2: Caminos separados

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Caminos separados

Nada más coronar la duna de color escarlata, el kank se detuvo dando un bandazo. El animal torció la maciza cabeza de un lado a otro, en busca de un camino para bajar que Sadira se dio cuenta que no encontraría. El viento había erosionado la cresta convirtiéndola en una pared vertical que caía en picado más de doce metros hasta alcanzar la empinada ladera situada más abajo.

Por la depresión situada entre la duna en que se hallaba Sadira y la siguiente, serpenteaba en dirección a las montañas del valle de Tyr la apelmazada arena de un sendero de caravanas. A lo lejos, justo detrás de un promontorio de amarilla arenisca, se distinguían las manchas oscuras de las escoltas de una caravana.

Sadira volvió la cabeza para mirar por encima del hombro a los kanks de Rikus y Agis, que seguían ascendiendo penosamente por la ladera.

—Un fuerte declive impide el paso por aquí —les gritó, señalando con la mano en dirección oeste—. El descenso parece más fácil por allí.

Una vez que los dos hombres hubieron indicado que la habían oído, Sadira devolvió su atención a su propia montura. La golpeó ligeramente en una antena para que girara a la izquierda, pero el kank se limitó a clavar en la joven un ojo globular y no se movió. La hechicera arrugó el entrecejo ante la extraña mirada, preguntándose si el animal podría percibir la inquietud de su corazón.

Habían pasado dos días desde que ella y sus compañeros habían abandonado Kled, y la hechicera había pasado la mayor parte de ese tiempo preguntándose por qué el embarazo de Neeva la alteraba tanto. El estado de su amiga hacía sentir a Sadira como si el mundo se hubiera convertido en una prisión, como si alguien la estuviera obligando a caer en una sutil esclavitud más ineludible que cualquier otra que hubiera conocido en los fosos de esclavos de Tithian.

La hechicera sabía que tales sentimientos carecían de base, ya que no era persona propensa a caer en las redes de la maternidad, y sospechaba que su desasosiego tenía más relación con su propia historia familiar que con la criatura de Neeva.

En la época anterior a la liberación de Tyr, la madre de Sadira, una mujer de cabellos ambarinos llamada Barakah, se había ganado la vida mediante una de las pocas ocupaciones ilegales de la ciudad. El rey Kalak había declarado ilegal la compra y venta de componentes mágicos en Tyr, y, como es natural, ello había dado pie a la aparición en el mercado elfo de un próspero comercio de escamas de serpiente, goma arábiga, polvo de hierro, lenguas de lagarto y otros artículos difíciles de adquirir. Barakah se ganaba la vida actuando como mensajera entre los sigilosos hechiceros de la Alianza del Velo y los poco fiables contrabandistas elfos; pero cometió el error de enamorarse de un elfo, un granuja muy conocido llamado Faenaeyon.

Poco después de la concepción de Sadira, los templarios de Kalak realizaron una incursión a la sucia tienda donde comerciaba Faenaeyon. El elfo huyó al desierto, abandonando tras él a la embarazada Barakah, que fue apresada y vendida como esclava. A los pocos meses, Sadira nacía en los fosos de Tithian, y allí fue donde se crio.

Teniendo en cuenta esta historia, no era de extrañar que la muchacha no confiara en los vínculos del amor familiar. Neeva podría ser feliz viviendo el resto de su vida con Caelum y su hijo, pero tal dicha doméstica resultaba inconcebible para la semielfa. En su interior, siempre estaría esperando que su compañero la abandonara, tal y como Faenaeyon había abandonado a su madre. Para Sadira, era mejor amar a dos hombres a la vez. De esa forma, jamás necesitaría a uno con tanta intensidad que su marcha la destruyera.

Los pensamientos de la muchacha tocaron a su fin cuando el kank empezó a chasquear las mandíbulas, para luego intentar apartarse del borde del farallón. Cuando la hechicera intentó obligarlo a girar a la izquierda, el animal se detuvo en seco.

De la arena bajo los pies de la criatura surgió un suspiro, tan profundo y apagado que Sadira, más que escucharlo, lo sintió en el estómago. El suelo se estremeció, el kank chilló asustado, y la hechicera se tambaleó en su silla.

Con un grito, Sadira saltó de su montura y fue a aterrizar junto al kank en medio de una asfixiante cascada de arena. Tanto ella como la bestia rodaron dando volteretas por la empinada ladera, mientras una nube de polvo rojo como la sangre se elevaba a su alrededor. En medio del torbellino de arena, piernas y antenas, la hechicera perdió por completo el sentido de la orientación, y bastante tuvo con no soltar su bastón.

La semielfa vislumbró el cuerpo gris del kank precipitándose sobre ella, las patas tubulares agitándose enloquecidas en el aire. Lanzando un chillido de alarma, golpeó con ambos pies el caparazón y, con una dolorosa sacudida que le recorrió todo el cuerpo, rodó fuera de la trayectoria del enorme animal, para ir a descender el resto de la pendiente en una desenfrenada serie de volteretas hacia atrás.

