15: La Roca Hendida

15

La Roca Hendida

Sadira tenía la impresión de que ella y Grissi jamás dejarían de correr. Cada inspiración le producía una abrasadora oleada de dolor, y con cada nuevo paso un dolor sordo retumbaba por toda su cabeza. Hacía horas que había perdido la sensibilidad en sus pies llenos de ampollas, y apenas si notaba cómo las entumecidas piernas la transportaban por el rocoso terreno.

—Sigue corriendo —la animó Grissi mientras trotaba sin ningún esfuerzo junto a la hechicera—. No nos queda mucho.

De no haber estado tan fatigada, Sadira habría pegado a la elfa, pues Grissi había dicho lo mismo cuatro tardes seguidas, después de que el resto de la tribu hubiera desaparecido en el desierto y las hubiera dejado que siguieran avanzando pesadamente.

—No —refunfuñó Sadira—; me has dicho eso ya demasiadas veces.

—No, es cierto —insistió Grissi, señalando la línea del horizonte—. ¿No los ves?

Sadira levantó los ojos del polvo naranja que levantaban sus pies y miró al frente. Su sombra se extendía junto a la de Grissi, nadando sobre el irregular terreno como una anguila de oasis. Los colores morados del atardecer empezaban a ascender por entre las rocas, y, desperdigadas sobre la llanura, se veía un puñado de briznas de hierba de la longitud de una espada que los kanks no habían devorado a su paso. En el horizonte, una extraña telaraña de líneas violetas cubría un suave montículo abovedado, pero Sadira no veía la menor señal de la tribu.

—Unos cuantos minutos más y podrás descansar —aseguró Grissi.

—Si no me derrumbo en esa colina —jadeó ella.

Esta vez, sus palabras resultaron apenas reconocibles. Grissi se quitó el aplastado odre de agua del hombro, le desató el gollete y lo entregó a la semielfa.

—Bebe —dijo—. Se te empieza a cerrar la garganta.

Sadira lanzó a su compañera una furiosa mirada, pero aceptó el odre y cerró los labios alrededor de la abertura. Teniendo cuidado de mantener la barbilla baja de modo que sus ojos pudieran observar el terreno, inclinó el odre hacia arriba. Continuó respirando por la nariz mientras un hilillo de caliente agua rancia se deslizaba por el interior de su garganta, y, sin reducir el paso, mantuvo el pellejo levantado hasta haber consumido las últimas gotas del preciado líquido.

Una vez que el odre estuvo vacío, lo devolvió a Grissi.

—Hace una hora me dijiste que ya no nos quedaba agua. —Esta vez sus palabras resultaron perfectamente comprensibles.

—Nunca bebas el último trago de agua hasta que no tengas a la vista el próximo —sentenció la elfa, colgándose el pellejo vacío al hombro.

Sadira volvió a atisbar las oscuras líneas del horizonte. Esta vez, le pareció distinguir las ondulantes copas de cientos de árboles.

—Demos gracias a los vientos —jadeó—. Un oasis.

—No es sólo un oasis. Es la Roca Hendida —anunció Grissi, señalando la parte superior de la loma—. ¿La ves?

Sadira entrecerró los ojos en dirección a los lejanos árboles.

—No —respondió—. ¿Qué es lo que tengo que buscar?

—Una roca partida —repuso Grissi—. Jamás comprenderé cómo la gente de ciudad puede ir por la vida medio ciega.

Sadira hizo caso omiso de este último comentario, ya que la sensibilidad regresaba a sus piernas. Olvidando el punzante dolor de su espalda, empezó a correr al doble de su velocidad anterior. El esfuerzo hizo que las sienes le martillearan como si alguien las golpeara con un pico, pero la hechicera no aminoró el paso.

Sadira no tardó en ver el campamento elfo. Los guerreros se encontraban desperdigados por la cima, reunidos en oscuros grupos y ocupados en la preparación de sus cenas. Los niños ya habían llevado los kanks a pastar y ahora conducían de regreso a las bestias colina arriba donde pasarían la noche atadas.

—Me debo de estar volviendo más rápida —comentó Sadira—. Normalmente, la mitad de la tribu ya está dormida cuando yo llego.

—No eres más rápida que antes —la desilusionó Grissi—. Es sólo que hoy no hemos tenido que correr tanto trecho.

Por fin, las dos mujeres alcanzaron el pie de la elevación. Mientras ascendían, tuvieron que abrirse paso por entre una red de canalones llenos de ondulantes sauces y matorrales de esponjosos hongos amarillos. Daba la impresión de que los canales habían sido excavados por alguna raza inteligente, ya que estaban dispuestos en una serie de círculos concéntricos y todos tenían la misma profundidad y anchura. De vez en cuando, una estrecha acequia discurría de un canal a otro, lo que daba al lugar su aspecto de tela de araña.

Cuando las dos mujeres salieron del último surco, Grissi se encaminó a la cima de la colina. Allí, un monolito circular de granito negro se erguía en el polvoriento suelo; la roca le llegaba a Sadira a la altura del pecho, y su circunferencia era del tamaño de una carreta grande. En el centro se veía una desigual hendidura, de unos dos metros de longitud y apenas lo bastante ancha para que un niño se introdujera en su interior. De sus profundidades surgía un agudo zumbido, interrumpido periódicamente por un chirriante borboteo y el sonido del agua corriente.

