7: La puerta de los Danzantes

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La puerta de los Danzantes

—¿Es eso Nibenay?

Sadira señaló la explanada que se extendía a sus pies, donde una lejana ciudad de minaretes se acurrucaba a la sombra de un rocoso otero.

—Desde luego —respondió Faenaeyon, sin apartar los ojos de la ladera bajo sus pies. Saltó por encima de un ramillete de amarillos arbustos nubes, para ir a aterrizar sobre una roca redonda, y de inmediato se lanzó en dirección a un revoltijo de piedras cobrizas—. ¿Acaso no te prometí que te conduciría a la Ciudad de las Agujas? —le gritó.

—Y ahora lo has hecho —confirmó la hechicera; mantenía las manos bien aferradas al arnés de su kank mientras este descendía a toda velocidad en pos de la veloz figura de su padre—. Ya has cumplido. No tenéis que escoltarme al interior de la ciudad.

Faenaeyon se detuvo para mirarla.

—Nos necesitarás para que te ayudemos a encontrar un guía —dijo con un destello plateado asomando a sus ojos—. Además, Nibenay es un buen lugar para que los elfos hagan negocios.

—Puedo cuidarme…

La objeción de Sadira se vio interrumpida por un salvaje alarido surgido de las gargantas de los cazadores que corrían delante de la tribu.

—¡Tul’ks!

Cuatro criaturas aterrorizadas surgieron de improviso de un bosquecillo de arbustos plateados y descendieron por la colina dando saltos. Eran más grandes que semigigantes y tan delgadas como elfos, cargadas de espaldas y con cráneos blancos desprovistos de cualquier clase de carne. Los tul’ks tenían ojos saltones, mandíbulas desdentadas, y un par de cavidades oblongas allí donde deberían haber estado las narices. Llevaban túnicas raídas de cuero curtido, sujetas alrededor de la cintura por un cinturón de piel de serpiente.

Mientras corrían, los asustados hombres-bestias arrastraban los nudillos por el suelo, utilizando los larguiruchos brazos a modo de par extra de piernas para evitar dar un traspié. Los cazadores de los Corredores del Sol salieron en su persecución, preparando los arcos llenos de júbilo mientras saltaban de roca en roca.

—¡Detén a tus guerreros! —exclamó Sadira.

—¿Por qué? —inquirió Faenaeyon, dirigiendo a la hechicera una mirada despectiva.

—Porque es un asesinato. Los tul’ks no os han hecho nada.

Uno de los cazadores disparó una flecha, y el proyectil se hundió con fuerza en la espalda de un tul’k. El hombre-bestia trastabilló y cayó dando una voltereta.

—Son animales —se mofó el jefe guerrero, y una sonrisa divertida asomó a sus labios mientras contemplaba cómo el tul’k herido se incorporaba e intentaba huir.

—Los animales no llevan ropa —replicó Sadira. Introdujo una mano en el morral donde guardaba los componentes para sus hechizos—. Di a tus cazadores que se vayan o lo haré yo.

—Como desees —repuso Faenaeyon. Se volvió hacia los cazadores y tronó—: ¡Dejad que los tul’ks se marchen!

Los elfos se detuvieron y giraron la cabeza para mirar a Faenaeyon con una expresión de perplejidad en el rostro.

—¿Qué has dicho? —inquirió uno.

—¡Ha dicho que los dejéis tranquilos! —gritó Sadira—. No os han hecho ningún daño.

El cazador desvió la mirada de ella otra vez a Faenaeyon.

—¿Tú lo quieres?

—Sí —respondió Faenaeyon; luego, mientras los tul’ks desaparecían entre los matorrales, el jefe se volvió hacia Sadira—. La verdad es que no deberías haber detenido a mis cazadores. Al matar a los tul’ks, les hacemos un favor.

Sadira sacó la mano del morral.

—¿Cómo es eso?

—Los tul’ks descienden de los Merodeadores de Ruinas: una tribu de elfos que desapareció hace tres siglos. —Se acercó más y contempló a Sadira con una mueca picara en los labios—. ¿Quieres saber qué les sucedió a los tul’ks?

—Seguramente no —respondió la hechicera—; pero cuéntamelo de todos modos.

