Capítulo 7
16 de Flamerule, Año de la Magia Desatada
En cuanto el capitán hubo dispuesto la caravana a su gusto, dio la orden de partir. Semejante a un gigantesco ciempiés, la hilera cobró vida y empezó a serpentear hacia el oeste por el Camino Real. Galaeron y Ruha cabalgaban en silencio, uno a cada lado de su amigo invisible. Galaeron esforzándose por hacer caso omiso de los oscuros pensamientos que continuamente afloraban a su mente, y la bruja lanzándole miradas furiosas por encima del velo.
Aris, aquejado de la sinceridad fatal que era la maldición de su raza, trató varias veces de razonar con ella, de hacerle ver que estaban tratando de protegerla tanto a ella como a Malik. Ruha sólo atendió a lo referente a la protección de Malik y regañó al gigante por servir a un dios del mal. Con eso se acabó la conversación del día. Comieron el almuerzo en medio de un silencio helado mientras Khelben instaba a Galaeron y a Aris a atiborrarse para almacenar toda la grasa que pudieran. Hicieron lo que el archimago les sugería, y aunque la presencia del gigante era un secreto a voces en la caravana, Storm renovó el conjuro de invisibilidad sobre él. Pasaron el resto del día aletargados e incómodos hasta que el jefe de la caravana por fin ordenó hacer un alto. Ya estaba muy avanzada la tarde y el sol se ponía sobre los Picos de las Tormentas. Ante ellos, el camino se difuminaba en un resplandor dorado.
Eso explicaba que nada hubiera hecho sonar la alarma hasta que los dragones estuvieron sobre ellos. Las criaturas parecieron salir directamente del sol, y el dragón grande que iba en el centro pasó por encima de la caravana sembrando el pánico entre cabalgaduras y hombres. Los guardias se lanzaban a los lados y los caballos chocaban de frente con los árboles del bosque que había al sur del camino. La gran bestia no lanzaba fuego ni nada por el estilo, tampoco devoraba a los caballos ni cogía a los jinetes vociferantes en sus garras. Se limitó prácticamente a balancear el largo cuello de un lado a otro del camino, pasando lentamente la enorme cabeza sobre los grupos de acobardados jinetes.
Cegado como estaba por el disco brillante del sol poniente, Galaeron tardó en darse cuenta de que el dragón no tenía carne ni piel. Era puro hueso, la vacía caja torácica tenía tamaño suficiente para albergar en su interior a Aris, y en las profundidades de los ojos huecos ardían unas estrellas azules.
—¡Malygris! —gritó Galaeron con incredulidad—. ¡Vienen a por nosotros, ahora!
—¡A los bosques! —ordenó Khelben mientras dirigía su caballo hacia Galaeron obligándolo a adentrarse en el bosque—. ¡Aris, agáchate y corre!
El gigante invisible fue dando tumbos hacia el bosque, aplastando con sus enormes pies el suelo mientras corría. Ruha y los demás lo seguían, y pronto galopaban apartándose del camino en un círculo difuso.
No habían recorrido más de treinta pasos cuando el sonido de unas alas al batir sonó sobre sus cabezas y un muro de escamas azules bajó del cielo para bloquearles el camino. Era un dragón viejo que medía unos sesenta metros del hocico a la cola, y con unas garras capaces de coger a un caballo de guerra por la cruz. Balanceó la cabeza en su dirección y abrió las fauces para mostrar la bola de luz relampagueante que había en el fondo de su garganta, pero no hizo nada.
Ésa fue la parte aterradora, al menos para Galaeron. La criatura sabía quiénes eran o de lo contrario ya estarían muertos.
—¡Atrás! —ordenó Khelben.
Como un solo hombre, todos hicieron dar la vuelta a sus cabalgaduras y se dirigieron nuevamente hacia el camino, pero tuvieron que parar un instante después cuando el tercer dragón aterrizó frente a ellos. Aunque era tan largo como el que habían dejado atrás, tal vez pesaba una o dos toneladas menos y tenía un cuerpo largo y sinuoso y una escarpada línea de pinchos a lo largo del lomo.
