Capítulo 19

2 de Eleasias, Año de la Magia Desatada

Keya no sabía si el sabor cáustico que tenía en la boca era de ceniza o del miedo. Sólo sabía que tenía la lengua tan reseca como un estropajo y que era imposible distinguir entre las sacudidas del terreno y sus propios temblores. Pensó que el niño que llevaba en su vientre tendría suerte si llegaba a ver el mundo con sus propios ojos. Copas azules en llamas se desplomaban a su alrededor, piedras del tamaño de caballos caían por la ladera formando una avalancha incesante, y el aire era tan caliente que habría servido para asar bellotas. El objetivo de la Mano Fría había parecido bastante sencillo cuando lo había expuesto Galaeron debajo de los Jardines Flotantes, pero ella confiaba ahora en que tuviera un plan de apoyo.

Arrastrándose por el suelo, Keya subió por la pendiente superior de la trocha abierta hasta donde Vala se había refugiado junto con Kuhl y Burlen. A diferencia de sus elfos, que estaban o bien cuerpo a tierra vigilando en lo alto de la ladera por si caían rocas o bien lanzando flechas a ciegas hacia donde se suponía que estaba el enemigo, los vaasan estaban sentados dando la espalda a la batalla. Mientras compartían trozos de carne seca de thkaerth, reían y se daban golpecitos en la espalda, aunque en previsión de tener que incorporarse a la lucha habían dejado las espadas al lado para poder asirlas con rapidez.

Al aproximarse Keya, Vala sacó una tajada de carne seca de su ración y se la ofreció.

—No, gracias —gritó Keya para hacerse oír sobre el fragor de la batalla—. Últimamente no tengo estómago para el thkaerth.

Aunque esperaba que los vaasan pensaran que era debido al embarazo, la verdad lisa y llana era que ya no podía soportar el espectáculo de la carne asada pues le recordaba demasiado a los cuerpos quemados que yacían esparcidos y sin enterrar a lo ancho y largo de Evereska. Tratando de aparentar tanta despreocupación como la de los vaasan, se colocó junto a Vala y desenvainó la espada.

—¿Qué os parece? —preguntó Keya—. ¿Concentramos a nuestros formuladores de conjuros y tratamos de abrirnos paso?

—Eso sólo los convertiría en presa fácil para los phaerimm —respondió Vala.

—¿Qué phaerimm? —se extrañó Keya—. Muchosnidos no habló de phaerimm.

Muchosnidos es un pájaro. Para él, lo que no puede ver no existe, pero tienen uno. —Vala señaló con el pulgar por encima del hombro—. Por ahí.

Burlen se inclinó por delante de Vala y miró a Keya con expresión preocupada mientras le ofrecía un trozo de carne.

—¿Estás segura de que no quieres? —preguntó—. Necesitas recuperar fuerzas.

Keya la rechazó con un gesto y siguió hablando con Vala.

—¿Cómo sabes dónde está el phaerimm?

La humana echó una mirada significativa hacia donde había una hilera de cuerpos achicharrados.

—Lo mejor que podemos hacer por ahora es esperar —dijo.

Desde arriba llegó un estrépito que fue haciéndose cada vez más fuerte. Keya empezó a ponerse boca abajo para poder arrastrarse pendiente arriba y ver qué era lo que se aproximaba. Vala extendió un brazo y la detuvo, empujándola contra la pared de piedra antes de acomodarse ella misma. El ruido asumió una cadencia rítmica hasta que de repente cesó. Una piedra del tamaño de un rote cayó ladera abajo pasando por encima de sus cabezas para rebotar en el otro extremo de la senda y desaparecer en los bosques que había más abajo.

—Los esclavos mentales no son demasiado brillantes —dijo Vala—. Tarde o temprano a los osgos se les acabarán las piedras y los acechadores derribarán el último copa azul. Entonces, y sólo entonces, atacaremos.

—No tenemos tanto tiempo —protestó Keya—. Según el plan de Galaeron deberíamos estar ya apoderándonos del perímetro defensivo, antes de que lleguen Khelben y los demás con los altos magos. De lo contrario, los esclavos mentales se volverán y contraatacarán…

—Entonces los cogeremos en ese preciso momento —intervino Vala—. O tal vez cuando llegue Aris. Si es capaz de arrojar unas cuantas piedras colina arriba, tal vez podríamos romper sus líneas.

