13: La arboleda muerta

13

La arboleda muerta

Sadira pasó cojeando junto a una pira de llameantes troncos de árbol y penetró en la sombra del cubierto callejón sin dejar de toser violentamente a causa del humo producido por la madera de agafari al arder. Era una mañana calurosa y sin viento, y el humo de los incendios se pegaba al suelo como una nube de polvo que cayera a la tierra. La neblina de la plaza era tan espesa que resultaba imposible respirar sin asfixiarse con el acre olor de las cenizas, y cualquiera que se encontrase a más de un metro de distancia se tornaba en una fantasmal silueta para aquel que miraba.

A pesar del humo, los esclavos nibeneses trabajaban por toda la Plaza del Sabio, ocupados en talar árboles y arrojar los ennegrecidos troncos a las monumentales hogueras. En algún punto en medio del humo, un conjunto de los mejores flautistas de ryl inundaba el aire con una tristísima melodía, para acompañar a un taciturno cantor que lloraba la pérdida de la antigua arboleda.

—¿Encontraste a tu guía? —preguntó Magnus.

—No —respondió Sadira. Era ya bien pasado el amanecer y no habían visto la menor señal de Raka, ni de nadie enviado por la Alianza del Velo—. ¿Estás seguro de que viste cómo el muchacho escapaba del almacén?

—Sí —contestó el cantor del viento—; un par de esclavos lo sacaron de entre los escombros mientras yo transportaba a Faenaeyon pasillo abajo. Se fue con ellos, tambaleándose, pero por sus propios medios. Después de eso, ya no sé qué sucedió. Me atacaron los guardas de Shom y lo perdí de vista.

Por entre el humo que llenaba el callejón, Sadira apenas si podía distinguir la capa que el cantor del viento había utilizado para vendarse las heridas. Detrás de ellos se alzaba Faenaeyon, encorvado al frente para no golpearse la cabeza con el bajo techo. El jefe elfo todavía parecía débil y vacilante, pero había salido de su sopor lo suficiente para andar por sí mismo. Después de escapar del almacén, una de las primeras cosas que hizo la hechicera fue verter el antídoto en la garganta de su padre. Luego Sadira pidió a Magnus que utilizara su magia para curarla; por fortuna el cantor del viento había conseguido neutralizar el veneno del cilop y detener la hemorragia, pero la pierna de la hechicera seguía tan dolorida que a esta todavía le resultaba muy doloroso y difícil andar.

Junto a Faenaeyon se encontraba Huyar, quien, muy sumiso, ayudaba a su padre y jefe a mantenerse en pie. Rhayn era la única ausente del grupo. Había ido a buscar el kank de Sadira, para que la hechicera pudiera seguirlos en cuanto el grupo abandonara la ciudad.

—A lo mejor tu amigo te ha traicionado —dijo Huyar a Sadira tras unos minutos de silencio—. Después de todo, sería lo sensato.

—No cometas el error de juzgar a la Alianza del Velo según tus propios patrones —replicó Sadira, molesta por el tono malicioso del elfo.

—No importa si el guía te ha traicionado o no —dijo Faenaeyon. Sus palabras surgieron lentas y con una cierta pastosidad, ya que era la primera vez que hablaba desde que había salido de su sopor—. Pero sí parece que tendremos que arreglárnoslas solos para salir de la ciudad.

—Eso no será fácil —repuso Sadira—. Estuve a punto de matar al hijo del rey-hechicero ayer. Dudo que los guardas de la puerta nos dejen salir como si nada.

—Incluso los muros de Nibenay tienen sus grietas —afirmó Faenaeyon, dedicándole una tranquilizadora sonrisa—. Sacarte de la ciudad será mi pago por haberme rescatado.

—Gracias, pero ya he negociado mis honorarios por esa acción —contestó ella, dirigiendo una significativa mirada a Huyar.

—¿Lo ha hecho? —inquirió el jefe, mirando a su hijo—. ¿Qué?

Huyar tragó saliva antes de responder:

—Dije que la conduciríamos a la Torre Primigenia.

—Entonces quizá debas ser tú quien la lleve allí —dijo Faenaeyon al tiempo que le lanzaba una colérica mirada.

—Pero yo no sé dónde…

—¡Ve hasta la Roca Hendida y sigue la salida del sol hasta que veas la torre! —gruñó el jefe. Agarró a Huyar por el cuello y lo acercó a él—. ¿Cómo pudiste poner en peligro a la tribu ofreciendo tal cosa?

—Era la única forma de que pidiera a sus amigos que te encontraran —se disculpó Huyar—. Además, no tenemos por qué mantener la promesa…

—¿Tan poco vale para ti la vida de Faenaeyon? —quiso saber Sadira.

