Capítulo 2

10 de Flamerule, Año de la Magia Desatada

Al otro lado del caparazón de sombra, Takari Moonsnow sólo veía formas oscuras, discos nebulosos y columnas difuminadas que lo mismo podrían ser monstruos que formaciones minerales, lo mismo acechadores u osgos que rocas o fragmentos de piedra.

Daba la impresión de que no se movían, lo cual llevaba a pensar en seres inanimados, pero en cuanto uno apartaba la vista un momento y volvía a mirar, las sombras habían cambiado de lugar, lo cual hacía pensar en algo animado, siniestro, incluso peligroso. Claro que para eso había que contar con que el cambio no fuera un mero fruto de su imaginación que le jugaba una mala pasada. Observar a través del caparazón de sombra era como espiar por una ventana de obsidiana. Uno podía ver que había algo al otro lado, pero saber lo que era quedaba librado al terreno de la adivinación.

Takari maldijo e inició el camino de regreso al campamento, sintiendo que la piel le ardía en el tórrido Anauroch a medida que se iba alejando de la oscuridad helada del caparazón. Según las últimas noticias llegadas de dentro de los Sharaedim, varios días antes habían visto a un trío de phaerimm conduciendo a un ejército de esclavos mentales hacia donde se encontraba Takari. Por desgracia, eso era todo lo que se sabía. Espiar a los phaerimm siempre era letal, de modo que cualquier informe llegado desde dentro se pagaba a un precio muy alto.

Tampoco los altos magos enviados por Siempre Unidos podían escudriñar la información. Si bien el muro infranqueable de los phaerimm había caído hacía tiempo víctima del propio caparazón de sombra de los shadovar, éste se mantenía lo suficientemente fuerte como para hacer que cualquier conjuro se volviese sobre sí mismo. Por fortuna, la capacidad de los Elegidos para oír sus nombres cuando eran pronunciados en cualquier punto de Faerun se había restablecido con la caída del muro infranqueable, aparentemente porque los shadovar no habían pensado en urdir la trama de su caparazón de modo que impidiera actuar a las capacidades otorgadas por los dioses a los Elegidos.

Takari llegó al campo donde estaba instalada su compañía de reconocimiento y encontró allí un gran revuelo. Los elfos de los bosques estaban vistiendo sus armaduras, colocando cuerdas en los arcos y corriendo al círculo de reunión. Su segundo, un varón de ojos almendrados de cuerpo elástico y sonrisa ancha, corrió hacia ella portando el yelmo y los trajes de batalla de ambos.

—¿Qué sucede, Meneo? —preguntó Takari cogiendo el capote que le traía y echándoselo sobre los hombros—. ¿Los shadovar?

El aludido, cuyo auténtico nombre era Wizzle Bendriver, aunque todos lo llamaban Meneo porque siempre movía la cabeza cuando sonreía, fruncía el entrecejo o hablaba, negó con la cabeza.

—Lord Ramealaerub ha dado la voz de alarma. —Apuntó con un yelmo por encima del hombro de Takari en dirección al caparazón de sombra—. Cree que se está desplomando —dijo.

Takari se abrochó el capote al cuello y al volverse se encontró con que el negro caparazón de sombra se había vuelto gris azulado. Incluso a cien pasos de distancia, la barrera era increíblemente inmensa, un muro oscuro que se extendía más allá del horizonte en ambas direcciones, quedando fuera de la vista la curva de su cúpula al perderse en lo alto, más allá del alcance de cualquiera. Ante sus ojos, el caparazón gris azulado pasó a ser apenas gris. Empezó a ver las crestas aterrazadas de las colinas de la Frontera Sur del Desierto y, más allá, los riscos inconfundibles de los Altos Sharaedim.

Al otro lado del caparazón que se desvanecía se elevaba una ancha cadena montañosa que salía del desierto, abriéndose camino sinuosamente hacia el interior de las colinas antes de ascender a una elevada meseta que serviría como primer punto de acampada del ejército elfo dentro del Sharaedim. Takari sintió un gran alivio al ver que el pie de las estribaciones estaba justo enfrente del campamento de la compañía. A la hora de sugerir lugares de acampada a lord Ramealaerub, se había visto obligada a recordar de memoria el terreno que quedaba dentro del caparazón de sombra y conjeturar cuáles serían los puntos más adecuados para acampar a cada sección de la avanzadilla elfa. El hecho de que su propia compañía estuviese en la posición adecuada significaba que las demás también lo estarían.

Takari cogió su yelmo de combate de manos de Meneo y se lo puso con un suspiro. Era una de esas piezas de armadura llamativas, ornamentadas dirían algunos, fabricadas por los elfos dorados. Hecho de plata con baño de oro y con incrustaciones de este metal, era tan pesado como una roca y resultaba tan cómodo como llevar una piedra sobre la cabeza. Un círculo de altos magos de Siempre Unidos le había incorporado varios encantamientos útiles, incluida su magia más poderosa de protección de la mente y la capacidad para permanecer en contacto permanente con su comandante.

Meneo se burló de ella.

—Pareces un pájaro ladrón, sólo que más ruidoso y más feo.

—Esto no está tan mal. Tal vez ahora dejarás de pedirme que participe contigo en juegos nocturnos.

—¿Vas a llevar esa cosa horripilante por la noche?

—Y tú también. —Takari señaló el yelmo de Meneo y a continuación su cabeza—. Los phaerimm hacen esclavos mentales de día y de noche.

Meneo frunció el entrecejo. Negó con la cabeza y después hizo una mueca de desagrado mirando los ornamentados dibujos cincelados en el metal.

—Barcos —farfulló—. Siempre ponen barcos y velas. ¿Qué tienen de malo los árboles?