Rhayn, Huyar, Magnus y varios elfos más se encontraban encima del monolito, reunidos alrededor de la grieta. Sus ojos estaban fijos en una cuerda de cáñamo que se había atado al asta de una lanza y arrojado al interior de la fisura. Grissi trepó a la roca y ayudó a subir a Sadira.

—Dadme algo de beber —jadeó Sadira, apoyando las manos en las rodillas mientras intentaba controlar su agitada respiración.

Huyar sorprendió a la hechicera ofreciéndole su aplastado odre. Sadira le dirigió una mirada de desconfianza, pero, al no descubrir indicios de traición en sus ojos, levantó el pellejo y vertió su contenido en la reseca boca. Un hilillo de fétida agua caliente se deslizó por su garganta, y luego el odre quedó vacío.

Sadira devolvió violentamente el pellejo a Huyar.

—No estoy de humor para bromas —refunfuñó. Miró a su hermana y preguntó—: ¿Podrías darme un poco de agua fresca?

—Lo que Huyar te facilitó es todo lo que tenemos aquí —respondió Rhayn—. En un minuto, los niños enviarán más aquí arriba.

Sadira se sentó sobre la caliente roca, demasiado agotada para permanecer en pie mientras esperaba. Huyar cruzó la hendidura y se colocó junto a la muchacha.

—Me sorprendes —dijo—. No creí que fueras a durar hasta que alcanzáramos la Roca Hendida.

—La mayor parte del tiempo tampoco lo creí yo —reconoció Sadira, sorprendida por la reticente felicitación del elfo—. Si hubiera corrido sólo por mí y no por todo Tyr, probablemente no lo habría conseguido.

—¡Qué noble! —exclamó él con una voz que rezumaba sarcasmo—. Entonces todo Tyr debe de sentirse tan feliz como tú de que nuestro padre no se haya recuperado de su enfermedad.

—No me alegra el estado en que se encuentra Faenaeyon —replicó Sadira, observando que Rhayn mantenía los oídos bien atentos a su conversación.

—Vamos —insistió Huyar—. Tienes que admitir que te ha ido muy bien. Hemos llegado a la Roca Hendida.

—¿Adonde quieres ir a parar, Huyar? —interrogó Sadira.

—Sólo quiero decir que por la mañana te irás en busca de tu torre —repuso el guerrero—. Si puedes ayudar al jefe a recuperarse, ya no necesitas ocultarlo.

—Se me ocurre un motivo —intervino Rhayn, reuniéndose con la pareja—. En cuanto Faenaeyon esté despierto, exigirás venganza por la muerte de Gaefal.

—A lo mejor estaba equivocado con respecto a la intervención de Sadira —dijo Huyar, sonriendo a la semielfa—. Debiera darte las gracias por intentar salvarle la vida, no culparte de su asesinato.

Sadira sacudió la cabeza, indignada por la disposición del elfo a comerciar con la muerte de su hermano a cambio de ventajas políticas.

—Veamos si lo he entendido bien —dijo—. Si Faenaeyon se recupera, tú eres el primero de la fila para ser el siguiente jefe; pero, si Faenaeyon continúa sumido en su sopor, la ventaja pertenece a Rhayn porque ella es el jefe temporal.

—Esto no tiene nada que ver con…

—¡No lo niegues! Aclaremos lo que dices —lo interrumpió Sadira—. Si ayudo al jefe a recuperarse, me permitirás que me vaya en paz y dejarás de culparme de la muerte de Gaefal… ¿No es eso lo que ofreces?

—Si fueras capaz de ayudar a Faenaeyon, eso me convencería de tu buena voluntad hacia toda la tribu, sí —respondió Huyar, estudiando a la hechicera con expresión cautelosa.

—Lo siento, pero fue Rhayn la que tuvo que mantener tu última promesa. No veo cómo podría confiar en que hicieras honor a esta —repuso Sadira dirigiendo una sonrisa afectada al elfo.

—Además, yo tengo su obsidiana —añadió la hermana de la hechicera, tanto dirigiéndose a Sadira como a Huyar.

El mismo día en que habían nombrado jefe a Rhayn, los Corredores del Sol se habían cruzado con otra caravana, y la elfa había cambiado dos kanks por varios pedazos de obsidiana sin tallar. Sadira no sabía si las sombras aceptarían los trozos como regalo, pero era lo mejor que podría ofrecer.

Huyar miró a la hechicera entrecerrando los ojos.

—Si crees que esto ha terminado, te equivocas —escupió—. La Torre Primigenia queda todavía a una…

La amenaza del guerrero se vio interrumpida por un grito que brotó de la hendidura. Sadira se incorporó de un salto y siguió a los elfos hasta la fisura; luego atisbo al oscuro agujero.

—¡Socorro! —gritó un niño—. Están…

La voz calló de improviso, y los únicos sonidos que surgieron de la hendidura fueron el agudo zumbido y el áspero borboteo que Sadira ya había escuchado al acercarse por primera vez a la abertura.

