19: Borys

19

Borys

La carraca estaba volcada sobre un costado, partida en dos y medio enterrada en la rojiza arena. Los mekillots que habían tirado de la enorme fortaleza ambulante seguían sujetos a los arneses, tan inmóviles como cerros e igual de inertes. Desperdigados en un radio de cientos de metros se veían los cuerpos de los escoltas y sus kanks, mientras que a los guardas y a los mercaderes los habían extraído del interior de la carraca y apilado en un gran montón a su sombra.

A pesar del abrasador calor, sólo un leve aroma a podredumbre flotaba en el ambiente. Los cadáveres estaban demasiado consumidos y desecados para pudrirse, ya que todos los fluidos corporales se habían evaporado al serles extraída la energía vital.

Al pasar junto al lugar, Sadira aminoró el paso para permitir que Magnus la alcanzara. Para que el cantor del viento pudiera seguirla, la hechicera había cogido tres kanks a los elfos de la tribu de los Manos de Plata; con todo, y a pesar de que Magnus montaba en los animales por tumos, las bestias tenían que hacer tal esfuerzo para poder seguir el paso de Sadira que a menudo se quedaban rezagadas.

Cuando consiguió por fin alcanzarla, Magnus preguntó:

—¿El dragón otra vez?

Desde que habían regresado al sendero de las caravanas en el Arroyo Plateado, no habían dejado de encontrar toda una serie de espectáculos semejantes.

—Nos acercamos a Tyr —contestó Sadira, asintiendo—, y me gustaría saber a qué distancia de nosotros se encuentra. ¿Hay algún modo de que puedas averiguarlo?

Magnus negó con la cabeza.

—Por regla general, puedo aventurar una suposición basada en el nivel de descomposición de los cuerpos, pero con cadáveres como estos… —El cantor del viento dejó sin terminar la frase y volvió las orejas en dirección a la carraca—. Hay algo detrás de esos cuerpos —susurró, señalando el montón de cadáveres—. Me parece que se trata de un animal.

—Echemos una mirada de todos modos —propuso Sadira.

Sin esperar a que Magnus desmontara, la hechicera se deslizó hasta la pirámide de cuerpos. Mientras se acercaba, escuchó el ruido de algo que roía y sorbía procedente del otro lado. Intentando imaginar qué clase de carroñero haría tales ruidos, se detuvo el tiempo necesario para elevar una mano en dirección al sol y extraer la energía necesaria para un hechizo.

Antes de que pudiera rodear la pila, el ruido se detuvo.

—¿No se supone que debías vigilar? —inquirió una voz malhumorada—. ¡Huelo algo!

—Eres tú quien se supone que debería vigilar —gruñó una segunda voz—. ¿Qué sucederá si ella pasa por aquí?

Sadira rodeó el montón de cadáveres para echar una ojeada a los que hablaban. Al principio no pudo encontrarlos en medio del revoltijo de extremidades y cuerpos, pero, tras unos instantes de búsqueda, descubrió un par de cabezas sin cuerpo posadas sobre la carne marchita de la pierna de un mul. Las dos tenían los ásperos cabellos sujetos en largos moños altos, y la parte inferior de los cuellos estaba cosida con hilo negro. Por el estado en que se encontraban los cuerpos de los alrededores, daba la impresión de que ambas se habían dado un horrible festín. Aunque Sadira no conocía muy bien a la pareja, las había visto las suficientes veces como para saber que eran los consejeros que el rey Tithian había heredado del rey-hechicero Kalak.

—¿A quién esperáis? —preguntó ella.

Las cabezas giraron en redondo.

—A ti, querida —contestó una, que Sadira reconoció como Sacha, por sus abotargadas mejillas y estrechos ojos oscuros—. Vinimos hasta aquí para verte.

—¿Por qué? —quiso saber la hechicera. Suspicaz sobre sus intenciones, alzó la mano para demostrar que estaba lista para defenderse.

—Las amenazas no son necesarias —dijo Wyan, la segunda cabeza. Torció los agrietados labios en la parodia de una sonrisa y clavó los hundidos ojos en la refulgente mano roja de la hechicera—. Estamos de tu parte en esto.

—¿Por qué será que esto no acaba de tranquilizarme? —preguntó Magnus, acercándose por detrás de Sadira.

Sacha miró al cantor del viento.

—¿Es un amigo tuyo, Sadira? —inquirió al tiempo que se lamía los labios con una larga lengua cenicienta.

—Le es —respondió ella con una mueca.