—¿Quién sabe? —Takari estaba tan sorprendida como su segundo—. A lo mejor es que no tienen árboles en Siempre Unidos.

—¿Crees que será eso?

Los ojos de Meneo se agrandaron ante tan inquietante idea mientras Takari se encogía de hombros.

El caparazón de sombra, antes gris, se había vuelto de un color ciruela traslúcido y resultaba más difícil ver la huidiza barrera que el terreno que había al otro lado. Takari no vio más que piedras y, salpicados por las laderas de las colinas, espinosos árboles de humo y las atrofiadas siluetas de unos cuantos árboles del jabón. Sería necesario vigilar a los árboles del jabón. En las dos décadas que había pasado patrullando la Frontera Sur del Desierto con Galaeron Nihmedu y sus Guardianes de Tumbas, jamás había visto uno tan cerca del Anauroch.

Al ver que no se divisaba ninguna otra cosa interesante, Takari volvió a su pensamiento interior y activó la magia de envío de su yelmo imaginando el rostro severo de lord Ramealaerub.

—Lord comandante supremo —dijo.

La imagen formada en su mente se volvió más sustancial, transformándose en el rostro ceñudo y de facciones angulosas de un elfo dorado. Tenía la nariz tan afilada como una daga y unas cejas tan arqueadas como la quilla de un barco.

Moonsnow. —Las palabras del dorado elfo resonaron en la mente de Takari—. Estaba empezando a pensar que te habría pasado algo.

—Me encontraba en el caparazón de sombra. —Takari miró a Meneo y puso los ojos en blanco. Ramealaerub era un típico dorado, pagado de sí mismo y con una idea muy estricta de cómo debían hacerse las cosas—. Buscaba a esos esclavos mentales de los que nos advirtió Khelben.

La expresión de Ramealaerub reflejó su impaciencia.

—No pude ver nada, señor. —Molesta por su actitud, Takari no estaba dispuesta a ponerle las cosas fáciles—. Fue antes de que cayera el caparazón de sombra y todo estaba demasiado oscuro.

Ahora el caparazón no está oscuro —dijo Ramealaerub.

—Pero ahora estoy de regreso con mi compañía. —El tono de Takari era de absoluta inocencia—. ¿Acaso no nos llamaste a las armas?

Una sombra cubrió el rostro de Ramealaerub. Irritado, dijo algo a alguien que estaba con él. Después se recompuso y se volvió hacia Takari.

Moonsnow, la señora del bosque y yo acordamos que los elfos del bosque servirían como compañía de reconocimiento del ejército. —Aunque daba la impresión de que los ojos de Ramealaerub estuvieran a punto de saltar de sus órbitas, hablaba en un tono deliberadamente paciente, como para hacer ver que no se daba cuenta de que Takari estaba jugando con él—. ¿Te importaría llevar a tus elfos a ver si hay alguna señal del enemigo?

—Claro que no, bastaba con que me lo pidieras. —A Takari empezaba a preocuparle la idea de que Ramealaerub realmente no entendiera que estaba jugando con él. Eso no sería propio del ejército elfo—. Lo que sí puedo decir es que ya saben que estamos aquí.

¿Puedes verlos?

Sonaba preocupado.

—No exactamente —dijo Takari—. Son los árboles.

¿Los árboles?

—Hay unos cuantos que no deberían estar ahí, tan cerca de la arena —explicó Takari.

Al menos Ramealaerub tenía de elfo lo suficiente como para comprender lo que eso quería decir.

Adoptó una actitud pensativa.

¿Cuáles? —preguntó por fin.

—Los árboles del jabón —dijo Takari—. Son los…

Ya sé lo que es un árbol de jabón, Moonsnow.

Apartó la vista y se dirigió a otra persona, después volvió a prestarle atención.

Aquí tenemos unos cuantos, pero no suficientes como para frenar nuestra marcha. Tal vez sean sólo centinelas.

—Tal vez —dijo Takari—, pero con los phaerimm nunca se puede…

Por eso es preciso que protejáis nuestro flanco —le ordenó—, vamos a entrar a buena marcha, pero una vez que caiga el caparazón de sombra no hay forma de saber cuánto tardarán los phaerimm en recuperar su poder. Debéis ir por delante de nosotros y hacernos saber en qué momento tropezáis con problemas.

—Ah, ¿es ésa la misión de una compañía de reconocimiento?

Estoy hablando en serio, Moonsnow —la reconvino Ramealaerub—. Puedes jugar conmigo si quieres, pero no con tu misión. Sabes mejor que nadie la rapidez que esto puede transformarse en un desastre.

Tal vez este comandante supremo tuviera al fin y al cabo más sentido común que los anteriores generales de Siempre Unidos.

Takari le dedicó una sonrisa seductora.

—Lord Ramealaerub —dijo—, no logro imaginar por qué piensas que estoy jugando contigo. —Se volvió a mirar el caparazón de sombra y, al ver que se había reducido a una reverberación traslúcida, añadió—: Lo atravesaremos en cuanto podamos. Si no tienes noticias mías cada cuarto de hora…, considéralo una alarma.

Muy sensato —respondió Ramealaerub—. Ah, Moonsnow, evita por todos los medios que te maten. Eres la única entre los exploradores que conoce realmente esta parte de los Sharaedim.

La imagen de Ramealaerub desapareció de su mente y, al volverse, Takari encontró a su compañía esperando en el círculo de encuentro. Aunque todos los exploradores se habían puesto sus avíos de guerra y habían preparado los arcos, ninguno de ellos llevaba el pesado casco enviado por Siempre Unidos. La mayor parte de los yelmos yacían dispersos por el suelo, y algunos los usaban como asiento o para apoyar los pies.

Takari dio un golpecito en el suyo.

—Ponéoslos —dijo.