Cuando Sadira consiguió detenerse, estaba enterrada hasta la cintura, escupiendo amarga arenisca. El kank fue resbalando hasta pararse con las mandíbulas a poca distancia de la cabeza de la joven. El rugido de la avalancha de arena seguía sonando sobre sus cabezas y, temiendo verse enterrada viva, la hechicera apuntó su bastón a la muralla de arena que descendía sobre ella.

—¡Nok! —dijo, pronunciando la palabra que activaba la magia del bastón.

Una luz púrpura brilló tenuemente en el interior del pomo de obsidiana del arma. Sadira sintió un curioso hormigueo en el estómago, seguido de un leve mareo. A su lado, el kank lanzó un siseo asustado al notar, también él, cómo una fría mano penetraba en su interior y le arrebataba una parte de su energía vital. La hechicería normal extraía de las plantas la energía para sus conjuros, pero el bastón utilizaba una clase más poderosa de magia, una que extraía su poder de la energía interna de los animales.

—¡Montaña de roca! —gritó.

La hechicera movió el brazo hacia la ladera. Una vaporosa oleada de energía brotó del extremo del bastón y fue a acomodarse sobre la falda como una red que atrapó la cascada en su dorada luz y detuvo rápidamente la avalancha. La neblina amarilla permaneció sobre la superficie durante unos instantes, entre chisporroteos y siseos, hasta que al fin empezó a desvanecerse, dejando una lámina de piedra tras ella. Cuando la bruma hubo desaparecido por completo, la inestable duna que se alzaba en lo alto se había convertido en un otero de roca sólida.

Sadira lanzó un suspiro de alivio y empezó a desenterrarse. También el kank comenzó a liberarse de la arena con las pinzas; con la ayuda de sus seis patas terminó la tarea mucho más deprisa que la hechicera, y luego se dejó caer sobre el vientre y se quedó inmóvil, temblando, con las antenas apretadas contra la parte posterior de la cabeza. Cerró las formidables mandíbulas y las hundió profundamente en el suelo, extendiendo por completo las patas a los costados en una exhibición de total sumisión.

—No tienes por qué tener miedo —lo calmó Sadira, consiguiendo liberarse por fin—. El hechizo es permanente.

—Sadira, ¿estás herida? —gritó Rikus desde lo alto.

El mul descendió a toda velocidad por la rocosa ladera. Tenía la dura piel de la espalda enrojecida por la fricción contra la piedra arenisca, y en la mano sostenía el Azote de Rkard, una espada mágica que Lyanius le había dado durante la guerra contra Urik. Tras él apareció Agis, con el costoso manto de lana colgando hecho jirones de sus hombros.

En cuanto alcanzaron la base del otero, Rikus señaló la caravana que Sadira había visto antes.

—¿Provocaron ellos la avalancha? —inquirió.

—El farallón sencillamente se desmoronó —respondió Sadira—. Guarda la espada. No queremos que os conductores crean que somos salteadores.

Mientras el mul hacía lo que le pedía, Sadira volvió su atención a la caravana que se aproximaba. El cortejo se encontraba ya lo bastante cerca como para que la hechicera pudiera apreciar que sus miembros iban montados en inixes. La mayoría de estos lagartos de cinco metros transportaban lingotes de hierro en bruto sobre los amplios lomos, aunque algunos iban cargados con la silla de un jinete en lugar de los lingotes. Mientras avanzaban pesadamente, meneaban sus largas colas de acá para allá, levantando una pequeña nube de arena que impedía que la siguiente bestia de la fila se acercara demasiado. Tenían unos largos picos córneos, con mandíbulas parecidas a pinzas que parecían lo bastante potentes para partir a un hombre en dos de un solo mordisco.

—Me pregunto si se dirigirán a Nibenay… —comentó Sadira.

Rikus y Agis intercambiaron una paciente mirada. Desde que habían abandonado Kled, no habían cesado de intentar disuadir a la joven de dirigirse a la Torre Primigenia.

—Creía que habíamos decidido en contra de ese plan —dijo Agis, con un tono de voz excesivamente paternalista y paciente.

—Tú lo decidiste —replicó Sadira, volviéndose hacia su kank; el animal seguía tumbado sobre la arena, temblando, pero no la rehuyó.

—No seas idiota —gruñó Rikus—. Incluso aunque pudiéramos encontrar allí algo que nos sirviera de ayuda, no tendríamos demasiadas posibilidades de regresar a tiempo para ayudar a Tyr.

—Y aun tenemos menos posibilidades de detener al dragón con lo que sabemos ahora —le recordó Sadira, montando sobre el lomo de su montura—. ¿Tenéis vosotros dos alguna idea mejor?

Rikus miró a Agis en busca de ayuda.

—Sí —contestó el aristócrata—. Existen muchos hechiceros y doblegadores de mentes en Tyr. A lo mejor entre todos conseguiremos reunir la energía necesaria para enfrentamos al dragón.

