupaciones; se vio invadida por la simple alegría de vivir, y por un sentimiento de veneración hacia la vida. Mientras salmodiaba junto con todos los demás, se complació en el delicado resplandor de la luz del sol. Resultaba tan cálido, tan protector. Tan afectuoso.
Casi parecía como si fuese el abrazo cariñoso de Warren.
Mientras entonaba el cántico junto con todos los demás, una y otra vez, sin interrumpirse para respirar, el tiempo fue pasando inadvertido dentro del núcleo de calma que sentía.
La campana repicó dos veces, en una afirmación queda, melodiosa y reconfortante de que la oración había finalizado, pero que al mismo tiempo permanecería siempre allí.
Verna alzó los ojos al sentir una mano sobre el hombro. Era Berdine, que le sonreía. Verna miró a su alrededor y vio que la mayoría de las personas ya se habían marchado, que sólo ella permanecía aún de rodillas, inclinada, delante del estanque. La mord-sith estaba arrodillada junto a ella.
—Verna, ¿te encuentras bien?
La Prelada se irguió sobre las rodillas.
—Sí… es sólo que se estaba tan bien bajo la luz del sol…
La frente de Berdine se crispó, y la mujer echó una ojeada a las gotas de lluvia que danzaban en el agua del estanque.
—Verna, ha estado lloviendo todo el tiempo.
Verna miró con detenimiento a su alrededor a la vez que se ponía en pie.
—Pero… lo noté. Vi el resplandor del haz de luz envolviéndome.
Berdine pareció caer en la cuenta, entonces, y posó una mano reconfortante en la región lumbar de Verna.
—Comprendo.
—¿Lo haces?
Berdine asintió con una sonrisa.
—Asistir a la oración en cierto modo te proporciona una oportunidad de contemplar la propia vida y junto con eso proporciona consuelo. A lo mejor alguien que te quiere vino a consolarte.
Verna se quedó mirando fijamente la apacible sonrisa de la mord-sith.
—¿Te ha sucedido eso alguna vez?
Berdine tragó saliva a la vez que asentía; sus ojos rebosantes de lágrimas indicaron que así era.