—Pero son horribles —se quejó Jysela Whitebark.

—Y pesados —añadió Grimble Oakorn.

—Vosotros mismos —dijo Takari con un encogimiento de hombros—, pero decidme ahora qué queréis que hagamos con vosotros cuando los phaerimm os conviertan en sus esclavos mentales. ¿Preferís que os matemos o que ellos os infesten con sus huevos?

Todos se apresuraron a coger su yelmo. Takari esperó a que hubieran terminado y a continuación les explicó cuál era su misión, y abrió la marcha por una senda muy transitada hacia lo que había sido el caparazón de sombra. No quedaba el menor vestigio de la barrera. El sendero se acababa así, sin más, y unos cuantos pasos más adelante, la pendiente rocosa que llevaba a la cresta de la montaña surgía de la arena y empezaba a ascender entre una acumulación de piedras atravesando un terreno yermo hacia los distantes picos del Alto Sharaedim.

Takari cavó en la arena hasta encontrar un guijarro. Esperando casi que se desvaneciese en un estallido de oscuridad como había sucedido con los otros que había arrojado a través del caparazón de sombra, lo lanzó con todas sus fuerzas.

El guijarro cayó sobre el terreno, treinta pasos pendiente arriba.

Estuvo contemplándolo un momento, casi sin poder creer que realmente hubiera aterrizado en los Sharaedim. Después se volvió hacia la compañía. Estaban todos apiñados, parecían nerviosos y un poco asustados.

—Después de tan larga espera, supongo que en cierto modo esperaba algo más.

—La verdad es que me alegro de que no se haya derretido o algo por el estilo —dijo Meneo.

Tras las palabras de Meneo, Takari empezó a hablar por señas, dando con las manos silenciosas instrucciones que merecieron mucha más atención que las divagaciones de su segundo.

—Por lo que has dicho sobre estos shadovar —continuó Meneo—, no pensaba que se limitaría a desaparecer. Estaba seguro de que iba a explotar o algo así y nos mataría a todos.

—Entonces doy gracias a Rillifane Rallathil de que te equivocaras —dijo Takari. Sus dedos seguían entretejiendo órdenes, advirtiendo a sus guerreros de que tuvieran cuidado con otras cosas además de los árboles del jabón—. Tal como están las cosas, este trabajo ya es realmente más duro de lo que había previsto.

¡Ahora! —indicó con un gesto.

Lanzando flechas mientras se movía, la compañía se abrió y se dispersó. Los proyectiles pasaban por encima de la cabeza de Takari con un sordo silbido, y la ladera que quedaba a su espalda se llenó de aullidos de dolor y extraños gorgoteos. Se volvió.

Donde hacía apenas un instante se erguían los árboles del jabón encontró media docena de illitas caídos en el suelo con los cuerpos acribillados por las flechas y agitando los tentáculos bucales con desesperación.

En el resto de la pendiente todo estaba tan silencioso como antes.

Colocando una flecha en su propio arco, Takari se puso en cuclillas y emprendió una carrera hacia adelante. Refugiándose tras la primera roca que encontró, rascó la superficie con la punta de su flecha para asegurarse de que era realmente una roca y a continuación miró a derecha e izquierda y después hacia el pie de la cadena montañosa. Camuflados como iban por la magia de sus capotes de batalla, le llevó algunos instantes encontrar a los miembros más próximos de su compañía ocultos tras pedruscos similares al suyo. No intentó contarlos. Estando como estaban dispersos por toda la ladera, le habría resultado difícil encontrarlos a todos aunque se hubieran puesto en puntillas y le hubieran hecho señas con los brazos.

Visualizó la imagen de su compañía esperando en el círculo de reunión unos momentos antes.

—Compañía de reconocimiento —susurró—, ¿algo que informar?

Cuando llegó la respuesta dio un suspiro de alivio y a continuación informó de su progreso a lord Ramealaerub, que la felicitó por su éxito y le informó que los elfos de la luna que, protegían en otro flanco, también estaban avanzando. Le recordó que el grueso del ejército iniciaría su avance dentro de cinco minutos y la instó a seguir avanzando. Takari se mordió la lengua para no responderle en mal tono y dio orden de empezar el ascenso de la ladera en dos grupos que se cubrirían mutuamente a medida que avanzaran.

Grimble Oakorn, su compañero en esta táctica, surgió de detrás de una roca unos treinta pasos a su derecha y corrió otros treinta pasos hacia adelante antes de encontrar otro escondite. Takari abandonó rápidamente su propio refugio y avanzó en zigzag para no convertirse en un blanco fácil hasta dejarse caer de rodillas detrás del enorme tronco de un gran árbol de humo caído. Era un trabajo duro, sobre todo con el ardiente sol del Anauroch incidiendo sobre el pesado yelmo que llevaba. Gruesas gotas de sudor empezaron a cubrirle la frente.

Hubo una pausa de tres segundos antes de que Grimble y los demás integrantes del primer grupo volvieran a emerger de sus escondites. Sólo los tontos dejaban un refugio por el mismo punto por el que habían entrado en él, y los exploradores elfos no eran tontos. Corrieron otros sesenta pasos antes de volver a ocultarse. Takari y la segunda tanda se deslizaron en cuclillas hasta los nuevos puntos de partida y corrieron pendiente arriba.

Las depredaciones de esta extraña guerra habían reducido estas maravillosas tierras desérticas a una sombra de lo que habían sido, dejando cientos de árboles de humo derribados por toda la ladera, con los troncos cercenados por la base o con las raíces en forma de abanico arrancadas del suelo rocoso. Los árboles que quedaban en pie estaban totalmente desnudos y sus hojas afiladas parecían dagas esparcidas en torno a sus bases a modo de faldas grises y marchitas. Incluso las resistentes y espinosas zarzas, que parecían preferir los terrenos donde había más roca que tierra y sólo florecían en medio de las sequías más espantosas, estaban marchitas y desmayadas, y sus hojas se habían vuelto quebradizas y habían perdido su verde natural.