—Y, si no es así, podemos supervisar la forma en que se satisface el impuesto —añadió Rikus.

—Quieres decir rendimos —dijo Sadira con amargura.

—Quiero decir enfrentarnos a la realidad —la corrigió Rikus—. Perecieron miles de personas cuando ataqué Urik, y sus muertes no consiguieron otra cosa que fastidiar al rey Hamanu. Si todo un ejército no es más que una pequeña molestia para un rey-hechicero, no veo cómo podremos detener al dragón.

—¿Qué es lo que sugieres? —inquirió Agis.

—Que nos limitemos a lo que es posible —respondió el mul—. A menos que se lo impidamos, Tithian enviará al dragón sólo a los pobres; si regresamos a Tyr al menos podemos asegurarnos de que la leva a entregar sea reclutada de forma imparcial.

—¿Imparcial? —chilló Sadira, perdiendo el control, con lo que el kank empezó a temblar con más violencia—. ¿Cómo se puede ser imparcial cuando se trata de enviar a alguien a la muerte?

—No se puede —admitió Agis, mordiéndose los finos labios—. Esperemos que no se tenga que llegar a eso. Una sola persona que utilice la magia o el Sendero a menudo puede tener éxito allí donde un centenar de hombres fornidos no lo han tenido. A lo mejor cien hechiceros o doblegadores de mente triunfarán donde el ejército de Rikus fracasó.

—Y, si fracasas, destruirás toda la ciudad —replicó el mul—. Sería mejor ir a la Torre Primigenia que enfrentarse al dragón. Si no luchamos, sólo morirán mil, en lugar de todos.

Agis consideró por unos instantes las palabras del mul.

—Organizaré un consejo de los hechiceros y doblegadores de mentes más poderosos de la ciudad —ofreció al cabo—. Si no pueden desarrollar un plan para enfrentarnos al dragón, haremos lo que sugieres.

—Un comité no va a derrotar al dragón —refunfuñó Sadira—. Para eso necesitas poder y conocimientos.

—Quizás en Tyr hay más de ambas cosas de lo que pensamos —repuso el noble. Se volvió hacia Rikus—. ¿Qué dices tú?

—¿Cómo escogeremos a los que tienen que morir?

—Das por supuesto que mi plan fracasará, y no será así —dijo Agis—. Pero, si se llega a ese extremo, haremos todo lo posible por aligerar la carga. Excluiremos a los que sean los últimos representantes de un linaje y a los padres de niños pequeños.

—¿Así. pues, personas como Rikus y yo somos prescindibles, pero personas como tú no? —quiso saber Sadira.

—Eso no es lo que dije —replicó Agis frunciendo el entrecejo.

—Pero es lo que querías dar a entender —le escupió Sadira—. ¿Cuántas veces has dicho que necesitas un hijo para que no desaparezca el apellido Asticles?

—¿Le pediste a Sadira que te diera un hijo? —Rikus dedicó al noble una mirada furiosa.

—Eso es algo entre Sadira y yo —respondió Agis.

—¡En absoluto! —rugió el mul—. ¡Yo también la amo!

—No es que tenga nada que ver con la situación actual, pero ha llegado el momento en que ella debe escoger entre nosotros —arguyó el noble, sin inmutarse ante la cólera de Rikus—. Deberíamos empezar a vivir nuestras propias vidas.

—¿Qué te hace pensar que Sadira te escogería a ti? —exigió el mul.

Sadira aguardó la respuesta de Agis con una creciente indignación, enfurecida por la presunción de este de que sólo Rikus se interponía entre él y su deseo de que ella le diera un hijo.

—¿Por qué tendría que escogerte a ti? —volvió a inquirir Rikus, en esta ocasión con voz amenazadora.

—Porque tú eres un mul —respondió el noble. La cólera y la lástima se mezclaban en las patricias facciones de su rostro—. No puedes darle hijos.

—La vida de Sadira está completa sin hijos. Tiene que pensar en Tyr —declaró Rikus, mirando a la semielfa—. ¿No es cierto?

Sadira no respondió. En lugar de ello, golpeó suavemente el interior de las antenas del kank. Mientras el animal se ponía en pie, Rikus y Agis se colocaron uno a cada lado.

—¿Qué haces? —preguntó Rikus.

—No soy un objeto que pase a ser propiedad del vencedor de un concurso infantil —anunció la joven.

—Claro que no —dijo Agis—. No queríamos dar a entender que lo fueras. Pero se acerca el momento en que deberemos organizar nuestras vidas. Estuvo bien posponer las decisiones dolorosas cuando no sabíamos si viviríamos para ver un mañana, pero…

—Eso no ha cambiado —lo interrumpió Sadira, enojada—. ¿O has olvidado al dragón?

—El dragón es algo con lo que siempre tendremos que vivir —dijo Rikus—. Después de vagar por Athas durante miles de años, no va a desaparecer sólo porque Tyr ha sido liberada.

