12: El almacén
12
El almacén
Encontraron a Faenaeyon encerrado en un pesebre, en la parte posterior del almacén, sentado con las rodillas apretadas contra el pecho y la vacante mirada clavada en las agrietadas losas del suelo. Una de sus manos no cesaba de rebuscar en el cinturón en busca de sus desaparecidas bolsas de monedas, y su macilento rostro estaba crispado en una mueca de enojo. Murmuraba frases incoherentes, con un largo hilillo de baba resbalando por la puntiaguda barbilla, y no parecía darse cuenta de lo que pasaba a su alrededor.
Era evidente que el elfo no se encontraba en condiciones de intentar la huida, pero los dependientes del almacén lo habían sujetado en la misma forma que a cualquier otro esclavo del mercado. Alrededor del cuello, el jefe llevaba un collar de áspera soga negra, y empalmada con ella había una cuerda que se extendía a su espalda hasta la pared, donde el otro extremo quedaba sujeto a un aro de hueso incrustado entre bloques de piedra. De sus días de esclavitud, en los que había dormido con una soga parecida alrededor del cuello, Sadira sabía que ni Magnus podría haberla partido; ni tampoco se podía cortar la cuerda con facilidad, pues estaba trenzada con pelo de gigante. La cuerda resultante era tan fuerte y resistente que incluso las hojas de acero se embotaban contra ella.
—Espero que estés lo bastante despierto para darte cuenta de lo que se siente al estar atado —musitó Sadira, desviando la mirada de la jaula de su padre.
La hechicera dudó que su padre la hubiera reconocido aun de estar lúcido, ya que había utilizado raíz de alheña para teñirse los cabellos de un rojo oscuro, la corteza de un fresno enano para oscurecerse la piel y kohl negro para decorarse los párpados. También había cambiado su acostumbrado vestido azul por una túnica verde.
Mientras Raka y ella avanzaban por el pasillo, Sadira se detuvo varias veces delante de otros esclavos, como si evaluara si eran adecuados para su casa. El almacén de esclavos de la Casa de Comercio Shom era mayor y estaba más atestado que ninguno que Sadira hubiera visto nunca. Se trataba de una única galería cavernosa, iluminada por ventanas enormes e inundada con el murmullo de las discusiones de cientos de compradores y vendedores. El techo de la sala era alto y envuelto en sombras, sostenido por innumerables arcos dobles y columnas de mármol que quedaban casi ocultas bajo exuberantes plantas trepadoras repletas de flores aromáticas.
Bajo cada hilera de arcos discurría un amplio pasillo, flanqueado a cada lado por pesebres apenas lo bastante grandes para alojar a los hombres y mujeres que yacían en ellos. A lo largo de la parte posterior de aquellos se alzaban las elevadas paredes de losas de piedra a las que estaban sujetas las cuerdas de los esclavos.
Cuando llegaron al final del pasillo, Raka preguntó:
—¿Es ese el elfo que buscas?
Sadira asintió y rodeó una columna tan cubierta de enredaderas que no se veía su superficie.
—No he visto ninguna señal de templarías o de guardia real —comentó la muchacha.
—Sin embargo, están ahí —afirmó el joven—. Uno de nuestros agentes intentó comprarlo esta mañana, pero el precio era escandaloso. La casa Shom no quiere vender a este elfo en cuestión; sin duda porque Dhojakt ha deducido que se trata de tu guía. El príncipe lo utiliza como señuelo.
Pasaron junto a un esquelético anciano que regaba las enredaderas de la galería con un enorme cubo. El hombre mantenía los ojos fijos en su trabajo, sin prestar atención a los ruegos de los esclavos para que les diera un poco de agua.
—Tienes razón, por supuesto —contestó Sadira, dirigiendo una mirada cautelosa a la muchedumbre que tenía delante. Por lo que ella sabía, la mitad de las mujeres vestidas con túnicas podían ser templarías, y miembros de la guardia real los vendedores ataviados con la librea de la casa Shom—. Sería demasiado simple si todo lo que tuviéramos que hacer fuera comprarlo.
Se abrieron paso por el pasillo, hasta el lugar donde Magnus y Huyar se encontraban examinando los larguiruchos brazos y cuadradas cabezas de dos tareks. Aunque el cantor del viento había utilizado su magia para curar la herida sufrida durante la batalla del día anterior, parecía cansado y le costaba evitar que su fornido cuerpo se balanceara mientras permanecía de pie. Se cubría con una chilaba oscura, cuya capucha llevaba echada sobre la cabeza. El vestido no ayudaba demasiado a ocultar su inmenso tamaño, pero al menos ocultaba las señales de quemaduras de su pecho.