Aquella visión llenó a Takari de ira, y no sólo porque le doliera ver los Sharaedim estragados por la guerra. Las dos décadas que había pasado patrullando la zona con Galaeron Nihmedu habían sido los más felices de su vida, aun cuando él se había empeñado en negar el vínculo espiritual que los unía, y al ver ahora la tierra devastada se daba cuenta de que sus recuerdos también empezaban a desvanecerse, de que llegaría un momento en que debería enfrentarse al hecho puro y duro de que en una época había pertenecido a los Guardianes de Tumbas y había estado enamorada de su jefe. Pero el amor, aquella alegría elemental de estar siempre cerca de él, el revoloteo que sentía en el corazón cada vez que él le sonreía, eso se habría ido para siempre, arrastrado por la guerra y tan perdido para ella como el propio Galaeron.

Takari perdió la cuenta de las veces que ella y Grimble se turnaron para avanzar ladera arriba, pero su respiración empezó a hacerse dificultosa y tenía el pelo tan empapado por el sudor que le chorreaba debajo del yelmo. Se dejó caer de rodillas detrás de un peñasco partido y se enjugó los ojos en el hombro del capote antes de fijar la vista en la ladera ascendente mientras Grimble pasaba corriendo y se refugiaba detrás de un árbol de humo caído. Su capote de batalla tomó el mismo tono gris perlado de la corteza y un par de líneas por encima de los hombros se fundieron con unas hendiduras del tronco. Casi deseando haber escogido un compañero más lento, Takari avanzó a gatas sobre el terreno agrietado y apareció detrás de una roca cuadrada antes de iniciar su nueva escapada.

Takari no había dado más de tres pasos antes de que su mirada se viera atraída otra vez hacia el escondite de Grimble. Su capote se había vuelto oscuro y moteado, lo mismo que el pelo, las orejas y las suelas de las botas, es decir todo lo que podía ver desde atrás. Al acercarse más reparó en que tanto él como su capote parecían extrañamente rígidos y estaban cubiertos de diminutas motas negras y rojas.

Takari se agachó tras una piedra que le llegaba hasta la rodilla unos diez pasos por debajo de Grimble y utilizó el yelmo para ordenar un alto a la compañía. Sin asomarse fuera del lugar donde se había refugiado evocó el atractivo rostro de Grimble.

—Grimble —llamó en un susurro.

No obtuvo respuesta.

Sintió el latido de la sangre en los oídos, precisamente cuando lo que realmente necesitaba era oír. Cerró los ojos, dejó las armas a un lado y respiró hondo unas cuantas veces para tranquilizarse. Cuando el ruido se desvaneció finalmente, levantó una piedra de buen tamaño y poniéndose de pie tras la roca la arrojó contra la espalda de Grimble.

El ruido que hizo fue como si hubiera dado con otra piedra.

Takari volvió a ocultarse y activó la magia de envío de su yelmo.

—Compañía de reconocimiento, tened cuidado. Nos están atacando. Algo ha transformado a Grimble en una estatua.

Y también a Wyeka —susurró Meneo—. No he visto lo que pasó.

—Ni yo —respondió Takari—. ¿Alguien ha visto algo?

Nadie respondió. A Takari eso no la sorprendía demasiado. Los phaerimm formulaban sus conjuros mentalmente, no necesitaban gestos ni palabras para ello, y la magia ocular de sus sirvientes acechadores era igualmente silenciosa.

—Necesitamos averiguar de dónde proviene esto —dijo Takari levantando un poco la cabeza para espiar desde detrás de la roca—. Estoy justo por debajo de Grimble y puedo ver media docena de buenos lugares donde esconderse, empezando por un bosquecillo a la izquierda y terminando por una pila de tres pedruscos a la derecha.

Yo estoy al mismo nivel que Wyeka. —Le llegó la voz de Meneo a través de su yelmo—. No puedo ver el bosquecillo de la izquierda, sólo las raíces del árbol de humo caído.

—Entonces es algo que está entre las raíces y la pila de piedras —dijo Takari—. Que todos los que no puedan ver eso sigan avanzando y describan un círculo a…

Espera. —La imagen del rostro de nariz enrojecida de Alaya Thistledew le llegó a Takari junto con su voz—. Oigo una especie de zumbido. Tal vez no sea nada, pero echaré…

Su imagen se desvaneció de la mente de Takari.

—¿Alaya?

Convertida en roca —dijo el compañero de Alaya, Rosl Harp.

Aunque los dos eran amantes, Rosl no parecía demasiado conmocionado. Con cien magos de batalla y tres círculos de altos magos en el ejército elfo, a cualquiera podían sucederle cosas peores que ser transformado en piedra.

La alcanzó cuando miró por un lado de la roca —continuó—. No es posible que haya visto ninguno de los escondites de los que hablaste.

Entonces se está moviendo por ahí —dijo Meneo.

Quieres decir caminando por ahí —le corrigió Rosl cuya voz llegaba a la mente de Takari como un susurro casi imperceptible.

—¿Estás seguro? —preguntó Takari—. Los phaerimm flotan, y los acechadores también.

Lo oigo —dijo Rosl—. Se aleja.

—¿Muchos pies? —inquirió Takari. Estaba empezando a pensar que sabía a qué se enfrentaban—. ¿Podría ser el ruido de una cola al arrastrarse?

Eso parece —respondió Rosl—, pero no consigo ver nada.

Takari hizo un gesto de impaciencia.

—Puede que tengas que arriesgarte a mirar, Rosl.