—La vida de mi jefe me es tan preciada como la mía propia —repuso el elfo—. Pero también lo era la de Gaefal… y no pienso dejar que su muerte quede sin castigo.

—Entonces averigua quién mató a tu hermano y véngate —le espetó Sadira—. Pero, si valoras la vida de Faenaeyon, mantendrás lo que me prometiste.

El jefe arrugó la frente y avanzó hacia la hechicera.

—¿Me amenazas?

—No —dijo Sadira, negando con la cabeza—. Pero esperaba que el pago por salvar la vida de un jefe era una deuda de honor que su tribu respetaría.

Faenaeyon estudió a Sadira unos instantes antes de hablar.

—Primero debemos escapar de la ciudad. Luego decidiremos qué hacer con respecto a la Torre Primigenia y a la muerte de Gaefal. —Dedicó una risita ahogada a la hechicera y posó una mano sobre su hombro—. Sea lo que sea lo que decida, no creas que olvidaré lo que hiciste. Admiro tu valentía y astucia.

Sadira se quitó de encima la mano del jefe con un brusco movimiento del hombro. Antes de que pudiera decir a Faenaeyon que le importaba más llegar a la torre que lo que él pensara de ella, Magnus interrumpió:

—Ha heredado la valentía y la agudeza de ingenio de su padre. ¿No es así, Sadira?

Faenaeyon entrecerró uno de sus ojos color perla y miró a la muchacha de la cabeza a los pies.

—Pensaba que tu nombre era Lorelei…

La hechicera negó con la cabeza.

—No; es Sadira…, Sadira de Tyr.

—¿La hija de Barakah? —Las palabras fueron más una exclamación que una pregunta.

—Me sorprende que recuerdes su nombre —respondió la hechicera.

Los delgados labios de Faenaeyon se torcieron en una melancólica sonrisa.

—Mi famosa hija —dijo, extendiendo la mano para acariciar los mechones teñidos con alheña—. Debiera haberlo sabido desde el principio. Posees la belleza de tu madre.

—Yo no puedo saberlo —escupió Sadira, apartando la mano de él de un manotazo—. Mis recuerdos son de una desdichada de aspecto ojeroso y con el corazón partido, abandonada a la esclavitud por el único hombre al que amó.

Faenaeyon se quedó boquiabierto y pareció genuinamente perplejo.

—¿Qué otra cosa podría haber hecho? —inquirió—. ¿Llevármela de Tyr y apartarla de su propia gente?

—¡Desde luego! —contestó Sadira.

Ahora el elfo pareció totalmente confuso.

—¿Y entonces qué? ¿Tenerla conmigo en calidad de daeg?

Pronunció esta última palabra en tono despectivo.

Un daeg era un cónyuge —tanto varón como hembra— robado a otra tribu. Los daegs vivían en una situación de servidumbre hasta que el jefe decidía que habían olvidado su lealtad para con su antigua tribu. Podían pasar muchos años antes de que a un daeg se lo aceptara como miembro de pleno derecho en una nueva tribu, y a veces no sucedía nunca.

—Eso habría sido mejor que lo que sucedió —masculló Sadira.

—No sabes nada —se mofó Faenaeyon—. Barakah no era elfa. Los Corredores del Sol jamás la habrían aceptado como otra cosa que no fuera una daeg, y nuestro jefe te habría entregado a los lirrs nada más nacer.

Llena de rabia, Sadira propinó a su padre un violento empujón. El enorme elfo apenas se movió. Con una mueca de enojo, Faenaeyon la agarró por la muñeca.

—¡Suéltame! —siseó Sadira mientras con la mano buscaba su morral.

—Silencio —replicó Faenaeyon, empujándola hacia Magnus. Con la mano libre, extrajo la daga de la vaina que pendía de la cadera de Huyar.

Sadira escuchó el ruido seco de dos armas al entrechocar. Se volvió entonces y vio cómo su padre rechazaba el ataque de un barong de obsidiana. Nadie empuñaba la pesada tajadera; el cuchillo simplemente danzaba solo por el aire. Faenaeyon intentó agarrarlo por el mango y tuvo que hacer una rápida finta para salvar la mano cuando la hoja giró para lanzarse contra su muñeca.

De improviso, sin hacer caso del arma, el jefe guerrero echó a correr por el callejón. Al final de la oscura calleja se encontraba una juvenil silueta cuyos dedos apuntaban al flotante barong. El muchacho agitó la mano en dirección a Sadira, y el pesado cuchillo se lanzó contra la cabeza de la joven.

La hechicera se dejó caer al suelo, y al rodar sobre las mugrientas losas, un dolor insoportable se apoderó de su pierna herida. Gritó sin poderlo evitar y fue a detenerse contra un par de pies enormes de zarpas de marfil. El barong descendió hacia su garganta, pero el brazo de Magnus salió disparado al frente y aplastó la negra hoja contra la pared de piedra.

