1: Acceso cerrado

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Acceso cerrado

—No se puede molestar a Er’Stali —declaró el anciano enano, inclinándose sobre la balaustrada que coronaba la torre de vigilancia de la puerta—. Volved a montar en vuestros kanks y regresad a Tyr.

Excepto por sus muchos años, que habían marcado docenas de surcos en su frente y dejado las mejillas colgando fláccidas como una barba, el hombre mostraba las mismas características que los guardas enanos que lo acompañaban. Poseía una figura rechoncha, con una piel oscura y desprovista de todo vello y un porte pétreo. Una cresta de cartílago endurecido le recorría la parte superior de la calva cabeza, y unas facciones toscas y prominentes dominaban su rostro.

—¿Quién eres tú para hablar por Er’Stali? —inquirió Sadira, colocando ambas manos sobre la empuñadura de obsidiana de su bastón, que jamás dejaba fuera de su alcance.

—¡Soy Lyanius, el ubrnomus de Kled! —rugió el anciano.

—¿Qué es un ubrnomus? —preguntó Sadira, mirando a Rikus en busca de una explicación.

—El fundador del pueblo —respondió este. Con un cuerpo sin vello que no parecía más que un cúmulo de nervios y músculos, parecía una versión más alta, y más ágil de los enanos, y por un buen motivo, puesto que Rikus era un mul, una mezcla de humano y enano que había heredado lo mejor de ambas razas.

Al ver que Lyanius seguía contemplándolos en silencio, Rikus siguió con su explicación.

—El ubrnomus habla en nombre de su poblado. Si él no quiere que veamos a Er’Stali, no lo veremos.

—Eso es inaceptable —dijo Agis, hablando por primera vez. El noble era un hombre vigoroso, con un cuerpo robusto y facciones apuestas; tenía una larga cabellera negra surcada de gris, una frente amplia sobre unos ojos castaños, y una mandíbula cuadrada y decidida—. No he pasado diez días en el desierto para que me despidan en la puerta.

—Es Lyanius quien decide, no nosotros —repuso Rikus.

—A lo mejor podría hacerlo cambiar de idea —ofreció Agis, clavando los ojos en el anciano.

—Puede que Lyanius sea testarudo —dijo Rikus agarrando al noble por los hombros—, pero le debo muchísimo. Ni se te ocurra utilizar el Sendero contra él.

—¿Por quién me tomas, por Tithian? —replicó Agis retrocediendo indignado.

El noble volvió de nuevo la mirada a Lyanius.

—Antes de que tomes tu decisión, ¿no me permitirás que explique por qué debemos hablar con Er’Stali?

—No —contestó el ubrnomus.

—¿Le ha sucedido algo? —inquirió Rikus.

—¿Qué te hace pensar eso? —quiso saber el enano, dedicándole una mirada torva.

—El que no nos dejes verlo —respondió Rikus, cada vez más inquieto—. No habrá muerto, ¿verdad?

Lyanius negó con la cabeza, aunque sus ojos dejaron entrever una muda preocupación.

—No, está vivo…

—Pero no se encuentra bien —concluyó Rikus.

El anciano asintió.

—Lo molestaremos lo menos posible —aseguró Agis—. Con todo, nuestra necesidad es grande y debemos hablar…

—Lo siento —interrumpió Lyanius, alzando la mano para acallar al noble—. Haré que os traigan agua y comida a la puerta, para que podáis iniciar el viaje de regreso con provisiones frescas.

—Las cosas están mucho peor de lo que él quiere darnos a entender —susurró Sadira a Rikus—. Incluso aunque Er’Stali esté enfermo, no es motivo suficiente para mantenemos fuera del pueblo.

—Es cierto —convino el mul—, pero ¿qué podemos hacer?

Mientras Sadira consideraba el problema, otras dos personas aparecieron encima de la torre de la puerta. La primera era un enano a quien ella no conocía. Sobrepasaba en una cabeza a los demás; su cuerpo poseía un cierto aire desgarbado, y llevaba un sol rojo tatuado en la cabeza. Sus ojos, de color orín, ardían con feroz intensidad, visible incluso desde el pie de la torre.