—¿Lo encontraste? —preguntó Huyar, que no se había molestado en disfrazarse; aunque los agentes de Dhojakt se encontraran allí, no podrían distinguirlo de un guerrero de cualquier otra tribu—. ¿Se ha recuperado de su sopor?
—Lo hemos encontrado, pero sigue enfermo —respondió Sadira—. ¿Continúa en pie nuestro acuerdo?
—Desde luego —confirmó el elfo—. Siempre y cuando Faenaeyon recupere el sentido y nos diga dónde encontrar la Torre Primigenia.
Por supuesto, Sadira no esperaba que Huyar mantuviera su palabra. El guerrero diría cualquier cosa para recuperar a su padre, pero sabía que no la absolvería tan fácilmente de la muerte de Gaefal. Al mismo tiempo, la hechicera era muy consciente de que, cuando Faenaeyon regresara con la tribu y se le diera el antídoto, la decisión final sobre ir a la torre estaría en sus manos.
De todos modos, la promesa de Huyar y el hecho de que fuera Sadira quien lo hubiera rescatado ayudaría a convencer al jefe de llevarla a la Torre Primigenia. Todavía podía negarse, pero la hechicera se ocuparía de esa posibilidad cuando tuviera lugar. Por el momento, lo importante era rescatar al elfo.
A Sadira la preocupaban más los motivos que pudieran tener Rhayn y Magnus para ayudarla. Ambos eran lo bastante astutos para darse cuenta de que planeaba utilizar el antídoto para despejar la mente del jefe, y sin embargo habían aceptado su oferta con la misma rapidez que los demás. A lo mejor, tal y como Rhayn había afirmado siempre, no sentían ningún deseo de que Faenaeyon recibiera un daño físico. O a lo mejor tenían un plan diferente… como por ejemplo utilizar el vino que habían ocultado para volver a envenenarlo.
Fuera cual fuese su plan, la hechicera no quería verse involucrada en él. Mientras los Corredores del Sol la condujeran a la Torre Primigenia, no le importaba lo que le sucediera a Faenaeyon; al menos, eso era lo que se decía a sí misma.
Sadira se volvió hacia Raka.
—¿La Alianza está lista para ayudar?
Antes de que el muchacho pudiera responder, un tremendo estallido sonó al otro extremo del almacén, y una serie de gritos aterrorizados resonaron por los pasillos. Sadira miró en dirección al ruido y distinguió un penacho de humo que se alzaba de un montón de cascotes que poco antes habían sido un arco. Junto a este montón se veía el plinto de una columna de mármol; las enredaderas que la envolvían humeaban aún por los efectos del conjuro basado en el fuego.
—La Alianza pone ya a prueba la respuesta de nuestro enemigo —explicó Raka a Sadira con una sonrisa.
La galería se llenó de gritos asustados, y más de un comprador empezó a dirigirse a la salida. Un puñado de los dependientes de Shom se unieron al desfile sin hacer caso de las súplicas de los esclavos que dejaban atrás. La mayoría de los vendedores, no obstante, permanecieron en sus puestos, asegurando a sus sobresaltados clientes que era mucho más sensato permanecer donde estaban y finalizar el trato. Aquellos que se enfrentaban a clientes excepcionalmente nerviosos incluso consiguieron transformar el acontecimiento en una ventaja para la negociación por el sencillo método de sujetar por el brazo a los aterrorizados compradores y dejar bien claro que no los soltarían hasta que se hubiera llegado a un acuerdo.
Unos cuantos guardas en cuyos escudos aparecía la triple libélula de la casa Shom se precipitaron hacia el arco derrumbado, pero nadie más se unió a ellos.
—Si las templarías de Dhojakt se encuentran aquí, se mantienen ocultas —observó Raka—. Avísame cuando estés preparada para el siguiente paso.
Sadira miró a Huyar.
—Después de hoy, sospecho que la casa Shom deseará vengarse de la tribu de Faenaeyon —le advirtió—. Espero que tengas razón sobre lo fácil que será recuperar vuestros kanks y abandonar la ciudad.
—No dije que serían nuestros kanks los que recuperaríamos —respondió este—. En cuanto a abandonar la ciudad, nuestros guerreros deberían haber salido al amanecer. Cuando nos encontremos con Rhayn, ella nos dirá dónde se reunirá la tribu. —Lanzó a Magnus una mirada malévola y añadió—: A menos que haya decidido que resultaría más fácil autoproclamarse jefe abandonándonos aquí.