—Lo que no podemos hacer es atacarlos de frente —dijo Burlen—. Sólo conseguiremos que la Mano Fría sea arrasada y entonces no quedará nadie para parar el contraataque.

La mirada de Keya dejó atrás a Vala y a Burlen y se fijó en Kuhl.

—¿Tú qué piensas? —le preguntó.

—Está de acuerdo con nosotros —dijo Burlen—. No hagas caso a sus modales. Está dejando que su espada piense por él.

Burlen alargó la mano y palmeó a su compañero en la parte trasera del yelmo. La mirada de Kuhl se hizo todavía más hosca, pero apartó la mirada y persistió en su silencio.

—Los planes están bien —dijo Vala, haciendo que la atención de Keya volviera al asunto que los ocupaba—, pero una vez que empiezan a lanzarse los conjuros, no valen ni el aliento que fue necesario para explicarlos. Tenemos que esperar que nos llegue nuestra oportunidad…

Fue interrumpida por un aullido racheado que todos reconocieron como el quejido de un phaerimm herido.

—¡Ahí tienes a tu espinardo! —exclamó Keya. Se puso boca abajo y empezó a arrastrase por la ladera—. Mientras estamos aquí conversando, alguien está acabando con él.

Asomó la cabeza por encima del borde lo suficiente como para ver la ladera destrozada. Por todos lados había copas azules caídos, cráteres abiertos por las explosiones y cortinas de fuego que lanzaban al aire un humo gris. Cincuenta metros más arriba, una larga fila de esclavos mentales, desde detrás de un parapeto irregular, lanzaban piedras, magia y todo lo que tenían a mano, sobre la Compañía de la Mano Fría. Había docenas de pesadillas y unos diez acechadores, reforzados por un trío de illitas y un puñado de elfos de mirada vacía, pero por ninguna parte se veía al phaerimm herido. Seguramente se había teleportado en cuanto sufrió una herida grave.

La estela oscura de una letal flecha elfa salió de detrás de un copa azul situado más allá del parapeto enemigo y se hundió en el interior de las trincheras. Por un momento se vio a un acechador con una mueca de dolor en la boca torcida. Keya apenas tuvo tiempo para identificar la pluma negra distintiva de los Guardianes de Tumbas en el extremo de la flecha antes de que los magos de batalla de la Mano Fría pulverizaran a la criatura convirtiéndola en una roja lluvia de sangre.

Una fornida mano humana la cogió por el tobillo y la obligó a bajar.

—¡Agáchate! —le dijo Vala—. ¡Dexon pedirá mi cabeza si dejo que cualquier acechador te vuele esas orejas puntiagudas!

Keya estaba a punto de protestar cuando un rayo de color púrpura pasó silbando por encima de ellas, abriendo un surco profundo en el borde del barranco y amenazando con desintegrarle el cráneo. El corazón empezó a latirle con tanta fuerza que pensó que iba a romperle una costilla, pero consiguió controlarse lo suficiente como para señalar ladera arriba con su espadaoscura.

—¡T-T-Takari!

—¿Takari? —fue Kuhl el que gruñó el nombre—. ¿Dónde?

—En un árbol —balbució Keya—. Por detrás del enemigo. He visto su flecha.

—¿Qué árbol?

Khul se arrastró hasta el borde y atisbo por el surco que a punto había estado de costarle la vida a Keya.

—No la veo —dijo.

—Kuhl, no viene a por tu espadaoscura —le aseguró Keya. Lo que menos necesitaban era que se reavivara la disputa por su arma ancestral—. Takari está tratando de ayudarnos para que nos abramos camino.

—¡Viene a por mi espada! —insistió el vaasan. Apartó la mirada del surco el tiempo suficiente para lanzarle a Keya una mirada de odio—. Y tú, tú eres una zorra ladrona igual que ella. Los phaerimm despojaron a Dexon de la pierna, pero fuiste tú quien le robó la espada… y la hombría.

