10: Vino dulce

10

Vino dulce

Sadira hizo rodar el tonel hacia la oscura arcada, seguida de cerca por Magnus y Rhayn. Penetraban en la desmoronada torre en la que los Corredores del Sol habían establecido su campamento. Los antiguos cimientos de la torre se habían asentado de forma defectuosa, y a la hechicera le dio la impresión de que la abandonada estructura se mantenía derecha únicamente debido a que se encontraba apoyada contra las murallas, en una esquina del mercado elfo.

Antes de trasponer el umbral, la hechicera se detuvo y se apoyó contra el pesado barril como si descansara. Sin alzar la cabeza, musitó:

—¿No se preguntará Faenaeyon cómo he podido empujar esta cosa por todo el mercado elfo?

—No tanto como le asombraría que te lo lleváramos nosotros —siseó Rhayn. La elfa dio a Sadira un violento empujón y ladró—: ¡Sigue!

Con un gran esfuerzo, la hechicera empujó el tonel a través del umbral. Las sombras estaban cargadas del olor mohoso a excrementos de kank, y el constante tintineo de las cortantes pinzas resonaba en las paredes de piedra. Cuando sus ojos empezaron a adaptarse a la oscuridad, Sadira descubrió que el primer piso de la redonda torre constaba de una sola arcada. La mayoría de las columnas que actuaban de soporte se encontraban a punto de desmoronarse, y la mitad de los arcos dobles estaban rotos y desperdigados sobre el polvo.

—Bienvenida de vuelta, querida mía —saludó Faenaeyon, hablando desde las sombras—. Qué agradable volverte a ver.

Sadira descubrió con sorpresa que el jefe guerrero no parecía enojado.

—Ojalá pudiera yo decir lo mismo —respondió la muchacha con cierto recelo.

La hechicera atisbo en la oscuridad y descubrió a Faenaeyon apoyado contra una de las inestables columnas. Apartándose de ella, el elfo avanzó hacia la muchacha y, sin dar muestras de haberse percatado de la presencia de Magnus y Rhayn, señaló con un dedo largo como una daga el tonel de vino.

—¿Qué es lo que tienes aquí?

—Nada que te concierna —repuso Sadira—. Y al hacerme buscar no has conseguido más que malgastar el tiempo de tu tribu. No tengo tu plata.

Los ojos de Faenaeyon centellearon irritados, pero el elfo no permitió que la sonrisa abandonara sus labios.

—Claro que no —replicó—; e, incluso aunque la tuvieras, no podrían devolverme las diez monedas que costó sobornar al sargento de la puerta.

—¿Entonces qué es lo que quieres de mí?

—Sólo deseo ofrecerte un lugar en el que alojarte —contestó el jefe, indicando con una mano la escalera en espiral que ascendía por la pared exterior de la torre—. Nibenay es un lugar peligroso.

—Ya lo he descubierto —dijo Sadira, haciendo rodar el tonel hacia la caja de la escalera.

Aunque la falta de hostilidad en Faenaeyon la sorprendía, Sadira no creía ni por un momento que él la considerara otra cosa que una prisionera. Su amabilidad sólo significaba que deseaba que lo ayudase a recuperar las monedas perdidas… y probablemente muchas más. La hechicera sabía que, si ella no respondía a su cortesía, Faenaeyon estaría totalmente dispuesto a recurrir a medidas más directas para obligarla a cooperar.

Sadira llegó a la escalera y se inclinó para levantar el tonel.

—Deja que te ayude con esto —ofreció Faenaeyon, avanzando para tomar el barril.

Sadira apartó al elfo de un empujón, siguiendo el consejo que Rhayn le había dado antes de no entregar el vino con demasiada facilidad.

—Si realmente soy una invitada, entonces dejarás que me ocupe personalmente de mi vino.

Faenaeyon dirigió una rápida mirada a Rhayn y Magnus con una sonrisa afectada, y luego indicó en dirección a las escaleras.

—Si es eso lo que deseas…

Con un gruñido, Sadira levantó el tonel. A pesar de que no era una mujer débil, únicamente consiguió subir una docena de peldaños antes de que los brazos quedaran tan fatigados que empezaron a temblar. Se detuvo y depositó el tonel sobre un escalón.

