8: El príncipe de Nibenay
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El príncipe de Nibenay
Unas tinieblas impenetrables cubrían la habitación, tan espesas y negras que parecían deslizarse sobre el caparazón del kank como una nube de humo. En aquella total oscuridad, ni siquiera el suelo —la única cosa en la que los débiles ojos del animal siempre estaban fijos— resultaba visible. Para permanecer en armonía con el lugar en el que se encontraba la criatura, Tithian dependía por completo de los otros sentidos del insecto. Para la mente del rey, orientada hacia una dependencia del sentido de la visión, la tarea resultaba muy enojosa.
No obstante, Tithian era consciente de un terroso aroma a moho que persistía en las antenas del insecto, al igual que otro aroma más almizcleño que aterrorizaba al animal. Sujeto entre las poderosas mandíbulas del kank se encontraba el anciano dueño del establo a quien Sadira había confiado su montura; el hombre olía a sudor y a sangre, y respiraba con dificultad.
El repiqueteo de dos docenas de patas tubulares que se acercaban se dejó oír en el otro extremo de la habitación y resonó en los oídos del kank con un escalofriante estremecimiento. Al llegar junto al hombre atrapado entre las pinzas del kank, las patas se detuvieron y permanecieron silenciosas. Entonces Tithian escuchó algo más que se acercaba por el otro extremo de la lúgubre habitación. Esta nueva criatura se movía mucho más silenciosamente, como si sus pies apenas tocaran las fangosas piedras.
Cuando el segundo recién llegado se detuvo junto al anciano, un par de ojos bulbosos aparecieron en la oscuridad. Las órbitas eran de un amarillo dorado, con pupilas tan negras y cristalinas como la obsidiana, pero, aparte de esto, nada más pudo percibir Tithian sobre la criatura, ya que el resplandor de los globos oculares era demasiado débil para iluminar otras partes del rostro.
—Haz hablar al kank, viejo —exigió una voz masculina, tan tranquila y suave como la glacial brisa nocturna.
—El insecto no habla en voz alta, poderoso monarca —jadeó el dueño del establo, debilitado y dolorido por culpa de las mandíbulas del kank que le oprimían las costillas—. Me habla a mí, y yo repito sus palabras.
El color de los ojos se tornó escarlata, pero el rey no dijo nada. En su lugar, una voz más áspera y chillona se dejó oír procedente del lugar en el que se habían detenido las patas repiqueteantes:
—Si has venido aquí pensando en embaucar a mi padre con sofismas, tu muerte será lenta y dolorosa. —El que hablaba permaneció oculto en la oscuridad.
El anciano empezó a temblar.
—Por favor, gran príncipe, no soy más que un prisionero —dijo—. Después de que lo dejaron, el kank se desplomó en el suelo y se comportó como si estuviera muerto. Cuando abrí su pesebre para deshacerme de él, el animal dio un salto, se escabulló de dos de mis empleados y me agarró. Entonces escuché una voz de hombre en mi cabeza que exigía que le mostrase el camino hasta vuestro palacio. Si me lo permitís, puedo demostrar que lo que digo es cierto.
El dueño del establo realizó su declaración con enérgica eficiencia, pues ya la había repetido a los guardas de la puerta, a su comandante y a una mujer de pecho desnudo que recibía el título de Consorte de la Puerta Sur. Para conseguir convencer a los funcionarios de transmitir su solicitud de una audiencia real al siguiente nivel, el anciano les había pedido que ordenaran al insecto hacer cualquier cosa que quisieran, y Tithian había utilizado su control sobre la mente de la criatura para hacer que el kank respondiera de forma apropiada.
Por desgracia, el último funcionario, una matrona desnuda que se llamaba a sí misma la Más Alta Concubina de los Aposentos de Palacio, había resultado ser aún más difícil de convencer. Para conseguir ponerla de su lado, Tithian se había visto obligado a hablarle mentalmente, como había hecho con el dueño del establo. El esfuerzo lo había dejado exhausto, pues no resultaba fácil utilizar el Sendero a distancias tan grandes.
Como el príncipe y su padre permanecían en silencio, el dueño del establo volvió a mirar en dirección a los ojos amarillos.
—Ordenad al animal que haga lo que deseéis —dijo—. Comprobaréis que parece en verdad inteligente.
—Existe un modo mejor de averiguar si mientes —dijo la voz del rey.