—En el nombre del viento, ¿qué es lo que sucede? —tronó Magnus.

Al no contestar nadie, Katza se adelantó. Llevaba todavía el brazo roto en un cabestrillo, pero no parecía que la herida le molestase demasiado.

—¡Cyne está ahí abajo! —exclamó—. ¿Qué vamos a hacer?

Sadira ya había cogido su morral del hombro de Grissi y, tras sacar un puñado de agujas de pharo, empezó a colocarlas formando un gran cuadrado, con la cuerda en el centro.

—Magnus, sujeta bien esa cuerda —dijo Sadira, señalando la soga de cáñamo—. El asta de una lanza puede aguantar el peso de un niño, pero dudo que soporte el de un adulto.

—¿Entonces puedes hacemos pasar por esta grieta? —preguntó Katza.

Sadira asintió mientras empezaba a acumular la energía que precisaba para el hechizo. Teniendo en cuenta la cantidad de árboles que crecían en las laderas de la colina, el flujo de energía vital resultó sorprendentemente flojo. No obstante, cuando Magnus hubo terminado de atar la cuerda alrededor de su cintura, la hechicera estaba ya lista. Tras indicar a los demás que se apartaran, lanzó su conjuro.

En el interior del cuadrado que había dibujado, la roca se volvió fluida y se arremolinó despacio en un perezoso remolino. Poco a poco la corriente empezó a ganar velocidad, y, a medida que lo hacía, el líquido se transformó en neblina. Pronto, cuando ya no quedó más que vapor en el interior del cuadrado, cesó todo movimiento y apareció una nube negra allí donde había habido roca unos momentos antes.

Sadira tomó la cuerda y se la pasó por encima del hombro y alrededor de un muslo. Penetró en la neblina y empezó a resbalar hacia abajo.

—Antes de seguirme, esperad hasta que Magnus note cómo tiro de la cuerda —advirtió.

Tras descender unos cuatro metros, Sadira abandonó la negra nube creada por su hechizo y se encontró en la parte superior de una inmensa caverna llena de vapor. Veía la verde silueta de la cuerda descendiendo al interior de las relucientes tinieblas rosadas del fondo, pero más allá de los doce metros, que era lo máximo que alcanzaba su visión elfa, no había otra cosa que oscuridad.

La hechicera tensó la cuerda contra el muslo y detuvo el descenso, a la escucha de cualquier sonido que pudiera darle alguna idea de lo que sucedía abajo. No oyó otra cosa que el mismo zumbido que ya había percibido desde el exterior, interrumpido a cortos intervalos por un estrangulado borboteo y el rumor de agua corriente.

Levantó la vista y vio un techo abovedado formado por una piedra porosa de color blanco que tenía un leve parecido con la piedra pómez. La cúpula no había sido tallada, ya que sus contornos estaban tan suavemente redondeados que la estructura daba más la impresión de haberse desarrollado por sí sola que de haber sido excavada. Toda la superficie parecía brillar con unas diminutas gotas rosadas que de cuando en cuando se soltaban y se hundían en la oscuridad del fondo.

Decidiendo que lo más sensato era averiguar dónde se metía, Sadira sacó una pelota de madera de su bolsa y dirigió la palma de la mano hacia el techo para absorber la energía que necesitaba para crear iluminación, pero no sintió el cosquilleo de la fuerza vital al penetrar en su cuerpo. En su lugar, un abigarrado conjunto de colores pastel centelleó en el interior de la roca porosa situada justo encima de su mano. La muchacha tiró con más fuerza, y la mancha de color adquirió más intensidad y extensión, pero ella siguió sin recibir energía. Sadira lanzó una exclamación de sorpresa y cerró la mano, a la vez perpleja y asustada. Parecía como si el techo absorbiera la energía vital que ella extraía, pero jamás había oído hablar de ninguna roca que pudiera hacer tal cosa.

La hechicera volvió a guardar la pelota y continuó su descenso al interior de la rosada neblina. A medida que descendía por la cuerda, el zumbido y el borboteo fueron creciendo en intensidad y adquiriendo un tono más siniestro, hasta que al fin estos sonidos ahogaron por completo el rumor del agua que corría.

Al poco rato, el fondo de la caverna apareció ante sus ojos. Bajo la hechicera se alzaba la irregular figura de un cristal enorme que resplandecía al rojo vivo. Era al menos tan alto como la misma Sadira, y una gruesa capa de minerales lo recubría. Un agudo zumbido surgía de su interior. Cada pocos segundos, un chirriante chisporroteo interrumpía el zumbido, y un chorro de vapor, que su visión elfa percibía de un reluciente color rojo, se elevaba en el aire.

Sadira descendió junto al cristal, encima de una cúpula redondeada de roca porosa. Tras desembarazarse de la cuerda, tiró de ella para indicar a los otros que bajaran y desenvainó la daga que Meredyd le había dado. Se apartó de la cuerda, sintiéndose extrañamente ciega; podía ver su propio cuerpo y el suelo de la caverna, pero la estancia era tan grande que las paredes quedaban fuera del alcance de su visión elfa. Nunca antes había experimentado una sensación tan parecida a encontrarse a solas en la oscuridad.