—Qué mala suerte —suspiró Wyan, dirigiendo una mirada de disgusto al cuerpo reseco que había estado royendo—. Me iría bien una bebida fresca.

—Ni se te ocurra —advirtió Sadira—. Ahora decidme qué queréis. Tengo prisa.

—En ese caso deberías darnos las gracias por ahorrarte un viaje innecesario —repuso Wyan—. Hemos venido a decirte que Borys no se dirige a Tyr…, al menos no directamente.

—¿Me tomas por una estúpida? —replicó Sadira. La hechicera dio media vuelta e hizo una seña a Magnus—. Vámonos; ya hemos desperdiciado demasiado tiempo.

Mientras se dirigían de vuelta a los kanks, Sacha y Wyan se elevaron por los aires y flotaron tras ellos.

—¡Espera! —gritó Wyan—. ¿No quieres escuchar lo que hemos de decir?

—No es necesario —les espetó Sadira sin detenerse—. Esto no es más que otro de los trucos de Tithian. Pero gracias por venir… Al menos ahora sé que no llego demasiado tarde.

—Puede que sí llegues tarde, si insistes en ir a Tyr —aseguró Sacha, cortando el paso a Sadira y flotando frente a su rostro—. Tithian ni siquiera sabe que estamos aquí.

La hechicera apartó a la cabeza de un manotazo que la envió volando por los aires. Esta no se detuvo hasta que rebotó contra el caparazón de un mekillot muerto y fue a estrellarse contra una duna cercana.

Wyan rio divertido ante lo sucedido a su compañero.

—Por una vez decimos la verdad —declaró, teniendo cuidado de mantenerse a una distancia prudente—. ¿Cómo crees que sabíamos que regresabas de la Torre Primigenia?

—Del mismo modo que Tithian supo que iba hacia allí —contestó la hechicera.

—Vamos, vamos… Eso no tiene sentido —replicó Wyan—. El kank que utilizaba para espiarte lo mató Gayard en persona allá en Nibenay.

Sadira dejó de andar al escuchar el antiguo nombre del rey-hechicero, e hizo una señal a Magnus para que hiciera lo mismo.

—¿Dónde oísteis ese nombre?

—Creí que así conseguiría que me prestases atención —respondió Wyan con una mueca burlona.

—Pero no la retendrás por mucho tiempo —advirtió ella, mientras observaba que Sacha había conseguido desprenderse de la duna y se aproximaba cautelosamente—. Decid lo que habéis venido a decir, pero aseguraos de que merece el tiempo que le dedique. Incluso estando de buen humor, no tengo paciencia para vosotros dos.

—No te hacemos perder el tiempo —afirmó Wyan—. El pueblo de las sombras envió aviso de que te esperásemos.

—¿Qué? —inquirió Sadira—. ¿Qué sabéis del pueblo de las sombras?

—Eso no es importante ahora —intervino Sacha, regresando al grupo—. Pero sí lo es nuestro motivo para venir. Tithian contó al dragón la ayuda que recibiste de Kled; Borys se puso furioso, y ahora ha ido a destruir El libro de los reyes y a castigar a los enanos.

La hechicera meditó sobre las palabras de Sacha unos instantes; luego se alejó de las cabezas e indicó a Magnus que montara en su kank.

—¿Adonde vamos? —preguntó el cantor del viento.

—A Tyr —contestó Sadira—. Tendría que estar loca para confiar en esos dos. Son los consejeros privados del rey. —Señaló con la mano a Sacha y Wyan—. No sé cómo lo ha hecho, pero Tithian ha continuado siguiéndome aun después de que abandoné Nibenay. Ha enviado a estos dos para desviarnos de nuestra ruta.

—No sigo tu lógica —dijo Magnus.

—¡Eso es porque no utiliza ninguna! —le espetó Wyan.

Sadira apuntó a la cabeza con la palma de la mano. Un chorro de brillante luz roja brotó de la mano, y Wyan lanzó un grito de rabia.

—¡Maldita mujerzuela! ¡Me has dejado ciego!

—Silencio, o lo convertiré en permanente —amenazó ella y, volviéndose a Magnus, explicó—: Tithian es demasiado cobarde para desafiar al dragón, de modo que no quiere que regrese antes de que él haya pagado el impuesto. Ha enviado a estos dos aquí con la historia sobre Kled, con la esperanza de que los nombres que con tanto cuidado han mencionado me convencerían de ir al poblado en lugar de a Tyr.

—Esa es la clase de plan que Tithian pensaría —admitió Sacha—. Pero ¿puedes arriesgarte a dar por sentado que es esto lo que realmente ha hecho?