Se deslizó junto al anciano y se acercó más a la cabeza del kank, hasta que las antenas de la criatura empezaron a danzar movidas por el mohoso aliento del monarca nibenés. Los ojos del rey brillaron en el interior de los del insecto, y Tithian quedó casi cegado por la dorada luminosidad. La luz brilló y parpadeó unos instantes, formando una serie de figuras efímeras mientras el rey-hechicero utilizaba el Sendero para invadir el cerebro del kank.
Cuando el resplandor se desvaneció, Tithian advirtió que su atención se concentraba en una masa de carne cubierta de baba cuya forma recordaba una lágrima y que iba envuelta en gruesos pliegues de piel. De un extremo del cuerpo se alzaba un torso tubular, con un par de corpulentos brazos que terminaban en garras en forma de garfios. La cabeza de la criatura era la única cosa remotamente humana, con una pesada corona de oro colocada sobre una frente delicada. Poseía una nariz amplia de ventanillas anchas y unos labios abotargados que no conseguían ocultar del todo los curvados colmillos que colgaban de la mandíbula superior. Los ojos eran bulbosos y amarillos, idénticos a aquellos a los que se había dirigido el dueño del establo dándoles el tratamiento de rey-hechicero de Nibenay.
La criatura avanzó sobre seis patas arqueadas, correteando por las onduladas arenas de la mente del kank con sorprendente rapidez. Por fin se detuvo al pie de una duna y se dejó caer en cuclillas, como si esperara a que algún pensamiento pasara cerca para saltar sobre él.
Decidiendo que había llegado el momento de darse a conocer, Tithian se imaginó a sí mismo surgiendo de la arena. La criatura permaneció inmóvil, observando sin dar la menor señal de temor o curiosidad cómo emergía el rey. Apareció primero la diadema de oro, luego la larga cola de cabellos castaños, la nariz aguileña, y por fin el enjuto pecho.
—¿Quién eres? —preguntó la criatura, hinchando las ventanillas de la nariz con desconfianza.
—El rey de Tyr —respondió Tithian, realizando un gran esfuerzo para evitar que su cuerpo se viera arrastrado de nuevo al interior de la arena—. ¿Eres tú el rey de Nibenay?
La bestia-monarca no contestó. En lugar de ello, inquirió:
—¿Deseas hablar conmigo, usurpador?
El rostro de Tithian se endureció ante el tono despectivo del otro.
—Debemos discutir un asunto que concierne a nuestras dos ciudades.
—Seré yo quien juzgue lo que concierne a Nibenay —escupió el rey-hechicero.
—Desde luego —concedió Tithian—, pero estoy seguro de que este asunto te interesará. ¿Has oído hablar de la Torre Primigenia?
Los ojos del rey-hechicero se oscurecieron hasta tornarse de un llameante escarlata. Correteó al frente con los corpulentos brazos semilevantados.
—¿Qué sabes tú de la torre?
Tithian se hundió unos centímetros en la arena.
—Lo bastante como para saber que el dragón no querrá que una cierta persona la visite.
—Nadie que sea lo bastante estúpido para ir allí sobrevivirá.
—Esta persona puede que sí —lo corrigió Tithian—. Es una hechicera poderosa y una de las personas que mataron a Kalak.
—Sadira de Tyr —siseó la criatura.
—¿La conoces? —preguntó Tithian, sorprendido.
—La conozco. Aunque mis espías no me informaran de lo que sucede en Tyr, los trovadores de las caravanas han familiarizado a mis esclavos con su nombre. —El rey-hechicero frunció el entrecejo, pensativo—. Debes matar a la hechicera de inmediato.
Observando que el monarca nibenés ni siquiera había preguntado por qué iba Sadira a la torre, Tithian inquirió:
—¿Qué puede encontrar en la Torre Primigenia?
—Con toda probabilidad la muerte… o algo mucho peor —respondió la bestia-monarca—. Pero, si sobrevive, puede que encuentre lo que quiere. —Dedicó a su interlocutor una mirada llena de recelo y agregó—: Busca una forma de negar al dragón su tributo de vidas, ¿verdad?
—Así es —respondió Tithian.
—Entonces debes asegurarte de que no tenga éxito. Si lo desafía, el dragón descargará su cólera sobre todo Tyr. Eso lo dejará con una ciudad menos que le suministre el impuesto, y nos obligará a todos los demás a que suplamos la diferencia.