—¿Estás segura de que no quieres que lo lleve por ti? —inquirió Faenaeyon, subiendo por las escaleras tras ella.

La hechicera le impidió el paso.

—¿Quizá Magnus, entonces? —sugirió él.

—Puedo hacerlo sola —le espetó Sadira.

El jefe frunció el entrecejo y se apartó de la hechicera, refunfuñando.

—¿Qué sucede? ¿Es que crees que lo vamos a robar?

—Sí —respondió ella con toda franqueza.

Faenaeyon le dedicó una amplia y falsa sonrisa.

—¿Y arriesgarnos a perder tu amistad?

—Soy vuestra prisionera, no vuestra amiga —repuso Sadira—. Si fuéramos amigos, me devolverías la bolsa de monedas que me quitaste.

—Esa fue una transacción comercial —la atajó el elfo—. Como lo fue tu pequeño engaño en la Puerta de los Danzantes.

Sadira levantó el tonel y ascendió penosamente unos cuantos peldaños más con el creciente temor de que su padre realmente no tenía la menor intención de robarle el vino. Tras otra media docena de peldaños más, Sadira tuvo que volver a dejar el tonel. Esta vez, abandonó el intento de transportarlo en brazos y decidió hacerlo rodar escaleras arriba, peldaño a peldaño. Faenaeyon la seguía a poca distancia, mirando por encima del hombro de la hechicera, listo para atrapar el barril si a ella se le escapaba de las manos.

Al llegar al segundo piso, Sadira respiraba con gran dificultad.

—Bienvenida de regreso al campamento de los Corredores del Sol —saludó Huyar.

El moreno elfo estaba de pie en un corto corredor que conducía a una irregular aspillera para flechas que daba a las callejuelas situadas fuera del mercado elfo. La resplandeciente luz amarilla de la tarde penetraba a raudales a su espalda, de modo que la hechicera apenas si podía distinguir sus afiladas facciones de los extremos de la abertura de la ventana.

Al otro lado del descansillo, la habitación se abría a lo que antiguamente debía de haber sido el vestíbulo de los aposentos oficiales de alguien. Adosados a las paredes había varios bancos de piedra, rodeando los destrozados restos de una fuente decorativa, y, en la parte posterior de la pequeña sala de recibo, una entrada en forma de arco conducía a un aposento mucho mayor, aunque el suelo de este hacía tiempo que se había derrumbado sobre la arcada del piso de abajo.

Sin hacer caso de Huyar, Sadira hizo rodar el tonel en dirección al siguiente tramo de escalera. En cuanto hubo espacio suficiente, Faenaeyon la adelantó veloz y le arrebató el tonel.

—Esto es demasiado pesado para ti —dijo, levantando el barril como si estuviera vacío.

Aunque sintió alivio al ver que Faenaeyon finalmente se hacía con el vino, Sadira se sintió también algo desilusionada de que Rhayn hubiera estado tan en lo cierto con respecto a la glotonería de su padre.

—He ahí lo que significa la amistad —dijo.

—Los amigos comparten sus cosas, ¿no es verdad?

El jefe guerrero deslizó el tonel bajo un brazo y utilizó su daga de acero para hacer palanca y sacar el tapón; luego envainó el arma y levantó el tonel por encima de su cabeza. El afrutado vino empezó a manar por la abertura y descendió por su garganta en un rojo torrente.

Rhayn y Magnus salieron de la primera escalera y cruzaron al siguiente tramo, que conducía al tercer piso de la torre. No se detuvieron ni el tiempo suficiente para dirigir una ojeada en dirección a su jefe.

Por fin, Faenaeyon bajó el tonel y cerró la boca. A pesar de que sólo habían transcurrido unos segundos desde que había empezado a beber, sus ojos aparecían ya vidriosos.

—Demasiado dulce, pero fuerte —anunció al tiempo que tendía el barril a la hechicera—. Toma un poco.

Sadira sintió que el corazón le daba un vuelco. Por la velocidad con que la droga surtía efecto, la hechicera temió no conseguir escabullirse y tomar el antídoto antes de caer en el sopor.

—Vamos —insistió Faenaeyon, bizqueando como si le costara ver a Sadira.

Huyar empujó al frente a la muchacha.