El cantor del viento hizo una mueca de enojo.
—Sabes muy bien —le escupió— que los guerreros de Faenaeyon jamás tolerarían algo así.
—Vamos, Huyar —dijo Sadira, indicándole que se dirigiera a la puerta.
El elfo no la obedeció.
—Debería quedarme contigo —objetó—. Faenaeyon es mi padre.
—Alguien tiene que esperar en la puerta, para vigilar por si Dhojakt prepara una emboscada en el exterior —replicó Sadira—. Y únicamente un elfo no despertará sospechas si se queda holgazaneando ahí fuera. Pensarán que intentas robar bolsas.
—Si insistes… —convino Huyar—. Pero te lo advierto: si algo le sucede a Faenaeyon…
—No estará peor que ahora —le espetó Magnus mientras empujaba al elfo en dirección a la salida.
Huyar dedicó una mirada feroz al cantor del viento; luego se dio la vuelta y abandonó el recinto a grandes zancadas.
Raka fue el siguiente en marcharse, no sin advertir antes:
—Cuando escuches un trueno, sabrás que hemos atacado. Espera unos instantes después de ello antes de liberar a tu elfo. Reúnete conmigo en la Plaza del Sabio al alba, y os sacaré a todos de la ciudad.
El joven desapareció por una esquina, y Magnus y Sadira permanecieron un rato frente a los tareks, a la espera de que se iniciara el ataque de distracción. La hechicera no tardó en observar que uno de los vendedores se encaminaba hacia ella y al momento indicó su falta de interés por regatear tomando a Magnus del brazo y conduciéndolo pasillo adelante.
—Mientras esperamos la actuación de Raka, responde a una pregunta que me tiene intrigada.
—Si está en mi poder —prometió el cantor del viento.
—¿Por qué estás tan mudo a Rhayn? Si no supiera que es imposible, diría que estás enamorado de ella.
—¿Crees que no puedo amar porque pertenezco a las nuevas razas? —inquirió el cantor del viento con un destello de cólera en los negros ojos.
—No dudo que puedes hacerlo —contestó Sadira—. Era a Rhayn a quien me refería; son los elfos los que no pueden amar.
—¿Por qué piensas eso? —quiso saber Magnus aplastando las orejas contra la cabeza.
—Fíjate en Faenaeyon —dijo Sadira—. Mi madre lo amó hasta el día de su muerte; en cambio él la abandonó a la esclavitud.
—Confundes el amor con la responsabilidad.
—Son la misma cosa —protestó Sadira—. Cuando amo a un hombre, me preocupo por él.
—Preocuparte, sí —concedió el cantor del viento—; pero no lo atrapas asumiendo el control de su vida. Cuando los elfos aman, lo hacen libremente; sin obligaciones y sin promesas. De esa forma, cada uno hace lo que quiere.
—¡Mi madre no escogió la esclavitud! —siseó Sadira.
—Tampoco escogió la libertad —replicó el otro—. Podría haber escapado o haber muerto intentándolo.
—¡Tenía una criatura en la que pensar! —gruñó la hechicera.
—Lo que explica por qué eligió quedarse —repuso Magnus—. No puedes culpar a Faenaeyon por eso. Puede que haya amado a tu madre tanto como ha amado a cualquier otra, pero eso no significa que tuviera que llevársela con él.
Una explosión ensordecedora sacudió el almacén y resonó por toda la galería como un trueno. Cientos de murciélagos abandonaron sus escondites entre el entramado de madera del techo y se lanzaron hacia las ventanas en negras riadas; sus chillidos eran apenas distinguibles de los gritos de las personas reunidas abajo. Antes de que los primeros de la bandada alcanzaran su objetivo, el aire empezó a chisporrotear y rugir con el sonido de una docena de hechizos diferentes lanzados todos a la vez. Rayos de luz y surtidores de fuego naranja estallaron en la entrada principal, haciendo pedazos columnas, y arrasaron los pasillos con llameantes avalanchas.
—¡Muerte a los mercaderes de esclavos! —gritó la voz colérica de un hombre.
—¡Muerte a los compradores de esclavos! —añadió una mujer.
Chillidos de pánico y gritos de terror retumbaron por la galería. Dependientes y compradores atemorizados echaron a correr en dirección a Sadira y Magnus en una enloquecida oleada; en su desesperación, aquellos situados en retaguardia pisoteaban a los que iban delante. A su espalda resonó un nuevo trueno y, por un brevísimo instante, sus siluetas se recortaron bajo una luz blanca. Al momento siguiente, una hilera de cuerpos chamuscados se desplomó sobre el suelo, dejando un largo surco humeante en el centro de la multitud. En el otro extremo se erguía un hechicero cubierto con un velo; las puntas de sus dedos relucían en un tono blanco rosáceo.