—¿Para qué necesita el dragón tantos esclavos? —lo interrogó Tithian, decidido a averiguar todo lo que pudiera en esta conversación.
—Eso no soy yo quién para decirlo ni tú para preguntarlo. A menos que desees que tu reinado sea corto, no te inmiscuyas en estas cuestiones —advirtió el rey nibenés. Extendió uno de los corpulentos brazos en dirección a Tithian—. Limítate a matar a la hechicera de inmediato.
—Si Sadira estuviera en Tyr, ya lo habría hecho… —dijo Tithian, comprendiendo que ya no averiguaría nada más de su interlocutor—, pero se encuentra en Nibenay.
Los ojos del rey-hechicero se entrecerraron.
—Mi hijo se ocupará de que jamás abandone la ciudad —anunció mientras su cuerpo empezaba a relucir como indicación de que daba por terminada la audiencia—. Pero exigiré un alto precio por este favor.
* * *
Sadira jamás había visto nada igual al hombre-bestia que acababa de penetrar con gran estrépito en la plaza. Parecía ser parte humano y parte cilop. De las rodillas para abajo, parecía un enorme ciempiés, con un cuerpo plano dividido en doce segmentos, cada uno de los cuales estaba sostenido por un par de delgadas patas terminadas en ganchudas zarpas. De las rodillas para arriba, resultaba remotamente humano, con el torso envuelto en una túnica de seda y un casquete negro que cubría la afeitada cabeza. Poseía unas orejas diminutas situadas en la base de la mandíbula, ojos bulbosos que recordaban los de un cilop, y un hocico de cavernosas ventanas que se hinchaban cada vez que aspiraba.
Sadira se zambulló en la bochornosa oscuridad del callejón más cercano y deseó que el hombre-cilop pasara sin verla. No tenía ninguna razón especial para ocultarse de él, pero consideró más sensato evitar a los funcionarios del rey-hechicero, de los que sin duda esta persona formaba parte. Dos semigigantes lo precedían, las caderas envueltas en taparrabos de seda y con grandes garrotes de madera de agafari azul entre los brazos. Tras él cerraban la comitiva dos templarías nibenesas con los pechos al aire, cubiertas con collares de cuentas de colores y una falda amarilla adornada con un ancho cinturón cuajado de alhajas.
Cuando el funcionario pasó frente al escondite de Sadira, sus negros ojos giraron hacia ella y parecieron detenerse algún tiempo en el lugar en el que la joven se encontraba. La hechicera contuvo la respiración y no se movió. Ni los ojos de un elfo habrían podido atravesar las negras sombras del callejón mientras permaneciera a la luz del día, pero Sadira no estaba tan segura sobre los otros sentidos del hombre-bestia. A juzgar por el gran hocico y la olfateante nariz, parecía muy posible que pudiera olería, aunque su olor sería sólo uno entre cientos de otros olores que salían de la sórdida calleja.
Tras lo que pareció un período de tiempo interminable, el funcionario siguió adelante. Sadira lanzó un suspiro de alivio y aguardó, pues no quería salir de su escondite hasta que la procesión se hubiera perdido de vista.
La hechicera había pasado la noche temblando en las atestadas callejuelas de la ciudad en compañía de otros vagabundos, y al amanecer se había dirigido al mercado elfo. Había dado por sentado que su mejor posibilidad de ponerse en contacto con la Alianza del Velo estaba en aquel barrio de mala reputación, pues era allí adonde iban los hechiceros a adquirir lenguas de serpiente, luciérnagas, madera de olmo en polvo y otros ingredientes vitales para su magia. En Nibenay, como en la mayoría de las ciudades de Athas, el rey-hechicero guardaba celosamente el derecho a utilizar magia, reservando la preciosa energía de las plantas de sus campos para sí y para sus agentes. Por lo tanto, los componentes mágicos se entraban de forma clandestina y se vendían en secreto; exactamente la clase de tarea furtiva en la que sobresalían los elfos. Por desgracia, Sadira no había conseguido reconocer a ningún hechicero, de modo que decidió probar suerte en la Plaza del Sabio, lugar al que había oído se dirigían a veces los hechiceros para oír hablar a hombres doctos.