Sadira sí reconoció a la otra figura, la antigua compañera de lucha de Rikus. Neeva era una humana rubia de ojos de color esmeralda, piel pálida y gruesos labios rojos. Destacaba por encima de los enanos como un sauce del desierto por encima de un bosquecillo de matorrales, con un enorme vientre hinchado que colgaba por encima de la baja balaustrada del tejado. Aunque llevaba una capa de tejido ligero sobre la espalda y blancos hombros, había dejado el abdomen intencionadamente expuesto a los abrasadores rayos del sol, e incluso la parte inferior estaba quemada, mostrando un profundo tono rojo, con tiras de un rosa pálido allí donde las capas de piel se habían pelado.

—¡Rikus! —gritó Neeva, haciendo caso omiso por el momento de Agis y Sadira—. ¡Qué alegría verte!

Rikus no contestó. En lugar de ello, se limitó a contemplar fijamente la parte inferior del hinchado estómago de su examante, la boca abierta con expresión de asombro y los negros ojos traicionando su desolación.

Sadira lo golpeó ligeramente en el brazo con el extremo de su bastón.

—Cierra la boca —musitó—. No te conviene parecer celoso.

—No estoy celoso —siseó Rikus.

—Claro que no —replicó la muchacha, y una sonrisa maliciosa le cruzó los labios—. Pero eso no me importa. No me siento ofendida por tus sentimientos hacia Neeva.

—Tampoco podrías hacer nada aunque no fuera así —replicó Rikus, dirigiendo una significativa mirada a Agis.

—Este no es el momento de discutir nuestra relación —susurró el noble—. Lo único que importa es convencer a Lyanius de que nos deje ver a Er’Stali. y se me ocurre que tú puedes persuadir a Neeva de que nos apoye.

—¿Cómo? —inquirió Rikus, frunciendo el entrecejo.

—Podrías empezar diciendo «hola» —sugirió Sadira—. Conviene que vea que no estás enojado con ella.

El mul volvió a mirar a lo alto de la torre de vigilancia.

—Me alegro de verte, Neeva —dijo—. Tienes un aspecto, eh…, muy sano.

—Lo que parezco es gorda y embarazada —rio Neeva—. Ahora decidme, ¿qué es lo que hacéis aquí? No creo que hayáis recorrido todo este trecho sólo para desearme lo mejor.

—Tyr se encuentra en peligro —se apresuró a intervenir Agis.

—Eso es una desgracia para Tyr —vociferó el enano de ojos rojos situado junto a Neeva—. Mi esposa no está en condiciones de luchar.

—Ya se han dado cuenta, Caelum —lo calmó ella, posando una mano sobre el brazo del enano—. Además, dudo que hayan realizado este viaje sólo para conseguir otro brazo armado.

—Neeva tiene razón, Caelum —dijo Agis—. Si hay que luchar, ni un centenar de guerreros como ella podrían salvar Tyr.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Neeva.

—El dragón se dirige a la ciudad —explicó Rikus.

Neeva y los enanos contemplaron al mul con expresión perpleja, como si hubiera hablado en una lengua que no comprendieran.

Tras una pausa de algunos segundos, Agis añadió:

—Ha exigido el sacrificio de un millar de vidas…, un impuesto que pensamos negarle. Esperábamos que Er’Stali podría recordar algo de El libro de los reyes de Kemalok que pudiera ayudarnos a desafiar al dragón.

Con la mirada fija en Rikus, Lyanius inquirió:

—Ese dragón, ¿podría tratarse del mismo del que habló el rey Rkard?

—Creo que lo es —respondió el mul. A Sadira y Agis explicó—: La última vez que estuve aquí, apareció el fantasma del rey Rkard, y, entre otras cosas, contó a los enanos que la ciudad perdida de sus antepasados había sido visitada por el dragón.

Rikus apenas había terminado de hablar cuando Lyanius declaró:

—Debo pediros que os marchéis de inmediato. No recibiréis ayuda de Kled ni de ninguno de sus habitantes.

—¡Morirá un millar de personas! —protestó Sadira.

—Mejor eso que todo Kled —replicó Lyanius—. Si os ayudamos, el dragón nos destruirá.

—Jamás lo sabrá —aseguró Agis—. Hemos tomado medidas para mantener en secreto tanto el viaje como su propósito.

El anciano sacudió la cabeza con determinación.

—No podemos correr ese riesgo.

Sadira miró entonces a Neeva.

—Tú sabes mejor que nadie por qué no podemos sacrificar un millar de vidas inocentes.