Una gota de vapor condensado cayó sobre la coronilla de la muchacha, que sintió cómo un hilillo de agua caliente le resbalaba por el rostro. Se secó la gota de la frente y lamió el agua de la punta del dedo; tenía la temperatura de su cuerpo pero su sabor era a agua limpia y potable.

Huyar fue el primero en bajar por la cuerda, seguido de Grissi, Katza y otros diez elfos más. A excepción de Katza, que sólo llevaba una daga, todos iban armados con largos arcos y espadas de hueso.

—¿Dónde está Rhayn? —preguntó Sadira.

—El jefe debe quedarse con la tribu en momentos como este —contestó Grissi.

—Tendrás que confiar en mí —intervino Huyar, sonriendo a la hechicera con afectación. Hizo una seña a los otros elfos—. Separaos a ver qué podéis encontrar.

Casi al momento, Katza llamó:

—¡Por aquí! ¡Hay huellas!

Sadira y los otros siguieron el sonido de su voz, lo que los llevó a descender un tramo de la suave pendiente. Cuando estuvieron lo bastante cerca para distinguirla, encontraron a la mujer arrodillada cerca del borde de la enorme sala. Hilillos de vapor condensado, de un brillante color rosa, descendían del abovedado techo en relucientes riachuelos. Esta agua se acumulaba en un arroyo oscuro y poco profundo que al parecer rodeaba toda la caverna. Al otro lado de la corriente de agua se abría un diminuto pasillo, tan pequeño que ni un enano habría podido permanecer de pie en su interior.

—¿Qué encontraste? —inquirió Huyar.

Con la mano sana, Katza señaló unos cuantos montoncitos de arena mojada.

—Alguien salió de este túnel y penetró en la cueva —afirmó—. Parece como si hubiera regresado por el mismo camino.

—¿De qué raza dirías tú, y cuántos? —quiso saber Sadira.

Grissi, que también examinaba el débil rastro de barro, sacudió la cabeza.

—Varios humanos; es imposible decir cuántos, pero sus pies eran demasiado grandes para ser los de nuestros niños.

—¿Podrían venir de Nibenay? —volvió a preguntar Sadira.

La hechicera temió que, imaginando que tendría que pasar por este oasis, Dhojakt hubiera enviado a una compañía de sus hombres a tenderle una emboscada.

—Podría ser —respondió Huyar con una mueca—. Entremos y averiguémoslo.

Vadeó el negro arroyo y se arrastró al interior del exiguo túnel, seguido por los otros elfos. Tras una pausa para llevarse a la boca un poco de agua, Sadira cerró la retaguardia. Siguió a los elfos por el pasadizo y por una delgada calzada, que cruzaba una sima tan profunda que sólo se la podía describir como un abismo. De sus entrañas surgía el borboteo de otro río, aunque parecía como si el arroyo se encontrara a más de un kilómetro de distancia.

Al igual que sus compañeros, la hechicera se quedó boquiabierta de asombro. De un lado de la gruta llegaba una vivificante brisa, que transportaba con ella el mohoso olor de pasadizos invisibles y el fresco toque del rocío. Del otro llegaba el susurro de una lejana cascada, aunque resultaba imposible saber si fluía del abismo o caía a él.

Cuando alcanzaron el otro extremo del puente, el sendero giró a la izquierda y empezó a discurrir por un estrecho saliente. A un lado se encontraba la sima, mientras que el otro estaba bordeado de abovedadas entradas, ninguna de las cuales le llegaba a Sadira más arriba del pecho. Mientras pasaba junto a cada una, la hechicera atisbaba a su interior, pero por lo general no veía otra cosa que unos veinte metros de pasillo que se deslizaban por la misma roca porosa que recubría el resto de la gruta.

De vez en cuando, no obstante, el túnel era corto, y Sadira podía ver que daba a una amplia estancia. En más de una ocasión pudo vislumbrar un magnífico arco o columna que se elevaban en la oscuridad del final del pasadizo, y en una ocasión incluso vio una enorme sala llena de arcadas.

Por fin, arrastrándose a cuatro patas, Huyar los condujo al interior de uno de los pasillos laterales. Uno a uno, todos los elfos fueron lanzando una ahogada exclamación de alarma al seguirlo al interior del pasadizo, que luego se transformaba en suspiro de alivio mientras gateaban a toda prisa por él.

Cuando le llegó el turno a Sadira, esta comprendió el motivo de la preocupación de los elfos. Las paredes de este pasillo estaban cubiertas de huecos que parecían criptas, aunque ninguna podría haber alojado a nadie cuyo tamaño fuera mayor que el de un niño. Las criptas estaban tapadas por una curiosa especie de piedra translúcida que Sadira no había visto nunca, un poco demasiado nebulosa para ser cristal y con una textura tan fina como el marfil. En cada hueco pudo distinguir la figura de un cuerpo pequeño, y en un principio Sadira temió que se tratara de los niños elfos.

Cuando escudriñó el interior de una de las criptas con más atención, la hechicera descubrió que la borrosa figura de su interior no era la de un niño. Más bien parecía un hombre maduro, con una tez tan viscosa como la arcilla, el cabello muy corto y facciones proporcionadas. Llevaba un capote sin adornos, con un casquete en la parte superior de la cabeza. Sólo el hecho de que la visión elfa de Sadira viera el cuerpo envuelto en un tinte azulado sugería que estaba muerto.