—¡Esclavos, levantaos contra vuestros amos! —gritó la voz de Raka. El joven hechicero extendió los dedos de la mano mientras se preparaba para un nuevo conjuro—. ¡Ha llegado el momento de que os liberéis!
En respuesta al grito del muchacho, muchos esclavos intentaron deslizar los negros collares por encima de sus cabezas, y otros tiraron de las grasientas cuerdas que los sujetaban a las paredes. Al ver que no conseguían soltarse, Raka creó una reluciente espada de dorada energía y empezó a cortar sus ataduras. Los esclavos así liberados se lanzaron de inmediato sobre aquellos que los habían encarcelado y se dedicaron a enrollar las cuerdas en torno a las gargantas de aquellos mercaderes que tenían más cerca.
Los comerciantes que consiguieron escapar de los furiosos esclavos corrieron todavía más rápido. Magnus colocó toda su mole en el centro del pasillo para obligar así a la riada a dividirse y rodearlo. Apretándose con fuerza contra la espalda del cantor del viento, Sadira aulló:
—¡Abandona la diversión!
—Tendría que haber sabido que harían algo como esto —respondió el cantor del viento—. La Alianza nibenesa aprovecha cualquier excusa para atacar a los traficantes de esclavos.
Sadira oyó el grito agónico de uno de los dependientes de Shom que acababa de pasar junto a ella y, al girar en redondo, vio una daga robada en manos del esclavo esquelético que había estado regando las enredaderas antes. El anciano utilizaba el arma para acuchillar el fláccido cuello del vendedor.
Cuando el hombre cayó, el esclavo levantó su puñal y se lanzó sobre Sadira, pero la hechicera esquivó el torpe ataque extendiendo un pie a modo de barrera ante el tobillo del otro a la vez que le descargaba el puño entre ambos omóplatos. El anciano cayó al suelo, y Sadira plantó un pie sobre la muñeca que sujetaba el arma, se agachó y le arrebató el cuchillo.
—No está mal —comentó Magnus.
—Rikus me lo enseñó —contestó ella, apartándose con el cuchillo en la mano.
El hombre rodó sobre sí mismo, encogiéndose asustado y cubriéndose la cabeza. Un ojo aterrorizado, amarillo por la ictericia, atisbo por el pliegue del codo, pero el esclavo ni gritó ni suplicó misericordia.
—Estamos de tu lado —dijo Sadira.
La hechicera se inclinó y tiró del anciano para ponerlo en pie; luego miró a su alrededor para ver si los seguidores de Dhojakt daban señales de vida. Aquí y allá, unas cuantas mujeres observaban con tranquilidad la revuelta desde la seguridad de un corral de esclavos vacío, pero todavía no habían hecho nada que las señalara como templarías. Sadira introdujo la daga en la mano del esclavo y lo empujó hacia la salida.
—No tienes mucho tiempo. Utilízalo bien.
La desdentada boca del esclavo se desencajó de sorpresa y el hombre, tras dedicar a Sadira una rápida reverencia, se dio la vuelta para acuchillar a una mujer que llevaba una túnica de seda y un brazalete de cobre. Un chorro de sangre brotó de la herida y salpicó el nudoso rostro de Magnus.
—¿Tenías que devolverle el cuchillo? —se quejó Magnus mientras se limpiaba el pegajoso líquido del ojo.
—Si hubieras sido esclavo alguna vez, no harías esa pregunta —afirmó Sadira y, cogiendo al cantor del viento por el brazo, lo condujo pasillo abajo. A su espalda, el fragor de la batalla aumentaba y se volvía más tumultuoso.
Cuando se acercaban a la última columna, un par de templarías nibenesas surgieron de improviso de una esquina y, despojándose de sus túnicas, invocaron a su rey-hechicero para que les concediera poderes mágicos. Se detuvieron nada más entrar en el corredor, y una dejó caer algo al suelo. Se produjo una pequeña detonación, y el olor a azufre llegó hasta la nariz de Sadira.
Una diminuta esfera de fuego apareció sobre el suelo y creció con rapidez hasta alcanzar el tamaño de un kank. La mujer extendió las palmas hacia afuera delante de ella como si empujara la llameante bola, y esta empezó a rodar por el pasillo, aumentando de velocidad y tamaño con cada vuelta. Allí por donde pasaba, la esfera de fuego no dejaba tras de sí más que enredaderas ennegrecidas, cuerpos carbonizados y losas chamuscadas.