—La decisión debe tomarla el ubrnomus, no yo —repuso la mujer, desviando la mirada.

—Pero el ubrnomus escuchará a Caelum, y Caelum a ti —intervino Rikus—. Ayúdanos… por el bien de Tyr.

—No puedo pedir a estas gentes que arriesguen sus vidas por Tyr —contestó Neeva, agitando el brazo en dirección al pueblo—. No tengo derecho.

—Olvídate de Tyr —dijo Sadira, señalando el vientre de Neeva—. ¿Deseas que tu hijo viva aterrorizado por el dragón?

Neeva dedicó a Sadira una mirada ofendida.

—Mejor eso que morir antes de nacer —declaró.

—¿De veras? —inquirió Agis—. Si enseñas a tu hijo a ocultarse de la tiranía, ¿no le enseñas también a vivir esclavo?

—No hablas como la mujer que ayudó a matar a Kalak —apremió Sadira—. Si es así, dínoslo y dejaremos de perder el tiempo.

Neeva dedicó una mirada colérica a sus viejos amigos, al tiempo que se mordía el labio, contrariada.

—¿Existe algo a lo que no te atrevas cuando quieres conseguir alguna cosa?

—No, cuando lo que quiero es proteger Tyr —respondió Sadira—. Pero eso no tiene nada que ver con la pregunta de Agis. ¿Enseñarás a tu hijo a vivir libre o bajo la tiranía?

Neeva permaneció en silencio unos instantes; luego bajó la mirada a su hinchado vientre.

—Sabéis muy bien la respuesta —dijo, tomando a Caelum y Lyanius del brazo—. Dispensadme un momento.

No bien hubieron desaparecido Neeva y los enanos, Rikus se dio la vuelta y anunció:

—Voy a atar a los kanks más allá para que pasten.

—¿Tan seguro estás de que nos dejarán ver a Er’Stali? —preguntó Agis.

—Caelum no puede negarle nada a Neeva —asintió Rikus.

—Pero ¿qué pasa con Lyanius? —interpuso Sadira—. Es a él a quien tiene que convencer.

—Es un hombre de gran corazón. Al final, hará lo que es correcto… en especial con su hijo, abogando por ello —respondió Rikus.

—¿Su hijo? —inquirió Agis.

—Caelum —explicó el mul—. Es el único en cuyo juicio confía Lyanius.

Dicho esto, el mul llamó a los kanks para que lo siguieran y empezó a alejarse. Dos monturas fueron de inmediato tras él, pero la que había montado Sadira se quedó atrás. El animal se mostró tan testarudo que Rikus se vio obligado finalmente a sujetarlo por las antenas.

—Ojalá tuviera su seguridad —dijo Agis, sentándose con la espalda apoyada en los ladrillos enrojecidos por el sol del muro del poblado de Kled.

—Esperemos que sus esperanzas estén justificadas —deseó Sadira.

Se sentó junto a Agis, doblando los talones bajo las caderas para utilizarlos de cojín. Aunque a muchas mujeres les habría resultado insoportablemente doloroso doblar las piernas de esa forma, la posición le resultaba tan natural a Sadira como aposentarse en una silla. La joven era una mezcla de humano y elfo, con extremidades ágiles y sinuosas y un cuerpo flexible típico de los nacidos de tal linaje. Sus cejas, puntiagudas y delgadas, enmarcaban unos ojos pálidos, tan claros y serenos como una turmalina azul. Poseía una boca pequeña de labios carnosos y una larga melena de cabellos ambarinos que le caía por encima de los hombros en una ondulante cascada.

Una vez que se hubo puesto cómoda, Sadira abrió su odre de agua y bebió. Incluso a la sombra del muro del poblado, la temperatura resultaba abrasadora, con un débil airecillo que parecía incapaz de provocar el más leve soplo de aire fresco. A un lado del pueblo, el calor se elevaba en brillantes oleadas junto a los altos farallones de piedra arenisca. Al otro lado, una gigantesca duna de arena reflejaba la roja luz del sol con tanta fuerza que resultaba imposible mirar en aquella dirección.

Rikus regresó al poco rato, echados sobre los hombros los odres vacíos que habían estado sujetos a los arneses de los kanks.

—¿No ha llegado ningún mensaje del interior?

—Será mejor que te sientes —sugirió Agis.

—Me quedaré de pie —anunció el mul, meneando la cabeza—. Ya no tardarán mucho.