Magnus volvió la cabeza de modo que miró a Sadira con uno solo de sus negros ojos.

—Este truco me parece demasiado complicado —opinó—. ¿No sería más fácil hacer un trato con el dragón y a cambio de desviarse de Tyr, hablarle de Kled y de El libro de los reyes?

—Eso tendría sentido —dijo Wyan, parpadeando al desvanecerse la temporal ceguera—. Pero no es lo que Tithian hizo. Sigue dispuesto a pagar el tributo. Al hablarle al dragón sobre Kled, sólo busca favores.

Sadira meditó durante unos momentos la sugerencia de Magnus; luego miró a las dos cabezas.

—Vuestra historia me resultaría más fácil de creer si supiera por qué habéis decidido de repente traicionar a Tithian. No creo que esperéis que crea que de improviso se os ha despertado un gran interés por el bienestar de los habitantes de Tyr.

—Claro que no —escupió Sacha—. Digamos que tenemos ciertos intereses en común con el pueblo de las sombras.

—No lo digamos —replicó Sadira—. Quiero saber más.

—Si tiene que ser así —suspiró Wyan, poniendo en blanco los cetrinos ojos—. ¿Has oído hablar de la rebelión contra Rajaat? —preguntó. Cuando Sadira asintió, continuó—: No todos nosotros nos rebelamos, y, por nuestra disensión, a Sacha y a mí nos decapitaron.

—¿Vosotros erais campeones? —exclamó Sadira con asombro.

—Todavía lo somos —respondió Sacha, sonriendo orgulloso—. Mi nombre completo es Sacha de Arala, Maldición de los Kobolds.

—Y yo soy lord Wyan Bodach, Plaga de los Duendes —añadió la segunda cabeza—. Somos los dos últimos campeones leales, y, como puedes imaginar, nada nos gustaría más que vengarnos del traidor Borys.

—Si eso es cierto, decidme por qué se rebelaron los otros —exigió Sadira.

—Si insistes… —refunfuñó Sacha—. El pueblo de las sombras denomina a la época del reinado de Rajaat la Era Verde, y con razón. Todo Athas era tan verde y fértil como los bosques halflings que has visitado.

—Pero las guerras infligieron un gran daño a la tierra, pues nosotros los campeones no fuimos los únicos hechiceros poderosos que tomaron parte en la lucha —intervino Wyan—. Cada vez que tenía lugar una batalla, cientos de hectáreas de tierra se volvían estériles, y cuando por fin estuvimos cerca de la victoria…

—Querrás decir cuando por fin conseguisteis aniquilar a la mayoría de las razas no humanas… —lo interrumpió Sadira.

La amargura de su voz no pareció afectar a Wyan.

—Exactamente —asintió este—. Cuando por fin nos disponíamos a borrar la última plaga de impureza del mundo, gran parte de Athas había quedado reducido a un desierto.

—De modo que Rajaat declaró que, tras nuestra victoria, él sería el único hechicero —continuó Sacha—. El resto de nosotros tendría que renunciar a los poderes que él nos había otorgado. Wyan y yo estábamos más que dispuestos a obedecer la voluntad de nuestro señor, pero los otros repudiaron su juramento y atacaron.

—Y así es como Athas se convirtió en lo que es —concluyó Wyan—. ¿Irás ahora a Kled… o dejarás que Agis y Rikus se enfrenten solos al dragón?

* * *

—¡Sacádmelo! —La voz llena de dolor de Neeva brotó con fuerza de una cabaña situada cerca de la parte central de Kled y resonó hasta las anaranjadas laderas de arenisca, donde, con la ayuda de un hechizo, Sadira y sus acompañantes escuchaban todo lo que sucedía en el poblado—. ¡Deprisa, Caelum! ¡Duele mucho!

—¿Qué le sucede? —quiso saber Wyan, flotando hasta Sadira.

Desde su puesto al otro lado, Sacha inquirió:

—¿La tortura alguien? —Los gruesos labios se torcieron en una mueca atroz.

—¿No habéis oído nunca los gritos de una mujer dando a luz? —preguntó Magnus, meneando la cabeza ante lo que sucedía abajo—. No podría haber escogido un momento peor.