Sadira introdujo la mano en el morral donde guardaba sus componentes para hechizos, pero Magnus la detuvo.
—No —musitó—. Estamos aquí para llevarnos a Faenaeyon, no para matar templarias.
La hechicera retiró la mano y contempló cómo las dos mujeres pasaban junto a ellos, siguiendo a la esfera pasillo abajo. Aunque todo su ser le gritaba para que tomara parte en la batalla, sabía que el cantor del viento tenía razón.
A mitad del pasillo, la bola estalló en un surtidor de fuego, y se desvaneció en una bocanada de humo. Una transparente pared de energía cortaba el paso por el pasillo, y a través de su reluciente superficie Sadira distinguió a Raka que se giraba para huir.
—Creo que ha llegado el momento de ir en busca de Faenaeyon —anunció la muchacha.
Mientras hablaba, la segunda templaría apuntó la mano hacia el arco situado justo encima de la cabeza de Raka. Una piedra azul salió disparada de la mano de la mujer y golpeó el arco justo en el centro. Las piedras se esfumaron en una cascada de chispas, y acto seguido el techo se desplomó en medio de una lluvia de cascotes.
Magnus sacudió la cabeza y desvió la mirada.
—Qué desperdicio —observó entristecido—. Ahora ¿cómo conseguiremos salir de la ciudad?
—A lo mejor la Alianza enviará a otra persona —dijo Sadira mientras observaba cómo una pareja de esclavos caían de rodillas y empezaban a retirar los escombros—. Además, puede que Raka siga vivo.
El cantor del viento meneó la cabeza, descorazonado.
—¿Cómo puedes pensar eso?
—A lo mejor ellos ven algo que nosotros no podemos —respondió la hechicera señalando a los esclavos que escarbaban.
Sadira estudió la posibilidad de perder unos instantes para defender a los esclavos, pero se dio cuenta de que la trémula barrera de fuerza del joven hechicero todavía resistía. Eso impediría que las templarías siguieran adelante, al menos durante un corto espacio de tiempo.
—Vamos en busca de Faenaeyon —dijo Magnus, arrastrando a la hechicera al otro lado de la esquina.
Aquí, la situación era aún más confusa que en el lugar del que venían. Docenas de hombres y mujeres ataviados con túnicas de seda se acurrucaban en el centro del pasillo, justo fuera del alcance de los pobres desgraciados que seguían sujetos a la pared. Desperdigados por entre los pesebres se veían los cuerpos de aquellos que no habían sido tan prudentes, compradores y comerciantes con rostros hinchados y amoratados, labios azules, y ojos vidriosos que se abrían en blanco en las cuencas. En muchos casos, las grasientas cuerdas que los habían estrangulado seguían arrolladas fuertemente a sus cuellos, y los aturdidos e inexpresivos rostros de sus ejecutadores se asomaban por encima de sus hombros.
A mitad del corredor, una muralla mágica de luz dorada cortaba el paso. Una docena de hombres que empuñaban escudos con la insignia de la casa Shom permanecían inmóviles frente a la barrera, a la espera de que tres templarías de pechos desnudos disolvieran la pared. A través de la reluciente barricada, Sadira consiguió ver la figura de un anciano hechicero que se alejaba trabajosamente hacia la salida.
Magnus fue hasta el pesebre donde se encontraba Faenaeyon y agarró su cuerda. El cantor del viento dio un poderoso tirón de ella, pero ni la cuerda ni la argolla de piedra que la sujetaba cedieron. Tensó entonces la cuerda, abrió la boca y lanzó una profunda y retumbante nota que hizo temblar el suelo; en el punto donde estaba incrustada la argolla de piedra, la pared se estremeció visiblemente, y la hechicera esperó ver desmoronarse los ladrillos en cualquier momento.
Pasillo abajo, las templarías y los guardas se dieron la vuelta al escuchar la voz de Magnus y, al darse cuenta de lo que estaba a punto de suceder, abandonaron su persecución del hechicero y corrieron hacia Faenaeyon.
Sadira reunió a toda prisa la energía que necesitaba para un hechizo.
—¡Magnus, rápido!
El cantor del viento miró pasillo abajo y, con una mueca, dejó de cantar. Sin soltar la cuerda, cerró la otra mano hasta formar un gigantesco puño y lo descargó contra la pared.
Los ladrillos se desintegraron en un surtidor de afilados fragmentos, y la argolla se soltó. Magnus se echó a Faenaeyon a la espalda, lanzó un gruñido de dolor y agitó el puño que había utilizado para destrozar la pared. Sadira le indicó que se dirigiera al pasillo contiguo y luego lo siguió, andando de espaldas para poder vigilar a los nibeneses que se acercaban.