Con un suspiro de alivio, Sadira volvió su atención callejón abajo y vio que Faenaeyon levantaba su daga para atacar a Raka.

—¡No lo mates! —gritó.

El cuchillo se detuvo en el aire, y el elfo agarró al muchacho.

—Pero intentaba matarte.

—No importa —respondió Sadira, incorporándose—. Ese es nuestro guía. Tráelo aquí.

Faenaeyon enarcó las puntiagudas cejas como si la muchacha estuviera loca, pero hizo lo que le pedía. Utilizó una mano para inmovilizar los brazos de Raka, y mantuvo la otra lista para cortarle el cuello en cualquier momento. Al llegar junto a Sadira, el joven hechicero contempló a la muchacha con franca repugnancia. Raka tenía el rostro cubierto de arañazos y chichones por haber quedado atrapado bajo el arco desmoronado, pero aparte de esto parecía haber salido indemne.

—Prometiste ayudamos a escapar de la ciudad —dijo Sadira, contestando a la furiosa mirada de Raka con una expresión de infinita paciencia—. ¿Por qué intentaste matarme en su lugar?

—Me traicionaste —le espetó el joven—. Mi maestro me ha expulsado de la Alianza.

—¿Por qué? —exclamó Sadira, perpleja.

—No puedo creer que tengas que preguntarlo —respondió Raka, sacudiendo la cabeza enojado—. Yo respondí por ti, y eres una profanadora. Te vimos lanzando hechizos ayer.

Sadira sintió como si el muchacho le hubiera propinado un puñetazo en el estómago. Se mordió el labio inferior y desvió la mirada.

—No espero que apruebes mis métodos —murmuró—. Pero era la única forma en que podía detener a Dhojakt. No tuve elección.

—Podrías haber muerto con honor —replicó Raka.

—¿Con qué fin? —inquirió Sadira, tan enojada ya como el muchacho—. ¿Para que el dragón pueda seguir aterrorizando Athas?

—Eso sería mejor que ayudarlo a destruirlo —repuso Raka.

Con un brusco movimiento, se desasió de Faenaeyon y, agarrando a Sadira por el brazo, la arrastró hasta el final del callejón.

—Esa arboleda era tan antigua como la misma Nibenay —dijo, indicando los marchitos troncos de los árboles de agafari—. El mismo rey-hechicero la proclamó un refugio, y ningún profanador se atrevió jamás a tocarla… hasta que apareció Sadira de Tyr.

—Siento que vuestros árboles murieran —manifestó Sadira con amargura—. Pero detener al dragón es más importante… ¿O no significa nada para ti la muerte de miles de personas?

—Desde luego que sí —reconoció Raka, ablandando su actitud—. Pero también me importan esas vidas.

Sadira meneó la cabeza.

—Llámame profanadora si quieres, pero, si tengo que escoger entre personas o plantas, siempre escogeré a las personas.

—No hablo de los árboles —contestó Raka. Señaló a una docena de esclavos que se esforzaban por arrojar un pesado tronco a la hoguera más cercana—. El rey tenía un centenar de esclavos para cuidar de esta arboleda —explicó—. Cuando hayan acabado de limpiarla, los guardas los obligarán a que se reúnan con los árboles en las piras.

La hechicera sintió una terrible opresión en el pecho.

—No puedes culparme por esto —se defendió—. No podía saberlo.

—Deberías haberlo sabido —replicó Raka—. Siempre muere alguien cuando se profana la tierra. Puede que no inmediatamente, pero sí cuando necesitan el pharo que antes crecía allí o cuando necesitan la carne y la piel de los lagartos que antes se alimentaban allí.

—Es suficiente —interrumpió Faenaeyon, arrastrando con rudeza a Raka al interior del callejón. Alzó una mano para abofetear al joven—. Deja de predicar.

—No le hagas daño —intervino Sadira, sujetando el brazo de su padre—. Tiene razón.

Tomando su comentario como una señal para continuar, Raka agregó:

—Lo que es peor, matas el futuro. Si la tierra deja de dar fruto, no sólo muere el hombre, sino también sus hijos… y todos los hijos que habrían vivido allí durante los siguientes mil años.

El joven hechicero acababa de terminar su sermón cuando apareció Rhayn por el otro extremo del túnel.

—Estupendo —dijo la elfa—. El guía está aquí.

—¿Dónde está mi kank? —inquirió Sadira al observar que su hermana no traía su montura—. No puedo ir muy lejos así.

—No estaba allí —explicó Rhayn—. Ya te contaré el motivo más tarde. Pero, en estos momentos, lo mejor será marcharnos, una patrulla de enganche viene para aquí.

—¿Una patrulla de enganche? —exclamó Faenaeyon—. Jamás he visto algo así en Nibenay.