En otra época, el tono hostil de Kuhl hubiera hecho salir corriendo a Keya, pero ahora sólo la llenó de una rabia helada.

—Kuhl, voy a pasar por alto tu ofensa porque es fácil ver que tu espada es más poderosa que tu juicio —dijo—, pero como vuelvas a faltar a la hombría de mi esposo te vas a atragantar con la tuya.

Keya siguió con la vista fija en el vaasan hasta que vio que la ira le iba desapareciendo de los ojos y pudo estar segura de que no sería necesario cumplir su amenaza. Miró a Vala, que se limitó a encogerse de hombros y mostrar las manos en un gesto de impotencia. Keya frunció el entrecejo y señaló con la cabeza a Kuhl. Vala apartó la vista, pensativa, y un velo de tristeza pareció cubrirle el rostro. Asintió a su vez y trepó por la pendiente hasta donde estaba Kuhl.

Una vez que el fornido vaasan estuvo bajo control, Keya volvió a pensar en la batalla. Se arriesgó a echar una mirada por encima del borde y vio que lo que Takari estaba haciendo allí, fuera lo que fuera, empezaba a surtir efecto. Una patrulla de una docena de osgos, que había sido enviada colina arriba para darle caza, estaba caída sobre el terreno. Algunos yacían inmóviles, con agujeros humeantes en los torsos, otros manoteaban para sacarse las largas flechas elfas que tenían clavadas en la espalda. Varios acechadores barrían el bosque con sus rayos desintegradores, reduciendo el número de ataques colina abajo al tiempo que sembraban la ladera de troncos y de miembros cercenados.

Keya se deslizó hasta el fondo del barranco y mediante gestos ordenó a la Compañía de la Mano Fría que se alinease tras ella, dejando sólo a los arqueros y a uno de cada tres magos de batalla para mantener sus posiciones actuales. Al cabo de unos momentos, una larga columna de guerreros empezó a arrastrase por el fondo del barranco. Keya dio órdenes a los que llegaron primero junto con instrucciones para que las transmitieran y después se arrastró otra vez hasta donde estaban Vala y los vaasan.

Vala tenía un brazo sobre los hombros de Kuhl y le estaba susurrando al oído algo que Keya no podía oír.

—¡Otra flecha! —gruñó Kuhl señalando—. Ahí está.

Kuhl se dispuso a lanzarse colina arriba, pero Vala lo sujetó por el cinto.

—Todavía no, Kuhl —dijo, tirando de él hacia atrás—. ¿No ves que es eso lo que ella quiere?

Kuhl consideró sus palabras y asintió con la cabeza.

—¡Vala! —exclamó Keya sin dar crédito a lo que veía—. ¿Qué estás haciendo?

Vala se volvió hacia ella con una expresión que sólo podía calificarse de demoníaca.

—¿Quieres aprovecharte de esto o no? —inquirió—. Porque Kuhl es la única posibilidad que tenemos de llegar pronto allí.

Mientras Vala se explicaba, Burlen seguía hablándole a Kuhl desde el otro lado.

—Lo que ella quiere es que cargues colina arriba tú solo, ¿no es verdad? —apuntó Burlen—. Quiere que te maten.

—No lo conseguirá —respondió Kuhl—. Ella no sabe nada. Jamás conseguirá mi espada.

En los ojos había una sombra que Keya jamás había visto antes, algo frío, monstruoso y aterrador que cubría la cara risueña del que había llegado a considerar como uno de sus hermanos humanos.

—¿Qué es lo que ella no sabe? —preguntó Keya.

—Verás —dijo Vala—. Ahora se trata de elegir entre Kuhl y Takari. Eso es algo que no podemos evitar, sólo podemos decidir si estamos dispuestos a aprovecharnos de ello. ¿Tú qué dices?

Keya recorrió con la mirada el barranco en ambas direcciones y vio una larga hilera de guerreros en posición de atacar colina arriba. Para ser elfos, sus caras estaban pálidas y tenían los nudillos blancos de tanto apretar la empuñadura de la espada, pero tenían una expresión decidida y los ojos fijos en Keya, esperando la orden de cargar.

—Cuando queráis —respondió Keya—. Y que los dioses nos perdonen.