Estoy mirando —contestó Rosl con rabia—. No veo nada más que rocas y…

—¡Es invisible! —Takari y Rosl llegaron a esa conclusión al mismo tiempo, entonces Takari preguntó—: ¿Estás seguro de que estás detrás de él?

Estoy seguro —dijo Rosl—. ¿Qué te crees? ¿Que soy un humano? Aprestaos todos a buscar refugio. Voy a hacer un conjuro-y-carrera.

La voz de Rosl se desvaneció mientras preparaba su conjuro. Takari miró a su derecha. A cincuenta pasos, Meneo estaba volviéndose hacia Rosl, con el arco colgado a la espalda a fin de tener las manos libres para usar su propia magia. Aunque Takari no podía ver a ninguno de los otros exploradores, sabía que todos los que se encontraban dentro de un radio de doscientos pasos de la posición de Rosl estarían haciendo lo mismo.

Empezaba a preguntarse qué era lo que tardaba tanto cuando una chispa plateada bajó crepitando por la ladera desde algún punto en lo alto y se desvaneció. Un instante después, un retumbo sordo recorrió las montañas.

—¿Rosl? —llamó Takari.

Ha sido abatido —respondió Jysela Whitebark apareciendo en la mente de Takari. Tenía los ojos de color cobre muy abiertos por la conmoción y el horror—. Creo que fue un rayo, pero no era demasiado poderoso. Todavía está humeando y tiene vida suficiente como para debatirse.

—¿Has visto de dónde provenía? —preguntó Takari.

Jysela negó con la cabeza. Aunque evidentemente era la más próxima a Rosl, no se ofreció a acudir en su ayuda, ni Takari se lo sugirió tampoco. Eso era lo que estaba esperando el atacante invisible, y Jysela correría la misma suerte que Rosl.

¿Moonsnow? —Las facciones aguzadas de lord Ramealaerub aparecieron en la mente de Takari—. Hemos oído una detonación.

—Tenemos problemas —informó Takari—. Creo que se trata de un basilisco invisible y de algo que lo protege.

¿Un solo protector?

—Tal vez.

Es probable. Gwynanael Tahtrely sus exploradores están teniendo problemas con un phaerimm en el otro flanco. No hace más que replegarse mientras combate para demorar el avance. Creemos que están tratando de ganar tiempo para recuperar su magia. No podéis permitirlo.

—Eso es fácil de decir, señor —replicó Takari—, pero no tan fácil de hacer. Ni siquiera sabemos dónde está.

Averígualo —ordenó Ramealaerub—. Ahora estamos adentrándonos en el valle y necesitamos que vayáis por delante de nosotros.

—Estamos sufriendo bajas…

¡Y las seguiréis teniendo hasta que eliminéis el problema! —La voz de Ramealaerub se suavizó un tanto cuando añadió—: Sois una compañía de reconocimiento, Moonsnow. Se supone que tenéis que tener bajas. Moveos.

El rostro del comandante supremo se desvaneció y los juramentos de Takari sólo los oyó ella misma. Miró furtivamente por encima de la roca y estudió el terreno ladera arriba sin encontrar ningún indicio de dónde podía estar su atacante. De ser ella quien estuviera allí arriba, se ocultaría en las oscuras cavidades que quedaban entre las rocas apiladas, pero no era ella. Ni siquiera era alguien de su misma raza. Ella era elfa y ellos… No tenía la menor idea sobre la naturaleza de aquello a lo que se enfrentaban. Era extraño que los acechadores usaran rayos, pero existía la posibilidad de que el atacante fuera un esclavo mental proveniente del ejército de Evereska o de las fuerzas de relevo de Learal Mano de Plata. Aunque también podía ser un phaerimm como el que habían encontrado en su camino Gwynanael y sus elfos de la luna.

Takari no encontró nada revelador en la ladera.

—Jysela —dijo evocando mentalmente el rostro de la elfa—, ¿puedes…?

Cuando el recuerdo del rostro no se transformó en una imagen estable Takari se dio cuenta de que allí no había nadie y dejó la frase sin terminar. Sintió que la bilis le afloraba a la garganta y tragó para contenerla. Tras respirar dos veces lo consiguió.

Esperando que su voz no sonara demasiado conmocionada, hizo que todos los miembros de la compañía se identificaran por su nombre. Sólo faltaba Jysela, pero mientras pasaba lista, el basilisco, o lo que fuera, convirtió en piedra a otro explorador. Ramealaerub tenía razón al menos en una cosa: esconderse entre las rocas no iba a ahorrarles bajas.

—Me temo que tendremos que hacer esto a la manera de los elfos dorados —anunció Takari.

¿Te refieres a una carga? —preguntó Meneo.

Más habituados a la caza que al combate, los elfos del bosque preferían el sigilo y la emboscada a la velocidad y la ferocidad, especialmente cuando esto último significaba cargar de lleno contra las defensas del enemigo.

—Avanzad en dos tandas —aclaró Takari—, y mantened una estricta vigilancia de esa pendiente. Esto no tiene mucho sentido si no vemos dónde se oculta el enemigo. Primera línea, ¡adelante!

El primer grupo apenas había abandonado sus escondites cuando otro rayo bajó crepitando ladera abajo. Éste fue un poco más fuerte que el primero, tanto que Takari realmente lo sintió restallar en la boca del estómago. Se descargó a unos cien pasos de ella, lo bastante cerca como para que viera cómo derribaba a uno de sus exploradores. La compañera del elfo herido salió de su escondite para ayudarlo y fue alcanzada instantáneamente por una andanada de doradas descargas de magia.

Ambos ataques provinieron de algún punto en el extremo derecho de la cadena. Takari centró su atención en aquella dirección, pero no se molestó en acercar su arco a la mejilla. Aunque consiguiera un buen ángulo, cosa muy poco probable, sólo tenía una vaga idea de adonde debía apuntar.