Frente a las puertas de Kled se encontraba Borys, cuya cola se agitaba lánguida a uno y otro lado, levantando tanto polvo como un remolino. A pesar de la distancia y de la neblina, Sadira pudo ver que el dragón era tan alto como un gigante, con un cuerpo tan enjuto que, a su lado, un elfo habría parecido fornido. Tenía un color de hierro, con la piel quitinosa mitad carne y mitad caparazón, y cada una de las esbeltas patas poseía dos rodillas que se doblaban en sentidos diferentes. Los brazos resultaban casi esqueléticos y terminaban en dedos de hinchadas y nudosas articulaciones, rematados en larguísimas uñas. El rostro de Borys era lo más aterrador de su aspecto, pues ya no era ni remotamente humano; situada al final de un cuello sinuoso, la cabeza recordaba la de un ave de afilado pico, con una cresta aserrada de piel correosa y un par de ojillos redondos tan pequeños que apenas eran visibles.

Frente al dragón, situados encima de la modesta torre de guardia de la puerta del poblado, se veían las diminutas figuras de dos hombres en los que Sadira reconoció a Rikus y a Lyanius. El resto de los guerreros de Kled estaban distribuidos por la muralla, ataviados con sus relucientes armaduras. Por lo que el grupo podía ver, todos iban armados con hachas o espadas de acero, rodelas de púas y ballestas.

En las laderas de arenisca situadas en la ruta de acceso a la puerta, se veía otro centenar de figuras situadas muy cerca del costado de Borys. Todas iban vestidas a la moda de Tyr, con largas túnicas oscuras fácilmente distinguibles en la distancia. El que ninguna de ellas pareciera llevar armas sugería que se trataba de doblegadores de mentes o de hechiceros. Sadira identificó enseguida a Agis, de pie a la cabeza de la compañía, por el mechón de pelo blanco que discurría por el centro de su larga cabellera negra.

Borys no parecía prestar demasiada atención a todo esto. Con chisporroteante voz tan potente como un trueno, dijo:

—Traed ante mí al llamado Er’Stali, con su Libro de los reyes de Kemalok, y escoged a la mitad de vosotros para que mueran.

—Parece que hemos llegado justo a tiempo —dijo Sadira—. Vamos.

—Si tú lo dices… —repuso Magnus, la voz temblorosa aún por el agotamiento de la carrera de dos días que Sadira acababa de obligados a realizar—. Pero sería mejor si pudiéramos tomarnos unos minutos para descansar…

—Dudo que tengamos segundos siquiera —replicó Sadira. Mientras iniciaban el descenso por la ladera, se sorprendió de ver a Sacha y a Wyan flotando junto a Magnus—. No pensaba que fuerais tan valientes —observó.

—Cuando la causa nos interesa, podemos ser muy valientes —afirmó Sacha.

Abajo, en la torre de guardia, la cascada voz de Lyanius dijo algo a modo de desafío. Por desgracia, incluso con la ayuda de su magia, la hechicera no consiguió distinguir las palabras de la temblorosa voz. Con un gesto tan veloz que apenas si la muchacha pudo verlo, Borys arrancó al anciano de la muralla y o sostuvo en el aire. Lyanius gritó enfurecido y se debatió para liberarse, golpeando con los puños el enorme dedo que rodeaba su pecho.

El sargento enano levantó el brazo, pero no se atrevió a dar la orden a sus guerreros de lanzar las flechas. Aunque mataran al dragón con la primera andanada, la caída desde tanta altura mataría al ubrnomus. Sadira se detuvo. Todavía se encontraba demasiado lejos para utilizar ninguno de sus hechizos de combate, pero quizá podría lanzar un conjuro que protegiera la caída de Lyanius.

—¡El libro! —rugió el dragón.

Lyanius dejó de forcejear y bajó la mirada hacia el ojo más cercano de Borys, temblando de miedo.

—¿Por qué Borys no se limita a entrar y cogerlo? —inquirió Magnus—. Debe de ser lo bastante poderoso para ello.

—Lo haría fácilmente —respondió Sadira—. Pero tendría que utilizar su magia, y necesita guardar toda su energía para otra tarea más importante para él.

—¿Cuál? —preguntó el cantor del viento.

—Para mantener algo encerrado —repuso ella mientras dirigía la punta de un enrojecido dedo hacia Lyanius.

—¿Sabes eso? —jadeó Wyan—. ¿Y todavía quieres negarle a Borys su tributo?

—Khidar y su gente no me parecieron tan terribles —contestó Sadira.

Lyanius, que había dejado de temblar, volvió a bajar la mirada hacia el dragón.

—¡No! —chilló.