Rikus se equivocaba. El cielo se oscureció, pasando del brillante blanco del mediodía a los tonos más amarillentos de primeras horas de la tarde, sin que les hubiera llegado ningún mensaje de Kled. Sadira se sumió en un letárgico sopor sin conseguir apartar sus pensamientos de la fresca agua de pozo que podrían obtener en el interior del poblado. En más de una ocasión se encontró maldiciendo a los testarudos enanos, e incluso empezó a soñar despierta con la posibilidad de lanzar un hechizo que le permitiera deslizarse dentro, aunque desechó enseguida la idea. Después de oír cómo Rikus advertía a Agis que no utilizara el Sendero para influir a los enanos, estaba segura de que tampoco aprobaría que ella utilizara la magia para robar un trago de agua.

Por fin, cuando la boca de Sadira estaba completamente reseca por la falta de agua, la puerta se abrió, y Neeva salió al exterior, sola.

—Bienvenidos a Kled. —Extendió los brazos en dirección a Rikus, que había permanecido tozudamente en pie ante la puerta.

El mul clavó los ojos en los de Neeva durante unos segundos.

—Neeva, te he echado de menos.

—Y yo también a ti, Rikus —respondió ella en voz baja.

Desprendiéndose de los odres, avanzó y la abrazó con fuerza. Neeva lanzó un ahogado grito de dolor; él dio un paso atrás, asustado.

—Lo siento —se disculpó, la mirada fija en el estómago de ella—. No quería hacerte daño… ni al niño.

Neeva posó una mano sobre su brazo.

—No lo hiciste —dijo, acariciando con los dedos de la otra mano su enrojecido vientre—. Simplemente me escoció cuando tu cuerpo rozó contra el mío.

Sadira y Agis se colocaron junto a Rikus.

—¿Por qué no te tapas eso? —preguntó Sadira, indicando la enrojecida carne del abdomen de la mujer.

—Mi esposo quiere que lo deje expuesto.

—¿Por qué? —se extrañó Sadira—. ¿Es que le divierte torturarte?

—El dolor que soporta es por nuestro hijo —intervino Caelum, saliendo de detrás de la puerta—. Para que el niño posea los ojos de fuego, el sol tiene que besar el vientre de Neeva desde el amanecer hasta el crepúsculo.

—¿Qué son exactamente ojos de fuego? —quiso saber Sadira.

—Un signo del favor del sol —explicó Neeva, señalando los ojos rojos de su esposo—. Caelum quiere que nuestro hijo sea un sacerdote del sol, como él.

—Esperemos que tengas éxito —deseó Agis, y se volvió hacia Caelum—. ¿Ha tomado ya una decisión vuestro ubrnomus sobre nuestra petición?

—Mi padre considera que no es correcto que una ciudad tan poderosa como Tyr ponga en peligro a un pequeño pueblo como Kled…

—Tyr extenderá su protección a vuestro pueblo —ofreció rápidamente Agis.

—¿De qué servirá eso? —se mofó Caelum—. ¿Acaso no estáis aquí porque Tyr no puede protegerse a sí misma del dragón?

—Es cierto —admitió el noble.

—Y es por eso que Caelum persuadió a su padre de concederos lo que pedís —dijo Neeva, con una sonrisa afectuosa—. Si está en nuestras manos ayudar, no podemos permanecer ociosos mientras el dragón arrasa Tyr. Eso nos convertiría no sólo en cobardes, sino también en cierto modo en responsables de las mismas muertes.

—Debéis prometer que nadie sabrá que hablasteis con Er’Stali —añadió Caelum.

—Hecho —aceptó Rikus, recuperando los vacíos odres.

Cuando Sadira y Agis también asintieron, el enano les hizo una señal para que lo siguieran al otro lado de la puerta. Tras explicar que Lyanius había regresado a sus deberes, Caelum condujo al grupo al interior del poblado.

Descendieron rápidamente por una estrecha avenida, flanqueada a ambos lados por las paredes de rojas baldosas de docenas de cabañas circulares. Las estructuras apenas si le llegaban a Sadira a la barbilla, y carecían de techos que protegieran a sus atareados ocupantes del llameante sol. La hechicera pudo mirar al interior de cada edificio, y descubrió que todos estaban dispuestos de modo similar. Cerca de la pared este había una mesa redonda con un trío de bancos curvados, mientras que un par de lechos de piedra ocupaban el lado oeste. Cerca de la puerta de la cabaña de cada familia colgaba un hacha de armas, una espada corta y un escudo claveteado, todos forjados de reluciente acero y recién abrillantados.