Una vez que se hubieron perdido de vista el hombre-bestia y sus escoltas, Sadira se deslizó fuera del callejón y penetró en el refrescante frescor de la Plaza del Sabio. Los mayores almacenes de mercancías de la ciudad la rodeaban por todos lados, aunque los majestuosos edificios apenas sí eran visibles a través de la arboleda de troncos azules de árboles de agafari que dominaba la plaza. Más de cincuenta de los poderosos árboles de dura madera se encontraban desperdigados por el parque, con sus retorcidas raíces hundidas en el interior de círculos de terreno sin pavimentar. Sus altos troncos se alzaban en el aire, marcados por profundas arrugas y pliegues parecidos a cintas que daban a Sadira una impresión de edad inconmensurable. A unos treinta metros del suelo, desplegaban sus ramas en enormes y amplios abanicos, dando sombra a toda la plaza con un dosel de enormes hojas turquesa con forma de corazón.
Sin dejar de maravillarse ante la belleza de los árboles, Sadira se abrió paso por el bosquecillo hasta llegar a un pequeño grupo. La gente se había reunido alrededor de dos ancianos sentados sobre las nudosas raíces de uno de los árboles, sin más ropa que un taparrabos de simple cáñamo. Ambos eran terriblemente delgados, de rostros ojerosos y extremidades que semejaban simples tiras de piel reseca sobre huesos delgados como cañas.
—Sólo con una mente vacía se puede encontrar el propio yo —decía el primer sabio. Pese a su avanzada edad, parecía tan ágil como un elfo, pues había doblado los tobillos bajo las nalgas en un ángulo que muchos humanos habrían encontrado imposible de conseguir—. Mirar en el interior de una cabeza llena de pensamientos es como ver el propio reflejo en las olas del estanque de un oasis. Puedes distinguir un rostro, pero confundirlo con una de las lunas.
Se produjo un corto silencio mientras el segundo sabio meditaba su respuesta. Por fin este dijo:
—El corazón es más importante que la mente. Si se encuentra sin mácula, la mente será pura; no hay necesidad de vaciarla.
Sadira se pasó la mano por los labios y la barbilla como si meditara sobre las palabras del sabio. Si había algún miembro de la Alianza del Velo de Nibenay, este reconocería el gesto como una solicitud de encuentro y, más tarde o más temprano, alguien se le acercaría para averiguar qué deseaba.
Sadira escuchó el debate de los sabios durante varios minutos. Finalmente, repitió el gesto, en esta ocasión fingiendo rascarse la nariz, y se marchó. Cuando se alejaba, un joven delgado vestido con una túnica de cáñamo verde chocó con ella.
—Pensaba que jamás te irías —dijo al tiempo que se inclinaba profundamente y se pasaba la mano por los labios.
El joven era bastante más bajo que la semielfa, de piel rojiza y ojos castaños de mirada afectuosa. Sus facciones era agradables y juveniles, con la fina línea de un incipiente bigote apuntando en el labio superior. Tomó a Sadira del brazo y la condujo hacia un estanque situado en el centro del bosquecillo, donde un hilillo de agua brotaba de la boca de una mantis de piedra.
—¿Qué necesitas? —preguntó el muchacho.
—Ayuda —respondió Sadira sin perder tiempo en preámbulos. No tenía mucho tiempo antes de que el muchacho se marchara, ya que cuanto menos tiempo permanecieran juntos menos peligroso resultaría el encuentro para ambos—. Busco un lugar llamado la Torre Primigenia, situado en el desierto en dirección este. Necesito provisiones, un guía si me podéis facilitar uno, y plata.
—Pides mucho —observó él.
—Es por una buena causa —repuso Sadira—. El secreto del nacimiento del dragón está oculto en la torre. Espero descubrirlo.
—¿Para qué?
—El dragón ha exigido mil vidas a la ciudad de Tyr. Intento salvar esas vidas… y puede que muchas más de Nibenay y de otras ciudades de Athas.
El joven se detuvo y estudió a Sadira por unos instantes con el entrecejo fruncido.
—Si ese es realmente tu objetivo —dijo al cabo—, me temo que has llegado tarde; al menos por esta vez.
—¿A qué te refieres?
—Una vez al año, el rey envía a su hijo al desierto con mil esclavos —explicó el muchacho—. El príncipe y su séquito regresaron hace unos pocos días; sin los esclavos, como de costumbre.