Al igual que el otro, abrió la boca para mostrar la bola crepitante que llevaba en su interior.
Rodeados como estaban por los Elegidos de Mystra, algo dentro de Galaeron le decía que no estaban en peligro. Cualquiera de sus compañeros por sí solo podría haber matado a ambos dragones con poco más de una palabra o con un golpe de muñeca, pero era difícil recordar eso cuando uno tenía delante una boca llena de colmillos del tamaño de un elfo. El hecho de saber que tenían otro dragón a sus espaldas hacía imposible mantener la calma.
Sacando la espada, Galaeron se volvió hacia aquel de los Elegidos que tenía más cerca y que resultó ser Storm.
—¡Haz algo, inútil! —gritó.
—¿Y qué se supone que debo hacer, mi señor? —preguntó Storm, que ya había desenfundado. Clavó su espada en el aire repetidas veces—. Yo no estoy aquí para luchar contra los dragones.
Aguijoneó a su caballo y salió a galope tendido. En seguida, el resto de los Elegidos siguió su ejemplo, comportándose más o menos como lo haría cualquier guardia. Galaeron salió detrás de Khelben, y el dragón le cortó el paso por delante. Hizo que su caballo girara en redondo y a punto estuvo de caer al suelo al tropezar con la pierna invisible de Aris mientras trataba de seguir a Alustriel.
El otro dragón aterrizó sobre sus cuartos traseros, treinta metros más adelante, extendiendo una garra hacia Galaeron. El elfo se vio invadido por un miedo oscuro. Sintió que el Tejido de Sombra fluía hacia él y se encontró de golpe soltando las riendas para poder formular un conjuro. Era tal su terror que a punto estuvo de no poder reprimirse.
Sin embargo, la bestia sólo pretendía capturarlo, y el miedo que sentía no era más que su aura natural de pánico. Si sucumbía, su plan fracasaría. Evereska caería. Vala moriría. Galaeron se obligó a bajar la mano y buscó las riendas, pero ya estaba haciendo girar al caballo con la presión de la rodilla sobre el flanco del animal.
Ruha pasó junto a él.
—Sigue adelante —le gritó.
La bruja lanzó arena al aire y gritó algo en lengua bedine. Una espesa nube de polvo se arremolinó en torno a la cabeza del dragón, cuyas garras se cerraron sobre el aire. Galaeron sujetó las riendas y lanzó al aterrorizado caballo hacia la montaña de escamas azules que tenían delante.
El dragón dejó escapar un bramido crepitante y, moviendo el largo cuello a un lado y a otro en grandes arcos serpenteantes, trató de sacudirse el remolino de polvo, pero la nube lo seguía a dondequiera que moviera la cabeza.
Ruha pasó al galope por debajo del ondulante cuello y se dirigió a los bosques. La bestia rugió, frustrada, envió un rayo azul relampagueante hacia lo alto y en un movimiento pendular volvió donde estaba Galaeron.
El eco repitió un tremendo retumbo por toda la planicie, y Aris apareció junto a la cabeza envuelta en polvo del dragón con su martillo de escultor de mayor tamaño cogido con ambas manos. Volvió a asestar con la herramienta un golpe que dejó aturdida a la bestia y repercutió en todo su largo cuello.
Galaeron esquivó el ataque salvaje de una garra y vio que el gigante levantaba los brazos para asestar otro golpe.
—¡Ya basta! —le gritó—. ¡Corre!
Aris descargó su maza de todos modos y esta vez se oyó un crujido sordo al partir el cráneo del dragón. Galaeron se agachó para evitar el cuello ondulante y descontrolado, y a punto estuvo de ser derribado de su montura por el canto de un ala. Al mirar hacia atrás vio a Aris saltando por encima del lomo de la atontada bestia. El gigante esquivó el golpe de un ala y salió corriendo tras Galaeron.