Los guardas balanceaban sus curvas espadas a uno y otro lado en un frenético intento de abrirse paso por entre los hombres y mujeres acurrucados ante ellos, pero no consiguieron más que llenar el pasillo de transeúntes mutilados demasiado aturdidos y asustados para arrastrarse fuera de su camino.
Una de las templarías se detuvo e invocó la magia de su rey. Una piedra incandescente salió disparada de su mano y fue a golpear a Magnus en la espalda. La roca rebotó en su dura piel, llevándose con ella un pedazo de piel, y el aire se llenó con el olor del cuero quemado. El cantor del viento se desplomó sobre el suelo hecho un ovillo aullante, mientras Faenaeyon salía despedido contra la pared trasera del almacén.
—¡Magnus! —chilló Sadira—. ¡Levántate!
Este no le contestó, pero la hechicera no se atrevió a apartar los ojos de sus enemigos el tiempo suficiente para mirarlo. Una segunda templaría le apuntó entonces con un dedo acabado en una larga uña, y Sadira arrojó un pequeño fragmento de cristal al aire y musitó su conjuro.
El cristal describió un arco, permaneció suspendido en el aire unos instantes y estalló en un reluciente disco de cristal sólido. Aunque Sadira sabía que la oblea no era más gruesa que un dedo, era imposible darse cuenta de ello a simple vista. El círculo parecía infinitamente profundo, y repleto de capas que recordaban los colores de las piedras preciosas: esmeralda, amatista e incluso destellos diamantinos.
Cuando el hechizo de la templaría chocó contra el otro lado, se produjo una llamarada blanca que enseguida se dividió en deslumbrantes oleadas de amarillo, rojo y azul. Cada explosión de color saltó en una dirección diferente; luego perdió velocidad con rapidez hasta detenerse y quedar atrapada en el interior de las resplandecientes profundidades del disco.
La hechicera describió un círculo en el aire, y el cristal, girando sobre sí mismo en un torbellino de color, echó a volar por el corredor absorbiendo a su paso todo lo que tocaba. A los pocos instantes ya estaba lleno con las retorcidas figuras inertes de aquellos que habían estado en el pasillo: compradores de esclavos, dependientes y las tres templarías nibenesas.
Sadira se volvió hacia Magnus y vio que el cantor del viento intentaba ponerse de rodillas, pero, cuando iba a ayudarlo, algo apareció arrastrándose por encima de la pared a la que había estado atado Faenaeyon. La muchacha giró en redondo y descubrió la figura de Dhojakt apareciendo por la parte superior, los ojos llameantes de odio.
Sadira empezó a absorber energía para otro conjuro. Al mismo tiempo, Dhojakt apuntó con la mano a la zona del suelo sobre la que ella se encontraba y, cerrando la mano, la levantó hacia arriba como si extrajera algo del suelo. Con una serie de sonoros chasquidos, las losas bajo los pies de la hechicera se partieron y dejaron al descubierto un profundo agujero. La hechicera lanzó un grito de alarma y retrocedió, con la palma de la mano dirigida todavía hacia el suelo.
Un cilop se arrastró fuera de la fisura, balanceando la ovalada cabeza a uno y otro lado mientras agitada las antenas con frenesí. Sus ojos compuestos se posaron de inmediato sobre Sadira, y la bestia abrió sus tres pares de pinzas. Tras lanzarle una potente bocanada de su mohoso aliento, la criatura se lanzó al frente.
La hechicera saltó al interior de un corral vacío, pero no podía competir con la velocidad del animal, que la atrapó por el muslo y la levantó por los aires. Un chorro de sangre caliente empezó a manar de su pierna, y notó cómo la adormecedora punzada del veneno penetraba en sus venas.
—¡Magnus! —aulló, aterrorizada por la idea de ser envenenada—. ¡Ayúdame!
—No busques a tu enorme compañero —se mofó Dhojakt—. Tiene lo que vino a buscar, y ahora se ha ido.
La hechicera echó una ojeada a la pared trasera del almacén. Tal y como el príncipe había afirmado, no se veía a Magnus ni a Faenaeyon por ninguna parte. Maldiciendo al cantor del viento por haber sido tan rápido en marcharse, Sadira hundió una mano en su morral y sacó la primera cosa que tocó: una bolita de cáñamo cubierto de hollín. Estuvo a punto de devolverlo a su lugar, ya que se trataba de un ingrediente para un hechizo que sólo podía lanzar sobre sí misma. Entonces se le ocurrió una idea y bajó los dedos hasta las pinzas del cilop; aplastó el cáñamo contra la cabeza de la bestia y, tras agarrar una antena, pronunció su conjuro.