—¿Entregó los esclavos al dragón? —preguntó Sadira.
—No lo sabemos —respondió el joven. Se encogió de hombros y empezó a abrirse paso por entre los árboles—. Nuestros espías jamás han regresado de estos viajes, de modo que tu explicación resulta tan razonable como cualquier otra.
—En ese caso, no tengo mucho tiempo antes de que el dragón llegue a Tyr —concluyó Sadira.
—Puede que cuatro semanas —coincidió el nibenés—. Gulg se encuentra directamente entre las dos ciudades, de modo que el dragón se detendrá primero allí. Es incluso posible que viaje al norte, a Urik, o al sur, a Balic, antes de dirigirse a Tyr…
—Lo dudo —interpuso Sadira—. Necesito vuestra ayuda más que nunca ahora. ¿Puedo contar con ella?
—La decisión no es mía —contestó el muchacho, volviéndose para marcharse—. Pero te diré esto: si mi maestro te cree, sé que te ayudará.
Sadira cogió al muchacho por el brazo.
—Entonces di a tu maestro que es Sadira de Tyr quien necesita su ayuda.
El muchacho le dedicó una reverencia.
—He oído a los trovadores cantar tu valentía y belleza, pero jamás esperé conocerte en persona —dijo—. Apuesto a que tendrás todo lo que necesitas.
Sadira obligó al muchacho a enderezarse, sonrojada ante su declarada admiración.
—Por favor, date prisa —lo apremió—. ¿Dónde nos encontraremos y cuándo?
—Llámame Raka. Nos encontraremos…
Se interrumpió, pues la gente allí reunida se había dividido de improviso en dos grupos para dejar pasar a una pareja de semigigantes. Justo detrás de ellos apareció el hombre-bestia que Sadira había esquivado antes; sus bulbosos ojos escrutaban los rostros de todos los presentes en la plaza.
—¡El príncipe Dhojakt! —seseó Raka en un suspiro aterrado.
Sadira deslizó el brazo por el doblez del codo de Raka y, tras obligar al joven a acercarse más a ella, empezó a dedicarle aduladoras miradas. El sorprendido muchacho dio un traspié y estuvo a punto de caer, pero ella lo sujetó. Deslizando un largo dedo bajo la barbilla del joven, la hechicera le dedicó una sonrisa seductora.
—Tranquilo, dulzura. Pronto conocerás las treinta y seis posiciones del amor.
—¿Sí?
La mirada de Dhojakt alcanzó a la pareja y se detuvo. Avanzó hacia ellos con los ojos clavados en los cabellos ambarinos de Sadira. El corazón de la hechicera empezó a latir con fuerza, ya que era evidente que el príncipe buscaba a una persona y tenía el terrible presentimiento de que esa persona podía ser ella.
La hechicera soltó el brazo de Raka y apartó al joven.
—Lo siento, muchachito —dijo al tiempo que lanzaba al príncipe Dhojakt una sonrisa francamente lasciva—. Creo que he encontrado una bolsa más llena.
Sin esperar a ver cómo respondería Raka, la hechicera se acercó a Dhojakt con un exagerado balanceo de caderas.
—¿Veis algo que os guste, poderoso señor?
Los semigigantes se colocaron entre ella y su señor con una expresión amenazadora en el rostro. Las templarías de Dhojakt avanzaron para salir en pos de Raka, pero la maniobra de Sadira ya había dado a este varios segundos de ventaja; suficientes, esperó la hechicera, para que pudiera desaparecer en el bosquecillo.
Mientras las templarías pasaban presurosas junto a Sadira, la semielfa paseó la mirada de manera insinuante sobre el fláccido pecho del semigigante que tenía más cerca. Resistiendo la tentación de echar un vistazo atrás para averiguar si Raka había escapado, posó una mano sobre la parte interior del mulso del semigigante y clavó la mirada en Dhojakt.
El príncipe estudió a Sadira durante un rato, sin que sus ojos se apartaran ni un momento de su cara. Acostumbrada a tratar con toda clase de hombres, la hechicera no permitió que la seductora sonrisa abandonara sus labios.
—¿Bien? —inquirió.
—¿De dónde eres? —inquirió el príncipe. Cuando sus gruesos labios se tensaron hacia atrás para hablar, Sadira observó que en lugar de dientes tenía unas mandíbulas óseas.