—No insultes al jefe haciendo que te lo vuelva a pedir —dijo—. No acostumbra compartir su vino.

Faenaeyon inclinó el tonel y un chorro de vino envenenado se derramó por el rostro de la hechicera. Esta dio un paso atrás.

—Prefiero beber de una jarra —escupió, utilizando la manga de su raído vestido para limpiarse el rojo líquido de los labios.

El comentario arrancó sendas carcajadas a Faenaeyon y Huyar; luego el jefe indicó a su hijo con la mano que se dirigiera hacia las escaleras.

—Ve a buscarle una —ordenó—, y hazlo rápido. Mi sed es terrible, y jamás me perdonaría si terminara con todo este vino antes de que regresaras con una jarra para nuestra invitada.

Huyar vaciló en obedecer la orden.

—Ten cuidado —advirtió—. Puede intentar huir.

—Si quisiera escapar, ¿crees de verdad que habría permitido que Rhayn y Magnus me trajeran hasta aquí? —preguntó Sadira en tono autoritario—. Tengo mis propios motivos para regresar junto a los Corredores del Sol.

—¿Qué motivos? —inquirió Huyar, entrecerrando los ojos.

—A ti no te importan mis razones —respondió Sadira, volviendo la cabeza—. Ahora ve a buscarme una jarra mientras todavía queda un poco de mi vino.

—No soy tu criado —le espetó Huyar. No obstante, empezó a subir la escalera.

Mientras el guerrero se perdía de vista, escalera arriba, Faenaeyon lanzó una risita ahogada.

—Tendrías que tener más cuidado con los sentimientos de Huyar —la amonestó—. Algún día, será el jefe.

—No estaré tanto tiempo con los Corredores del Sol —respondió Sadira con brusquedad.

—No estés tan segura —farfulló el otro.

—¿Qué quieres decir con eso? —exigió ella con voz perentoria.

—Nada en absoluto —repuso Faenaeyon—. Sólo que la vida puede resultar tan sorprendente como corta.

—Supongo que es así…, en especial para los elfos.

Con el pretexto de mirar a la calle, la muchacha penetró en la aspillera para flechas y se colocó de espaldas a su padre. La hechicera fingió interesarse por os transeúntes que deambulaban abajo, contemplando cómo pasaban arriba y abajo envueltos en sus brillantes túnicas. Al escuchar cómo Faenaeyon empezaba a tomar un nuevo trago de vino, miró por encima del hombro para asegurarse de que su atención estaba enteramente dedicada a la bebida.

Vio que el elfo tenía la cabeza bien echada hacia atrás y el tonel apoyado contra la barbilla, con lo que el vino fluía en un chorro regular al interior de su garganta. Aprovechando la circunstancia, sacó el antídoto de su morral y depositó dos generosas gotas sobre la lengua.

Apenas si acababa de devolver el frasco de hueso a su escondite cuando Faenaeyon dejó que un sonoro eructo escapara de sus labios.

—La única cosa que me gusta más que el vino es la plata —comentó, depositando el barril sobre el suelo con un fuerte golpe.

Sadira se apartó de la aspillera. Faenaeyon se había dejado caer junto a un banco y rodeaba con un enorme brazo el tonel.

—¿Por qué te gusta tanto la plata? —preguntó la hechicera—. Después de todo no te la puedes beber.

—Un jefe necesita plata —declaró Faenaeyon con rostro solemne—. Representa la medida de su poder y del respeto que sienten por él sus guerreros.

Sadira sacudió la cabeza ante esta superficial definición del mando.

—Eso no es cierto —dijo, sentándose en el banco a su lado—. He oído a tus guerreros hablar de ti. Hablan sobre tus actos de valentía y tu destreza como guerrero; no sobre cuánta plata hay en tus bolsillos.

Faenaeyon la miró con la cabeza ladeada en actitud de sorpresa.

—¿De veras? —exclamó. Las palabras sonaron un tanto ininteligibles.

—He oído decir que, cuando Faenaeyon era joven, no existía nada imposible para él.

—Así era —corroboró Faenaeyon con un destello de melancolía en sus ojos grises—. Nada en el desierto corría tan rápido como yo, e incluso los halcones tenían motivos para temer a mis flechas. —El jefe miró al vacío durante un rato más; luego la felicidad se desvaneció lentamente de sus ojos—. ¿Y qué es lo que dicen ahora?