—El hijo del rey-hechicero no había sido herido jamás —replicó Raka—. El rey ha enviado a sus templarías a reunir víctimas para que Dhojakt se recupere.

—Ninguna magia curativa que yo conozca exige el sacrificio de vidas —refunfuñó Magnus, frunciendo el entrecejo.

—Los reyes-hechiceros tienen su propia clase de magia —dijo Sadira, volviéndose hacia Raka—. ¿Nos ayudarás a salir de la ciudad?

Al ver que el joven hechicero negaba con la cabeza, Huyar lo agarró por la garganta.

—¡Nos mostrarás la salida o morirás!

—En ese caso moriré —jadeó el muchacho y, mirando a Sadira, añadió—: No ayudaré a una profanadora.

Sadira intentó apartar los brazos de Huyar.

—Suéltalo —rogó—. No nos salvarás matándolo.

En lugar de soltar al joven, Huyar apretó los pulgares contra el gaznate del chico. Un terrible borboteo surgió de la garganta de Raka mientras este luchaba por liberarse.

—Esto no conseguirá nada —dijo la hechicera, volviéndose hacia su padre. Faenaeyon consideró su súplica unos instantes; luego movió la cabeza en señal de asentimiento en dirección a Huyar.

—Déjalo ir —ordenó—. De todos modos creo que conozco una forma de salir de la ciudad.

El guerrero apartó las manos de mala gana de la garganta del muchacho y lo apartó de un empujón.

—Vete, y alégrate de que Sadira de Tyr sea una tonta indulgente.

Del otro extremo del callejón llegó el rumor de docenas de pies que avanzaban a trompicones, acompañado por el chasquear de látigos y las ásperas órdenes de las templarías nibenesas. El muchacho se llevó las manos a la dolorida garganta e hizo intención de marcharse en dirección opuesta, pero Faenaeyon lo agarró por los hombros.

—No hacia la Plaza del Sabio —dijo el jefe, volviendo a Raka en dirección a la patrulla de enganche—. Puedes pagarme haciendo de señuelo.

—Yo no lo salvé para eso —protestó Sadira, sujetando el brazo de Raka—. Vendrá con nosotros. Si hay que luchar, a todos nos irá mejor.

El muchacho se soltó de la hechicera.

—Prefiero arriesgarme con las templarías que luchar al lado de una profanadora. —Tras esto, introdujo la mano en su bolsa para sacar un ingrediente para un hechizo y echó a correr por el callejón gritando—: ¡Muerte a Dhojakt!

—¡Raka! —chilló Sadira—. ¡No!

Hizo intención de seguirlo, pero Faenaeyon la sujetó por el brazo y se lo impidió.

—Por aquí, hija —dijo, levantándola en vilo y transportándola a la Plaza del Sabio.

Apenas si habían penetrado en la humeante plaza cuando una luz aceitunada centelleó desde el callejón, acompañada por un sonoro siseo del aire. Durante un instante, el grito triunfal de Raka resonó en la calleja, pero fue bruscamente interrumpido por el chisporroteo de un rayo.

Delante de Faenaeyon apareció un trío de enormes siluetas que corrían en dirección al lugar del que había surgido el estruendo. Cada uno de los semigigantes empuñaba en una mano una espada curva, y en la otra un tridente de aserradas puntas. Los oscuros círculos de sus ojos estaban clavados en Faenaeyon y su grupo de elfos.

—Si te dejo en el suelo, no cometerás ninguna estupidez, ¿verdad? —musitó el jefe.

—Estaré bien —respondió Sadira con voz extrañamente tímida. Las últimas palabras de Raka pesaban en su mente, y no hacía más que pensar si realmente podía justificar todas las cosas horribles que había hecho en nombre de su lucha contra el dragón.

Los semigigantes se detuvieron frente a Faenaeyon.

—¿Qué es ese ruido? —preguntó el jefe mientras contemplaba al elfo con expresión suspicaz.

—Una emboscada de la Alianza —contestó Faenaeyon, dirigiendo una nerviosa mirada al callejón—. Parece que vienen en esta dirección…, probablemente a atacaros.

—¿Por qué dices eso?

Faenaeyon volvió a mirar al callejón.

—¿No habéis oído? Sadira de Tyr está en la ciudad —replicó—. Si me preguntáis, creo que ha venido a liberar a los esclavos, tal y como hizo en su propia ciudad.

El comentario provocó que el corazón de Sadira empezara a latir con fuerza, pero los semigigantes no parecieron darse cuenta de su malestar. Se miraron entre ellos con expresión preocupada, y luego el jefe hizo una señal al grupo para que siguiera adelante.

—Mantened silencio sobre lo de esa hechicera —advirtió—. Se supone que nadie debe saber que está aquí.

El jefe elfo se encogió de hombros.