El resto del grupo consiguió avanzar apenas diez pasos antes de que el enemigo volviera a atacar, esta vez con un rayo relampagueante lo suficientemente poderoso como para que la punta penetrase en el cuerpo de la víctima y saliese por el otro lado. Takari tuvo la sensación de que el destello había partido de la cresta dentada en el extremo derecho, pero todavía no tenía una idea exacta del punto de donde había salido.

Los elfos consiguieron adelantar otros doce pasos antes de que Takari viera aparecer por fin en el centro de la silueta dentada de un acantilado una bola de fuego rojo que recorrió la cresta de los montes y fue a dar en un blanco un poco más allá. Empezó a transmitir su ubicación a través del yelmo, pero vio que una espesa andanada de flechas salía volando hacía el acantilado y se dio cuenta de que habían identificado el blanco.

Eso tampoco les sirvió de mucho. Para cuando el primer grupo culminó su parte del avance y empezó a buscar refugio, un elfo del segundo grupo había sido transformado en piedra por el basilisco, y el atacante oculto había herido a otro más del primero.

Daba la impresión de que cada ataque era un poco más potente que el anterior, y Takari no creía que fuera sólo porque las víctimas estuvieran cada vez más cerca. El rayo relampagueante crepitaba con más fuerza, los proyectiles mágicos eran más numerosos, las bolas de fuego eran más grandes y más brillantes. El Tejido se estaba reparando en los Sharaedim, y en ese caso el enemigo se hacía más fuerte.

Su atacante tenía que ser un phaerimm.

Le llegó a Takari el turno de avanzar. Anduvo a gatas unos cuantos pasos y después salió ladera arriba a la carrera. Tal como había sucedido con el primer grupo, un rayo relampagueante restalló ladera abajo en cuanto se levantaron y redujo a Yaveen Greeneedle, el amigo más íntimo de Rheitheillaethor que tenía Takari, a un montón de restos calcinados. Takari dio un grito, no sólo por Yaveen, sino también por todos los elfos que había perdido la compañía. No eran sólo exploradores a los que ella había entrenado para combatir a los phaerimm, eran amigos de la infancia, había bailado con ellos y podían haber sido sus amantes, hijos e hijas de padres que le habían rogado que los devolviera a casa sanos y salvos. Cada vez que uno moría, también moría algo de sí misma, pero nada podía hacerse como no fuera matar al phaerimm y perder a más amigos en el intento.

Cuando Takari consiguió encontrar refugio, había perdido a otros tres amigos. También se había acercado a su atacante lo suficiente como para ver que estaba escondido en una grieta en la superficie del acantilado. Las flechas de su compañía rebotaban a la entrada del escondite una tras otra, sin duda porque el ocupante había cerrado la grieta con una protección antiproyectiles y un escudo anticonjuros a fin de poder proteger a su mascota invisible. Una línea quebrada de estatuas de elfos formaba un ángulo ladera arriba hacia el lado izquierdo de la cadena montañosa, donde la perspectiva del atacante quedaría pronto bloqueada por el saliente de su propio escondite.

El phaerimm enviaba al basilisco a proteger su flanco. Al igual que a Ramealaerub, le preocupaba lo que no podía ver.

Una vez más, el primer grupo de elfos se puso de pie para reanudar su carga, y una vez más el phaerimm eliminó a uno de ellos en el instante mismo en que surgió de su escondite, enviando una bola de fuego humeante y bisbiseante contra un árbol de humo. La joven Haría Elmworn salió tambaleándose del centro de la deflagración, envuelta en llamas y dando gritos de dolor.

Los conjuros eran ahora más rápidos, señal inequívoca de que el enemigo recuperaba fuerzas con demasiada rapidez.

Takari se dio cuenta además de que el ataque a Haría era una señal de que el camuflaje de su compañía servía de muy poco contra este enemigo. Los phaerimm podían ver la magia, y teniendo en cuenta toda la magia que llevaban encima sus exploradores, era evidente que eran tan visibles para el enemigo como una linterna en la Antípoda Oscura.

Takari activó la magia de envío de su yelmo.

—¡Alto, compañía! —dijo—. Buscad buena cobertura y refugiaos. Esto es lo que quiero que hagáis…

Mientras explicaba su plan, Takari empezó a soltarse el capote y a quitarse las botas, se despojó de sus anillos y brazaletes y de todo lo que tuviese el menor atisbo de magia. Para cuando hubo terminado se había quedado con su armadura de cuero y casi nada más.

—Trataré de actuar con rapidez —dijo para acabar—. Lo único que tenéis que hacer es mantener la atención del enemigo fija sobre vosotros hasta que me veáis en la parte alta del acantilado, y por el Señor de las Hojas, no se os ocurra mirar si oís a ese basilisco merodeando a vuestras espaldas. Limitaos a lanzar un rayo mágico hacia el origen del ruido y corred en sentido opuesto. Estoy segura de que nuestro buen comandante supremo tiene mejores destinos para sus magos de batalla que volver a transformarnos a todos en personas.

Lo último que se quitó Takari fue el yelmo. Hizo un atado con él y los demás objetos mágicos. Meneo y una docena más de elfos empezaron a lanzar un diluvio de rayos contra el escondite del phaerimm, y el resto de la compañía empezó a reptar silenciosamente y con mucho cuidado hacia la grieta.

El phaerimm contraatacó lanzando sus propios conjuros contra los que avanzaban hacia su escondite. Aunque los exploradores ponían mucho cuidado en mantenerse todo lo posible bajo cobertura sólida, su enemigo era letal y demasiados de sus conjuros dieron en el blanco.