—De Tyr —respondió ella con sinceridad, pues se daba cuenta de que su acento probablemente ya se lo habría dado a entender.
—¿Cómo llegaste aquí?
—Con una caravana de hierro. —La hechicera se llevó una mano a la cadera—. Me gané el pasaje. El capitán quedó muy satisfecho.
—Sin duda —se mofó el príncipe. La estudió algunos instantes más, sin que su rostro demostrara la menor indicación de si la encontraba o no atractiva o seductora. Por fin, dijo—: Vendrás conmigo…, Sadira de Tyr.
El sonido de su nombre golpeó a Sadira como un mazo de guerra, y la hechicera empezó a preguntarse al momento cómo habría averiguado el príncipe su identidad, sin que se le ocurriera una respuesta razonable. Sabía que no había utilizado el Sendero para sondear su mente, pues Agis había practicado tales invasiones con ella hasta conseguir que las reconociera instintivamente. Además, parecía como si Dhojakt la hubiera estado buscando desde el momento en que penetró en la plaza, y eso sólo podía significar que la habían traicionado. Los Corredores del Sol, desde luego, eran los sospechosos más evidentes… excepto que Sadira no tenía motivos para creer que conocieran su auténtica identidad.
Pero este no era el momento para conjeturar sobre tales cuestiones. Sin hacer caso del nudo de pánico que empezaba a formarse en su estómago, preguntó:
—¿Adonde vamos? —La hechicera ni confirmó ni negó su nombre, porque se daba cuenta de que, incluso aunque el príncipe no estuviera muy seguro de su identificación, insistiría en interrogarla.
—Al Palacio Prohibido —respondió el príncipe, indicando a uno de los semigigantes que iniciara la marcha—. Seguirás a Ghurs.
La hechicera obedeció. Sin duda Dhojakt contaba con que ella intentara escapar, de modo que sería más sensato ahorrar energías para luego, cuando pudiera tener la oportunidad de cogerlo por sorpresa.
Las templarías de Dhojakt regresaron al cabo de unos instantes. Entre ambas marchaba un joven asustado de la edad de Raka, vestido también con una túnica de cáñamo verde. El muchacho se arrojó al suelo a los pies de Sadira.
—¡Diles que no estaba contigo! —suplicó.
Sadira lanzó una rápida mirada al príncipe por encima del hombro al tiempo que se preparaba para absorber la energía necesaria para un hechizo. Por desgracia, la súplica del joven no había facilitado la distracción que la hechicera necesitaba; los ojos de Dhojakt estaban clavados en su espalda, los gruesos labios contraídos en una mueca levemente divertida.
Las templarias agarraron al muchacho por los hombros y lo obligaron a incorporarse. Sin dejar de mirar a Sadira, el muchacho gritó:
—¡Por favor, di que no me conoces!
—No me creerían —respondió Sadira volviendo la cabeza.
Aunque la hechicera sospechaba que lo que acababa de decir era cierto, un aguijonazo culpable le atravesó el pecho. Si hacía lo que el muchacho le pedía, existía una muy leve posibilidad de que consiguiera que lo soltasen, pero, desgraciadamente, si las templarias se daban cuenta de que habían capturado a la persona equivocada, era probable que reanudaran la búsqueda de Raka. Sadira no podía permitir que eso sucediera, pues hacerlo pondría en peligro a la Alianza del Velo de Nibenay. Así pues, decidió que intentaría salvar al muchacho más adelante, una vez que Raka hubiera tenido tiempo más que suficiente para desaparecer.
Al parecer Dhojakt no estaba dispuesto a darle esta posibilidad.
—No necesitamos al joven —anunció.
Una de las templarias sacó una daga de su cinturón y lo levantó para asestar el golpe fatal.
—¡No! —chilló Sadira, girando en redondo para mirar a Dhojakt.
El príncipe hizo una señal a la mujer para que se detuviera.
—Está claro que este muchacho no pertenece a la Alianza del Velo o no habría permitido que lo capturásemos vivo —dijo Dhojakt—. ¿Existe algún motivo por el que deba perdonarle la vida?
—¿Existe algún motivo para quitársela?
—No necesito un motivo —respondió el príncipe con una tranquila sonrisa.
Asintió con la cabeza en dirección a la templaría para indicarle que terminara lo que había iniciado.