—Si eso es lo que queréis…, pero no se escucha otra cosa en el mercado. ¿Por dónde se va a la Torre de la Serpiente desde aquí?

El semigigante señaló la nebulosa boca de otro callejón y se dirigió con cautela a la calle donde Raka acababa de perecer. Faenaeyon condujo a su grupo al otro lado de la plaza, medio transportando a la hechicera para evitar que su cojera fuera evidente.

Al penetrar en la cubierta calleja, el jefe soltó por fin el brazo de Sadira.

—Te mostraste un poco descarado ahí atrás, ¿no crees? —comentó la hechicera.

Fue Rhayn quien contestó.

—Es lo mejor. De lo contrario, creen que intentas ocultarles algo.

—¿Y qué le sucedió a mi kank? —quiso saber Sadira, haciendo denodados esfuerzos para que su cojera no le impidiera el paso de los otros—. ¿Lo hizo matar el dueño del establo?

—Más bien al revés —la corrigió Rhayn—. Según sus esclavos, cuando el viejo abrió la puerta para que lo examinaran, el bicho lo agarró y se fue. Sus ayudantes siguieron a la criatura hasta las puertas del palacio, donde tu animal realizó algunos trucos ante los guardas. Tras eso, tanto el kank como el anciano fueron conducidos al interior, y no se ha vuelto a ver a ninguno de ellos desde entonces.

—¡Tithian! —siseó Sadira.

—¿Qué nene que ver con esto tu rey? —inquirió Faenaeyon.

—Según Dhojakt, fue Tithian quien le dijo que yo estaba en Nibenay —respondió ella.

Magnus meneó la cabeza, perplejo.

—¿Cómo?

—Por medio del kank —explicó Sadira—. Tithian se ha convertido en un doblegador de mentes bastante bueno, y creo que utilizó el Sendero para espiarme a través de mi montura. Es el único modo en que podía saber que me encontraba en Nibenay o de que me dirigía a la Torre Primigenia.

—Creía que Tithian era un buen rey —declaró Faenaeyon—. ¿Por qué tendría que traicionarte?

—Tú fuiste mejor padre de lo que Tithian ha sido rey —replicó Sadira—. En cuanto a su traición, al parecer no quiere que vaya a la Torre Primigenia. Tampoco lo desea Dhojakt.

—Pues en ese caso quizá tendrías que recapacitar sobre tus planes —sugirió Faenaeyon, sin prestar atención al solapado desaire de la hechicera—. Si el hijo de un rey-hechicero no quiere que…

—Voy a ir —interrumpió Sadira—. Si están tan decididos a mantenerme alejada de ella, debe existir un buen motivo. Todavía no sé cuál es, pero tengo que darme prisa. El dragón no tardará en llegar a Tyr, y quiero estar esperándolo.

—Entonces, démonos prisa, por supuesto —repuso Faenaeyon, no sin cierto sarcasmo.

El jefe los condujo fuera de la callejuela a una calle más ancha que corría paralela a la parte posterior de los almacenes de los comerciantes. Siguió avanzando más o menos en dirección al risco situado al norte de la ciudad, aunque de vez en cuando se detenía para preguntar el camino. En ocasiones, el nervioso transeúnte se negaba a responder y se escabullía a toda prisa sin dejar de sujetar su bolsa de monedas, pero la mayoría de las veces el viandante se sentía aliviado de que los elfos se detuvieran sólo para interrogarlo y no para intentar sacarle algo.

La caminata dejó su huella en la pierna herida de Sadira, quien incluso de haberse encontrado en plenas facultades físicas habría tenido dificultades para seguir el ritmo de las largas piernas de los elfos. Ahora, con ellos andando deprisa y cada paso un terrible esfuerzo para la hechicera, tal cosa resultaba casi imposible. Al cabo de media hora, tuvo que pedirles que aminoraran el paso.

—Quizá deberíamos ocultarnos en la ciudad un día o dos —sugirió Magnus—. No puedo hacer nada más por tu pierna hasta mañana, y sin un kank no podrás recorrer más que unos pocos kilómetros en el desierto.

—No, debemos marcharnos hoy —declaró Sadira, negando con la cabeza—. Por lo que dijo Raka, el rey-hechicero está ocupado curando a su hijo. Cuando lo haya hecho puede volver su atención hacia mí.

—En ese caso, quizá deberíamos dejar a Sadira aquí —insinuó Huyar, mirando a su padre—. No creo que deseemos poner en peligro a la tribu por su culpa.

—Yo decido cuándo la tribu está en peligro, y por quién hay que ponerla en peligro —replicó Faenaeyon dedicando a su hijo una mirada torva—. Si es necesario, llevarás a Sadira a la espalda.

—Gracias —dijo la hechicera—. Es agradable saber que puedes ser un hombre de honor.

—Agradecido —sonrió Faenaeyon con hipocresía.