La cabeza envuelta en polvo del dragón oscilaba a un lado y otro con movimientos inciertos, y Galaeron oyó un zumbido elocuente que surgía del fondo de la garganta del dragón.
—Cuidado con…
Un rayo cegador salió de la nube de polvo, pero Aris ya se había puesto a cubierto bajo el ala de la criatura. El rayo descargó a media docena de pasos por detrás de él haciendo saltar tierra y hierba quemada por todos lados. Aris salió de debajo del ala hacia el otro lado y se puso de pie con una voltereta, tras lo cual salió corriendo hacia el bosque a grandes y resonantes zancadas.
Galaeron volvió a mirar hacia adelante y vio el bosque al frente. Ruha y dos de las Siete Hermanas ya habían desmontado y se refugiaban entre las hojas amarilleadas por la sequía. Corrigió el rumbo dirigiéndose hacia ellas. La bruja se puso de pie y señaló el cielo a su espalda. Sin esperar a ver si estaba formulando un conjuro o gritando una advertencia, se desvió tomando la dirección contraria. Sintió que se le hacía un nudo en el estómago cuando unas enormes alas batieron el aire detrás de él.
Un par de gigantescas garras traseras se clavó en el suelo junto a él, y el segundo dragón apoyó sus patas delanteras antes de salir en su persecución. Galaeron oyó el crepitar de los rayos mágicos de Ruha y la vibración de un par de cuerdas de arco, pero sabía que los ataques no disuadirían a la bestia. Desenganchó los pies de los estribos y abandonó la montura, desviando su espada hacia un lado y dando una voltereta hacia adelante.
A esa velocidad el impacto fue tal que tuvo la impresión de que iba a romperle todos los huesos hasta los tobillos, pero Galaeron cayó de pie y se las arregló para correr dos pasos más antes de caer como consecuencia del impulso y salir dando tumbos por el prado. El vientre escamoso del dragón pasó dos veces por encima de su cabeza y después ya no vio más que cielo oscuro y suelo polvoriento.
Galaeron quedó por fin tendido de espaldas y tratando de recuperar el resuello mientras contemplaba un muro de escamas azules. Oyó el relincho de su caballo y lo vio girando por el aire a su derecha antes de sentir un dolor lacerante en todo el cuerpo al ser arrastrado por el suelo. Al levantar el mentón vio a Dove y Storm que lo arrastraban por los tobillos.
—Bien hecho, elfo —dijo Storm—. Ese «¡Haz algo, inútil!» me pareció un toque realmente brillante.
Galaeron estaba demasiado dolorido para saber si estaba burlándose de él o realmente creía que había estado actuando para el dragón. Llegaron al bosque, donde la maleza vino a sumarse a la humillación de Galaeron al golpearle hojas y ramas la cara. Las hermanas lo siguieron arrastrando treinta metros más hasta donde esperaba Ruha. Por fin, se detuvieron y lo pusieron de pie, a lo que él respondió con una serie de gruñidos sordos mientras trataba de recobrar el aliento.
Khelben Arunsun irrumpió entre los árboles a caballo, desmontó y despidió al animal con una palmada en las ancas.
Echó una mirada al panorama.
—¿Puedes correr, elfo? —preguntó.
Galaeron se volvió a mirar. El segundo dragón, el que no había podido derribarlo de su caballo, parecía desorientado, sin saber por dónde se le había escapado. Daba vueltas en un reducido círculo, arrancando matas de hierba y haciendo saltar pequeñas piedras mientras buscaba su posible escondite. El otro, todavía envuelto en el torbellino de polvo de Ruha, estaba rabioso. Avanzaba a tientas por el camino sobre las cuatro patas, aplastando a cuanto ser viviente se ponía en su camino. Estaba lleno de sangre y se acercaba rápidamente a un grupo de caballos y porteadores que chillaban asustados.