Sadira estaba a punto de hacer una observación sobre todo aquel valioso armamento cuando llegaron a la plaza del pueblo: un círculo de terreno al aire libre pavimentado con roja piedra arenisca. El centro lo ocupaba un molino de viento, cuyas aspas giraban lentamente a impulsos de la ardiente brisa. Con cada giro, el molino bombeaba unos cuantos litros de fresca agua transparente al interior de una cisterna cubierta.

No obstante su sed, Sadira apenas si se fijó en el pozo, porque su atención estaba fija en el extremo opuesto de la plaza, donde docenas de enanos ordenaban y bruñían una pequeña montaña de deslustradas armaduras de acero.

—¡Por las lunas! —exclamó Sadira—. ¿De dónde ha salido todo eso?

—De Kemalok, por supuesto —respondió Neeva, indicando la montaña de arena situada al norte del pueblo.

Por lo que Rikus ya le había contado, Sadira supo que su amiga se refería a la antigua ciudad de los reyes, que los enanos excavaban bajo la duna. A pesar de que el mul ya había dicho que estaba llena de armas y armaduras de acero, la hechicera no había imaginado algo como aquello.

—Incluso en su época de mayores riquezas, Kalak habría envidiado esa fortuna —comentó Sadira.

—Que es el motivo por el que Lyanius no quería dejarnos entrar en el pueblo —conjeturó Agis.

—Sí —asintió Caelum—. Llegasteis en un momento poco oportuno. Ayer mismo sacamos las cosas de la cripta y no estábamos preparados para recibir visitas. Confío en que guardaréis para vosotros lo que veis…

* * *

—Claro que lo liarán —dijo Neeva de malhumor—. ¿No te dije que Sadira y Agis eran tan dignos de confianza como Rikus?

—Por favor —terció Agis, alzando una mano—. La cautela de Caelum es comprensible. Si se extiende la noticia de las riquezas que guarda Kled, los mismos reyes-hechiceros enviarán ejércitos para robarlas.

—Me alegra que lo comprendas —declaró Caelum. Señaló los odres que colgaban de los hombros de Rikus—. Déjalos aquí, y me ocuparé de que los llenen.

Mientras hacía lo que le decían, el mul inquirió:

—¿Quiere esto decir que Lyanius no decía la verdad sobre la salud de Er’Stali?

—Por desgracia, no mentía —repuso Neeva con tristeza.

—Una tribu de salteadores atacó el pueblo hace unas semanas —explicó Caelum—. Er’Stali insistió en ayudamos a defender la puerta, y lo hirieron.

Dicho esto, el enano los condujo por un estrecho callejón empinado hasta una cabaña grande cubierta por un improvisado techo de pieles de lagarto. Neeva se detuvo ante la cortina que hacía las veces de puerta y habló al interior para preguntar si Er’Stali podría recibir visitas.

—Estoy trabajando —respondió una voz débil.

—Venimos de Tyr —dijo Sadira—. Necesitamos tu ayuda.

Un profundo suspiro surgió del interior.

—Entrad, pues.

—Caelum y yo nos ocuparemos de vuestros odres y provisiones —se ofreció Neeva, sosteniendo la cortina a un lado para que Sadira y sus compañeros pasasen.

Antes de que entraran en la cabaña, Caelum rogó:

—Por favor, no estéis mucho rato. Er’Stali intenta poner por escrito todo lo que puede recordar de El libro de los reyes. Cada minuto es precioso.

—Lo que quiere decir que podría morir en cualquier momento —gruñó la voz del anciano. Se interrumpió, víctima de un ataque de tos, y luego jadeó—: Ahora entrad y haced vuestras preguntas antes de que sea demasiado tarde.

Sadira cruzó el umbral. Una pálida luz solar se filtraba por el techo de piel, bañando la cabaña en un resplandor rosado. Ante la mesa, muy encorvado, se sentada un anciano enjuto, envuelto en vendas manchadas de pus desde el cuello a la cintura. Lucía una fina barba blanca y tenía los ojos vidriosos por el cansancio, y su rostro estaba surcado por profundas líneas de dolor. En su frente se veía un semiborrado tatuaje de una serpiente de doble cabeza; las dos bocas de la serpiente estaban repletas de largos y perversos colmillos.