—Pero, antes de que abandonemos la ciudad, hay una cosa que necesito conseguir —añadió ella.

La sonrisa de su padre se desvaneció.

—No —contestó, iniciando de nuevo la marcha.

—No será demasiado problemático —insistió Sadira—, y lo necesitaré cuando llegue a la Torre Primigenia.

Faenaeyon se detuvo y le dedicó una mirada perpleja.

—¿Qué es?

—Bolas de obsidiana —respondió ella—. Para las sombras.

Por la forma en que el color desapareció del rostro de su padre, la hechicera comprendió que este había visto las sombras cuando visitó la torre. Al cabo de un instante, Faenaeyon recuperó el control.

—¿Tienes monedas? —preguntó.

—Claro que no —repuso ella—. Las cogiste…

—Pues yo tampoco tengo monedas —la cortó el elfo—. Y ahora no es el momento de robarlas. Si necesitas obsidiana, la cambiaremos por algo en el camino o la cogeremos de una caravana.

Antes de que pudiera protestar, Faenaeyon hizo una señal a Magnus y Rhayn.

—Ocupaos de que mantenga el ritmo —ordenó, reanudando el camino.

No tardaron mucho en llegar a una pequeña plazoleta. Al otro lado de la plaza se alzaba el risco cortado a pico que bordeaba el lado norte de Nibenay. Tallados en la rocosa ladera de la escarpadura se veían una docena de palacios distintos, cada uno situado a una altura diferente del suelo. Por encima de las mansiones, un muro bajo de piedra coronaba el farallón, formando las fortificaciones defensivas que protegían esta parte de la ciudad.

Frente al farallón, separada de este por una corta distancia, se alzaba una elevada torre a la que se había dado la forma de una maraña de serpientes enroscadas, con cientos de ventanas en forma de escama de serpiente. En la base del torreón, la entrada semejaba las fauces abiertas de una serpiente.

Un sinuoso sendero aéreo, tallado también en forma de cabeza de serpiente, discurría desde la torre hasta cada uno de los palacios del farallón. La pasarela más elevada iba desde el suelo a la muralla de la ciudad, detrás de la cual Sadira apenas pudo distinguir las diminutas figuras de media docena de centinelas desperdigados por una zona de muchos metros de longitud.

Faenaeyon condujo a su pequeño grupo hasta la base de la torre. Cuando llegaron ante la boca de la serpiente de piedra, un par de guardas muls les salieron al paso. Ambos hombres iban armados con espadas curvas de obsidiana, y vestían capotes que mostraban el emblema de un escorpión negro. Aunque ninguno parecía mucho mayor que Rikus, sus cuerpos se habían vuelto blandos. Su aspecto le sugirió a Sadira que se trataba de los gladiadores mimados de un noble, y que se los había retirado de los combates para utilizarlos como guardas de la mansión.

El padre de la hechicera intentó pasar directamente por entre los dos hombres como si no existieran, pero el mul más alto colocó una mano sobre el pecho del elfo y lo empujó rampa abajo.

—¿Adonde vas? —interrogó el guarda.

—Tengo negocios con lord Ghandara —contestó Faenaeyon, dirigiéndole al mul una mirada feroz—. Aunque eso no es cosa tuya.

Los dos muls bajaron las espadas, pero no se hicieron a un lado.

—Nadie nos informó que vendrías —dijo el segundo mul.

—Eso es porque no me he anunciado —declaró Faenaeyon. Agarró a Sadira del brazo y la arrastró violentamente hacia adelante—. Pensé que a lo mejor estaría interesado en realizar una compra.

Acostumbrada al papel de esclava, Sadira bajó la barbilla y se mostró asustada. Al mismo tiempo, permitió que sus pálidos ojos vagaran por los muls, como si fuera incapaz de resistir la tentación de admirar sus cuerpos.

Su silenciosa súplica funcionó. Los muls pasearon a su alrededor, estudiando su figura desde todos los ángulos.

—Lord Ghandara tiene gustos refinados —comentó el más alto—. No estoy seguro de que esta mercancía esté a su nivel.

Sadira irguió la barbilla y frunció el entrecejo; luego se mordió el labio como para reprimir una réplica mordaz. Tal y como esperaba, los guardas se echaron a reír y se hicieron a un lado.

—Os mostraré el camino —ofreció el más alto.

—No es necesario que te molestes —respondió Faenaeyon, conduciendo a su pequeña compañía rampa arriba—. He estado aquí antes.

Nada más entrar en la torre, Sadira sintió como si se zambullera en un pozo encantado. Una luz verde ambiental bañaba la atmósfera, iluminando el polvo de su piel como si se tratara de minúsculas gemas que centelleaban en un millar de deslumbrantes colores. Delante de ellos, el pasillo se dividía en tres ramales, de los que llegaba una brisa caliente impregnada de olor a moho y podredumbre, enmascarado por el aroma excesivamente dulce del incienso al quemarse.