—La Torre Primigenia… —explicó Faenaeyon—. Buscaban los tesoros de los antiguos. —Miró en la dirección en que habían huido los tul’ks y añadió—: Ya viste por ti misma en lo que se han convertido.

—¿Qué intentas decirme? —preguntó Sadira, no muy segura de que el relato de Faenaeyon fuera cierto.

—Los ancianos no saben exactamente cómo sucedió. Puede que los guerreros lucharan entre ellos, o a lo mejor los atacó una horda de erdlus salvajes. O a lo mejor sencillamente tropezaron con un nido de avispas. Fuera lo que fuese, todos los miembros de la tribu resultaron heridos, y se convirtieron en las bestias que has visto.

—No te creo.

—Cree lo que quieras —replicó Faenaeyon—. Pero, si vas a la Torre Primigenia, ten cuidado de no derramar tu sangre. Si te cortas, incluso aunque sólo te hagas un arañazo, la magia del lugar te convertirá en un animal más digno de compasión incluso que los tul’ks. Lo he visto suceder.

Sadira iba a burlarse de su afirmación, cuando recordó lo que el cantor del viento le había contado sobre sus orígenes.

—¿Fue entonces cuando encontraste a Magnus?

Los ojos de Faenaeyon centellearon, más de dolor que de cólera.

—Sí. ¿Qué sabes sobre eso?

—Sólo lo que Magnus me contó: que lo encontraste allí cuando era un niño.

—Era una criatura recién nacida —corrigió el jefe.

—Cuéntamelo —lo instó Sadira—. A lo mejor me dará un motivo para hacer caso de tu advertencia.

—Cuando era un joven guerrero, los Bailarines de las Arenas nos atacaron y se llevaron a mi hermana, Ceiba. Cuando por fin me recuperé de mis heridas y les seguí la pista por las Llanuras de Marfil, mi hermana se había cansado de ser una esclava-esposa y había huido al interior del desierto. Su esposo y cuatro de sus hermanos fueron tras ella, de modo que Ceiba huyó al único lugar al que no la seguirían: la Torre Primigenia. Encontré a sus perseguidores acampados en los terrenos que se encuentran justo antes de avistar la torre.

—¿Qué hiciste? —preguntó Sadira.

La muchacha descubrió que se sentía más interesada en la dedicación de Faenaeyon por su hermana que en lo que había sucedido en la Torre Primigenia. Por lo que había relatado hasta ahora, el jefe no parecía la clase de hombre que habría abandonado a una amante embarazada a una vida de esclavitud.

—Maté a los cinco, claro. Luego seguí a Ceiba al interior de aquel territorio inhóspito. Lo que no sabía era que los Bailarines de las Arenas la habían dejado embarazada. Cuando la encontré, ya estaba dando a luz.

—¿Así que Magnus es tu sobrino? —exclamó Sadira con voz ahogada.

—Sí —asintió el otro—, pero Ceiba no vivió para criarlo. A causa de la sangre que derramó durante el parto, la magia de la torre la transformó en una criatura repelente y sin inteligencia. Intentó devorar a su hijo, y para salvar a Magnus la maté con mi propia espada.

—Y Magnus resultó herido, lo que explica por qué es…

—¿Tan lento me crees con la espada? —inquirió Faenaeyon malhumorado—. Magnus nació como es.

El jefe calló e inició un lento trotecillo en dirección a Nibenay. Sadira permaneció unos instantes intentando reconciliar la imagen que siempre había tenido de su padre como un cobarde con el relato de valentía que acababa de escuchar. Viendo que le era imposible, se dio por vencida y espoleó a su montura para que fuera tras él.

Cuando su kank se colocó a la espalda de Faenaeyon, la muchacha le gritó:

—Si me cuentas esto porque quieres que me quede con la tribu, no va a servir de nada.

Faenaeyon aminoró la marcha, permitiendo que Sadira condujera su montura junto a él. Cuando habló, su voz era excesivamente tranquila.

—¿Qué te hace creer que quiero que te quedes?

—¿No es así? —inquirió Sadira.

El jefe permitió que una sonrisa conspiradora asomara a sus labios, pero no apartó la mirada del suelo por el que corría.