—¿Qué piensas de esto? —preguntó Grissi, hablando desde algo más adelante—. ¿Un antiguo enano?

—No; por lo que he oído, los antiguos enanos eran de facciones duras y muy peludos —contestó Sadira. Ahuecó las manos alrededor del rostro y las apretó contra la transparente cubierta en un intento de poder ver mejor al hombrecillo—. ¡Tiene más aspecto de halfling!

—¿Aquí en el desierto? —se burló Grissi—. Imposible. Los halflings son salvajes que habitan en las montañas.

Los ojos del hombrecillo se abrieron con un ligero parpadeo, y un par de negras pupilas se volvieron hacia el rostro de Sadira. Esta se apartó violentamente de la cripta con un escalofrío de miedo recorriéndole todo el cuerpo.

—¡Se ha movido! —exclamó, alejándose por el pasillo a toda prisa—. Salgamos de aquí.

Pasaron arrastrándose junto a una docena de criptas más, y luego siguieron al resto del grupo al interior de un túnel que se cruzaba con aquel. Este otro pasadizo era ya lo bastante alto para que Sadira pudiera permanecer en pie, pero los elfos sólo podían hacerlo si mantenían la parte superior del cuerpo encorvada como los baazrags.

Huyar señaló pasillo abajo, donde un hilillo de luz rosada se derramaba en el túnel desde un agujero del techo.

—Ahí es a donde conduce el rastro —susurró.

—¿Cuál es tu plan? —inquirió Sadira.

—Si se trata de los nibeneses, probablemente han venido en tu busca —respondió Huyar—. Si es así, te entregaré a ellos.

—¡No! —siseó Grissi—. Faenaeyon la nombró miembro de la tribu. Al bajar la primera por la cuerda en pos de nuestros niños, demostró que es un honor que se merece.

—Grissi tiene razón —asintió Katza—. Si la traicionas a ella, también puedes traicionar a cualquiera de nosotros.

Huyar se mordió los labios.

—Desde luego no pensaríais que realmente pensaba entregarla, ¿verdad? —replicó—. Lo que pensaba hacer era utilizarla como anzuelo.

El elfo esbozó un sencillo plan que tenía buenas posibilidades de éxito, a excepción de un único detalle que él no podía haber detectado. Sadira señaló la porosa roca blanca de la que estaba hecha la caverna.

—Este tipo de roca impide el flujo de la magia —explicó—. No puedo preparar hechizos hasta estar en el exterior.

—Entonces nosotros tendremos que encargarnos de que tengas el tiempo suficiente —concluyó Huyar, señalándose a él y a los otros guerreros.

Tras esto, colocó una flecha en su arco y, avanzando a gachas, se alejó por el pasadizo. Se detuvo en la abertura el tiempo suficiente para dejar que sus ojos se acostumbrasen a la lóbrega luz, y luego atisbo al exterior. Al parecer no encontró a nadie vigilando la salida, pues indicó a los otros que lo siguieran y trepó por el agujero.

Sólo Sadira se quedó atrás, agazapada bajo la abertura y con el ingrediente que pensaba utilizar para su hechizo bien apretado en la mano. Durante un buen rato no oyó nada en el exterior y empezó a temer que se habían equivocado con respecto a quién se había llevado a los niños y por qué.

Por fin, una mujer nibenesa, casi con seguridad una templaría, gritó:

—¿Has venido en busca de tus niños, elfo?

—Sí —respondió Huyar—. ¿Por qué nos los habéis quitado?

—Era imposible que una compañía de semigigantes llegara a este oasis antes que tu tribu —contestó la mujer—, de modo que coger rehenes nos pareció la forma más segura de obtener lo que queremos.

—¿Qué es?

—Conoces la respuesta tan bien como yo —declaró la templaria.

—No creo que os interese nuestro jefe hasta el punto de seguirnos al desierto —dijo Huyar, haciéndose el tonto—. Después de todo, cuando lo capturasteis la primera vez, os limitasteis a venderlo a los negreros de Shom.

—No es a vuestro jefe a quien queremos, ¡y lo sabes! —saltó la mujer—. No lo valoramos más de lo que lo valoráis vosotros.

—¿Qué quieres decir con esto? —inquirió Huyar, menos cauteloso que un momento antes—. Nuestro jefe es nuestro padre.

—¿Ah, sí? ¿Es que tu tribu tiene por costumbre envenenar a sus padres? —replicó la templaria—. ¿O era el estado de vuestro jefe cuando lo capturamos una excepción?

Sadira sintió un nudo en el estómago al pensar en lo que podía suceder ahora. Huyar permaneció en silencio un buen rato, y ella empezó a temer que el elfo fuera a enfurecerse tanto que olvidara a los niños y regresara para atacarla.