Cuando Takari pensó que el asalto era lo bastante intenso, se puso de pie y corrió descalza colina arriba, sin nada mágico encima y llevando poco más que sus armas. Veinte pasos más adelante, un elfo de los bosques de expresión solemne sobresaltó a Takari apareciendo de repente a su lado. Era uno o dos siglos mayor que Takari, y al igual que ella sólo llevaba encima la armadura y las armas.

Takari lo miró inquisitiva.

—Ésta es tarea para uno solo, Yurne. Dos no hacen más que duplicar el riesgo de ser detectados.

—¿Me has oído acercarme?

—No —admitió Takari.

—¿Entonces?

Yurne tomó la delantera y así quedó zanjada la cuestión. Era uno de los elfos eremitas que vivían solos en lo más profundo del Bosque Alto, y se había acercado a Rheitheillaethor cuando la compañía de reconocimiento acabó su entrenamiento anunciando que se uniría a ellos. Lord Ramealaerub había cometido el error de sugerir que era demasiado tarde y se había encontrado sujeto a un árbol por la manga mediante una de las dagas arrojadizas de Yurne. El eremita se había acercado mucho a él y había empezado a recitar las lecciones impartidas por el oficial palabra por palabra y por último había preguntado al indignado elfo dorado qué hacía mandando una compañía de exploradores elfos del bosque si ni siquiera era capaz de saber cuándo estaba entrenando a uno de ellos.

Después de eso, nadie se atrevía a decirle a Yurne lo que podía o no hacer, y un coro persistente de risitas de los elfos verdes había hecho volver al ofendido elfo dorado al ejército principal, que era donde pertenecía. Lord Ramealaerub había delegado en Takari el mando de la compañía ya que ella, al haber formado parte de la patrulla de Guardianes de Tumbas de Galaeron Nihmedu, era la única del grupo con cierta experiencia militar.

La batalla en el exterior del escondite del phaerimm continuó con no pocas bajas para la compañía mientras Takari y Yurne subían la cuesta. En cuanto estuvieron más altos que la guarida del phaerimm, Takari se echó cuerpo a tierra y, decidida a poner fin a la costosa batalla de conjuros lo más pronto posible, empezó a reptar hacia el pequeño acantilado.

Yurne siguió ladera arriba y Takari le envió orden de que la siguiera, pero al parecer él no entendía su lenguaje de señas u optó por hacer caso omiso y seguir como si tal cosa. Takari maldijo la cabezonería del eremita y continuó su avance hasta que recordó la facilidad con que había espiado a la compañía de reconocimiento durante su entrenamiento.

Takari maldijo de nuevo, esta vez por su reticencia, y lo siguió ladera arriba.

Varios minutos después, se echaron cuerpo a tierra y se deslizaron por la pendiente hasta un árbol de humo caído situado unos veinte pasos más arriba en el acantilado. Allí permanecieron algunos instantes estudiando la grieta desde arriba, aunque lo único que pudo ver Takari en sus profundidades era el estallido constante de la magia de batalla.

Yurne cerró los ojos y empezó a olisquear el aire, y Takari finalmente comprendió por qué el eremita había insistido en acercarse desde arriba. Casi no había brisa, pero la poca que llegaba subía desde las arenas ardientes del Anauroch.

El único olor que percibía Takari era el hedor a azufre y a carne chamuscada, pero el olfato de Yurne era más fino. Con los ojos muy abiertos, se ocultó tras el árbol de humo y empezó a hablar por señas con los gestos torpes de alguien poco acostumbrado a usar ese lenguaje.

¡Guardia desolla mentes!

¿Desollador de mentes? —preguntó Takari—. ¿Un illita?

¡Sí! —El gesto fue tajante—. ¡Eso hije!

¿Dónde?

¿Cómo caberlo? Lo cuelo, no lo veo.

Takari asomó los ojos por encima del tronco y sólo vio roca y zarzas quemadas, pero eso no significaba nada. El illita podía estar escondido o ser sólo invisible, y usar un conjuro para encontrarlo sería como delatarse a voces ante el phaerimm. Por otra parte, la batalla de conjuros seguía en su apogeo y tenía ocupados tanto al centinela como al amo. Takari volvió a ocultarse tras el tronco.

¿Algo más ahí abajo que no podamos ver?, preguntó por señas.

Una liebre paralizada por el miedo —respondió Yurne—. Ada más.

¿De verdad? —Takari enarcó una ceja—. Vaya nariz la tuya.

¿Por qué creer que vivo solo?

Viniéndosele a la cabeza el olor de cien elfos del bosque después de tres días de beber y bailar, Takari frunció la nariz e hizo un gesto de comprensión, después volvió al asunto que tenían entre manos.

No creo que el illita haya reparado en nosotros. Tenemos que seguir así o el phaerimm se teleportará colina arriba y seguirá atacando.

¿Tienes un planta?

Takari asintió y explicó su idea.

Parece bien —dijo Yurne—. Pero el capitán no debe ir delante.

Dicho esto se deslizó por encima del tronco del árbol de humo y avanzó ladera abajo, moviéndose con tanta rapidez y soltura que Takari apenas tuvo tiempo de preparar su arco y él ya estaba sobre la grieta. Allí se dejó caer cuerpo a tierra y espió por el borde superior de la abertura, simulando de forma convincente que no sabía que hubiera un illita oculto por los alrededores. Al ver que no pasaba nada, se apoyó sobre una rodilla y descolgó el arco que llevaba al hombro.