—No es a los dioses a quienes debemos pedírselo —replicó Vala.

Colocó una mano en el hombro de Kuhl, alzó la cabeza y señaló uno de los copas azules que todavía se mantenían en pie detrás del parapeto de los esclavos mentales.

—Allí está, Kuhl —le indicó Vala.

—Tú no tienes culpa de nada —añadió Burlen—. Esa zorra de orejas puntiagudas te sedujo.

—Eso es —agregó Vala—. Dejó que le hicieras un hijo con premeditación. —Mientras ella hablaba, Kuhl iba adquiriendo un aspecto más siniestro; no sólo la expresión, sino la cara, las manos, los ojos e incluso el enorme capote de explorador que lord Duirsar le había regalado se iban volviendo oscuros—. Ella sólo quería tu espada.

—Oh, también quería el niño —se sumó Keya siguiendo el juego de los vaasan—. Los Sy’Tel’Quessir regalan a sus hijos semihumanos a cambio de vino.

Vala y Burlen se quedaron boquiabiertos, y por un momento Keya pensó que tal vez se le había ido la mano.

Kuhl se volvió tan negro como el hollín, empezó a desdibujarse en los bordes como una sombra o un fantasma y lanzó un aullido feroz. Se puso de pie. Más que andar sobre el barranco dio la impresión de que flotaba sobre él, y la ladera explotó instantáneamente en una tempestad rugiente de muerte mientras los defensores lanzaban todo tipo de proyectiles mágicos sobre el vaasan.

Creyendo que la idea de los vaasan había sido engatusar a Kuhl para que atrajera sobre sí la primera oleada de ataques del enemigo, Keya alzó la mano para ordenar la carga, pero Vala le sujetó el brazo y la obligó a bajarlo.

Espera —le dijo hablando con los dedos como los elfos, el único lenguaje que no quedaba ahogado en el fragor de la batalla—. Deja que nos coja un poco de ventaja.

¿Un poco de ventaja? —inquirió Keya—. Seguro que para entonces no quedará nada de él.

Pero cuando atisbo por encima del borde del barranco, se dio cuenta de que no era así. A través de un muro de humo y llamas de veinte pasos de espesor, Keya vio la negra silueta de Kuhl que todavía se abría camino serpenteando colina arriba. Las ráfagas relampagueantes atravesaban su forma tenebrosa sin frenar su marcha. Los proyectiles mágicos lo esquivaban, dejando tras de sí largas volutas de negras tinieblas. Los rayos de desintegración impactaban sobre su aura oscura y se disolvían. Siempre conseguía sortear las piedras, y las lanzas se desviaban y resbalaban sobre él mientras que las flechas sólo golpeaban la parte más fuerte de su armadura. Era como si se hubiera convertido en un ser mitad fantasma y mitad rote, una criatura de las sombras a la que se podía ver pero no detener. Keya miró incrédula hasta que se desvaneció en un humo cada vez más espeso, entonces se volvió hacia Vala y alzó su propia espada… Es decir, la de su esposo.

¿Puede hacer eso esta espada? —preguntó.

¡No! —respondió Vala.

¡Y no lo intentes jamás! —fue Burlen quien intervino. Y añadió—. Él se ha entregado a su espada. Ya no puede volverse atrás.

El fragor empezó a remitir mientras Kuhl continuaba su carga, y Vala miró colina arriba y pronunció una sola sílaba. No gritó ni utilizó el lenguaje de signos, pero Keya no necesitó palabras para entender lo que quería decir. Con una señal hacia adelante de su brazo se puso de pie y salió a la carga rebasando el borde del barranco.

* * *

Desde donde Takari estaba apostada entre los susurrantes copas azules, la carga de la Compañía de la Mano Fría parecía una escena de leyenda. A través del humo y del fuego se abría camino una marea dorada de guerreros elfos de cuyos labios brotaban palabras de poder místico mientras de sus dedos salían rayos de plata y oro. Las espadas les fulguraban en las manos y las armaduras en los pechos. Los esclavos mentales respondían al ataque con una tempestad de rayos y rocas, lanzando piedras, proyectiles letales y fuego. Pero los elfos seguían avanzando, pasando por encima de los cráteres abiertos por las explosiones, saltando por encima de los troncos caídos, atravesando las cortinas de fuego y cayendo por docenas, pero sin flaquear, sin buscar refugio, sin reducir la marcha.