El cilop se tornó tan negro como los ojos de Dhojakt y se desvaneció en una silueta insustancial. Sadira se desplazó por entre las pinzas y se dejó caer al suelo. La espectral criatura intentó volver a atacar, pero sus mandíbulas pasaron a través de la hechicera sin hacerle el menor daño. Sin prestar atención a su inofensivo atacante, Sadira desgarró un pedazo de tela de su túnica y colocó un torniquete alrededor del desgarrado muslo. El vendaje impediría que el veneno corriese por el resto del cuerpo, al menos durante unos minutos.
—Tu rey no dijo que fueras a resultar tan difícil de matar —comentó Dhojakt mientras su cuerpo segmentado se deslizaba por encima de la pared.
—¿Haces esto por Tithian? —exclamó Sadira.
Acabó de atarse el vendaje y apoyó las manos sobre las losas, como para tomar impulso e incorporarse. Pero en lugar de intentar levantarse, lo que hizo fue absorber energía para un nuevo hechizo. Con la palma apoyada directamente sobre el suelo, no se produciría el menor destello de energía que traicionara lo que hacía.
—Yo no sirvo a ese idiota —siseó Dhojakt—. Tengo mis propios motivos para acabar con tu vida.
—¿Y cuáles son?
En lugar de responder, Dhojakt empezó a descender, haciendo resbalar su cuerpo de cilop por encima de la pared.
Sadira sentía ya el hormigueo de la energía mágica, pero todavía no era suficiente para detener al príncipe. Si quería superar lo que fuera que lo había protegido de sus hechizos el día anterior, necesitaría mucho más poder. La hechicera mantuvo la mano abierta y vuelta hacia el suelo. De las columnas empezaron a caer enredaderas, marchitas y ennegrecidas, pero no se detuvo, ni siquiera después de que se convirtieron en cenizas, dejando el suelo de debajo del almacén tan sin vida como su suelo de losas.
El chorro de energía se apagó. Sadira temió que ya no le llegaría más fuerza, pero entonces sintió cómo otra fuente le transmitía su vida. Esta venía de fuera del almacén y fluía más despacio al interior de su cuerpo, como si las plantas fueran reacias a entregarla. La hechicera comprendió que la fuerza tenía que provenir de la Plaza del Sabio, donde crecían los magníficos árboles de agafari.
—¡No! —aulló Dhojakt, avanzando por el pasillo—. ¡No puedes profanar el bosque de mi padre!
Sadira apretó los dientes y atrajo la energía con toda la fuerza que le fue posible. Al mismo tiempo, alargó la mano libre en busca de sus ingredientes para hechizos. Por un instante, pareció como si el bosque de agafari no fuera a entregar su vida como ella exigía; luego, de improviso, sintió como si una nube de tormenta acabara de descargar. La energía mágica penetró en su interior con tal potencia que los músculos de la hechicera empezaron a arder y temblar desde la cabeza a los pies. Cerró la mano, pero el flujo continuó en contra de su voluntad, manando como un torrente al interior de su cuerpo e impidiendo que controlara sus propios miembros.
A medida que Dhojakt se acercaba, las aletas de la nariz del príncipe se hinchaban y deshinchaban con furia, y Sadira escuchó el siseo de su respiración al atravesar las cavernosas aberturas. La piel que rodeaba la nariz estaba agrietada e inflamada, probablemente a causa de la trampa que Raka le había tendido el día anterior.
El príncipe extendió las óseas mandíbulas de debajo de los labios y, agarrando a Sadira por los hombros, la atrajo hacia sí. La hechicera sintió cómo parte de la energía fluía de su cuerpo al de él, y recuperó el control de sus extremidades.
—Mi intención era matarte de forma misericordiosa —escupió el príncipe—. Pero ahora es necesario castigarte.
Sadira pellizcó entre los dedos una pepita de ácido vitriólico. Los aceites de su piel desencadenaron una reacción instantánea, e hizo una mueca cuando el vitriólico material le corroyó la piel.
—No malgastes esfuerzos —rezongó Dhojakt, girando la cabeza de modo que las mandíbulas pudieran perforar su garganta—. Tus hechizos no me harán nada.
—Este sí.