—No si nos negamos a desafiarlo —protestó Sadira—. Me voy a la Torre Primigenia a averiguar cómo puede hacerse.

Rikus y Agis intercambiaron miradas de resignación.

—Iré con ella —ofreció Rikus—. Necesitará un brazo fuerte.

—Mi brazo es lo bastante fuerte —replicó Agis, mirando al mul con ferocidad—. Y mi destreza en el Sendero resultará mucho más útil que tu talento para el combate.

—Voy a ir sola —declaró Sadira, intentando con todas sus fuerzas hablar en tono razonable.

Aunque le disgustaba que discutieran sobre ella como si se tratara de una propiedad en litigio, la hechicera comprendía que su mejor oportunidad de ayudar a Tyr radicaba en separarse.

—Es demasiado peligroso —objetó Rikus.

—Si estás decidida a hacerlo, uno de nosotros debiera ir contigo…

—No. —Sadira sacudió la cabeza—. A nuestro modo, todos tenemos razón. —Paseó la mirada de Rikus a Agis—. Como dice Rikus, Tyr debería prepararse para lo peor… y sólo él es lo bastante popular para pedir a los ciudadanos los sacrificios que puedan ser necesarios. Al mismo tiempo, Agis, alguien debiera realizar un inventario de lo que Tyr puede hacer para defenderse. Sólo tú eres lo bastante listo para conseguir que la gente te diga honradamente lo que puede o no puede hacer.

—¿Y tú? —preguntó Rikus.

—Yo soy la única persona realmente prescindible. Y nuestra situación es desesperada. No podemos permitirnos dejar de lado la posibilidad de que la Torre Primigenia guarde algunos secretos que nos sean de utilidad.

Dicho esto, Sadira pasó la mano sobre las antenas del kank, instando al animal a dirigirse hacia la caravana que se aproximaba.

—Volveré tan pronto como pueda —les gritó por encima del hombro—. Esperemos que mi viaje no sea en vano.

* * *

Asiendo con fuerza la empuñadura de su daga de acero, Rhayn se escurrió por la esquina y se detuvo para examinar el camino que tenía delante. Acababa de penetrar en un callejón tortuoso que discurría entre dos hileras de viviendas de adobe, deterioradas por la intemperie y a punto de derrumbarse. En cualquier otra ciudad, la calleja habría estado repleta de pobres hambrientos y mendigos sedientos, refugiándose del abrasador sol a la sombra de los elevados edificios. Pero en Tyr nadie necesitaba padecer tales indignidades a menos que fuera demasiado holgazán para trabajar, ya que había comida y agua en abundancia en las granjas de beneficencia situadas fuera de la ciudad. Sin embargo, un puñado de desechos humanos, la mayoría en diferentes etapas del sendero que conduce de la borrachera a la muerte, yacían en el sofocante bochorno del callejón.

Rhayn empezó a recorrer la callejuela, que apestaba a vino rancio, cuerpo sin lavar, orines y una docena de otras cosas aún más infames. Mantenía su nueva daga bien a la vista, por si alguno de aquellos desechos era tan estúpido como para abordarla. No era corriente que un elfo, ni siquiera una mujer, se sintiera asustada en los peores barrios de la ciudad. Pero una de las contradicciones de Tyr era que, a medida que mejoraba la suerte de los pobres, los que quedaban atrás se volvían cada vez más desesperados. Ya se había dado el caso de que unos asesinos atacaran a dos miembros de la tribu de Rhayn, cuando estos volvían de unas lucrativas incursiones en la Plaza de las Sombras. Ambos elfos consiguieron escapar con vida sólo gracias a que dejaron caer su botín y echaron a correr con toda la velocidad que les permitían sus largas piernas.

Cuando Rhayn pasaba junto a un abotargado semigigante que vestía una túnica adornada con la estrella del anterior rey, se escuchó una voz masculina que gritaba a su espalda.

—¡Esa es la pájara!

Rhayn volvió la cabeza y lanzó una maldición. De pie al final de la calleja se encontraba un barrigudo vendedor de vino con la cabeza vendada y una funda de daga vacía colgando del cinto. Lo acompañaba una pareja de templarios de negras túnicas, que empuñaban sendas alabardas de hoja de obsidiana, el emblema de la guardia del nuevo rey.

—¿No tienes ninguna duda de que es ella? —preguntó uno de los templarios, un hombre fornido con una cola de cabellos rojos.

Rhayn no necesitaba escuchar la respuesta del vendedor de vino para saber que este estaría seguro. Incluso desde la distancia que los separaba, no tendría ningún problema en identificarla como la mujer con la que acababa de compartir dos botellas de buen oporto. Aunque era baja para ser una elfa, era una buena cabeza y media más alta que la mayoría de los hombres de pura raza humana, y el cabello pelado al rape destacaba las puntiagudas orejas. Su cuerpo era típico de las de su raza, delgado y esbelto, excepto que su figura era más redondeada y seductora que lo habitual en las mujeres elfas. Bajo las arqueadas cejas, se abrían unos ojos almendrados tan brillantes y azules como zafiros, acompañados de una nariz regia y una boca pequeña de labios carnosos y apetecibles. La misma belleza llamativa que había atraído en un principio al vendedor sería la que ahora no dejaría la menor duda en la mente del hombre sobre su identidad.