—Faenaeyon puede que hubiera bebido vino en mal estado —respondió por fin el elfo—. Supongo que lo que queréis es a la mujer que se lo sirvió…

Aunque esta no era la forma en que el elfo había dicho que se desarrollaría la conversación, la hechicera no dio media vuelta para marcharse. Incluso Huyar era lo bastante astuto como para no confiar en que las templarías hicieran honor a cualquier trato que acordaran. Sin importar lo que hubiera hecho Sadira, su mejor posibilidad de recuperar a los niños seguía estando en ejecutar el plan convenido.

La templaría debió de indicar su respuesta con un gesto, ya que la hechicera no la oyó.

—Entonces traed a los niños aquí donde podamos verlos —habló Huyar—. Una vez que sepamos que están a salvo, iremos en busca de Sadira y nos encontraremos en mitad de la ladera de la colina.

—En ese caso dejad los arcos —exigió la templaría.

—¿Para que podáis matamos? —se mofó Huyar—. Mientras nuestros hijos estén bien, no tenéis nada que temer. No arriesgaríamos sus vidas atacando.

—Muy bien, pero no vacilaremos en matarlos si rompéis vuestra palabra.

Se produjo un momento de silencio, y luego la voz de Katza inquirió:

—Cyne, ¿cómo es posible que te dejaras sorprender por un puñado de gentes de ciudad?

La pregunta era la señal para Sadira. La hechicera se colocó el ingrediente para el hechizo —un pequeño bloque de granito— entre los dientes y trepó por la abertura. Antes de haber salido del todo, ya había empezado a absorber la energía que necesitaba.

La salida conducía a un pequeño claro rodeado por un bosquecillo de sauces llorones. Aunque ya había oscurecido, tanto Ral como Guthay se encontraban muy altas en el cielo, y la zona quedaba iluminada por un brillante fulgor ambarino lo bastante potente para permitir ver con suficiente claridad.

En el extremo del pequeño prado se encontraban las seis templarías que habían hecho adelantarse a los niños. Cada mujer sostenía una criatura frente a ella, con una daga apretada contra la garganta del joven elfo. Aunque los niños estaban claramente asustados, no parecían tan atemorizados que no pudieran seguir las instrucciones de sus mayores. De hecho, ninguno de ellos lloraba.

—¡Ahora! —siseó Sadira sin dejar de apretar el bloque de granito entre los dientes.

Sin la menor vacilación, los elfos alzaron los arcos y dispararon por encima de las cabezas de sus hijos. Mientras las asombradas templarías lanzaban una exclamación de sorpresa, Katza chilló:

—¡Corred, niños! ¡Venid aquí!

Cuando Sadira consiguió por fin salir del agujero, se encontró con que cinco templarías yacían muertas en el suelo con flechas clavadas en el cráneo; los elfos sólo habían fallado en el caso de la mujer que sujetaba a Cyne. Mientras los otros niños corrían hacia la libertad, la templaría cortó con su cuchillo la garganta del niño, el cual no murió sin lucha y consiguió hundirle un codo en las costillas mientras la vida se le escapaba a borbotones por la herida.

Con un alarido de rabia, Katza se lanzó contra la mujer alzando su daga, pero, antes de que hubiera podido dar tres pasos, se escuchó el tañido de seis arcos y una andanada de flechas pasó por encima de su cabeza. Esta vez, los proyectiles no erraron el blanco.

Sadira tomó el pedazo de granito que llevaba en la boca y lo lanzó sobre las cabezas de los niños a la vez que pronunciaba su conjuro. En ese mismo instante, un hechicero nibenés que se encontraba oculto lanzó también un hechizo, y un surtidor de luces de todos los colores del arco iris surgió del bosquecillo. Por unos segundos, la hechicera y sus compañeros quedaron cegados.

Sadira escuchó una serie de sonoros chisporroteos que indicaban que su hechizo surtía efecto; aunque no podía verlo, sabía que una alta pared de granito surgía del suelo allí donde había caído la piedra. La barrera había sido pensada para servir como protección temporal mientras los elfos cogían a los niños y huían al túnel subterráneo, pero sospechó que el hechizo del enemigo interferiría en sus planes.

Al escuchar el repiqueteo de pequeños pies que venían hacia ella, la hechicera gritó:

—Meteos dentro del túnel y regresad hasta la sala del pozo. Ataos a la cuerda y decid a Magnus que os suba.

Sus palabras fueron seguidas por un momento de silencio, y Sadira temió que los niños no la obedecieran. Entonces Huyar les espetó:

—¡Haced lo que os dice!

Mientras los niños gateaban al interior del agujero, Sadira reunió más energía para otro hechizo. Parecía como si su visión no fuera a aclararse nunca, pero por fin consiguió distinguir las siluetas de los Corredores del Sol a su alrededor.

Sólo Huyar y Grissi parecían empezar a recuperarse del hechizo. Los otros miraban al vacío con expresión vacante, mascullando atemorizados y sin hacer el menor esfuerzo por desprenderse de los efectos del surtidor de color.

Huyar agarró al guerrero que tenía más cerca y empezó a abofetearlo.

—¡Despierta! —Sus esfuerzos no parecieron tener el menor efecto en el elfo.

Sadira escuchó el siseo de flechas hendiendo el aire, y al instante media docena de elfos aturdidos cayeron al suelo sin siquiera un suspiro. La hechicera volvió la mirada hacia la pared que había creado y vio que tres soldados nibeneses, con la insignia del cilop real en sus capotes, salían corriendo de cada extremo de la pared de granito.