La mano de Borys se cerró con fuerza, y el cuerpo del ubrnomus desapareció en medio de un surtidor de sangre. En la muralla del poblado, el sargento bajó la mano, y, con un chasquido, las ballestas de los enanos lanzaron un centenar de saetas de acero contra el pecho del dragón. Los proyectiles lo golpearon con un repiqueteo sordo para luego caer al suelo en una ineficaz lluvia de metal.

Sadira echó a correr colina abajo, a tal velocidad que dejó atrás a Magnus y las dos cabezas. Mientras ella corría, Borys levantó una pata y pasó por encima del muro. Rikus levantó la espada y se volvió para enfrentarse al dragón, pero no se movió para atacar; en lugar de ello, bajó la espada de repente y se dejó caer boca abajo. Antes de que su estómago tocara el techo de la torre, docenas de hechizos brotaron centelleantes de las manos de los hechiceros situados fuera de las murallas. En un instante, la atmósfera se llenó de rayos, chorros de fuego, proyectiles centelleantes y más clases de mortífera magia de las que Sadira había visto jamás reunidas en un mismo lugar.

Borys desapareció en el interior de una deslumbrante explosión de energía mágica. Incluso encontrándose tan lejos del lugar de la pelea, Sadira sentía cómo el suelo temblaba bajo sus pies, mientras que el aire se llenaba de los cáusticos olores de los conjuros incendiarios.

Cuando la tormenta amainó, Borys seguía con una pierna a cada lado del muro. Volutas de humo —negras, grises, rojas y de muchos otros colores— se alzaban del moteado pellejo, pero, aparte de esto, no mostraba la menor señal de haber resultado herido.

Sadira continuó su carrera, asombrada por la rapidez con que se había iniciado la lucha. Apenas habían transcurrido dos segundos desde que Borys había matado a Lyanius, y los defensores estaban ya librando combate. La hechicera consideró la posibilidad de detenerse el tiempo necesario para lanzar un hechizo que la aproximara más, pero se decidió en contra. A la velocidad que iban las cosas, durante el tiempo que necesitaría para detenerse, formular su conjuro y reorientarse cuando llegara, la batalla podía muy bien tomar un drástico giro en una dirección totalmente distinta.

El dragón volvió la cabeza hacia el grupo de hechiceros que acababa de atacarlo. Abrió la enorme boca, y Sadira escuchó el silbido de una prolongada aspiración.

—¡A cubierto! —gritó Agis, echándose al suelo.

Un chorro de arena blanca surgió con un atronador rugido de la boca de Borys, quien movió la cabeza despacio barriendo de arriba abajo toda la ladera de la colina. A medida que el arenoso aliento incendiaba las moradas bolas de espinos y arrancaba abanicos de varas de Jesé de la ladera, horrendos gritos de agonía y desesperación inundaron los oídos de Sadira. Hombres y mujeres se desintegraban en forma de columnas de grasiento humo o veían cómo el torrente de arena les arrancaba la carne del cuerpo hasta dejar los huesos al descubierto.

En el preciso instante en que Sadira empezaba a temer que el torrente fuera a consumir a Agis, Rikus corrió al borde del tejado de la torre de guardia y con un alarido de rabia balanceó la espada en dirección al estómago de Borys. La hoja golpeó con un poderoso tañido que lanzó chispas azules en todas direcciones. El arma abrió una brecha en la parte central del vientre del dragón, y una humareda roja brotó de la herida, seguida de un chorro de brillante sangre dorada.

Borys cerró las fauces, interrumpiendo el terrible chorro de arena caliente, y miró colérico a su atacante. Allí donde caía la llameante sangre del dragón, las losas se rompían y los ladrillos se convertían en polvo.

Sadira llegó por fin lo bastante cerca para poder atacar, y se detuvo para absorber energía.

Rikus volvió a atacar, pero Borys lo esquivó con facilidad y contraatacó lanzando contra el mul cuatro largas uñas. Cuando el golpe alcanzó al mul, se escuchó un desgarrador chillido acompañado de un brillante relámpago azul. Cuando la luz se desvaneció, Rikus ya no se encontraba en el techo de la torre.

—¡No! —gritó Sadira.

Estaba a punto de lanzar su conjuro, cuando el dragón abrió la boca y siseó enojado. Proyectó la larga lengua fuera del hocico y lamió la parte superior de la torre durante un instante; luego se interrumpió para escudriñar las colinas que rodeaban el poblado. Lo que fuera que hubiera sucedido, al parecer no había sido cosa suya.