Sadira reconoció la marca como la Serpiente de Lubar, el emblema de una familia aristócrata urikita. Conocía el emblema porque lo había visto como el estandarte personal de Maetan de Lubar, el general urikita que el rey Hamanu había enviado a invadir Tyr el año anterior. Durante la guerra, Maetan había robado El libro de los reyes de Kemalok a los enanos, y Rikus había prometido recuperarlo. Por desgracia, el libro no había sobrevivido, pero el mul había conseguido matar a Maetan y regresar a Kled con la única persona viva que lo había leído: Er’Stali.

El anciano ni levantó la cabeza al entrar Sadira y los otros en la cabaña. Por el contrario, mantuvo la atención fija en la mesa, utilizando un punzón de madera para garabatear en uno de las docenas de dípticos desparramados por toda la habitación. Las tablillas de arcilla llenaban el aire de un aroma mohoso y se amontonaban por todas partes: en su armario, sobre los bancos situados junto a Er’Stali, junto a su cama, y por todo el suelo.

El anciano levantó un dedo para que guardaran silencio y acabó de anotar el siguiente pensamiento en la tablilla. Por fin levantó la vista y, entrecerrando los ojos, inquirió:

—¿Quiénes sois?

Rikus se adelantó, de modo que no quedara oculto a los ojos de Er’Stali.

—Son amigos míos —declaró el mul.

—¡Rikus! —exclamó el anciano—. ¡Cómo me alegro de volverte a ver! ¿Qué haces de regreso en Kled?

—Venimos con la esperanza de que puedas tener la solución a un problema al que nos enfrentamos —respondió el mul.

—A lo mejor sí —respondió el anciano, haciendo una mueca provocada por algún profundo dolor interior. Mojó el punzón en el cuenco de agua y limpió el extremo con un pedazo de tela—. ¿Cuál es el problema?

—Nos hemos enterado de que el dragón no tardará en visitar Tyr —explicó Agis—. Nuestro rey tiene pensado sacrificarle mil personas.

El punzón que Er’Stali sostenía resbaló de entre sus dedos y cayó al suelo.

—En ese caso sugiero que lo dejéis hacer —sugirió el anciano—. Mejor mil vidas que toda la ciudad.

—No —replicó Sadira—. Tyr representa la libertad. Si cedemos a las exigencias del dragón, no seremos mejores que cualquier otra ciudad.

—¿Recuerdas alguna cosa de El libro de los reyes de Kemalok que pudiera sernos de ayuda? —inquirió Rikus—. El dragón debe de tener algún punto débil.

—Si Borys tiene algún punto flaco, no se hablaba de él en El libro de los reyes —bufó Er’Stali. No obstante, se incorporó y, apoyándose con fuerza en el brazo del mul, avanzó trabajosamente hasta las tablillas situadas junto a su cama.

—¿Borys? —se extrañó Sadira. Rikus le había mencionado el nombre, pero no lo había hermanado con el del dragón—. Pensaba que Borys era el Decimotercer Campeón…

—De Rajaat —terminó por ella Er’Stali, apartando a un lado un montón de tablillas—. Sí; también es el dragón. —El anciano levantó los ojos hacia Rikus—. Recuerdas la historia que nos contó el espectro de Rkard, ¿verdad?

—Sí —respondió este, y se volvió hacia sus amigos para explicarles—: Er’Stali recitaba el relato de la batalla entre Borys de Ebe y Rkard, el último de los reyes enanos. Según lo que Er’Stali había leído, tanto Borys como Rkard murieron tras la batalla.

—Pero el fantasma del rey Rkard apareció para decirnos que el relato estaba equivocado. Borys, en forma de dragón, regresó años más tarde para destruir la ciudad —añadió Er’Stali—. Por desgracia, Rkard desapareció antes de que pudiera preguntarle por la relación entre ambas criaturas, pero he encontrado una anotación que lo aclara.

El anciano se sentó sobre el lecho y empezó a rebuscar penosamente por entre un montón de tablillas hasta encontrar la que deseaba.

—Si El libro de los reyes contiene algo que os pueda ser de ayuda, ha de estar aquí. Por lo que recuerdo, la mano que lo escribió era temblorosa y débil. Es posible que escribir el relato en el libro de sus antepasados fuera lo último que hiciera en esta vida.