Al frente de la carga, unos veinte pasos por delante, iba un hombre, grande como un oso, envuelto en sombra, con los ojos brillantes como brasas de bronce, que describía una trayectoria sinuosa y recibía las ráfagas de magia en el pecho. Las fornidas piernas lo llevaban por la castigada colina arriba a una velocidad que ningún mensajero elfo era capaz de superar.

Era Kuhl.

A pesar de estar envuelto en sombra, Takari habría conocido esos enormes hombros a mil pasos de distancia, habría reconocido entre un ejército de hombres la gracia con la que su amante movía su poderosa humanidad. No había hombre, ni varón de especie alguna, capaz de superar a aquel ejemplar, feroz cuando era necesario y bondadoso cuando no, siempre valiente y nunca engreído, un amante que sabía dar y tomar.

Takari no podía lamentar la forma en que lo había utilizado, pues de lo contrario jamás lo habría conocido como el gentil gigante que era, pero sí lamentaba que se hubieran torcido las cosas entre ellos por la maldición que había transformado su sencillo plan en una rivalidad mortífera.

Sin embargo, la culpa era de Kuhl, no de Takari. Tendría que haberla advertido de la maldición antes de acostarse con ella, independientemente de que ella le dijera que no tenía que preocuparse por los hijos. No le había dicho que no los habría, sólo que no se preocupase por ellos. Incluso después de haber cometido el error, habría bastado con que aquel estúpido rote estuviera dispuesto a compartir. Si hubiera sido lo bastante fuerte como para prestarle su espada, todo habría ido bien y no habría sido necesario…

Takari no entendió lo que estaba a punto de hacer hasta que se encontró mirando el pecho de Kuhl a la distancia del vuelo de una flecha. El astil estaba marcado con plumas negras, por supuesto, porque sólo le quedaban dos flechas letales. Había agotado el resto de su carcaj tratando de mermar las defensas de los esclavos mentales para ayudar a Keya. Pero aunque otra elección hubiera sido posible, sabía perfectamente que no habría colocado otra cosa en su arco. Había sido la maldición la que había cargado el arco, y la maldición quería ver a Kuhl muerto.

Takari redujo leve y lentamente la tensión de su arco, pero deliberadamente lo mantuvo apuntando hacia Kuhl. Tenía que haber otro phaerimm allí abajo o los esclavos mentales no estarían luchando con tanto entusiasmo, y Kuhl corría gran peligro. Tras haber visto lo ladinamente que actuaba la maldición, ella sería más fuerte y protegería a Kuhl a la distancia. Ella no era un simple humano cuya voluntad podía ser dominada por una espada.

El baño de muerte se hacía más intenso al caer más esclavos mentales bajo el ataque de los conjuros elfos a medida que agotaban sus existencias de piedras y de magia. La carga se fue haciendo más rápida, y cada vez era mayor el número de guerreros de la Mano Fría que se sumaban desde atrás a los que iban delante y ocupaban su lugar cuando caían. En dos ocasiones Kuhl fue atacado por conjuros lo bastante poderosos como para provenir de un phaerimm, pero las dos veces había seguido Takari el rastro hasta magos esclavos mentales. Por una brecha en la humareda, vio a Keya avanzando colina arriba con Vala y Burlen pegados a sus talones, y entonces un par de acechadores descubrieron su escondite y empezaron a atacar la base del árbol con sus rayos desintegradores. Ella se escondió tras el tronco y a continuación corrió por una rama y saltó a otro árbol.

Para cuando Takari hubo encontrado un nuevo escondite, Kuhl ya había penetrado en las líneas enemigas y se abría camino por las trincheras, destripando osgos con su espadaoscura a diestro y siniestro, poniendo zancadillas a los esclavos mentales a los que derribaba para luego aplastarles el cráneo con el tacón de su bota. También había logrado coger con la mano libre el pedúnculo del ojo de un acechador al que sostenía en el aire a modo de escudo sobre el que descargaban los golpes tanto las hachas de los osgos como las espadas de los elfos.