Fue entonces cuando Sadira descubrió al mul de pie bajo el arco de la puerta, donde el dragón no podía verlo, con aspecto deslumbrado y confundido. Recordando que Khidar le había dicho que ningún campeón podía herir a quien empuñara un arma forjada por Rajaat, la hechicera decidió que sería más sensato retrasar su ataque hasta que ella y Rikus pudieran unir fuerzas.

Así pues, sin perder de vista ni al dragón ni al mul, se dirigió a donde se encontraba Agis. Lo que encontró la hizo lanzar un ahogado grito de alarma. El noble yacía sobre el pedregoso suelo, inconsciente y sin respirar apenas. Aunque había escapado al ataque directo del aliento abrasador de Borys, una ráfaga indirecta de la llameante arena había consumido su túnica y despellejado gran parte del rostro. La hechicera posó las manos sobre su pecho y dejó que una cierta cantidad de la energía que empapaba su cuerpo fluyera al de él; con un poco de suerte esto lo mantendría vivo un poco más, pero sus poderes no la convertían en curandera. Para eso necesitaba a Magnus.

Sadira se puso en pie y volvió a mirar en dirección a la puerta. Borys había penetrado ya por completo en el interior del poblado, y guerreros enanos se arremolinaban alrededor de sus patas, golpeando inútilmente sus tobillos con sus hachas de armas de acero. El dragón, que no les prestaba más atención de la que Magnus habría prestado a un enjambre de mosquitos, se detuvo un momento para pasar un dedo a lo largo de la herida abierta por Rikus. Los bordes de la herida se fusionaron, restañando el flujo de sangre amarilla.

Hecho esto, se dio la vuelta y avanzó por el poblado en la dirección de la que surgían los gritos de Neeva dando a luz. Los guerreros enanos lo siguieron, pero todo lo que consiguieron fue resultar aplastados junto con todo lo que iba a parar bajo los pies del dragón. Al ver esto, Rikus empezó a recuperarse de su conmoción y giró sobre sí mismo para reanudar el combate.

Las pesadas pisadas de Magnus se escucharon por fin detrás de la hechicera. Sin apenas volverse para hablar con el cantor del viento, la muchacha señaló la inerte figura de Agis.

—¡No dejes que muera!

—Haré lo que pueda —respondió el cantor del viento, respirando entrecortadamente—. ¿Quién es?

—Uno de mis esposos —contestó Sadira.

Y echó a correr en dirección a la puerta, seguida por Sacha y Wyan. Atrapó a Rikus justo cuando este se lanzaba a la carrera calle abajo en pos de Borys y los enanos.

—¡Rikus, espera! —llamó—. ¡Necesitarás ayuda!

El mul se detuvo y miró a su espalda. Cuando sus ojos se posaron sobre Sadira, la cuadrada mandíbula se abrió de par en par con expresión de asombro.

—¿Qué te ha sucedido? —exclamó.

La hechicera extendió la mano hasta su rostro y le cerró la boca.

—No te preocupes —dijo—. Lo importante es que conseguí llegar a la Torre Primigenia y averigüé cómo salvar a Tyr… y a Kled. Hagas lo que hagas, no sueltes el Azote de Rkard. Juntos, creo que podemos detener al dragón…

—¡Quieres decir matarlo! —siseó Sacha.

Rikus miró por encima del hombro de la hechicera y arrugó el entrecejo.

—¿Qué hacen estos dos aquí? —refunfuñó—. ¡No me digas que están contigo!

—Fueron ellos los que me dijeron que viniera aquí —admitió Sadira.

—De todos modos pienso que no podemos confiar en ellos —gruñó el mul.

—No pienses —siseó Wyan—. No es para pensar para lo que te criaron.

Rikus levantó la espada para golpear a la cabeza, pero Sadira le detuvo el brazo.

—Por el momento, tenemos cosas más importantes por las que luchar —dijo—. En especial si Borys se dirige a donde yo creo.

Tras esto, fue ella la que encabezó la marcha en pos del dragón. No les costó mucho encontrarlo. Incluso aunque su cuerpo no hubiera sobresalido por encima de las pequeñas cabañas de Kled, la oleada de devastación que dejaba a su paso lo hubiera hecho muy fácil.

Cuando lo alcanzaron, el dragón estaba arrodillado junto a una cabaña, con los brazos apoyados en la parte superior de las paredes, atisbando el interior. De este salían los doloridos gemidos de Neeva mientras daba a luz, y ningún otro sonido.

Todo el ejército de enanos se había reunido alrededor del dragón, golpeando con las hachas el enorme corpachón como si se tratara de un árbol. De vez en cuando, Borys agitaba violentamente la cola y aplastaba a uno o dos guerreros contra una cabaña de piedra, pero aparte de esto no les prestaba demasiada atención.