—Podríamos llegar a un arreglo…

—Lo dudo —profirió la hechicera—. Mis habilidades no están a la venta.

—Es una lástima —suspiró Faenaeyon, encogiéndose de hombros—. Pero no cambia lo que encontrarás en la Torre Primigenia. La verdad es que sería mejor que te quedaras con nosotros.

—Mejor para ti, quizás —respondió Sadira—. Pero prometí ir allí, y lo haré.

—Sólo una loca estúpida permitiría que su promesa la matara —contestó Faenaeyon—. He ahí una razón por la que el miedo es más fuerte que el deber.

Sadira deseó preguntarle si había abandonado a su madre porque tenía miedo, pero se contuvo. Hacerlo habría significado revelarle su identidad, y todavía consideraba más sensato no dar a conocer a su padre ese particular secreto. En lugar de ello, dijo:

—El miedo no es siempre más fuerte que el deber, incluso para un elfo. Debías de sentir miedo cuando fuiste tras Ceiba.

—Estaba enojado, no asustado. ¡Nadie me roba a mí! —declaró Faenaeyon al tiempo que le dedicaba una mirada torva—. Si les hubiera permitido llevarse a mi hermana, habrían regresado en busca de mis kanks y de mi plata.

—Debiera haberlo sabido —dijo Sadira. Si había amargura en su voz, fue debido a que se sentía una ingenua por haber pensado que su padre había actuado alguna vez impulsado por motivos nobles—. Vosotros los elfos sólo vivís para vosotros mismos.

—¿Para qué otra cosa si no? —inquirió Faenaeyon. Llegaron al pie de la colina y empezaron a cruzar la Usa llanura, abriéndose paso a través de una espesa aglomeración de arbustos—. La vida es demasiado corta para desperdiciarla en ilusiones como el deber y la lealtad.

—¿Qué hay del amor? —La hechicera sentía curiosidad por los sentimientos de Faenaeyon hacia su madre, y por lo que habría sentido por ella misma, de haber sabido la auténtica identidad de Sadira—. ¿Es eso una ilusión?

—Si lo es, es muy buena —respondió Faenaeyon con una sonrisa de oreja a oreja. El terreno era menos accidentado aquí, de modo que podía permitirse mirar a la muchacha de vez en cuando—. He amado a muchas mujeres.

—Las habrás utilizado quizá, pero no las amaste —lo corrigió ella, mordaz.

No sabía si se sentía más enojada por la frívola utilización que hacía el elfo de la palabra amor, o por la implicación de que su madre había sido una insignificante consorte en una serie de muchas.

—¿Cómo puedes saber tú nada sobre mis mujeres? —gruñó Faenaeyon.

—Si no sientes obligación ni lealtad hacia tus mujeres, no puedes amarlas —replicó Sadira, evitando así una respuesta directa a la pregunta.

—El amor no es esclavitud —se mofó el jefe.

—Lo sé tan bien como tú —replicó ella—. Pero tampoco es egoísmo ¿Te importaron al menos todas las mujeres que tomaste como amantes?

—Desde luego.

—Entonces demuéstralo.

—¿Y cómo esperas que lo haga?

—De un modo nada difícil. Simplemente di sus nombres —repuso Sadira, preguntándose qué sentiría al oír a Faenaeyon pronunciar el nombre de su madre, o al comprobar que lo había olvidado.

—¿Todos ellos?

—Si te importaron todas ellas —asintió Sadira.

El jefe sacudió la cabeza.

—No podría. Ha habido demasiadas.

—Es lo que pensé —declaró Sadira, sarcástica; dio un golpecito a las antenas de su kank para ponerlo al galope.

Faenaeyon la alcanzó enseguida.

—No hay motivo para apresurarse —dijo, avanzando a grandes zancadas a su lado—. Llegaremos a la ciudad mucho antes de que cierren las puertas al oscurecer.

—Estupendo —contestó ella sin aminorar la velocidad de su montura.