Oculta todavía tras el tronco, Takari colocó dos flechas en el arco y empezó a lamentar no haber intentado un plan más directo. Si se hubiera limitado a correr hasta la grieta, a estas alturas ya estarían atacando. Era posible incluso que el phaerimm ya estuviera muerto. Al parecer, la atención del illita seguía fija en la batalla y no se daba cuenta…

Yurne emitió un gemido de dolor, dejó caer el arco y se llevó las manos a la cabeza. Takari no movió ni un pelo y se limitó a explorar silenciosamente para encontrar la fuente del ataque. No encontró nada. El illita seguía tan invisible como antes. No había huellas de pies ni movimiento de ramas que lo delataran. Los ojos de Yurne se volvieron vidriosos y empezó a ir a gatas de un lado para otro, apretándose las sienes con las manos y farfullando incoherencias.

Hubo una pausa al dejar el phaerimm de formular conjuros para consultar con su sirviente telepáticamente, pero después el combate se reanudó con más fiereza aún. Takari se mordió el labio y trató de no pensar en los muchos amigos que estarían muriendo mientras ella estaba allí escondida. Si el phaerimm estaba lo bastante preocupado por su propia seguridad como para usar una magia de invisibilidad tan poderosa que podía mantener oculto a un atacante, seguramente lo estaría también como para escoger a un guardia que no fuera a cometer errores.

Después de lo que pareció toda una eternidad, Yurne bajó las manos y empezó a sacudir la cabeza para despejarla. El illita seguía escondido, al menos hasta que el eremita llegó a tumbos hasta el arco que había dejado caer. Olvidado al parecer de que tenía un carcaj lleno colgado del hombro, empezó a tantear el terreno en busca de una flecha que no había sacado. Una ramita se movió diez pasos por detrás de él y la cabeza de Yurne fue impulsada hacia atrás por una mano invisible que lo había cogido por el pelo y lo arrastraba.

Ése era todo el blanco que necesitaba Takari. Poniéndose de rodillas en un solo movimiento lleno de gracilidad apuntó justo detrás de la cabeza de Yurne y disparó.

Las flechas estaban todavía en el aire cuando saltó por encima del tronco del árbol de humo y cargó colina abajo. Las flechas se detuvieron detrás de Yurne, donde aparentemente no había más que aire. Un torrente de sangre oscura brotó en torno a las puntas de las flechas y se derramó sobre el explorador, que gritó y se apartó mientras Takari saltaba por encima de él después de haber dejado su arco y esgrimiendo ya la espada y la daga.

Una enorme boca llena de colmillos y rodeada de cuatro brazos finos empezaba a asomar de la grieta para dirigirse hacia el illita caído.

Takari sabía que no cabían vacilaciones. Se limitó a bajar la cabeza y a lanzarse entre los colmillos cercenando y cortando mientras la boca oscura de la criatura se abría en torno a ella. Su espada cortaba algo correoso mientras su daga se hundía en un montón de limo del tamaño de su cabeza. Las mandíbulas empezaban a cerrarse, y consiguió doblar justo a tiempo las piernas para evitar que se las cortaran de una dentellada.

Un líquido de olor acre llegó borboteando de las profundidades y le cubrió la cara con un limo caliente y cáustico. Entre arcadas, Takari se resistió a ser empujada hacia los dientes, impulsándose espada en ristre hacia lo más hondo de las fauces del monstruo y arrastrando consigo su daga con la que acuchillaba y cortaba todo lo que se le ponía por delante.

El carnoso conducto, ahora resbaladizo y caliente por la sangre y demás fluidos vitales se cerró y empezó a empujarla hacia atrás, hacia la boca. Consciente de que estaba a punto de ser regurgitada, Takari abrió las rodillas para afirmarse en su posición, hundió la daga hasta la empuñadura y esperó.

Los músculos empezaron a sufrir convulsiones y la apretaban tanto que pensó que la iban a triturar. Takari hundió la espada hasta donde pudo, retorciendo la hoja a un lado y otro y describiendo giros con la punta que a veces no encontraban nada y otras atravesaban tejidos carnosos que podía ser órganos.

Cuando su espada cortó un tejido blando y espumoso, el phaerimm cesó en sus intentos de echarla fuera. Una corriente de sangre caliente llenó el oscuro pasaje y todo quedó inerte. Takari sintió que el estómago se le subía a la garganta y tuvo la sensación de que estaban cayendo, una sensación interminable, una eternidad intemporal, y un extraño escalofrío que le quemaba la carne. Tosió y sintió carne caliente alrededor. No la oprimía, simplemente se mantenía en contacto con ella y la sostenía. Entonces recordó dónde se encontraba, o más bien dónde estaba cuando el phaerimm se había teleportado a lugar seguro.

Con el corazón palpitante, Takari se impulsó hacia arriba por el oscuro pasaje. En torno a ella, la carne estaba inmóvil, pero era pesada y sofocante. Se sorprendió de que al tratar de no respirar lo conseguía, y sin embargo no podía dejar de toser. La bilis hedionda del phaerimm le entraba por la garganta, ahogándola, y eso le daba ganas de vomitar, aunque la sola idea de que eso le haría tragar más bilis la ayudaba a no hacerlo. Llegó hasta los dientes de la criatura, y al encontrarlos cerrados aplicó toda la fuerza de su espalda al paladar.

Los dientes se abrieron. Un brillante rayo de sol llegó desde fuera trayendo consigo una bienvenida bocanada de aire de montaña. Respirando a través de los dedos para no tragar más sangre o bilis, Takari se llenó los pulmones, expulsó una flema de mucosidad roja que podía ser suya o del phaerimm, y volvió a inhalar. Sólo cuando hubo recuperado el control de sus reflejos se volvió y trató de ver algo entre los labios resecos de la criatura.

A sus pies había una vasta escalera de viñedos secos y arrasados que bajaba hacia las castigadas murallas de Evereska en una serie de terrazas cubiertas de humo. No había más criatura viva a la vista que las formas cónicas de cincuenta phaerimm que flotaban en el aire.