Al ver la situación, Galaeron hizo a Khelben un gesto afirmativo.
—Tal vez no muy rápido —dijo con voz entrecortada—… pero puedo correr.
—Ya veo que sí —se burló Storm—. Ni siquiera puedes hablar.
Cogiéndolo por el brazo opuesto se inclinó y se lo cargó a hombros. Khelben dio su aprobación con un gesto y abrió el camino hacia la espesura del bosque.
—¡Espera! —dijo Galaeron en un suspiro.
El archimago ni siquiera aminoró el paso.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Aunque el dolor empezaba a remitir, el hecho de estar atravesado sobre los hombros de Storm en nada lo ayudaba a volver a respirar normalmente.
—La… caravana —dijo—. La están… la están haciendo trizas.
—Sí, es culpa nuestra —dijo Khelben—. Es una lástima.
—Creo que Galaeron se pregunta si podríais hacer algo —dijo Ruha.
Dove se volvió a mirar a Galaeron.
—Supongo que no te estarás preguntando si podríamos acabar con esos pequeños lagartos, ¿no?
—No es momento para preguntas ridículas —añadió Storm—. ¿No te has dado cuenta de que nos han pillado por sorpresa?
—Ya me he dado cuenta —replicó Galaeron, que o bien estaba recobrando el resuello, o el enfado le daba fuerzas renovadas—, pero no podemos dejar que mueran.
Khelben se detuvo.
—Creía que querías destruir Refugio. —Su voz estaba cargada de impaciencia, pero su expresión parecía indicar que entendía lo que le pedía Galaeron… y por qué—. Creía que querías salvar Evereska.
—Y así es —respondió Galaeron—, pero también puedes salvar a esas personas.
Al ver que por fin podía respirar normalmente, Storm lo dejó de pie en el suelo. Khelben se acercó y le echó una mirada llena de furia.
—Los Elegidos no pueden salvar a nadie en Toril. —Su tono estaba cargado de angustia y de resentimiento, como si le doliera confirmar este hecho tan obvio. Apuntó con una mano en la dirección de donde llegaban los alaridos de los integrantes de la caravana antes de continuar—. Tú eliges, elfo, o esos pocos o los miles de habitantes de Evereska y las docenas de miles del resto de Faerun que perecerán si nos ponemos en descubierto y tu plan fracasa.
—Pero es culpa nuestra —dijo Galaeron, que estaba empezando a sentirse insignificante e ingenuo—. Tiene que haber una manera sin poneros en evidencia.
—De haberla, ¿no crees que ya lo habríamos hecho? —intervino Storm—. Me insultas, elfo, y en tu lugar yo no volvería a hacerlo.
Se volvió y reemprendió la marcha a través del bosque, más o menos hacia el último lugar donde Galaeron había visto a Aris.
Khelben se tomó el tiempo suficiente para darle una explicación.
—El mero hecho nos delataría. ¿A cuántos guardias de caravana conoces que sean capaces de derrotar a Malygris y a dos azules adultos?
—A ninguno.
—He ahí el problema —dijo Khelben—. Supongo que estás eligiendo Evereska.
Con los gritos distantes de la caravana resonando en sus oídos, Galaeron a duras penas pudo asentir, pero lo hizo.
—Eso me parecía.
Khelben echó una última mirada hacia el camino antes de volverse y marchar en pos de Storm. Dove le indicó a Ruha que lo siguiera y después cogió a Galaeron de la mano y se incorporó a la marcha.
—Es una lección dura —le dijo Dove—, pero debes aprenderla si quieres vivir con el poder del que eres portador. —Aunque iban casi a la carrera y ponían mucho cuidado en no pisar hojas ni ramas secas, las palabras de Dove salían con tanta facilidad como si estuvieran paseando por los jardines de su casa en Siempre Unidos—. Los niños llegan a este mundo tan inocentes como la lluvia, pero tienen sangre en las manos antes de cumplir el primer año. Nos pasa a todos.