Takari observó alarmada y no sin cierta repulsión que todo aquello le producía una especie de estremecimiento gozoso. Aunque Kuhl no daba muestras de reducir la intensidad de su ataque, debía de estar sufriendo. Ni siquiera las mejores armaduras evereskanas eran capaces de impedir que los golpes de las pesadillas rompieran huesos o aplastaran cráneos. Kuhl no tardaría en caer, y entonces ella no tendría más que alargar la mano…

No.

Takari no se atrevió a pronunciar la palabra en voz alta, y mucho menos con dos acechadores que iban tras ella, pero sí la pensó. Ella era más fuerte que la maldición. Era una elfa de los bosques que sabía distinguir entre las cosas importantes de la vida (el baile, el vino de miel y la buena compañía) y las que no lo son (el poder, la fortuna y la autoridad). Estaba dispuesta a ayudar a Kuhl si encontraba la forma de hacerlo, y ambos compartirían la espada.

El yelmo de Kuhl salió volando de la barahúnda con el barboquejo cortado y el borde dorado mellado por el impacto del hacha de un osgo. Takari pensó que todo había terminado, que Kuhl estaría ya bajo los pies de sus atacantes y moriría.

Pero el oso vaasan siguió luchando, llegó al fondo de la trinchera y trepó a la ladera de la colina. Puso rodilla en tierra y cortó las cabezas de tres osgos que lo perseguían. Plantó un pie sobre la cara de un esclavo mental elfo que retrocedió tambaleándose hasta el parapeto. No había un solo enemigo en un espacio de doce pasos en torno a él.

En lugar de seguir hacia el fondo de la trinchera para atacar al enemigo por el flanco, Kuhl partió colina arriba y se internó en el bosque. Takari pensó que su intención era acabar con los dos acechadores que la perseguían y que al parecer no se habían dado cuenta de que ella había escapado a su ataque y seguían buscándola en el árbol que habían derribado. Kuhl giró en dirección hacia su escondite. Aunque parecía imposible que la hubiese visto moverse cuando no lo habían conseguido los acechadores, los broncíneos ojos furiosos del vaasan se fijaron sin titubeos en la rama en la que estaba apostada. Tenía que ser su espadaoscura la que era capaz de percibir el deseo que la exploradora elfa tenía de ella. Takari podía ser más fuerte que la maldición de la espada, pero Kuhl no lo era. Iba a matarla si ella no lo mataba antes.

No era ninguna tontería. Kuhl era demasiado pesado para abrirse camino a través del bosque como lo haría un elfo de los bosques. Takari no tenía más que permanecer en lo alto de los árboles, en una rama a donde Kuhl no pudiera seguirla. ¿Qué era lo que le había dicho Galaeron? Que se había abierto a su sombra, y que si mataba a Kuhl perdería la batalla. Takari lo creía. Estaba trabajando afanosamente por apoderarse de ella, por engañarla para que matara al padre de su hijo.

¿Sería asesinato si muriera en combate?

La pregunta sonó con su propia voz, pero tan susurrante y fría que le hizo subir un escalofrío por la espalda.

Nadie lo sabría jamás.

Tan sorprendida estaba Takari que al principio no reparó en el illita que salía de la trinchera detrás de Kuhl. Estaba preocupada por la voz, y se preguntaba si alguien estaría espiando sus pensamientos o si su sombra se habría hecho tan fuerte como para poder hablar. Distraerla era, sin duda, lo que pretendía la voz. Cuando se dio cuenta de lo que estaba pasando, el illita había recorrido una docena de pasos en dirección a Kuhl. Furiosa por esta manipulación, Takari no pensó ni vaciló ni apuntó conscientemente. Simplemente tensó el arco y dejó que el proyectil saliera volando.

El ángulo no presentaba ninguna dificultad especial, sobre todo para una exploradora elfa verde que se había pasado toda la vida tirando al blanco. La flecha salió como un relámpago hacia donde estaba Kuhl, pasando a unos tres metros y medió por encima de la cabeza del hombre, aunque lo bastante cerca como para que él se encogiera, y se clavó en el centro de los tentáculos bucales del illita. La criatura salió disparada hacia atrás, cayó al suelo tan quieta como una estatua e inmediatamente empezó a consumirse.