Mientras Sadira y Rikus se acercaban, Borys hizo chasquear la lengua en el interior de la cabaña.

—¡Vamos! —dijo—. Dime dónde habéis escondido a este Er’Stali y su libro. Si me obligas a utilizar el Sendero, te prometo que tu hijo morirá con el resto del poblado.

Desde el interior, la voz dolorida de Neeva gritó:

—¡No!

Sadira echó una última mirada a su alrededor, lo que le permitió observar que Sacha y Wyan habían cedido finalmente a sus cobardes instintos y habían desaparecido. Al no ver ningún motivo para posponer más el ataque, apuntó con la mano a la cabeza del dragón y musitó:

—¡Ahora, Rikus!

Cuando pronunció su conjuro, un rayo de luz roja salió disparado de su dedo y envolvió la cabeza de Borys en una bola resplandeciente casi tan brillante como el mismo sol. El dragón rugió sorprendido y se puso en pie de un salto. Entonces fue Rikus quien atacó, golpeando y acuchillando furiosamente las patas de la bestia. De las heridas brotaba una sangre amarilla que salpicaba al mul y llenaba la calle de riachuelos de fuego líquido. Aunque el calor hizo huir a los enanos, Rikus hizo caso omiso del dolor que le producía y siguió atacando a Borys.

Antes de preparar un nuevo conjuro, Sadira se acercó a la cabaña y miró por encima de la pared. Vislumbró una imagen del cuerpo desnudo de Neeva acuclillada sobre un lecho de suaves pieles y aferrada a los hombros de Caelum para no perder el equilibrio.

—¡Caelum, cógela y corre! —siseó Sadira.

—Pero el niño ya…

—¡Cógela en brazos, ahora! —chilló la hechicera, retrocediendo.

Cuando volvió de nuevo la atención a la batalla, Sadira vio que el dragón se llevaba las manos a la cabeza y sujetaba la esfera de luz como si se tratara de una máscara para luego hacerla pedazos. Al instante, la muchacha pronunció un nuevo conjuro y disparó un rayo de oscuridad a su cabeza. Esta vez, Borys la esperaba y desvió el ataque con un golpe de muñeca. El rayo fue a chocar contra una cabaña, a la que envolvió en su oscuridad; luego fue escurriéndose hasta el suelo, sin dejar tras él más que una sombra.

Sadira volvió a levantar la mano hacia el sol, mientras Rikus seguía con su ataque, saltando por encima de un pequeño arroyo de piedras hirvientes para lanzar la espada contra el abdomen de Borys. El dragón, que se defendía mejor ahora que podía ver, apartó de un manotazo la hoja.

—Creo que esta espada me pertenece —dijo, señalando el Azote de Rkard con un largo dedo.

—Es mía ahora —replicó Rikus y, volviendo a blandiría, rebanó el extremo del dedo del dragón.

Un torrente de sangre brotó de la herida y cayó sobre el pecho de Rikus. El mul lanzó un grito y retrocedió tambaleante, a punto casi de dejar caer la espada. Con un alarido de rabia, Borys lanzó una zarpa contra su atacante. Una vez más volvió a escucharse el ensordecedor chillido y a centellear un brillante rayo azul. Cuando todo pasó, a Rikus no se lo veía por ninguna parte.

Imaginando que el dragón volvería su atención hacia ella ahora, Sadira musitó su conjuro. Al momento, su mano empezó a vibrar con un suave zumbido y a brillar con un leve tono rojo. Borys clavó los ojos en la hechicera y abrió la boca como para inhalar.

—Yo no lo haría —advirtió Sadira mientras alzaba la vibrante mano hacia el dragón—. Mi magia procede de la Torre Primigenia, y ya has comprobado que puede afectarte.

—No lo hará una vez que hayas muerto —gruñó Borys.

—Cierto, pero eso liberaría el hechizo que guardo en esta mano —dijo Sadira al tiempo que se agachaba con cuidado y posaba los dedos sobre la calle. Al momento los adoquines empezaron a agrietarse y romperse.

»Podrías matarme incluso después de que las esferas de tu estómago se rompieran —añadió—. Pero entonces, ¿cómo reunirías la energía que necesitas para mantener tu prisión cerrada?