* * *

Siguieron a aquella velocidad toda la mañana, hasta que al final llegaron a un sendero de caravana que conducía al interior de la ciudad. Una alegre melodía surgía de la puerta principal y flotaba por la llanura, dando a los viajeros la bienvenida a Nibenay. Muchos de los elfos empezaron a bailar, trotando por la polvorienta carretera en una especie de carrerilla. Algunos de los guerreros seguían el ritmo golpeando las hojas de sus espadas sobre el caparazón de un kank, e incluso aquellos que se encontraban fatigados por la dura carrera de la mañana se unieron a la algarabía y se dedicaron a balancear los hombros de un lado a otro.

Sólo Faenaeyon pareció molesto por el recibimiento y continuó hacia la ciudad sin aminorar el paso marcado por Sadira.

—Por el viento, lo que odio este lugar —refunfuñó—. La última vez que estuvimos aquí, los guardas exigieron cinco monedas de plata para dejarnos entrar. No me extraña que se alegren de vernos.

Sus grises ojos permanecieron fijos en la puerta, un elevado arco flanqueado por un par de escarpados minaretes. Las terrazas de estas torres estaban llenas de guardas nibeneses, que agitaban sus arcos sobre la cabeza mientras se balanceaban al son de la música. Situado entre los minaretes, un contrafuerte en forma de porche se extendía desde la muralla de la ciudad y sobresalía de la puerta de entrada. En esta terraza se encontraban una docena de músicos que tocaban los enormes tambores, xilófonos y flautas que enviaban las melodías a flotar por el plateado desierto.

—Puedo conseguir que entremos por dos monedas —dijo Sadira.

—¿Cómo puedes ahorrarme este dinero?

—Magia —respondió ella.

Sadira le dedicó una sonrisa cómplice con la esperanza de que disimularía la mentira de sus ojos. Su conversación con el jefe la había convencido de que la advertencia recibida anteriormente de Rhayn no había sido del todo egoísta. Pese a la forma despreocupada en que el elfo había aceptado la negativa de la hechicera a unirse a la tribu, estaba claro que Faenaeyon no deseaba que se marchara. En cuanto a sus propios sentimientos, la curiosidad de Sadira por su padre estaba saciada. Si era más valiente de lo que había imaginado, no por eso era menos egocéntrico, y ella no sentía el menor deseo de conocerlo mejor.

—Estupendo —asintió Faenaeyon—. Hazlo.

Al ver que no introducía la mano en ninguna de sus bolsas para sacar las monedas, Sadira extendió la palma de su mano.

—¿Te has olvidado? —inquirió—. Te di todas mis monedas allá en el cañón.

—En cuestiones de dinero, nunca olvido —declaró el jefe, pero, en lugar de sacar su bolsa, hizo acercar a su hijo Huyar. El parentesco del guerrero con Sadira aparecía tan sólo en sus ojos pálidos, ya que sus facciones eran cuadradas y duras para un elfo—. Dale dos monedas de plata, hijo —ordenó Faenaeyon.

—Lo haría de buena gana, pero tú te has quedado con todas mis monedas —respondió Huyar.

Faenaeyon frunció el entrecejo.

—Habría esperado que alguien que espera sustituirme algún día fuera lo bastante sensato como para quedarse con unas cuantas monedas —dijo el jefe, esperando todavía que su hijo sacara el dinero.

—Jamás deshonraría a mi tribu desobedeciendo a mi jefe —repuso Huyar.

El guerrero dirigió una torva mirada a Sadira, a quien claramente culpaba de su contratiempo con su padre.

El resentimiento se había convertido en algo normal en Huyar desde que la hechicera se había congraciado con Faenaeyon. Cada vez que ella deseaba algo, el jefe se volvía hacia su hijo para que lo facilitase. Sadira sospechaba que su padre no sentía un auténtico afecto por Huyar, sino que fingía preferir al crédulo guerrero sólo porque ello lo volvía más dispuesto a hacer lo que deseaba Faenaeyon.

Tras dedicar un furiosa mirada a su hijo, el jefe abrió la bolsa que había cogido a Sadira y dio a esta dos de sus propias monedas.

—¿Las recuperarás para mí?

Sadira negó con la cabeza.

—Míralo de esta forma: no pierdes dos monedas de plata, ahorras tres. —Tomó las monedas y las deslizó en el bolsillo de su raída capa—. Me adelantaré y lanzaré mi hechizo a uno de los guardas. Espera un cuarto de hora para que el hechizo surta efecto; luego, cuando lleguéis a la puerta, asegúrate de hablar con el mismo guarda con el que yo haya hablado.