La joven hundió la mano en su bolsa en busca de un nuevo ingrediente mágico, y entonces escuchó el arañar de unas zarpas que avanzaban por una zona rocosa. Los nibeneses lanzaron una nueva lluvia de flechas, y esta vez Grissi pasó a formar parte de las bajas. Huyar dejó de tratar de despertar a sus aturdidos compañeros e hizo intención de desenvainar su espada.

—No servirá de nada —advirtió Sadira—. Viene Dhojakt.

—Entonces espero que te arranque los ojos —contestó el elfo mientras saltaba al interior del agujero.

Aunque Huyar no lo sabía, Sadira pensó que el elfo había hecho exactamente lo que debía hacerse y también ella se introdujo en la abertura hasta dejar fuera únicamente la cabeza y los hombros. Sin dejar de vigilar a los nibeneses, continuó absorbiendo energía, pero no sacó ningún ingrediente.

Un momento después, Dhojakt apareció por una esquina de la pared de piedra. A la luz de las lunas, la hechicera podía verlo con la suficiente claridad como para observar que su nariz estaba muy hinchada y amoratada, con una única lesión allí donde antes había habido dos orificios.

Los negros ojos de Dhojakt se dirigieron de inmediato al lugar donde se ocultaba Sadira. La hechicera vio brillar una lucecita de odio en sus pupilas.

—Se me ocurrió que esta sería la forma más sencilla de apartarte de tus protectores —dijo el príncipe.

El príncipe la apuntó con un dedo, y Sadira se dejó caer al interior del túnel. Con la energía mágica absorbida hormigueando todavía por todo su cuerpo, la muchacha dio media vuelta y echó a correr a toda prisa tras el rumor de los veloces pies de Huyar. Un sonoro chisporroteo resonó a su espalda, y al volver la cabeza vio una nube de polvo negro que se introducía por el agujero. Por suerte, la nube fue a posarse en el suelo y no se extendió por el pasadizo, y a los pocos segundos los pálidos rayos de las lunas volvían a penetrar por la abertura.

Sadira apartó la mirada del agujero, esperó hasta que su visión elfa volvió a funcionar, y se introdujo en el exiguo pasillo donde había visto al halfling. Una vez allí, se detuvo y escuchó; las pisadas de Huyar se habían apagado, y el único sonido que llegaba hasta ella era el de una catarata que susurraba en el abismo al otro extremo del corredor.

Al poco rato, escuchó a los arqueros nibeneses que penetraban en la gruta, con el repiqueteo de las múltiples patas de Dhojakt pisándoles los talones. Sadira empezó a avanzar por el pasadizo, arrastrando intencionadamente una pierna para que pudieran oírla, pero teniendo buen cuidado de no mirar al interior de ninguna de las extrañas criptas, no fuera a descubrir a otro halfling que se movía.

Al llegar al final, se acurrucó en la esquina para esperar. Empuñó su daga con una mano, mientras con la otra sacaba de su morral un pequeño trozo de savia de árbol endurecida. La lechosa pepita tenía el mismo aspecto que un terrón de ácido cristalizado.

No tardó en oír a los soldados nibeneses deslizándose por el pasadizo. Tal y como esperaba, avanzaban a tientas. No había habido tiempo para encender antorchas, y, puesto que no se podía atraer energía a través de la roca blanca de la gruta, Dhojakt no había podido utilizar su magia para ayudarlos a ver. El príncipe iba al final de la fila, golpeando con impaciencia el suelo con las patas mientras empujaba a sus hombres hacia adelante.

Sadira observó cómo los primeros tres hombres se arrastraban fuera del túnel, con los rostros enrojecidos por el nerviosismo. Permaneció totalmente inmóvil hasta que estos se dieron cuenta de que habían abandonado el pequeño pasadizo y empezaron a levantarse; en ese momento, atacó, acuchillando el rostro del primer hombre al tiempo que lo lanzaba por encima del borde de una patada.

Sadira apenas si necesitó atacar al segundo guarda. Este agitó a ciegas su corta espada de obsidiana y el mismo impulso de la estocada dirigió el arma hacia el abismo; la muchacha se colocó detrás del brazo que blandía la espada y utilizó el hombro para empujar al guarda por el precipicio. Este aún no había comenzado a gritar que ella ya hundía su cuchillo en la barbilla del tercer guarda. El hombre murió con un borboteo de sorpresa y se desplomó sobre el saliente, mientras ella daba un paso atrás.

—¿Qué es lo que sucede ahí? —exigió la furiosa voz de Dhojakt—. ¡Seguid!

El cuarto soldado obedeció, pasando a gatas por encima del cadáver de su camarada. Con el cuerpo hirviendo con la emoción del combate y la energía mágica que había absorbido antes, Sadira volvió a dar un paso al frente. En esta ocasión la hechicera hundió la hoja en el hueco situado en la base del cráneo del desdichado.

El quinto guarda se detuvo en la salida y se negó a moverse.

—¡He dicho que siguierais! —chilló Dhojakt.