Empleando el sistema de defensa preferido por los de su pueblo, la muchacha se volvió y echó a correr.

—¡Eh, tú, detente! —gritó el segundo templario, un semielfo de cabellos rubios.

Rhayn no le hizo caso, confiada en que sus largas piernas la llevarían bien lejos de los guardas. Normalmente, no se habría atrevido a huir, pues muchos templarios habrían recurrido a la magia de su rey para detenerla; pero era del dominio público que el rey Tithian de Tyr era un monarca débil sin magia que conferir a sus sirvientes. Esa era una de las razones por las que su tribu había venido a la ciudad.

Rhayn alcanzó el final del callejón antes de que el mercader y sus escoltas hubieran podido dar más de una docena de pasos, y dobló por una bulliciosa avenida bordeada de edificios de dos y tres pisos. En la planta baja de cada casa había una pequeña tienda con una amplia puerta y un mostrador de ala abatible que daba a la calle. En todas ellas atisbaban los astutos mercaderes elfos; ofreciendo mercancías que su tribu sin duda había robado con anterioridad a alguna honrada caravana en el desierto.

—¡Echaos a un lado o moriréis! —aulló Rhayn, blandiendo la daga ante la masa de peatones.

Mientras se abría paso por entre la multitud, se dejó oír un coro de chillidos de sobresalto y gritos de enojo en tanto los hombres y mujeres de todas las razas se apartaban apresuradamente. No obstante su amenaza, Rhayn no se atrevió a apuñalar a aquellos que no se apartaban con la suficiente rapidez. Aunque dudaba que los templarios realizaran un registro intensivo del barrio por una cuestión de relativamente poca importancia como era una daga robada, la elfa sospechaba que considerarían de forma muy diferente una serie de apuñalamientos.

En lugar de utilizar el cuchillo para limpiar de peatones su camino, Rhayn los derribaba de un empujón o de una patada bien colocada, y no tardó en dejar tras ella una larga hilera de personas caídas que le lanzaban maldiciones. Cuando la elfa se volvió para mirar por encima del hombro, seguía sin verse la menor señal de los templarios ni del mercader de vino.

La avenida giraba de improviso a la izquierda, ocultando a la vista la calleja de la que acababa de salir. Segura de que sus perseguidores no podrían seguirla por entre la muchedumbre que llenaba la calle, Rhayn aminoró el paso y se puso a andar tranquilamente. Extrajo el faldón de la escotada túnica del cinturón de piel de serpiente que la sujetaba, deslizó la daga bajo la correa y dejó caer el vestido por encima. Sentía la hoja de metal caliente y peligrosa sobre el tenso estómago, lo que le provocaba un hormigueo de excitación en todo el cuerpo. La daga era la primera arma de metal que había poseído, y el contacto de su suave superficie contra su piel desnuda le producía una embriagadora sensación de poder que arrancó una sonrisa exultante de sus sensuales labios.

Rhayn llegó ante una tienda pequeña en la que había un elfo de cabellos negros inclinado sobre el mostrador, hablando con una pareja de muchachos humanos. El elfo sostenía en la mano media docena de brillantes guijarros, cada uno de un color diferente del arco iris.

—El de color escarlata es para el amor —decía en aquellos instantes—. Si lo dejas bajo la lengua durante tres días completos…

—Te ahogarás con él cuando te duermas —interrumpió el muchacho de más edad, un joven de mandíbula cuadrada, con una expresión de incredulidad.

—No —replicó el elfo, en quien Rhayn reconoció a Huyar, un medio hermano suyo—. Jamás te tragarás una de estas piedras mágicas. Pero, si haces lo que te digo, robarás el corazón de cualquier mujer que desees.

Al penetrar Rhayn en la tienda, los pálidos ojos castaños de Huyar giraron veloces hacia ella y se pasearon por sus curvas con un destello salaz. En cuanto los dos muchachos siguieron su mirada, el elfo continuó con su charlatanería.

—De hecho, yo utilicé la piedra escarlata para obtener el corazón de esta belleza que acaba de entrar —dijo, extendiendo los brazos para abrazar a Rhayn—. ¿No es cierto?

Rhayn permitió que los brazos de Huyar la rodearan y lo miró a los ojos con expresión soñadora.

—Lo es, mi amor.

Rhayn mentía, desde luego. Lo que fuera que Huyar fuera para ella, no era su amante. Compartían el mismo padre, pero eso significaba muy poco para cualquiera de ellos…, excepto que la tradición de la tribu les prohibía tener hijos juntos. Entre los Corredores del Sol, al igual que entre muchos otros elfos, tan sólo los hijos de la misma madre se consideraban entre sí como auténticos hermanos. Aquellos que sólo tenían un padre en común se consideraban en cambio rivales, y competían con energía por el afecto y la herencia. Entre Rhayn y Huyar, la disputa era más ferviente de lo normal, pues su padre resultaba ser el jefe, Faenaeyon.