Er’Stali empezó a leer:

—«Llegó el día en que Jo’orsh y Sa’ram regresaron a Kemalok y vieron lo que Borys había hecho a la ciudad de sus antepasados. Ambos hombres juraron localizar al carnicero y destruirlo, por lo que partieron hacia la poderosa ciudadela de Ebe con todos sus hombres y escuderos. Pero, al llegar a la fortaleza, la encontraron abandonada desde hacía largo tiempo, ocupada ahora sólo por un puñado de espectros que aguardaban pacientemente el regreso de su señor. Jo’orsh interrogó a estos mediante el Sendero de lo Invisible y averiguó que Borys había levantado misteriosamente el asedio de Kemalok justo cuando parecía que estaba a punto de tener éxito. El guerrero había enviado a su ejército de vuelta a la ciudadela de Ebe y había partido en dirección a la Torre Primigenia, la fortaleza de Rajaat, para encontrarse con los otros campeones».

Er’Stali levantó los ojos de la tablilla para añadir una pequeña explicación:

El libro de los reyes no daba el nombre de todos estos campeones, pero, por lo que he podido averiguar, cada uno debía aniquilar toda una raza, de la misma forma en que Borys intentó destruir a los enanos. He visto referencias a Albeom, Verdugo de Elfos, y Gayard, Exterminador de Gnomos.

—¿Gnomos? —se sorprendió Rikus.

—El libro no explica lo que son —respondió Er’Stali; sus ojos volvieron a posarse en la tablilla para reanudar la lectura—: «Jo’orsh y Sa’ram abandonaron la ciudadela de Ebe y viajaron con sus hombres a las tierras salvajes situadas más allá del Gran Lago de Sal hasta que avistaron una aguja de roca blanca a lo lejos. Aquí aparecieron toda suerte de horribles guardianes, de modo que dejaron a sus hombres y escuderos en lugar seguro, para continuar solos en dirección a la blanca montaña. Al penetrar en la Torre Primigenia, descubrieron que, al igual que la ciudadela de Ebe, estaba abandonada, a excepción de las sombras gigantes…»

Sadira se dio cuenta de que Rikus palidecía.

—¿Qué sabes de estas sombras? —le preguntó.

—A lo mejor nada —contestó el mul, encogiéndose de hombros—, pero, durante la guerra contra Urik, Maetan hacía aparecer a veces una sombra gigante a la que llamaba Umbra. Esa cosa aniquiló a toda una compañía ella sola.

Mientras Rikus hablaba, Er’Stali empezó a respirar con dificultad, aferrándose débilmente los vendajes, como si estos le oprimieran las costillas y le dificultaran la respiración.

—Traeré a Caelum —dijo Rikus, dirigiéndose a la puerta.

—No —gimió Er’Stali, haciendo un gesto con la mano para que regresara—. Ya ha hecho todo lo que estaba en su mano hoy.

Temerosa de que la tensión de su visita hubiera debilitado al anciano, Sadira sugirió:

—Quizá deberíamos dejarte descansar y regresar más tarde.

—Más tarde, puede que esté muerto… —farfulló Er’Stali—. Dadme sólo un minuto para recuperar el aliento.

Aguardaron unos instantes a que el anciano recuperara el control de su respiración. Por fin, deteniéndose de vez en cuando para aspirar con fuerza, Er’Stali reanudó la lectura:

—«Aquí Sa’ram se encontró con las sombras, a las que sobornó con obsidiana. Estas le contaron que Rajaat y sus campeones habían discutido sobre la aniquilación de las razas mágicas, y se habían enfrentado unos contra otros en terrible batalla. Cuando esta finalizó, Rajaat ya no gobernaba la Torre Primigenia. Lo condujeron a la Cúpula de los Cristales y lo obligaron a utilizar sus utensilios arcanos para convertir a Borys en el dragón».

—¿Convertir a Borys en el dragón? —exclamó Rikus, atónito.

—Así es —asintió Er’Stali—. Ahora ya sabéis todo lo que El libro de los reyes dice sobre el dragón.

—No ayuda demasiado —se quejó el mul.

—¿Qué les sucedió a Rajaat y a los otros campeones después de que Borys se convirtió en el dragón? —preguntó Agis.