—Quizá debería ir contigo —sugirió Faenaeyon con expresión suspicaz.

Sadira tenía ya preparada una respuesta para eliminar la preocupación de su padre.

—Será más fácil llevar a cabo mi hechizo si estoy sola. Os esperaré al otro lado de la puerta.

Los ojos del jefe descendieron hasta el bolsillo donde había depositado las monedas. Se mordió un labio, indeciso; luego asintió y desvió la mirada.

—Dos monedas de plata no es tanto.

—Te ahorrarás más que eso —aseguró Sadira, inclinándose al frente para golpear la parte interior de las antenas del kank.

El animal se fue abriendo paso poco a poco hasta adelantar a la tribu, golpeando el suelo con dos de sus seis patas a cada redoble de los lejanos tambores. Al poco rato, la muchacha pasaba entre dos carracas arrimadas a los muros de la ciudad, una a cada lado del camino. Una larga fila de nibeneses se ocupaba de descargar las enormes fortalezas ambulantes, transportando pesados recipientes y descomunales cestos a la oscura zona de sombras bajo la terraza de los músicos. A los gigantescos mekillots que tiraban de las carracas, lagartos del tamaño de una montaña con una gran afición a tomarse como tentempié a viandantes incautos, los habían colocado bien apartados del camino.

Sadira obligó a su kank a reducir la velocidad hasta ponerse al paso y miró por encima del hombro. La tribu de su padre se encontraba a más de cien metros de distancia y se aproximaba con su acostumbrado desorden; los guerreros avanzaban juntos en una bulliciosa masa confusa mientras sus hijos e hijas se afanaban en la difícil tarea de evitar que los kanks se introdujeran en los campos del rey.

La hechicera se volvió otra vez al frente y, al penetrar en las sombras que se extendían bajo la terraza de los músicos, un semielfo de afiladas facciones le salió al paso. Llevaba un pañuelo de cuadros alrededor de la cabeza y una túnica amarilla arrollada al cuerpo; sus manos empuñaban una lanza de madera de agafari de color azul.

—Nibenay te da la bienvenida —saludó.

Mientras lo decía, otros dos guardas se abrieron paso por entre los ajetreados descargadores y cruzaron sus lanzas par impedir el paso a Sadira, quien pasó una mano por encima de las antenas de su montura para detenerla por completo. La música que surgía del balcón sobre su cabeza resonaba a través del techo de piedra, rebotando en las paredes en sonoros tonos ligeramente menos irresistibles que los que flotaban al interior del desierto.

Sadira introdujo la mano en el bolsillo y sacó una de las piezas de plata que Faenaeyon le había dado. Sosteniéndola para que el hombre la viera, dijo:

—Si haces la vista gorda con el equipaje de la tribu de elfos que me sigue, habrá nueve más como esta para ti.

El centinela abrió la palma de la mano y se inclinó.

—Si eso es cierto, mis ojos no verán.

—Estupendo.

Soltó la moneda, y el guarda hizo una señal a sus compañeros para que la dejasen pasar. Mientras atravesaba la entrada con su montura, la hechicera se sintió segura de haber escapado a los elfos. Faenaeyon jamás pagaría un soborno de nueve monedas de plata, y el guarda no permitiría que los Corredores del Sol cruzaran la puerta hasta recibir las monedas prometidas. Con suerte, a la tribu la echarían de la ciudad e, incluso aunque no fuera este el caso, la retrasaría el tiempo suficiente para que Sadira pudiera dejar su montura en algún lugar. Una vez que lo hubiera hecho, la hechicera podría buscar a alguien de la Alianza del Velo y pedir a la organización secreta que la ayudara a encontrar un guía para ir a la Torre Primigenia.

La puerta daba a un patio bochornoso y maloliente rodeado por un laberinto de torres monumentales y portales tenebrosos. Por todas partes, portones cuadrados conducían a las bases de aserrados minaretes, que recordaban a Sadira las antiguas minas que acribillaban las montañas al oeste de Tyr. Enormes rostros esculpidos, algunas veces vagamente humanos y otras totalmente monstruosos, cubrían toda superficie disponible.