—Un pensamiento… reconfortante —respondió con sorna Galaeron. Aunque estaba tan habituado como cualquiera a correr largas distancias, tenía que concentrarse en no hacer ruido ni al respirar ni al andar—. ¿Estás tratando de hacer que me conforme con no tener hijos?
—Estoy tratando de ayudarte. Aunque sólo comas fruta y jamás poses un pie en el suelo, no puedes vivir sin matar. Algo muere para que puedas vivir, aunque sólo sea el gusano que habita en la manzana que te comes.
—Entiendo las leyes de la naturaleza —dijo Galaeron—. Todavía conservo esa parte de elfo.
—Pero te falta prudencia —replicó Dove—, y es algo que tienes que adquirir para no sumir a Faerun en la desgracia por tus buenas intenciones.
No podría haber sorprendido más a Galaeron a menos que le hubiera clavado una daga en el pecho. Se le enganchó el pie en una raíz y cayó ruidosamente al suelo haciendo que todo el grupo se detuviera y se volviera a mirar. Khelben enarcó las cejas, Storm frunció el entrecejo y Galaeron no pudo ver la expresión de Ruha detrás del velo.
—Os pido disculpas —se excusó Galaeron poniéndose de pie. Los demás siguieron corriendo y él cogió a Dove de la mano para retenerla—. Te estoy escuchando —dijo.
La expresión de Dove fue casi de lástima.
—Y sin embargo no oyes —replicó apretándole la mano hasta que algo estalló dentro. El dolor le subió por todo el brazo—. Tienes mucha sangre en las manos, Galaeron. Los poderosos siempre la tienen.
Galaeron levantó la mano dolorida. Aunque ni siquiera había visto a Dove formular un conjuro ni había percibido que emplease la magia, se había vuelto del color de una herida abierta. Estaba tan sorprendido que apenas reparó en el hueso roto que sobresalía debajo de la piel por detrás del dedo índice.
—Yo… —Galaeron no sabía muy bien qué decir. Todavía estaba demasiado confundido para estar enfadado, y hasta su sombra parecía demasiado atónita como para responder—. No lo entiendo.
—¿No? —Dove se encogió de hombros y partió en pos de los demás—. Cuando lo entiendas se te curará la mano.
Galaeron se tomó un momento para asimilar aquello y luego, todavía dolorido, la siguió.
La herida resultó una distracción útil. Mientras se iba acostumbrando al dolor, empezó a acumular ira y con ella apareció su sombra. Apenas doce pasos después estaba tan concentrado luchando con su oscuridad interior que ya no oía los gritos que llegaban desde el camino. Se le ocurrió pensar que ésa había sido la intención de Dove, aunque dudaba de que el dolor de un simple hueso roto pudiera hacerle olvidar la angustia de aquellos a los que habían abandonado.
Unos cientos de pasos más adelante llegaron a un pequeño riachuelo donde los esperaba Aris acompañado de Alustriel y Learal. Las dos hermanas habían llenado cinco pequeños recipientes de agua y los habían colocado sobre una piedra plana al lado del río. Cuatro de los recipientes ya resplandecían con una argentada aura mágica, y Alustriel estaba formulando un conjuro sobre el último. Khelben y el resto de los Elegidos se dirigieron a la piedra y esperaron a que Alustriel terminara.
Aris reparó en cómo se sujetaba la mano su amigo y se acercó a él con gesto preocupado.
—Te has herido. Tal vez yo pueda…
—¡Shhh! Vienen los dragones —dijo Dove.
Aris alzó la vista hacia el dosel de hojas que empezaba a oscurecerse.
—No veo… —dijo.
Ruha se llevó un dedo al velo.
—Escucha —susurró.