Faenaeyon los hizo entrar en el pasillo situado a la derecha y empezó a ascender por la empinada cuesta en espiral. El corredor estaba bordeado por las ventanas en forma de escama que la muchacha había visto desde el exterior, y, al mirar por las aberturas, pudo advertir que subían rápidamente hacia la cima de la torre. Cada vez que bordeaban el lado norte, la vista de la plaza a sus pies era reemplazada por los escarpados peñascos del risco. De vez en cuando, pasaban junto a uno de los palacios del farallón, donde una pareja de centinelas de expresión severa montaba guardia sobre la pasarela que conectaba la casa de su señor con la torre. A veces, Sadira tenía la impresión de escuchar pasos que descendían por el pasillo hacia ellos, pero sólo en una ocasión se encontraron con alguien: una anciana que transportaba un cesto de fruta vacío al mercado.

Cuando se sintió razonablemente segura de que no los oirían, Sadira preguntó:

—Faenaeyon, ¿qué vamos a hacer cuando lleguemos a la parte alta de la torre?

—Habrá un par de guardias reales —le informó el elfo—. Los mataré, y cruzaremos hasta la muralla.

Sadira atisbo por una ventana. El suelo se encontraba a unos quince metros, y la hechicera no podía imaginar que la pared exterior tuviera una altura inferior.

—¿Entonces qué?

—Lanzarás el conjuro que utilizaste para que la tribu cruzara el cañón —respondió el jefe—. Nos habremos ido antes de que los centinelas se den cuenta de nuestra presencia.

—No —anunció Sadira, dejando de andar—. Para utilizar ese hechizo debo profanar el suelo. No volveré a hacerlo.

—Tienes que hacerlo —replicó Faenaeyon sin dejar de ascender por la rampa—. Es el mejor modo.

—Entonces tendrías que haberme preguntado antes de traernos aquí —protestó Sadira.

Faenaeyon se volvió hacia ella, enfurecido.

—¡Yo no tengo que preguntar nada! —le espetó—. Yo soy el jefe, y tú harás lo que yo digo. —La contempló enfurecido durante unos momentos y continuó pasillo arriba sin más discusión.

Rhayn deslizó una mano bajo el brazo de Sadira y la arrastró tras el jefe. Muy pronto, el pasillo se volvió horizontal y giró hacia el lado norte de la torre.

—Dejadme a mí los guardas —susurró Faenaeyon—. Magnus, tú y Huyar mantened la puerta abierta. Rhayn, vigila a Sadira.

Al cabo de unos momentos, el pasillo se ensanchó para convertirse en una sala cuadrada. A un lado, un rastrillo de hueso pendía sobre un corto pasaje que conducía a la calzada elevada. Justo detrás de esta puerta, un estrecho vestíbulo salía del corredor principal y giraba luego a la derecha, al parecer para dar a una pequeña cámara que no podía verse desde el pasaje principal.

Una pequeña extensión de la calzada era apenas visible, suspendida sobre el vacío entre la torre y la muralla de la ciudad.

Tal y como había pronosticado el padre de Sadira, una pareja de centinelas montaba guardia junto al rastrillo. Ambos eran humanos y vestían túnicas de color morado, con capotes blancos que mostraban la insignia de un cilop en la parte superior. En las manos sostenían sendas lanzas cortas y escudos, ambas cosas hechas de madera azul de agafari.

Los guardas cruzaron las lanzas frente a la calzada.

—¿Qué haces aquí? —preguntó uno.

Faenaeyon siguió andando hacia ellos con paso tranquilo, las manos bien lejos de la funda de su daga. Los guardas tomaron la precaución de apuntarle con las lanzas, aunque no parecieron alarmados por su inofensivo acercamiento.

—No puedes aproximarte más —dijo el primer guarda.

El jefe se detuvo frente a los dos hombres y permitió que apoyaran las puntas de sus lanzas contra su pecho.

—Vamos, apártate y vete…

Faenaeyon pasó bruscamente a la acción lanzando ambas manos hacia arriba por entre las lanzas, con lo que las obligó a separarse. Antes de que los guardas pudieran dar la alarma, agarró a ambos por la parte posterior del cuello. Una tras otra, empujó las cabezas hacia abajo y les aplastó el rostro contra las rodillas. Los nibeneses lanzaron un grito ahogado y soltaron las lanzas. Entonces el elfo los empujó hasta una pared y les golpeó la cabeza contra las piedras hasta dejarlos inconscientes.

—Tal y como prometí, una cuestión muy sencilla —comentó, indicando a los otros que se adelantaran.