De las esquinas de los edificios asomaban gigantes de largas narices con expresión desaprobadora y miradas en blanco. Donde debiera haber habido ventanas se veían bocas abiertas llenas de afilados dientes, y columnas esculpidas en forma de cráneos amontonados sostenían balcones y aleros. Hasta las paredes quedaban camufladas por gordezuelos rostros querúbicos con sonrisas glotonas o por los rostros esqueléticos de demonios de largos colmillos.

Por entre estos amenazadores edificios discurrían callejuelas estrechas y sinuosas cubiertas por abovedados techos de piedra. Hileras de porteadores nibeneses se perdían presurosas por dos de estos oscuros túneles, transportando sus pesadas cargas al almacén de algún comerciante en el corazón de la ciudad.

Sadira dirigió a su kank al interior de lo que parecía la calle más ancha. Había esperado que la resguardada callejuela resultaría fresca y agradable, pero, en lugar de ello, un viento sofocante descendía por el túnel, llevando con él el olor acre de una excesiva humanidad y el aroma pútrido de establos descuidados.

La hechicera instó a su montura a que rebasara a una docena de ciudadanos nibeneses y penetró en otro patio, también rodeado de torres cubiertas de esculturas. Muchos de los portales eran más grandes de lo normal, con kanks y jinetes entrando y saliendo. Sadira atravesó la mitad de la plaza hasta una cuadra de aspecto vulgar y, una vez allí, desmontó y condujo a su animal hacia la puerta. Un hombre ya mayor y de cabeza calva vestido con una túnica sucia le salió al encuentro.

—¿Deseas albergar tu montura? —preguntó.

—¿Cuánto pides?

—Tres días de alojamiento por un céntimo del rey —respondió él, refiriéndose a las monedas de cerámica que la mayoría de las ciudades utilizaban como moneda corriente—. Le daremos comida cada noche y agua cada cinco.

—De acuerdo —asintió Sadira—. Pagaré cuando regrese si mi kank se encuentra en buen estado.

—Las cosas no funcionan así en Nibenay —replicó el hombre sacudiendo la cabeza—. Has de pagar por adelantado; cada día si lo prefieres. Si no regresas antes de que se acabe el dinero, entonces venderé tu montura.

Sadira sacó la segunda moneda del bolsillo.

—¿Puedes darme cambio?

—Claro.

Le arrebató la moneda y la condujo al interior. El piso inferior del lóbrego edificio era un taller, repleto de esclavos que se esforzaban por reparar sillas, carretas, e incluso una enorme rueda de carraca. Sadira no tuvo tiempo más que de dar una ojeada a la habitación antes de que su guía tomara una antorcha de un soporte de la pared y la hiciera subir por una rampa que ascendía en espiral por el interior del edificio sin luz. El hedor excesivamente dulzón de los excrementos de kank resultaba insoportable, y la joven se apretó la nariz con los dedos para no vomitar.

No tardaron en llegar al primero de los oscuros corrales. Al pasar ante cada puerta, el kank allí encerrado sacaba las mandíbulas por entre los barrotes de hueso y las chasqueaba en desafío ante el recién llegado. El animal de Sadira devolvía tales demostraciones sin aminorar la marcha, mientras los tres ascendían la empinada rampa.

Tras dejar atrás docenas de corrales, llegaron a uno cuya puerta estaba abierta. Una cuerda colocada sobre una polea de madera y sujeta a una estaca de hueso sujetaba la reja de hueso. El anciano dejó que la montura de Sadira rebasara el corral, luego se detuvo y obligó al animal a retroceder al interior del pesebre colocándose frente a él y golpeándole ligeramente la antena derecha.

En cuanto la cabeza del kank pasó bajo la reja, el animal se detuvo y empezó a agitar las antenas nervioso.

—Entra, bestia estúpida —dijo el anciano.

Alzó la mano y avanzó hacia el kank. Sadira captó un destello de enojo en los ojos del animal.

—Cuidado —advirtió y tiró del hombre hacia atrás justo a tiempo de evitar las chasqueantes mandíbulas del kank.

La bestia empezó a avanzar, pero Sadira se colocó rápidamente a su lado y sujetó con fuerza una antena; tirando con energía de ella obligó a la criatura a regresar al interior del corral.