Aris guardó silencio. Galaeron escuchó y sólo oyó el murmullo distante de los gritos de pánico de la caravana que se abría camino por los sombríos bosques. Tardó un momento en comprender que Dove se refería a lo que no podían oír. No oían ni el canto de los grillos, ni el ulular de las lechuzas y hasta dejaron de oírse gritos desde el camino. Notó un leve roce sobre las copas de los árboles que primero pensó que era la brisa y pronto se transformó en el silbido característico del aire sobre las escamas. Una sombra con forma de dragón apareció por el norte y avanzó a través de los bosques hacia ellos. Galaeron y todos los demás buscaron donde esconderse. Todos menos Alustriel, que se quedó atrás para completar su conjuro, y Aris, que se arrodilló bajo las ramas de un gran roble. El silbido cobró mayor intensidad y la oscuridad se aproximó, describiendo movimientos serpenteantes hacia adelante y hacia atrás, tan enorme como un lago y engullendo todo lo que encontraba a su paso.
Alustriel culminó su conjuro en un susurro, después cogió el último recipiente y se ocultó entre las sombras que había a lo largo de la orilla del riachuelo. Galaeron siguió con la vista fija en las alturas, pero el dosel de hojas era tan espeso que lo único que podía ver era una diminuta mancha de cielo y un puñado de las primeras estrellas nocturnas. El silbido se transformó en una ráfaga fuerte hasta que el borde de un ala tapó el pequeño retazo de cielo.
Quedaron sumidos en la oscuridad y Galaeron esperó en medio de un silencio helado, olvidado ya el dolor de su mano rota. Contó uno, dos, una docena de segundos y después dos docenas. Por último, la ráfaga volvió a transformarse en leve silbido y la oscuridad se desplazó hacia el sur. Empezó a respirar de nuevo sin darse cuenta siquiera de que había dejado de hacerlo, y un grillo solitario empezó a cantar en algún lugar al otro lado del riachuelo.
Khelben fue el primero en aparecer y se dirigió directamente hacia la piedra para coger una poción. Cuando los demás llegaron, ya había quitado la tapa y se la llevaba a los labios.
Antes de que pudiera beber, Alustriel lo sujetó por la muñeca.
—Espera —dijo. Cogió el frasco que tenía en la mano y se lo pasó a Learal—. Tal vez no te importe que la poción que bebas sea de hombre o de mujer, pero a nosotras sí.
Khelben enarcó una ceja.
—¿Hay alguna diferencia?
—Un par de pechos lucirían tan extraños en ti como una barba en mi cara.
Eligió otro recipiente que parecía exactamente igual y se lo dio. Una vez que Alustriel hubo distribuido el resto, Khelben alzó la mano como para hacer un brindis y los Elegidos bebieron la poción mágica.
El efecto fue rápido, pero no instantáneo. Cuando acabaron de beber, los Elegidos se habían reducido al tamaño de un elfo. Siguieron encogiéndose ante la mirada de Galaeron. Sus dedos se volvieron tan pequeños que tuvieron que sujetar los frascos con las dos manos. Alustriel sacó dos píldoras verdes de algún bolsillo recóndito. Aunque no podían ser mucho más grandes que guisantes, en sus dedos parecían más bien del tamaño de los leones de oro de los que atesoraban en sus bolsas los habitantes de Cormyr.
—Tragáoslas cuando estéis listos para libraros de nosotros —les dijo—. No hay prisa, salvo la que pueda imponeros vuestro apetito…, pero ¡por la Señora, no comáis! Hay algunos caminos por los que nunca quisiera pasar.
Galaeron se agachó para coger las píldoras.
—No temas nada —dijo—. Dudo de que Aris y yo tengamos ocasión de asistir a ningún banquete.
Galaeron se volvió para pasarle una píldora a su compañero y vio que el gigante tenía la vista fija en la espesura del bosque y el entrecejo fruncido.
—¿Aris?
—El dragón… está volviendo —susurró el gigante—. Diez segundos, tal vez veinte.
Galaeron le dio a Aris la píldora tras tirarle de la guerrera para llamar su atención. Después se volvió hacia los Elegidos, que aún le llegaban por la cintura.