Takari no llegó jamás a saber cómo había reaccionado Kuhl. El estruendo ensordecedor de una descarga mágica recorrió el suelo del bosque a su espalda y supo sin lugar a dudas que algo poderoso había descubierto su escondite. Saltó hacia una rama más baja en un árbol vecino, con el corazón en la boca y los miembros extendidos para amortiguar la caída, pero sin soltar el arco.

Cuando cayó entre las ramas recibió en la espalda el impacto de una onda expansiva que la lanzó de cara entre la maraña de ramas y hojas. Sin embargo, logró agarrarse a una rama con la mano libre y sujetarse con las piernas a otra tan gruesa como el brazo de un vaasan.

Pensó que la caída iba a acabar ahí, pero sintió que su apoyo cedía y empezó a caer otra vez mirando el extremo astillado de una rama. Apenas tuvo tiempo de preguntarse por qué no había oído el ruido de la rama al quebrarse antes de darse de bruces contra el suelo del bosque y quedar enterrada bajo un montón de abundante follaje.

Sólo tardó un instante en comprender por qué no había oído el crujido y en saber que tratar de oír al enemigo sería un intento vano. Tenía en los oídos un ruido como el de una campana que llamase a cenar. Logró salir de debajo de un tronco caído y encontró la última flecha que le quedaba en el carcaj antes de trepar con toda precaución a lo alto de la maraña de ramas.

Le dolían los hombros y tenía las piernas entumecidas, pero seguían obedeciendo sus órdenes. Sólo tardó un momento en asomar la cabeza y ver a Kuhl a menos de una docena de pasos de ella, avanzando con aire decidido hacia donde estaba. Tras él venían los dos acechadores que la habían estado persiguiendo, aprovechándose del empeño del hombre para acercarse flotando a una presa segura.

Takari se subió a una rama un poco más firme y disparó su última flecha letal. Kuhl entrecerró los ojos broncíneos y emprendió una carrera rápida, levantando el brazo de la espada para lanzar el arma y bloqueando inadvertidamente la trayectoria de la flecha. Takari se encontró con que su proyectil apuntaba directamente hacia el pecho del hombre, y lo desvió hacia arriba apartándolo de él.

—No —gritó lo más fuerte que pudo—. ¡Kuhl, ve hacia al izquierda!

Reaccionando tal vez por instinto o tal vez porque se dio cuenta de que la flecha ya iba de camino si estaba dirigida a él, Kuhl dio un paso a la izquierda, pero de todos modos arrojó la espada.

Takari maldijo su debilidad humana, apuntó la flecha al gran ojo central del acechador más próximo y disparó. Sólo observó el tiempo suficiente para comprobar que pasaba por debajo de la espada de Kuhl y se dejó caer otra vez hacia la maraña de ramas. Oyó un golpe seco a sus espaldas.

Una ráfaga sibilante surcó el bosque y antes de volverse Takari supo que Kuhl no le había arrojado la espada a ella. Había encontrado al último phaerimm al que había estado persiguiendo.

A Takari todavía le zumbaban los oídos cuando se apartó de las ramas y vio al phaerimm inmóvil en el suelo, abierto en canal por la espadaoscura de Kuhl. El arma estaba unos cuantos pasos más allá del espinardo muerto, tan cubierta de sangre que casi resultaba irreconocible.

Takari extendió la mano, dispuesta a atraer la espada hacia sí. Pensó en Kuhl y esperó. Iba a necesitar la espada para enfrentarse al segundo acechador que lo perseguía, y si tenía que luchar con ella por el arma… Pero la espada no voló hacia la mano del vaasan. Ni siquiera se movió.

Adelante…, ahora es tuya —le susurró la voz oscura que llevaba dentro—. El acechador se acerca.

—¡Cállate! —le ordenó Takari con voz enfurecida.

Alzó la mano y atrajo la espada hacia ella.

¿Qué otra cosa podía hacer teniendo al acechador tan cerca?