—Cuando lo suelte, dejad caer la puerta —indicó la hechicera mirando por encima del hombro. El propietario, que contemplaba al kank boquiabierto, no hizo el menor movimiento para obedecer—. ¡Haced lo que os digo!

El anciano salió de su sorpresa con un sobresalto y desató la cuerda que inmovilizaba la reja.

—He regentado este establo durante treinta años, y jamás había intentado morderme un zángano de transporte —dijo, sin dejar de mirar al animal con desconfianza—. ¿Qué le pasa al tuyo?

—No lo sé —respondió Sadira—. Ya hizo algo parecido a esto antes, no mucho después de iniciar mi viaje, pero nunca se ha mostrado tan violento.

La hechicera soltó la antena y, de un salto, traspasó el umbral justo antes de que la reja se estrellara contra el suelo con gran estrépito. El kank se lanzó contra los barrotes, pero, al ver que no daban señales de ir a romperse, retrocedió hasta el fondo del pesebre para luego volver a lanzarse contra la puerta. Repitió la acción una y otra vez mientras Sadira lo contemplaba, perpleja.

—Jamás he visto nada como esto —declaró el hombre, meneando la cabeza desconcertado—. Tendré que contratar a un elfo para que lo vigile.

—¿Para qué?

—Podría estar enfermo —contestó él mientras la conducía de nuevo túnel abajo—. Si es así, tendré que matar y quemar a esa bestia. Si no lo hago, la enfermedad podría extenderse, y podrían morir todos los kanks de mi establo.

Sadira receló de inmediato de sus motivos.

—Lo mejor será que mi montura siga aquí cuando yo regrese —advirtió.

—Eso no lo puedo prometer —replicó él sin molestarse en mirarla—. Y me quedo con toda tu moneda de plata. Tendrás que pagar por el elfo.

—¡No! —protestó Sadira.

—Es tu kank —dijo el anciano—. Es justo que pagues el gasto de examinarlo.

—¿Cómo sé que no os quedaréis con mi moneda, venderéis el kank y luego diréis que el animal estaba enfermo? —exclamó Sadira, indignada.

El hombre se detuvo y señaló rampa arriba.

—No puedes, pero escucha eso. —Los golpes de la montura de Sadira contra la reja seguían resonando en el corredor—. Te devolveré la moneda, pero tienes que llevarte al kank. ¿Crees que cualquier otro dueño de un establo te cobrará menos?

—Supongo que no —admitió la muchacha mientras se preguntaba dónde encontraría el dinero para comer hasta que se pusiera en contacto con la Alianza del Velo… o para comprarse otro kank, si era necesario.

El anciano reanudó el descenso por la rampa.

—No te preocupes —la tranquilizó—. No destruiré a tu animal a menos que sea necesario, y conseguiré un elfo para cuidarlo por el menor precio posible. —En cuanto llegaron a la planta baja, el hombre dio media vuelta y se alejó en dirección a su taller.

Decidida a averiguar qué tal iba su plan para deshacerse de los Corredores del Sol, Sadira volvió sobre sus pasos por la oscura callejuela que la había conducido al establo. Se detuvo al abrigo de las sombras antes de mirar hacia la puerta de entrada a la ciudad. Su padre acababa de llegar a la cabeza de su tribu, y se acercaba al semielfo de facciones afiladas al que Sadira había entregado la moneda de plata. Faenaeyon sonrió con cordialidad y dijo algo al hombre.

El guarda también sonrió y extendió la mano.

El jefe de la tribu frunció el entrecejo y empujó al semielfo con tanta fuerza que lo lanzó dando tumbos al centro de la plaza. Los ayudantes del guarda de la puerta lanzaron un grito de alarma y atacaron a Faenaeyon con sus lanzas, pero el elfo los despojó de sus armas con un simple golpe de las manos; luego pasó junto a los dos hombres y penetró en el patio.

—¡Lorelei! —bramó, escudriñando con sus encolerizados ojos los lóbregos portales que rodeaban la pequeña plaza.

Sadira contempló cómo una compañía de guardas hacía su aparición desde la torre de guardia de la puerta y, sonriendo para sí, dio media vuelta para marcharse de allí.