Parecía incapaz de mirar a Sadira mientras realizaba su pregunta.

—Nada que no pudieras cambiar —respondió ella, dejando de lado por el momento el hecho de que el elfo muy pronto se encontraría más allá de poder cambiar nada—. Dicen que reclamas como tuyas demasiadas de las cosas que ellos obtienen.

De una forma casi inconsciente, los dedos de Faenaeyon juguetearon con la empuñadura de su daga de acero. Asintió con tristeza, y Sadira se preguntó si Rhayn y Magnus no actuarían prematuramente al querer reemplazarlo.

Sus dudas tuvieron un brusco final. Faenaeyon apartó la mano de la daga y la empujó fuera del banco.

—¿Qué sabes tú de nuestras costumbres? —bramó—. No eres una Corredora del Sol… ¡Ni siquiera eres una elfa!

—No hay que ser elfo para saber lo que convierte a uno en un buen jefe… o en un mal jefe —replicó Sadira, levantándose del suelo.

—Nuestra amistad llega únicamente hasta ahí —advirtió Faenaeyon mientras una fría luz empezaba a relucir en sus acerados ojos—. No me hables de este modo.

—¿De qué modo? —inquirió Huyar, abandonando la escalera. Sostenía en la mano una mugrienta jarra de esteatita—. ¿Qué ha dicho esta mujer para enojarte, jefe mío?

—Sólo la verdad —contestó Sadira con la mirada fija en Faenaeyon.

Con una sonrisa afectada ante la temeridad de Sadira, Huyar extendió la mano libre para llevarse a la hechicera.

—Me aseguraré de que no te moleste.

Sadira se apartó con brusquedad.

—Si me tocas, será la última vez. —Su reacción era deliberadamente exagerada; no sabía cuánto tiempo más tendría que permanecer con los Corredores del Sol y quería dejar bien claro que su visita era en sus propios términos.

Huyar tiró a un lado la jarra y avanzó para asir a Sadira con ambas manos. Faenaeyon se puso en pie y se colocó entre ambos con mayor rapidez de lo que podría haberlo hecho Rikus.

—Ella puede cumplir su amenaza, y no quiero tener que vengar tu muerte —dijo el jefe, hablando con la lengua pegajosa de un borracho—. Tengo planes para esta mujer.

Faenaeyon empujó a Huyar hacia la abandonada jarra.

—Ahora entrégame ese recipiente —ordenó—. Le prometí un poco de vino a esta mujer.

Huyar hizo lo que su padre ordenaba y sostuvo la jarra mientras Faenaeyon la llenaba. Luego, con una última mirada colérica a Sadira, el guerrero entregó el recipiente a la muchacha y se alejó a grandes zancadas hacia la escalera.

En cuanto Huyar hubo subido las escaleras, Sadira preguntó:

—¿Qué planes?

—¿Eh? —Faenaeyon arrugó la frente como si no supiera de lo que le hablaba.

—Dijiste a Huyar que tenías planes para mí —explicó la hechicera—. ¿Cuáles son?

—Oh, esos —respondió el jefe—. No te preocupes. Ganaremos gran cantidad de plata, y te podrás quedar tu parte… después de que me hayas devuelto lo que me costaste en la puerta.

La hechicera no se lo dijo a su padre, pero tenía sus propios planes. Al día siguiente por la mañana, regresaría brevemente a la Plaza del Sabio para intentar encontrar a Raka, o al menos descubrir si había escapado de los criados de Dhojakt. Si eso fallaba, regresaría al campamento de los Corredores del Sol y lo utilizaría como base para intentar restablecer contacto con la Alianza del Velo.

Sadira pasó el resto de la tarde contemplando cómo bebía Faenaeyon. Resultaba imposible saber cuánto del creciente adormecimiento del jefe se debía al veneno del bardo y cuánto al vino en sí, pero no importaba demasiado. El elfo fue hundiéndose en un sopor, cada vez menos consciente del mundo que lo rodeaba. De vez en cuando se acordaba de ofrecer un poco de bebida a la hechicera, pero esta rara vez aceptaba. Nada deseosa de poner a prueba los límites del antídoto, la semielfa sorbía sólo la cantidad indispensable del afrutado líquido para hacer creer a su padre que le gustaba tanto como a él. Finalmente, Faenaeyon se derrumbó contra la pared, con las largas piernas extendidas ante él y el rojo vano goteando por la puntiaguda barbilla. Sadira depositó a un lado su jarra y dejó de beber.