—El libro no lo decía —respondió el anciano con voz cansada—. Jo’orsh y Sa’ram abandonaron la torre y enviaron a sus escuderos de vuelta a casa. A ellos no se los volvió a ver, pero es evidente que no mataron a Borys.

—¿Eso es todo? —inquirió Agis, incrédulo—. ¿Los campeones ayudaron a Borys a convertirse en el dragón y luego desaparecieron sin reanudar sus ataques sobre las otras razas?

—¿Quién puede decirlo? —replicó el anciano—. Ahora ya sabéis que, después de la caída de Rajaat, Borys regresó como el dragón para atacar Kemalok. También da la impresión de que Gayard destruyó a los gnomos… Yo nunca he visto ninguno; ¿los has visto tú? —Cuando Agis negó con la cabeza, el anciano continuó—: A lo mejor los otros campeones murieron luchando contra Rajaat, o tal vez quedaron demasiado debilitados para seguir luchando. Todo lo que puedo decir es que el libro termina con la desaparición de Jo’orsh y Sa’ram.

El anciano devolvió la tablilla a su lugar.

—Lo siento —dijo Rikus volviéndose hacia Sadira y Agis—. Hemos realizado este viaje para nada.

—¿Cómo puedes decir eso? —bufó Sadira—. No tenemos las respuestas que necesitamos, pero sabemos dónde buscarlas.

—¿La Torre Primigenia? —inquirió el mul.

—Si queremos averiguar más cosas sobre Borys, las tendremos que averiguar allí —asintió la muchacha.

—No seas ridícula —la reprendió Agis—. Incluso aunque supiéramos dónde encontrarla, no podemos estar seguros de que el lugar todavía exista.

—La Torre Primigenia todavía sigue en pie, más allá de Nibenay —intervino Er’Stali—. Los elfos saben dónde.

—¿Qué te hace estar tan seguro? —quiso saber Rikus.

—Porque la sombra gigante que mencionaste provenía de allí —explicó Er’Stali—. A cambio de los servicios de Umbra, Maetan alquilaba una tribu de elfos cada año para conducir una caravana cargada de bolas de obsidiana a la Torre Primigenia. Los conductores de la caravana jamás regresaban, pero Umbra siempre aparecía cuando Maetan lo llamaba, por lo que supongo que la obsidiana llegaba a la torre.

Sadira dedicó a Agis una sonrisa altiva.

—¿Lo ves? —dijo—. Iremos a Nibenay y alquilaremos un guía en el mercado elfo.

—¡Ese viaje podría durar un mes, o incluso más! —protestó Rikus.

—Motivo por el que debemos darnos prisa —retrucó Sadira—. No sabemos lo pronto que pueda llegar el dragón a Tyr, y sería mejor que regresásemos a la ciudad tan rápido como sea posible.

—¿Y qué es lo que esperas lograr en la torre? —preguntó Agis.

—Lo que no hemos conseguido aquí —respondió la joven—. Averiguar lo suficiente sobre el dragón para poder desafiarlo. Además, si tenemos suerte, puede que encontremos algunas reliquias en la Cúpula de los Cristales que nos sirvan de ayuda.

—Perdona que lo diga —repuso Agis—, pero sospecho que ese es el motivo real de que quieras ir a la Torre Primigenia.

—¿Qué quieres decir? —inquirió Sadira con expresión enfurruñada.

—Quiere decir que, cuando olfateas magia, ninguna otra cosa te importa —aclaró Rikus—. Ni siquiera Tyr.

—¡Eso no es cierto! —exclamó ella—. ¡Quiero a Tyr más que a mi propia vida!

—Es la magia lo que tú amas —aseguró el mul sacudiendo la cabeza mientras señalaba el bastón que Sadira sujetaba en la mano—. De lo contrario ya le habrías devuelto el bastón a Nok.

—Lo necesitaremos para ocuparnos del dragón —se defendió, enojada, la hechicera—. Y si te hubieras quedado con la Lanza de Corazón de Árbol…

—Prometí devolverla a Nok —la interrumpió Rikus con voz tajante—. Tal y como tú prometiste devolver el bastón.

—Y mantendré esa promesa… cuando Tyr esté a salvo del dragón —contestó Sadira. Avanzó hasta la puerta y apartó a un lado la cortina—. ¿Cuándo partimos hacia la Torre Primigenia?