Magnus y Huyar penetraron en el pasaje y recogieron las lanzas de los guardas inconscientes, pero, antes de que Rhayn y Sadira pudieran cruzar bajo el rastrillo, una templaría nibenesa apareció de improviso en un pasillo lateral. Tras echar un rápido vistazo a los guardas sin sentido, se volvió hacia el pasaje elevado, abriendo ya la boca para invocar la magia del rey.

Sadira agarró a la mujer por los cabellos y, tirándole la cabeza hacia atrás, golpeó con el filo de la otra mano la garganta de la templaría. La nibenesa lanzó un gorgoteo de dolor, y entonces Rhayn terminó con su vida hundiéndole una daga de hueso en el corazón.

—No tan simple como pensabas —dijo Sadira, sacudiendo la cabeza en dirección a su padre.

—Las cosas no han salido tan mal —repuso Faenaeyon, abriendo la marcha por la calzada.

Cuando acababan de cruzar el puente, los centinelas esparcidos por el otero se lanzaron contra ellos. Faenaeyon le quitó la lanza a Magnus y la lanzó contra el pecho del guarda más cercano, mientras que Huyar arrojaba la suya a otro que se acercaba desde el lado opuesto. Viendo que los elfos no tenían ya otra cosa que dagas, los siguientes hombres de la fila desenvainaron las cortas espadas de obsidiana y cargaron.

—¡Lanza tu hechizo! —ordenó Faenaeyon.

—Lanzaré un hechizo —replicó Sadira, extrayendo un pequeño disco de madera de su bolsa.

Faenaeyon hizo caso omiso de ella y empuñó la daga que había cogido antes a Huyar. Mientras el jefe se preparaba para enfrentarse al primer centinela, Rhayn entregó su propia daga a Huyar; luego sacó un fragmento de caparazón de kank de su morral e inició los preparativos para su propio conjuro.

Sadira se acercó a la muralla y atisbo por encima del borde. Ante ella se extendían interminables hectáreas de plateada maleza del desierto, salpicadas de macizos de acebos silvestres del tamaño de rocas. A lo lejos, trabajando bajo el látigo de un único capataz semigigante, una docena de esclavos utilizaban cubos para regar el campo del rey.

Mientras la hechicera reunía la energía necesaria para el hechizo, los primeros centinelas llegaron hasta ellos y atacaron. Faenaeyon eliminó al suyo casi sin esfuerzo, esquivando una torpe embestida, para luego arrancar la espada de la mano de su atacante y abrirlo en canal con su propia arma. Huyar tuvo más problemas, ya que se le cayó la daga al resultar herido en el antebrazo, y finalmente Magnus tuvo que intervenir arrojando el centinela al precipicio.

Sadira sostuvo su disco sobre el extremo del muro y pronunció su conjuro. El círculo de madera se alzó de su mano y se quedó flotando en el aire, y enseguida empezó a crecer poco a poco.

—¿Qué es eso? —inquirió Faenaeyon.

—La forma en que saltaremos de esta pared —explicó Sadira.

Se escuchó el tañido de un arco y una flecha fue a clavarse en la gruesa piel de Magnus. El cantor del viento lanzó un grito de dolor, pero se colocó de forma de actuar como escudo de los otros.

—¡Lanza el otro conjuro! —ordenó Faenaeyon.

—Ya te dije que no lo haría —contestó Sadira, utilizando una mano para evitar que su disco se alejara mientras continuaba creciendo—. Esto es más peligroso, pero tendrá que servir.

En el lado que Magnus no podía proteger, un centinela se arrodilló y disparó una flecha contra el grupo. El proyectil rebotó contra las piedras cerca de la cabeza de Sadira, y la hechicera descubrió que varios otros guardias venían a unirse al atacante.

Fue entonces cuando Rhayn decidió lanzar su conjuro, arrojando el pedazo de caparazón de kank al aire. El fragmento desapareció y fue reemplazado por un caparazón entero. Huyar se hizo con él al momento y lo utilizó para proteger al grupo. A ambos lados, los centinelas maldijeron en voz alta y, dejando sus arcos en el suelo, se lanzaron adelante para combatir cuerpo a cuerpo.

—Creo que ya es lo bastante grande —dijo Sadira, indicando a Faenaeyon que subiera al disco, que en estos momentos tenía ya el tamaño de una mesa—. Sube.

El jefe la miró con expresión torva, pero hizo lo que se le ordenaba. Rhayn y Sadira fueron las siguientes; luego Huyar abandonó el caparazón de kank y se reunió con ellos. Magnus fue el último, y otra vez coloco su enorme cuerpo salpicado de flechas entre los otros y los atacantes. Empujó el disco lejos de la pared y empezó a cantar. En cuestión de segundos, se levantó un poderoso viento que transportó al grupo por encima de los exuberantes campos del rey hacia la inmensidad del desierto athasiano.