El dragón cerró la boca y empezó a avanzar despacio arrastrando los pies, sin dejar de mirar a la hechicera en furioso silencio. Sadira volvió a incorporarse, pero no retrocedió. No obstante su demostración de valentía, comenzaba a pensar si no habría cometido un error. Cuando la hechicera y sus amigos habían matado a Kalak, este se encontraba en pleno proceso de tragar varias bolas de obsidiana mientras intentaba transformarse en dragón. Entonces ellos habían dado por sentado que Kalak necesitaba las bolas por el mismo motivo por el que había una empuñadura de obsidiana en el bastón de Nok: para convertir la energía vital de los animales en energía mágica.

Si su suposición había sido errónea, o si Sadira estaba equivocada con respecto al propósito del tributo que Borys recogía, su error estaba a punto de resultar fatal. No obstante, no tenía dónde escoger excepto seguir adelante con su estrategia ya que era la única esperanza que tenía de obligar al dragón a irse, fijando ella las condiciones de la retirada. La hechicera se adelantó para ir al encuentro de Borys, y extendió una mano para tocar el quitinoso cuerpo. El dragón se detuvo.

—¿Qué clase de trato tienes en mente? —preguntó Borys con un ojo puesto en la mano de la hechicera.

—Uno muy simple —repuso ella con un silencioso suspiro de alivio—. Dejas tranquilos a Tyr y a Kled, y nosotros te dejaremos tranquilo a ti.

—¡No! —aulló Sacha, flotando hasta ellos desde detrás de una esquina.

—¡Nuestro acuerdo era que lo atacarías! —añadió Wyan, haciendo también acto de presencia—. ¡Suelta el hechizo!

Los ojos de Borys se volvieron veloces hacia las dos cabezas.

—Arala y Bodach. ¡A menudo me he preguntado qué habría sido de vosotros después de la muerte de Kalak! —dijo con voz sibilante.

Sacha y Wyan se detuvieron justo detrás de Sadira para utilizarla a modo de escudo.

—¡Lanza el hechizo! —instó Wyan—. Lo matará… Ya lo verás.

Aunque no lo dijo en voz alta, la hechicera sabía que Wyan mentía. Destruir las esferas del interior del vientre de Borys afectaría sólo su capacidad para utilizar su magia más poderosa, pero seguiría siendo capaz de acabar con la vida de la muchacha en una docena de formas diferentes. Sin embargo, pensó que podría forzar la mano del dragón si seguía el juego a las dos cabezas.

—¿Estáis realmente seguros de eso? —preguntó—. Si no funciona, moriréis conmigo.

—Funcionará —aseguró Sacha.

Sadira volvió a mirar a Borys.

—¿Qué prefieres?

El dragón no apartó los ojos de las dos cabezas.

—Deja que me lleve a Sacha y a Wyan —siseó.

La hechicera no vaciló en hacerse a un lado. Antes de que la pasmada pareja pudiera protestar, Borys lanzó al frente una de las manos y las rodeó con ella.

—Hasta el año que viene, entonces —dijo, dedicando a la hechicera una cortés reverencia.

Al ver que Sadira no le devolvía el saludo, Borys se dio la vuelta y empezó a andar. Mientras avanzaba, su cuerpo se tornó transparente y no tardó en desvanecerse por completo.

La hechicera se acuclilló sobre el suelo y empezó a temblar, pero no descargó la energía de su mano. Sospechaba que nunca jamás volvería a sentirse segura sin el tranquilizador zumbido de este hechizo en concreto resonando en sus oídos.

Durante un buen rato, Sadira permaneció allí sentada y sola, demasiado trastornada y agotada para moverse. El hechizo que había lanzado para escuchar lo que se decía en el poblado seguía activo, y sus oídos estaban llenos de los sonidos de las secuelas de la batalla: el canto curativo de Magnus, los gemidos de los heridos y el llanto de aquellos que habían perdido a sus seres queridos.

Un sonido resaltaba por encima de todos los otros: los gritos de alegría y de dolor de Neeva mientras se esforzaba por sacar a su hijo al mundo. Mientras Sadira escuchaba, los alaridos de dolor dieron paso de repente al sonido de risas felices y al llanto de una criatura recién nacida.

Al cabo de un momento, Rikus dobló corriendo la esquina con la espada todavía desenvainada. El pecho y piernas del mul, lugares que habían sido salpicados por la sangre del dragón, estaban cubiertos de blancas ampollas.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó, mirando en derredor como si esperara que el dragón saltara sobre él en cualquier instante.

Sadira dedicó al mul una sonrisa afectuosa.

—¿Por qué no me lo dices tú? —inquirió—. ¿Ha tenido Neeva un niño o una niña?