De todos modos, eran miembros de la misma tribu y, como tales, siempre se mantendrían unidos ante cualquier extraño. Si, como en este caso, eso significaba dejar que Huyar la manoseara para poder vender unas piedras sin valor a un par de jóvenes incautos, lo haría.

Al apretar Huyar a Rhayn contra su cuerpo, la punta de su nueva daga se clavó ligeramente en la parte baja del abdomen de la muchacha. Esta no chilló, pero Huyar bajó la mirada enarcando las cejas.

—¿Qué es eso que noto? —murmuró.

—Nada que te importe —respondió Rhayn, fingiendo besarlo en la oreja.

—Pero a lo mejor le interesaría a nuestro padre…

Rhayn tuvo que resistir el impulso de arrancarle a su medio hermano el lóbulo de la oreja de un mordisco; su intención había sido esconder la daga en su mochilla-lecho sin que nadie se diera cuenta. Si Faenaeyon averiguaba que había regresado con un trofeo, exigiría que se lo regalara. A pesar de lo que esto pudiera significar para su herencia, Rhayn no tenía la menor intención de dársela.

—Tengo que desaparecer —musitó la joven, liberándose de los brazos de Huyar.

Dedicó a los dos muchachos una prolongada sonrisa, y se apartó del mostrador. Al momento, el más joven preguntó:

—¿Cuánto quieres por las piedras?

Huyar, nunca muy ingenioso, se aprestó a lanzarse sobre su presa.

—¿Cuántas monedas hay en tu bolsa?

En el fondo de la tienda, Rhayn se deslizó a través de la cortina de escamas de serpiente que separaba la sala de trueques de la zona de almacenaje. Su padre se encontraba sentado en su lugar de costumbre, sobre un sillón de cuero demasiado pequeño, con los pies apoyados en un barril de néctar fermentado de kank. Incluso para un elfo, Faenaeyon era un hombre de gran tamaño, con unos miembros musculosos y un pecho amplio y robusto. Llevaba los plateados cabellos sujetos hacia atrás en una despeinada cola que dejaba las puntiagudas orejas incrustadas de suciedad totalmente a la vista.

Probablemente debía de haber habido una época en que resultara llamativamente apuesto, ya que sus largas y delgadas facciones estaban bien marcadas y proporcionadas; pero, ahora, parecía todo lo cruel y peligroso que realmente era. Mantenía las mandíbulas apretadas con fuerza en todo momento, y los delgados labios estaban permanentemente fruncidos en una mueca de desconfianza. Las aletas de su nariz olfateaban todo el tiempo, como si buscaran en el aire el olor de los enemigos, y la pálida piel de sus mejillas tenía aspecto marchito. Incluso los inertes ojos grises, enmarcados por unas cejas tan puntiagudas que recordaban cuchillos y por negras ojeras de agotamiento, ardían con una luz demente que nunca dejaba de provocar en Rhayn una sensación de inquietud.

—¿Cómo te fue? —preguntó Faenaeyon, sin molestarse en dirigir la inexpresiva mirada hacia su hija.

Rhayn se acercó a su padre y lo besó en la mejilla. El elfo olía a regüeldos rancios y broy agrio.

—No tan bien como me habría gustado —respondió la muchacha, deslizándole una moneda de plata en la mano—. Aquí tienes.

Por primera vez desde que Rhayn había entrado en la oscura habitación, los ojos de su padre se movieron para ir a clavarse en la reluciente moneda. La lanzó al aire para comprobar el peso y luego se quejó:

—Una hija mía debería conseguir más que esto.

—La próxima vez, tada —respondió ella, utilizando la palabra elfa para designar a cualquier varón con el que existiera un lazo de consanguinidad.

La hoja de la daga oculta bajo las ropas de Rhayn pareció volverse más caliente, y la muchacha sintió cómo un hilillo de sangre le descendía por el abdomen. El abrazo de Huyar había hecho que se cortara con la punta del arma.

Tras estudiar a su hija unos momentos, Faenaeyon lanzó un gruñido y deslizó la moneda en el interior de una de las bolsas que colgaban de su cinturón. Rhayn suspiró en silencio, aliviada, y se dirigió hacia la escalera de hueso situada al fondo de la habitación. En un instante, se encontraría a salvo lejos de su padre, en la gran sala común en la que acampaba la tribu.

Rhayn acababa de poner el pie en el primer peldaño, cuando oyó gritar a Huyar:

—¿Qué es lo que queréis, templarios?

Faenaeyon se puso de pie en un santiamén, empuñando en una mano una espada de hueso y en la otra una daga de obsidiana.

—En nombre de Tithian primero, hazte a un lado —ordenó una voz de hombre.