Un débil silbido rozó las copas de los árboles y una oscuridad familiar lo cubrió todo.
—No lo vamos a conseguir —musitó Galaeron.
Khelben miró a Ruha. La bruja palideció —al menos lo poco de su cara que dejaba al descubierto el velo—, pero asintió y empezó a frotarse las manos. Galaeron se disponía a protestar, pero el dolor que volvió a sentir en la mano le recordó lo difícil de las decisiones que ya habían tenido que tomar.
Cuando se volvió para despedirse, Ruha ya se alejaba de ellos a toda carrera. Murmuró una palabra mágica y el sonido de sus sigilosos pies empezó a resonar por todo el bosque. Un suave impulso se dejó oír transmitido por las hojas cuando el dragón agitó las enormes alas y una enorme sombra negra se volvió abruptamente y partió en persecución de la bruja que huía.
—Que te vaya bien, mi valiente amiga —susurró Galaeron.
—No te librarás de ella tan fácilmente —dijo Storm. Ahora le llegaba a la rodilla y su voz era como un susurro—. Ruha se ha pasado toda la infancia esquivando a los dragones azules. Estará esperando cuando caiga Refugio.
—Confío en que así sea —musitó Aris. Miró hacia abajo, después se arrodilló y extendió una mano—. Creo que ya puedo hacerlo, si estáis preparados.
—No creo que jamás estemos preparados para algo como esto —dijo Khelben subiéndose a la palma de la mano del gigante—, pero si ahora puedes hacerlo, cuando antes mejor.
Aris echó la cabeza hacia atrás y después sostuvo a Khelben por encima de la boca abierta.
—¡Y acuérdate de no masticar! —le ordenó Khelben.
Aris lo dejó caer cabeza abajo por la garganta y puso cara rara al esforzarse por tragar sin cerrar la boca. Hubo un momento en que Galaeron creyó que su amigo se iba a atragantar y lanzar a Khelben por los aires, pero las botas negras del archimago desaparecieron dentro de la boca abierta del gigante.
Aris tragó ruidosamente y volvió a bajar la mano.
Learal y Storm intercambiaron miradas de inquietud y la segunda hizo a su hermana un gesto incitador.
—Tú primero —dijo.
—Tanta amabilidad me abruma —respondió Learal con una mueca antes de trepar a la mano de Aris.
Se había empequeñecido lo suficiente como para que el gigante se la pudiera tragar sin hacer esfuerzos, y Storm pasó todavía con más facilidad. Eso dejaba sólo a Alustriel y a Dove que, reducidas a la altura del tobillo, todavía eran demasiado grandes como para que se las tragara Galaeron.
Mientras esperaban, Dove se volvió hacia Alustriel.
—¿Estás segura de que no nos ahogaremos?
—Para eso sirve la magia de respirar en el agua. —Miró hacia arriba, a Galaeron, y añadió—: No debes olvidarte de beber mucha agua.
Tomando esto como una orden, Galaeron se limitó a asentir.
—¿Y no seremos digeridas? —insistió Dove.
—Somos Elegidas —respondió Alustriel—. Un poco de ácido gástrico no va a hacernos daño. Además yo sí tengo protección…
El fogonazo de un relámpago en la distancia iluminó el bosque, seguido casi de inmediato por un crepitar amortiguado. Galaeron miró hacia el origen del ruido y vio el resplandor distante de un árbol en llamas.
—¿Y ahora qué? —preguntó. Con un tamaño aproximado del doble de su pulgar, Alustriel y Dove seguían siendo demasiado grandes como para que él se las tragara, al menos sin masticar—. Debe de venir para aquí.
—Sólo se puede hacer una cosa. —Alustriel movió un brazo diminuto y los cinco frascos se deshicieron en polvo chisporroteante—. Si esperas aquí, el dragón se dará cuenta de que quieres ser atrapado.