Sadira sacó el cristal de su morral y lo introdujo con fuerza en una de las aletas de la nariz de Dhojakt. Nada más pronunciar el conjuro, una nube de vapor marrón brotó de la nariz del príncipe, quien lanzó un terrible grito de dolor y arrojó a la hechicera lejos de sí.
Sadira golpeó contra la pared posterior del corral con tanta fuerza que dio la impresión de que iba a derribarla. Un fuerte dolor le recorrió todo el cuerpo, y evitó por muy poco que su cabeza chocara contra los ladrillos. De todos modos, le pareció como si fuera a perder el conocimiento; su visión se convirtió en un negro túnel, y los alaridos de dolor de Dhojakt empezaron a sonar cada vez más distantes.
La hechicera sacudió la cabeza y luchó por mantener los ojos abiertos. Si se permitía perder el conocimiento, a buen seguro despertaría bajo la custodia de las templarías nibenesas… si es que despertaba. Sadira concentró todos sus pensamientos en el palpitante dolor de su cabeza, aferrándose al dolor como un hombre que cae se aferra a una cuerda.
Finalmente, los gritos de Dhojakt empezaron a volverse más nítidos. Algo más allá, la hechicera podía oír las esporádicas explosiones y siseos de un combate mágico, y se aferró a estos sonidos para que le sirvieran de guía en su regreso a la realidad.
La visión de Sadira fue volviendo poco a poco a la normalidad, y entonces se incorporó con un gran esfuerzo. La pierna que el cilop había desgarrado estalló en un terrible dolor sordo y una oleada de náuseas se apoderó de su estómago; las articulaciones empezaron a dolerle y un sudor frío la envolvió. Comprendió que el veneno del cilop empezaba a surtir efecto.
Al otro lado del pasillo, Dhojakt yacía en el suelo, agitando las múltiples piernas y retorciéndose de un lado a otro enloquecido. Se ocultaba el rostro con las manos y aullaba pidiendo ayuda con una voz inhumana y llena de dolor.
Sadira apenas podía creer que la criatura siguiera viva. El hechizo utilizado había sido el más potente que conocía, capaz de eliminar a toda una compañía de soldados de una sola vez. Que el príncipe hubiera sobrevivido parecía totalmente inconcebible, ya que, en lugar de esparcir la niebla ácida sobre varios acres de terreno, la había concentrado en el interior de sus conductos respiratorios. A esas horas, no habría debido quedar de su cabeza más que un charco de purulento líquido marrón.
Sadira consideró por unos instantes volver a intentar matarlo, pero no se le ocurrió cómo hacerla. Incluso aunque hubiera tenido un arma, Dhojakt era tan invulnerable a las espadas como lo era a la magia. En cuanto a otro hechizo, si la niebla mortal no lo había destruido, no se le ocurría qué podría hacerlo. La hechicera decidió que la línea de acción más sensata era desaparecer antes de que viniera alguien a ayudar al príncipe.
Sadira se volvió hacia la parte posterior del pasillo y, al hacerlo, descubrió a una robusta figura allí de pie, estudiando la escena. Puesto que su rostro estaba oculto por un pañuelo blanco, la hechicera consideró que no se equivocaba si daba por sentado que se trataba de un miembro de la Alianza del Velo.
—No puedes imaginar qué contenta estoy de verte —dijo, cojeando hacia él.
En lugar de ir en su ayuda, el hombre torció por una esquina y huyó.
—¡Regresa! —chilló ella, siguiendo a la velada figura.
Pero cuando dio la vuelta a la esquina, al hombre no se lo veía por ninguna parte. Sin embargo, Magnus sí se encontraba a poca distancia en medio del pasillo cubierto de cascotes. El cantor del viento se abría paso por entre un montón de guardas que, al parecer, acababa de matar. Sobre la espalda llevaba el cuerpo de Faenaeyon, cuyos ojos en blanco permanecían clavados en el suelo.
—¡Magnus, espera! —aulló Sadira. Una sensación de mareo se apoderó de ella y estuvo a punto de dar un traspié—. ¡Necesito tu arte!
El cantor del viento se detuvo el tiempo suficiente para girarse y echarle una ojeada.
—Date prisa —conminó; luego siguió adelante y avanzó a trompicones por el pasillo cubierto de escombros con toda la rapidez de que era capaz—. Nos encontraremos en la puerta.
La hechicera tomó un pedazo de cordel y formó con él una correa en miniatura, la levantó en dirección a Magnus y lanzó un nuevo hechizo. El cantor del viento se detuvo en mitad de la zancada, con uno de sus pies de tres dedos levantado varios centímetros del suelo.
—¿Es que no me has oído? —refunfuñó Sadira—. ¡Dije que esperaras!