—Espera —replicó Huyar—. Puedes discutir lo que te trae aquí con nuestro jefe.

—¡He dicho que te apartes! —repitió el templario.

—¿Qué sucede? —inquirió Faenaeyon.

—Me quieren a mí —murmuró Rhayn.

El elfo la empujó hacia la sala de trueques.

—¡No dejes que entren aquí atrás! —ordenó, señalando con la mano los montones de mercancía robada que atestaban el almacén—. ¡Si ven esto, costará una fortuna sobornarlos para que se vayan!

—No te preocupes.

La voz de la muchacha tenía un matiz de sorpresa y cólera, pero no por el comportamiento de su padre, sino porque, después de huir del callejón, había dejado al gordo mercader y a los templarios tan atrás que no podían haberla visto entrar en la tienda con sus propios ojos. Lo más probable era que uno de los viandantes de la calle les hubiera dicho dónde se había metido. En cualquier otra ciudad, tal cosa no habría sucedido jamás. La multitud habría fingido ignorancia, tan decidida a no ayudar a un templario como ansiosa por mantener en secreto su presencia en el mercado elfo. Pero, como Rhayn empezaba a aprender, Tyr no se parecía a cualquier otra ciudad. El rey Tithian era un monarca popular, y desgraciadamente sus súbditos se mostraban ansiosos por ayudar a sus funcionarios.

En cuanto Rhayn salió de detrás de la cortina, los templarios empujaron a Huyar a un lado con las astas de sus alabardas y lo enviaron dando traspiés en dirección al almacén.

—¿Hay algún problema? —preguntó Rhayn, deteniendo a su hermano.

Mientras lo ayudaba a recuperar el equilibrio, observó que se había reunido un pequeño grupo de espectadores en la calle frente a la tienda. Hombres y mujeres contemplaban el enfrentamiento con regocijo, mientras lanzaban de cuando en cuando palabras de ánimo al mercader de vinos y sus escoltas.

—¡Quiero que me devuelvas mi daga! —exigió el gordo mercader mirando a Rhayn colérico.

—Ahora es mi daga —respondió la muchacha; su voz era tranquila, pero interiormente estaba furiosa. Su padre habría escuchado, sin duda, la reclamación del mercader, y ahora tendría que desafiar al jefe de la tribu para poder quedarse con el arma.

Rhayn se volvió hacia los templarios y muy despacio alzó la túnica para mostrar el cuchillo de metal y, no por accidente, una buena extensión de musculoso estómago. Dirigiendo a los oficiales una sonrisa seductora, sacó la daga de su escondite y la sostuvo en alto. Sucediera lo que sucediese después, quería asegurarse de que el semielfo y su compañero no tendrían la menor excusa para registrar el resto de la tienda.

El mercader de vino intentó hacerse con el arma, pero Huyar le agarró la muñeca a medio camino y le dobló el brazo hacia atrás, al tiempo que le daba una patada en los pies para hacerle perder el equilibrio. El gordo comerciante cayó de espaldas sobre el suelo y allí permaneció, resollando con fuerza mientras se sujetaba el dolorido brazo.

Los templarios apuntaron a Huyar con las alabardas, pero, como el guerrero elfo no hizo ningún otro movimiento para lastimar al mercader, no lo atacaron.

—Rhayn dijo que era su daga —declaró Huyar, los ojos fijos en el rostro del rechoncho comerciante.

—Robarla no la convierte en suya —jadeó el hombre.

—No la robé; me la prometiste —protestó Rhayn, dejando por fin que la túnica volviera a caer sobre su estómago—. ¿O lo has olvidado? —añadió con voz insinuante.

Los espectadores reunidos en el exterior lanzaron unas risitas ahogadas que hicieron enrojecer al mercader, aunque ello no lo disuadió de seguir reclamando el arma.

—¡Ella no cumplió! —se quejó, mirando a los dos templarios.

—¿Cumplió qué? —bramó el padre de Rhayn, surgiendo de la trastienda. Mantenía una mano oculta al otro lado de la cortina—. ¿Llamas ramera a mi hija?

El templario semielfo movió su alabarda en dirección al recién llegado. Rhayn y Huyar intercambiaron un mirada con exagerado nerviosismo, para respaldar el farol de su padre.

Los ojos del mercader se desviaron veloces hacia la mano oculta, pero su doble papada siguió mostrando la misma determinación que antes.

—Teníamos un acuerdo —dijo, al tiempo que dirigía una rápida mirada a los templarios en busca de apoyo.

—Nuestro acuerdo era que me darías la daga, y ahora la tengo —replicó Rhayn.

—Dudo que la herida de su cabeza formara parte de vuestro acuerdo —intervino el semielfo—. Le robaste.

Los espectadores de la calle murmuraron su aprobación a la determinación del templario, pero Rhayn no le atribuyó ninguna nobleza a su actitud. A sus ojos, el comportamiento del hombre sugería que deseaba un soborno, y no dudaba que su padre estaría dispuesto a pagarlo… para volver a robarlo más tarde.