Del árbol en llamas se oía el batir de alas en el aire, que se acercaba cada vez más mientras la sombra del dragón navegaba por el cielo hacia ellos. Galaeron cogió a las dos Elegidas con la mano sana.
—¡Corre, Aris! —gritó.
El gigante giró en redondo y partió en dirección oeste. Tratando de no perder a las diminutas Elegidas y de no sofocarlas ni aplastarlas —en su pánico por escapar del dragón no le chocó lo absurdo de esa preocupación—, Galaeron se dirigió al sur corriendo por la orilla del riachuelo. Estaba haciendo más difícil la tarea de capturarlos a ambos, pero tenía que tratar de escapar. Un dragón tan viejo se daría cuenta si le ponía las cosas fáciles.
La sombra del dragón llegó con un terrible agitar de hojas mientras los árboles se doblaban bajo el movimiento de sus alas. Galaeron se detuvo, movido más por el terror que por voluntad consciente, y cayó detrás de un tronco derribado. La bestia lo sobrevoló tan cerca que hasta él llegó el olor del reciente relámpago que todavía traía pegado a las escamas y oyó el roce de las ramas altas en el vientre del monstruo. Por un momento pensó que lo cogería antes de que pudiera tragarse a las Elegidas, pero continuó hacia el oeste en pos de las ruidosas pisadas de Aris.
Galaeron abrió la boca y se dio cuenta de que jadeaba de cansancio. El dragón se lanzó hacia el bosque con un horrible ruido de ramas rotas y árboles aplastado y Aris bramó de asombro. El grito se transformó en otro de dolor y miedo y luego subió por los aires.
Y eso fue todo. El gigante desapareció. Así de rápido.
Galaeron se quedó paralizado, esperando casi oír el ruido del cuerpo de Aris precipitándose a tierra entre los árboles cuando el dragón se diera cuenta de que todavía no lo tenía. Cuando los gritos del gigante se oyeron más distantes, se puso de pie y miró a Alustriel y a Dove. Ahora tenían aproximadamente la mitad del tamaño de su pulgar, lo bastante pequeñas como para que incluso un elfo pudiera tragarlas.
—Aris fue apresado —informó—, pero creo que perdió…
Las hojas se removieron repentinamente cuando algo cayó sobre las copas de los árboles, que empezaron a crujir bajo algo muy pesado. Galaeron fue presa de un aura de terror tan frío que su sombra creció en su interior e hizo que la mente le girara como un negro torbellino. Lentamente, alzó la vista y por encima del dosel de hojas vio lo que parecían unos miembros negros, desnudos, tendidos entre los pocos retazos visibles de cielo estrellado.
Galaeron se quedó allí, paralizado de terror y lleno de confusión, tratando de comprender qué era lo que estaba viendo. Una sucesión enorme y negra de vértebras descarnadas a través de un retazo de cielo abierto, unos doce pasos a su derecha, que permitía ver un cráneo con cuernos del tamaño de un rote.
El cráneo giró lentamente hasta que Galaeron se encontró mirando fijamente la llameante estrella azul de un enorme ojo sin vida.
¡Galaeron! —La voz de Alustriel sonó en el interior de su cabeza, abriéndose camino entre la negra niebla del terror que nublaba su mente—. ¡Ahora!
Incluso sumido en el pánico inspirado por el dragón —que era el peor que hubiera experimentado jamás—, Galaeron no cayó en el error de despertar la curiosidad de Malygris tragándose a las Elegidas delante de él. En lugar de ello, dejándose llevar tanto por el instinto como por el plan, giró sobre sus talones y salió corriendo, llevándose la mano a la boca mientras corría y metiéndose a la pequeña pareja en la boca.
Una garra enorme apareció encima de él, arrastrando un torrente de hojas y ramas partidas y atrapándolo en una jaula de garras huesudas.
—No tan rápido, elfo —dijo Malygris—. Eres el que andaba buscando.
Galaeron tragó y sintió que las Elegidas se deslizaban por su garganta. Por suerte recordó que no tenía que masticar.