Aunque no le cabía la menor duda de que Dhojakt esperaba un ataque por su parte, la hechicera volvió la palma de la mano hacia el suelo; pero, antes de que pudiera extraer la energía para el conjuro, un tremendo chisporroteo resonó en la plaza. Una voz de mujer lanzó un grito de agonía, y la templaría que había estado a punto de matar al inocente joven cayó al suelo. Tenía la espalda cubierta de un cieno burbujeante que ya le había disuelto la carne hasta dejar al descubierto el hueso.
El príncipe alzó una mano y señaló al otro extremo de la plaza, al lugar donde Raka atisbaba desde detrás de un árbol de agafari.
—Ahí está el que queremos —dijo Dhojakt—. ¡Cogedlo!
La templaría que había resultado ilesa y los dos semigigantes obedecieron al príncipe, con lo que provocaron una desbandada de sorprendidos ciudadanos. Raka huyó, y, más cerca de Sadira, también lo hizo el asombrado muchacho que habían confundido con el joven hechicero.
Percibiendo que también le había llegado a ella el momento de escapar, Sadira empezó a extraer energía para un hechizo. Las zarpas de Dhojakt repiquetearon sobre los adoquines y en un instante se colocó junto a ella.
—No lo hagas —advirtió el príncipe, con los voluminosos labios echados hacia atrás y las óseas mandíbulas goteando veneno—. Antes de que mueras, mi padre desea escuchar cómo te enteraste de la existencia de la Torre Primigenia.
—¿Sabes adonde voy? —exclamó Sadira boquiabierta; a pesar de su sorpresa, la hechicera no interrumpió el flujo de energía que penetraba en su cuerpo.
—Ya te he avisado —le espetó Dhojakt. Extendió un brazo para agarrar a Sadira, a la vez que bajaba la espantosa boca a la altura del cuello de ella.
La hechicera dio un salto atrás. Sus pies apenas habían tocado el suelo cuando una llamarada dorada surgió veloz de la oscuridad de una lejana callejuela. El rayo fue a chocar contra la sien del príncipe, donde explotó en forma de bola de ardientes ascuas que habría reducido la cabeza de un semigigante a una masa de hueso carbonizado.
El hechizo ni siquiera chamuscó a Dhojakt. El príncipe sacudió la cabeza como deslumbrado por la luz, y luego dirigió una mirada torva al túnel desde el que lo habían atacado.
El ataque dejó a Sadira más aturdida que a Dhojakt. No parecía extraño que otro miembro de la Alianza del Velo hubiera observado sin ser visto su conversación con Raka, pero a la hechicera le costaba creer que el invisible mago hubiera actuado con tanta rapidez para defenderla. La Alianza tyriana no habría extendido tal protección a un extraño.
De todos modos, Sadira decidió no desperdiciar la valentía del nibenés. A juzgar por la facilidad con que el príncipe había resistido al hechizo que acababan de lanzarle, la hechicera comprendió que resultaría inútil utilizar magia para herirlo. En lugar de ello, todo lo que podía esperar era inmovilizarlo el tiempo suficiente para que ella y sus salvadores pudieran huir.
Dhojakt la sujetó por la muñeca y empezó a avanzar en dirección al callejón.
—¡Pagarás por tu atrevimiento! —aulló.
Sadira arrancó un hilo de la túnica con disimulo y colocó la hebra sobre el brazo del príncipe, a la vez que pronunciaba un encantamiento. El filamento empezó a alargarse, arrollándose alrededor de Dhojakt cientos de veces en cuestión de un instante. El príncipe quedó envuelto en una malla de estrangulantes fibras desde la cabeza hasta el último segmento de su cuerpo de ciempiés.
La hechicera se soltó de un tirón y corrió en dirección al túnel desde el que había actuado su salvador. Se encontraba a pocos metros de su objetivo cuando escuchó la voz de Dhojakt.
—¿Realmente crees que huirás de Nibenay siendo yo quien te busca?
Sadira miró por encima del hombro. El príncipe seguía sujeto por la cuerda, pero se había doblado sobre sí mismo como una pelota y con las zarpas de sus múltiples patas rasgaba enfurecido las hebras de la mágica red; hebras que deberían haber resistido cualquier intento de cortarlas o rasgarlas durante al menos otra hora.
—¡En el nombre de Ral! —exclamó la joven—. ¿Es que no existe magia capaz de detenerte?