Muy pronto, en el exterior el cielo se tornó de un morado oscuro, los Corredores del Sol empezaron a regresar al campamento en grupos pequeños, generalmente trayendo con ellos algún pequeño trofeo robado a una víctima desprevenida. Al llegar al segundo piso, todos se mostraban más que sorprendidos de ver a Sadira sentada en un banco cerca de la roncante figura de Faenaeyon, pero nadie le dirigió la palabra. En lugar de ello, considerándose afortunados por haber regresado mientras su jefe se encontraba en un estado de semiinconsciencia y no podía reclamar lo que habían robado, se escabullían escaleras arriba tan silenciosamente como les era posible.

Algo después de anochecer, un muchacho descendió las escaleras con un pedazo de pan de pharo y un odre de broy.

—Rhayn pensó que a lo mejor tenías hambre —dijo.

—Gracias —contestó Sadira, aceptando la comida que le tendía.

El muchacho dirigió una rápida mirada al tonel semivacío situado junto a Faenaeyon y se pasó la lengua por los labios.

—¿Qué tal está el vino? —preguntó.

—No está mal —respondió Sadira, dirigiéndole una mirada de reojo—. ¿Por qué no tomas un poco…? A menos que creas que a Faenaeyon no le gustaría…

—No tengo tanta sed —repuso él, retrocediendo hasta la aspillera.

Una vez allí, se acomodó como centinela. Convencida de que el joven había venido a vigilarla a ella a la vez que a la calle, Sadira terminó su comida. Para asegurarse de que al joven centinela no se le ocurriría tomar algunos sorbos de vino de su jarra, la hechicera se bebió lo que quedaba, para luego tenderse sobre el banco y cubrirse con la capa. A los pocos instantes estaba profundamente dormida; había sido un día difícil y necesitaba descanso.

El sonido de pies que corrían despertó a Sadira. La habitación seguía tan negra como la obsidiana, pero con su visión elfa pudo distinguir el final de una larga hilera de guerreros que descendía a la planta baja. Tras ellos iban Rhayn y Magnus, quienes se detuvieron en la habitación donde se encontraba Sadira.

—¿Qué sucede?

—Huyar y algunos amigos van a salir a buscar a su hermano —explicó Rhayn como sin darle importancia—. Ese estúpido muchacho no ha regresado todavía.

—¿Gaefal?

Sadira pronunció la palabra en un susurro, ya que el joven centinela que había bajado antes seguía en su puesto. Rhayn asintió, y Magnus se encaminó a la aspillera.

—Yo te relevaré —dijo el cantor del viento al centinela.

El muchacho asintió de buena gana e hizo intención de dirigirse a la escalera que conducía a la calle, pero Rhayn lo cogió por la manga y lo dirigió escaleras arriba.

—Un muchacho perdido esta noche es suficiente —dijo—. Ve y duerme un rato.

No bien el joven guerrero hubo obedecido de mala gana, Magnus sacó un odre de agua vacío de debajo de su túnica. Tras entregárselo a Rhayn levantó el tonel y sacó el tapón.

—¿Para qué es eso? —inquirió Sadira.

—Dudo que lo necesitemos, pero es mejor estar preparados —explicó Rhayn.

La elfa mantuvo firme el odre mientras Magnus lo llenaba. Cuando hubieron terminado, el cantor del viento estrelló el tonel junto al jefe.

—Si alguien pregunta, Faenaeyon lo rompió él mismo —dijo Rhayn, cerrando el pellejo que sostenía—. Ahora, vuelve a dormirte.

—Vigila bien ese vino —advirtió Sadira—. Alguien podría intentar tomar un trago a hurtadillas.

—No de mis bolsas —replicó Rhayn, volviendo a subir.

Esta vez Sadira tardó bastante más en conciliar el sueño. Cuando por fin se durmió, fue para pasar toda la noche soñando con asesinatos y traiciones.