—Ese bruto gordinflón se merece el vendaje —dijo Rhayn—; tuve que romperle una botella en la cabeza para mantener sus sucias manos apartadas de mí. —Dirigió al mercader una mirada rencorosa, y luego sonrió al templario semielfo—. No obstante, comprendo que os sintáis suspicaz. ¿Qué se necesitaría para convenceros de mi inocencia?

—No hay oro suficiente en todas las bolsas de tu tribu para sobornar a uno de los templarios del rey Tithian, si es eso lo que preguntas —contestó el templario pelirrojo.

Rhayn y Huyar se miraron entre sí con expresión inquieta, no muy seguros de cómo proceder. Por experiencia sabían que a los templarios siempre se los podía sobornar, y a menudo por un módico precio.

Fue Faenaeyon quien sugirió la siguiente estratagema.

—¿He mencionado que tengo otra hija? —preguntó el enorme elfo—. Puede que hayáis oído hablar de ella: Sadira de Tyr.

—Si tú lo dices… —respondió el semielfo, poniendo los ojos en blanco—. Y a lo mejor también eres mi padre. De todos modos, seguiría sin tener la menor importancia.

El templario desvió la alabarda para apuntar ahora al pecho de Rhayn, e indicó la daga que esta sostenía.

—Devuelve eso al mercader de vinos —ordenó—. No lo necesitarás allá donde vas.

—¡Eso es! —chilló una espectadora—. ¡Que esos elfos sepan lo que sucede si roban a los ciudadanos libres de Tyr!

—¡A las minas de hierro con ella! —gritó otra.

Rhayn miró a su padre.

—¿No podrías comprar la daga? —sugirió; si no se podía sobornar a los templarios, a lo mejor sí se podría hacer con el mercader.

Por toda respuesta, Faenaeyon le dedicó una mirada torva.

—¿Qué otras cosas has estado ocultando? —inquirió, señalando la daga. Miró furioso a los templarios durante unos instantes, y luego se volvió hacia Rhayn con un centelleo plateado en los ojos—. ¡Intentas engañarme! —aulló—. ¡Estás de acuerdo con ellos!

Rhayn frunció el entrecejo. Ya en otras ocasiones había oído a su padre realizar acusaciones parecidas, cuando estaba totalmente borracho, pero jamás en una situación tan crítica.

—¡Piensa lo que dices! —exclamó Huyar—. ¡Ningún Corredor del Sol se podría del lado de un extraño!

—Si me oculta la daga, ¿qué otras cosas me ha ocultado? —masculló Faenaeyon; levantó el brazo como si alzara algo al otro lado de la cortina.

—¡Detente! —ordenó el templario pelirrojo.

—Esto es algo entre mi hija y yo —rugió el jefe elfo, sacando su espada de detrás de la cortina.

—Tu hija es ahora prisionera de Tithian —dijo el templario, dirigiendo la alabarda hacia Faenaeyon—. Si intentas hacerle daño, te ma…

Con una veloz patada, Huyar hundió la planta del pie en el pecho del templario, y, mientras este daba un traspié hacia atrás, la espada de hueso de Faenaeyon centelleó junto a la oreja de su hijo para ir a golpear contra el cuello del templario con un fuerte crujido.

Huyar no perdió tiempo meditando sobre lo cerca que el jefe elfo había estado de matarlo a él en lugar de al otro, y se lanzó sobre el semielfo que custodiaba a Rhayn. El tyriano hizo intención de girar su arma para defenderse, pero entonces vio que Rhayn todavía sostenía la daga en litigio y vaciló. En ese momento, quedó sentenciado. Huyar lo atacó lanzando simultáneamente tres dedos contra su laringe y una patada a sus rodillas. El semielfo soltó la alabarda y cayó al suelo, con las manos alrededor de la garganta.

Al caer el segundo templario, el mercader de vino se dio la vuelta para huir, pero Rhayn saltó tras él y le hundió la daga en la espalda hasta la empuñadura. El rechoncho comerciante se desplomó en el suelo, sin tiempo ni para proferir un último grito.

De la multitud reunida en el exterior surgieron alaridos de terror y sobresalto. Hombres y mujeres empezaron a correr, temerosos de que los lunáticos elfos se lanzaran ahora sobre ellos. Gritos de «¡Asesinato!» y «¡Llamad a la guardia real!» resonaron por toda la calle.

Rhayn cerró de un portazo la puerta de la tienda, y Huyar utilizó una alabarda robada para derribar los postes que sostenían la marquesina del mostrador. Las contraventanas de madera encajaron en sus puestos con un fuerte estrépito, aislándolos de la confusión reinante en las calles.

Rhayn miró en dirección a su padre, quien permanecía de pie en el centro de la estancia, con la espada bien sujeta en la mano, mientras la contemplaba con ojos entrecerrados.

Tada, ¿realmente piensas matarme? —preguntó ella.

Faenaeyon la miró con aire amenazador y extendió la mano libre.

—Dame esa daga.