El furioso príncipe empujó hacia adelante, y los soldados quinto y sexto se vieron lanzados al abismo. Dhojakt sacó la cabeza por el pasadizo y miró a Sadira.

—¡Ya me has causado suficientes problemas! —escupió; tenía las óseas mandíbulas totalmente extendidas hacia afuera, goteando veneno, y las hacía chasquear con violencia.

Sadira retrocedió, manteniendo la daga frente a ella y el endurecido pedazo de savia de árbol en la otra mano. Dhojakt ni siquiera intentó atraer la energía necesaria para un conjuro, pues sin duda ya había descubierto que no podía hacerlo. En lugar de ello, pareció no preocuparle en absoluto el abandonar la seguridad del túnel y seguir a la hechicera al precario saliente.

Mientras el príncipe pasaba por encima de los cuerpos de sus dos guardas, Sadira se detuvo. A su derecha se abría un oscuro pasadizo; aunque ofrecía a la hechicera un poco de seguridad como posible ruta de escape, esta sospechó que, si necesitaba huir, no sobreviviría el tiempo suficiente para utilizarlo.

Dhojakt no perdió tiempo para atacar. Una vez que hubo dejado atrás a los dos hombres muertos, se lanzó contra ella…, pero no por el saliente, como Sadira esperaba. En lugar de ello, su cuerpo de ciempiés empezó a ascender por la pared, y se le acercó colgado de la pared de la caverna. En cuanto llegó a la entrada situada junto a la hechicera, se detuvo y estiró los brazos para cogerla.

—Deberías haber dejado que te matara en Nibenay —dijo—. Nos habrías ahorrado a ambos muchos problemas y dolores.

—A ti puede que sí, pero no a mí —respondió Sadira y alargó el pedazo de savia hacia el rostro del príncipe.

Al ver cómo el terrón en forma de cristal se acercaba a él, Dhojakt volvió la cabeza para proteger la vulnerable nariz.

—¡Eso no funcionará esta vez, muchacha estúpida! —declaró.

Sadira pronunció su conjuro, pero el chorro que surgió de su mano no fue un ácido venenoso, sino una espesa y pegajosa resina que cubrió rápidamente la cabeza y el pecho del príncipe en un único glóbulo. Al comprender que lo había engañado, Dhojakt volvió con dificultad la cabeza para mirar a la hechicera. Cuando intentó cogerla, esta retrocedió y pronunció una orden consistente en una sola palabra.

La resina se endureció para convertirse en una lechosa cuenta, tan sólida como la piedra e igual de inflexible. Sadira apenas si podía distinguir la silueta de los brazos extendidos del príncipe y sus sobresalientes mandíbulas debajo del amorfo glóbulo. De todos modos, el hechizo no había sido lo bastante potente para cubrir sus muchas patas, y parecía un gigantesco ciempiés que hubiera tenido la desgracia de quedar medio encajado en una bola de olíbano.

Sadira envainó la daga, se apoyó en el pesado glóbulo y empujó. Dhojakt intentó aferrarse a la porosa pared con sus afiladas uñas, pero el peso de la lechosa burbuja que encerraba su cuerpo era demasiado para él. Impulsado por la hechicera, el glóbulo se desprendió poco a poco de la piedra, hasta que Sadira consiguió por fin acercarlo al borde del precipicio.

Entonces, todas a la vez, las garras del príncipe se soltaron. Dhojakt resbaló por encima del saliente y, mientras las patas intentaban en un esfuerzo desesperado agarrar a Sadira para arrastrarla con él, desapareció en la oscuridad. Sadira se dejó caer sobre la repisa y escuchó cómo los pies del príncipe arañaban la pared de la sima.

No se escuchó ningún chapoteo ni un último choque. El chirrido de las zarpas del príncipe sencillamente se apagó mucho antes de lo que hubiera debido, sin ninguna indicación de que hubiera chocado contra el fondo del cañón.

La hechicera miró por encima del borde. Casi esperaba ver a Dhojakt escalando la pared, pero no vio otra cosa que oscuridad.

—Bien hecho —dijo la voz de Huyar—. En especial el ataque a los guardas con la daga.

Un grito de sorpresa escapó de los labios de Sadira, y esta estuvo a punto de caer por el precipicio, pero Huyar la agarró por el hombro con mano firme. Mientras la ayudaba a incorporarse, le quitó la daga de la funda y la apretó contra los riñones de la muchacha.

—Veamos qué tienes en la bolsa, ¿no te parece?

Utilizó la mano libre para quitarle la bolsa del hombro; luego la abrió y volcó el contenido en el suelo. Con mucho cuidado para que la daga no dejara de oprimir la espalda de la hechicera, extendió el brazo y levantó el frasco tallado que Magnus y Rhayn habían obtenido en el barrio de los bardos de Nibenay.

—¿Qué es esto? —preguntó el elfo; mientras sostenía la botella junto al rostro de Sadira, sus dedos recorrieron las notas musicales talladas en sus costados—. ¿El veneno que utilizaste con nuestro jefe?

—No —respondió Sadira. Por el momento, la verdad le parecía la mejor opción; desde luego no podía esperar correr más rápido que el elfo o vencerlo en combate—. Es el antídoto.